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Culpable de no ser culpable
Roberto Javier Rodríguez Santiago

La tarde descendía en forma de brisas somníferas sobre los barrios humildes, olor a madera envejecida, casas medio decaídas, en cuyos alrededores pasaba Andrecito. Lleno de una ligera altivez, Andrecito recorría con su Porsche y un aire de hip hop contagioso, su vieja vecindad de la infancia. Visitaría a su querida viejecita, le llevaría entre sonrisas y risas un “Todo bien”, y le daría dinero para que siga comprando en la vieja mercadería de verduras del pueblo. De repente oyó un grito novato y prolongado infantil. Frenó bruscamente su coche. Se estacionó en la acera inmediatamente y corrió al lugar donde creía venían los gritos. Era un edificio de apartamentos para personas de bajos recursos, un edificio de nueva manufactura recién empobrecido por la pintura desprendiéndose a raudales, un hedor a aguas podridas, el infierno de las palabrotas, la juventud aprendiendo la vida ruda de la pobreza desde los cinco años. Justo en el primer piso la puerta de un apartamento estaba vulnerablemente abierta. Se adentró Andrecito y vio una niña en el piso ahogándose sus últimos gritos en su sangre, brotando sangre de todo su pecho. Andrecito no podía creer lo que veía, se le fue el corazón en lágrimas, y terminó sollozando sobre el cuerpo de la niña, pobre niña, pobre, de algunos diez años, la abrazó a sí mismo de no poder creer hasta qué grado la humanidad es cruel, maldijo una y mil veces el mundo sin dejar de sollozar sobre el cuerpo ya muerto y al que se aferraba como a un amuleto, maldijo el puto mundo en que vivimos, coño, no podía creer que hubieran desalmados que ultrajaran las esperanzas de una bella flor como la que se había marchitado entre sus brazos. En ese momento se sintió por primera vez padre, porque ya era padre de una legión de raperitos y barbies que nunca habían recibido ni la más mínima sombra de su paternidad. 

 

La policía estaba cumpliendo su deber arrestando a otro pederasta y violador peligroso. Sus huellas estaban sobre el cuerpo de la niña. Era indudable que Andrecito la había violado y matado. Pero Andrecito confesaba a flor de labios que él no solamente no la había violado ni asesinado sino que nunca en su perra vida se le había ocurrido semejante barbarie. Era demasiado listo para asesinar pero demasiado bruto para entender las crueldades de violar. Y aunque los niños siempre le habían sido indiferentes, todavía no comprendía por qué esa niña ultrajada a morir lo había hecho llorar como nunca en su vida. A la policía sin embargo no le importaba investigar mucho porque con las huellas de Andrecito en el cuerpo de la víctima podían llevar un juicio que ayudase a promover de rango a los monótonos cabos, a los aburridos sargentos, a los envidiosos detectives y a los tenientes bien oficinados con aire acondicionado, mientras el Comandante conseguía una secretaria joven y sin maridos que sustituyese a la ya menopáusica que no le servía de amante.  

                                                                                                     

Tras varias palizas como prisionero, Andrecito aprendió que los sueños son para ilusos y la vida para los decepcionados. Pero Andrecito sabía que él no era un santo: su trabajo había consistido en ser un matón profesional, mataba por contrato siempre, para ricos algunas veces, para narcotraficantes muchas veces. Devengaba jugosos salarios y era diestro cambiando de apariencias. Todo hecho a la perfección, como el perfeccionista que era. Sí, era todo un sicario y de los mejores. Lo que nadie, salvo él, sabía era que él tenía su código de honor: no aceptaba contratos por matar mujeres, por más que algunos de sus rutinarios clientes, luego despechados lo procuraran con urgencia y más que jugosos salarios, y consideraba una ofensa el solamente pensar en golpear a los niños. Sí, era un sicario con moral, digamos, con su moral. Ahora le dolía que se le acusase de violar y asesinar una niña que tan siquiera había conocido, excepto en su agonía, agonía que le dolió como si fuera la suya, y le era más difícil aún verse obligado a mentir para no ser condenado a la pena de muerte. No concebía qué crueldad podía mover a alguien a matar una niña, no. Mas en su bruteza veía lógico matar adversarios de narcotraficantes, intrigosos desleales de gente de clase. Eso era trabajo según él.

                                                                                            

En toda la nación las furias se movían contra Andrecito. Te voy a matar hijo de puta, te desollaré pervertido, esos eran los clamores, no solamente de mentes fieras, sino de la gente más devota a la fe de la misericordia. Andrecito se había resignado a morir en la cámara de gases, como el linchador verbal que era su juez le sentenció. Escondido en un camión blindado escuchaba como ya él era oficialmente violador y pederasta, porque una vez que toda una nación y todos los medios de comunicación del mundo así te etiquetan, ya lo eres, aunque no lo seas. Así terminó comprendiendo el ridículo de la vida Andrecito, entendió cómo en la vida se puede vivir sin pagar por lo que uno hace pero terminar pagando por lo que otro hace. Y así, dando la vida por ridículo, despachó al sacerdote que le venía a perdonar los pecados en vida, cuando Andrecito sabía que podría perdonarle los pecados que cometió pero no el que no cometió. Y finalmente los empleados de la cámara de gas aplaudieron cuando vieron inerte el cuerpo de Andrecito. Viva, viva, el pederasta más grande del planeta ha muerto, así pensaban al unísono. Y toda la nación se felicitaba de haber cumplido las leyes por primera vez. De manera que los jueces buscaban mejorar ahora sus idilios con los políticos en pro de ascender peldaños en la justicia, la policía recibía sustanciosos salarios y nuevos rangos, gentes en todas partes sentían que todas las frustraciones de sus vidas se habían ido por unos momentos, y el mundo de las comunicaciones se peleaba por quién había difundido más la noticia del pederasta. Mientras a los pocos días encontraron a un hombre muerto de una sobredosis de droga. Nadie se interesó mucho en el asunto. Que descanse en paz el pobrecito. El mismo pobrecito que sin ninguna lógica ni honor, envuelto en su drogamanía tomó por mujer a su hija y luego la mató por no saber hacer el amor.  

Roberto Javier Rodríguez Santiago 
9 de septiembre de 2007

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