Entrevista con Liliana Heker
El desafío de fundar una literatura latinoamericana

por Jorge Luis Rodríguez González • La Habana

 

Como sucede cada año, el Premio Casa de las Américas reúne en su jurado a representantes de lo mejor de nuestras letras latinoamericanas. En esta ocasión, entre los escritores seleccionados para valorar los textos presentados en el género novela, se encontró una de las más prolijas narradoras de Argentina y de Latinoamérica: Liliana Heker, una mujer que ante el temblor que causaban los tiros y las torturas de los años de dictadura militar en Argentina, nunca optó por el silencio.

“El poema es pésimo, pero por la carta se nota que sos una escritora”, le había dicho el destacado escritor argentino Abelardo Castillo, después de leer los escritos que Liliana le había hecho llegar cuando solo tenía diecisiete años. Ahora, amigo suyo, Castillo debe sentirse muy orgulloso de no haberse equivocado con la adolescente Heker al hacer semejante vaticinio y aceptarla en la revista literaria El Grillo de Papel. En esta publicación y en otras como El Escarabajo de Oro y El Ornitorrinco, que fundara años después, desempeñó una intensa y rebelde labor al calor de las polémicas que sacudieron a Nuestra América.

Cuentos como “Los que vieron la zarza”, “Un resplandor que se apagó en el mundo”, “Las perlas del mal”, la colección completa “Los bordes de lo real”; y novelas como Zona de Clivaje y El fin de la historia la convierten en uno de los faros de este continente de cuentistas y novelistas. En estas obras está presente la sagacidad de un estilo y la responsabilidad de una literatura comprometida.

Liliana estudió Física en la Universidad de Buenos Aires, carrera que abandonó por la literatura. ¿Cómo se produce este cambio en su vida?

Ingresé en la Facultad de Física cuando estaba en el último año de la escuela secundaria, y ya en esa época escribía. Estando en la Facultad mandé una carta y un poema a la revista literaria El Grillo de Papel. Allí me encontré con uno de los directores, Abelardo Castillo, que en ese momento era un escritor muy joven. Él me invitó a formar parte de la revista, es decir, que mientras estudiaba Física ya yo estaba trabajando en una revista literaria. Abelardo Castillo es un gran amigo mío desde esta época, y es para mí uno de los mayores escritores argentinos. Cuentista excepcional, maestro en el oficio de narrar, gran novelista, dramaturgo, ensayista y un hombre plenamente ético, consecuente en sus ideas, en su concepción de la literatura y en lo que debe ser la vida hasta las últimas consecuencias. De él aprendí mucho de narrativa.

En las reuniones de El Grillo de Papel estaba aprendiendo lo que es un cuento y lo que es elegir verdaderamente la literatura, pues hasta ese momento yo escribía textos a través de los cuales me expresaba, pero no tenían una forma. Es en esta revista donde empiezo a trabajar mis textos, en esas discusiones apasionadas que se generaban por cuestiones ideológicas y literarias. Los años sesenta fueron muy intensos en ese sentido. Después llego a ser secretaria de redacción hasta que El grillo de papel fue prohibida. A fines de 1960 fundamos una nueva revista, El Escarabajo de Oro, de la que fui primeramente secretaria de redacción y después directora. Ya para este tiempo tengo casi terminado mi primer libro de cuentos- Los que vieron la zarza-, comienzo a sentirme firme en el campo de la literatura y decido dejar la carrera de Física, pues realmente me faltaban muy pocas materias para terminarla y todo lo que cursé de Física lo hice tironeada por la literatura.

Su novela El fin de la historia es una denuncia a los crímenes perpetrados por la dictadura militar argentina en los años setenta. ¿Cuál fue su experiencia en estos años?

En esa época yo me quedé en la Argentina. Yo trabajaba como programadora de computación en la Administración Pública, y en mayo de 1876 me echaron por subversiva. Me fueron a buscar a mi casa, pero yo no estaba. Me fui durante quince días y después regresé. Decidí quedarme en Argentina y eso no tiene nada de heroico. Decidí quedarme porque confiaba en que realmente no me matarían, no me desaparecieran, aunque podía haber ocurrido.

Mi experiencia durante esos años fue muy dura y al mismo tiempo muy intensa. Por una parte convivíamos con el miedo y la muerte. Eso era una presencia permanente. Al mismo tiempo seguíamos construyendo nuestra obra dentro de la libertad o el exilio que podía ser nuestra propia habitación. Yo seguía escribiendo y se fue conformando lo que yo de alguna manera creo que por fin llegó a ser una especie de resistencia cultural. Con Castillo fundé otra revista en 1977, El Ornitorrinco, que tomaba los temas de polémica que eran necesarios tomar en la época de la dictadura. También dábamos talleres, los cuales en Argentina tuvieron su origen en estos años de dictadura. Los talleres respondían a una doble necesidad. Estaba la necesidad que teníamos muchos escritores de trabajar cuando se nos había echado de nuestros empleos, ya también la necesidad de los nuevos escritores de nuclearse, de discutir sobre sus cuentos cuando ya no existían las reuniones en los Cafés, en las revistas literarias. Si nos reuníamos un grupo de escritores en un Café a discutir un cuento o un poema, era muy probable que termináramos siendo unos desaparecidos. Entonces los talleres reemplazan esas reuniones y se empiezan a hacer en lugares privados, en nuestras casas. Comenzaba a ser un trabajo para muchos de los escritores que no podíamos trabajar en otros lugares. Fue una experiencia muy dura la de la dictadura, pero al mismo tiempo de ninguna manera siento que hayan sido años muertos para mí. Al contrario, sentíamos que nuestras palabras y nuestros actos tenían un peso al decir lo que pensábamos en cualquier ámbito en el que pudiéramos expresarnos. Además no podemos olvidar que en la Argentina estaban ocurriendo hechos de enorme fuerza contra la dictadura, como por ejemplo las manifestaciones de las madres y las abuelas de Plaza de Mayo, la acción de los organismos de derechos humanos dentro del país y un fenómeno cultural de gran repercusión cultural que fue Teatro Abierto. El rol que me tocó a mí fue actuar dentro de mi país y es una elección de la que no me arrepiento.

Pero, ¿era realmente subversiva?

Para ser subversiva en la dictadura militar argentina no era necesario formar parte de la guerrilla. Con solo ser un escritor de izquierda -como era mi caso- era suficiente para ser considerado como subversivo. Creo que el hecho determinante por el que me fueron a buscar y por el que me echaron, no fue siquiera por ser escritora, sino porque yo era secretaria de actas de las asambleas que se realizaban en mi centro de trabajo. Los años 1974 y 1975 fueron de mucha lucha obrera, de huelgas y asambleas. Quizás también influyó el haber ganado la mención en el Premio Casa de las Américas en 1966, el haber formado parte de una lista en la sociedad de escritores que era realmente de izquierda. Todo eso influyó en que se me considerara subversiva, pero por mucho menos un argentino era subversivo. Para la dictadura militar, salvo los complacientes y los que estaban de acuerdo con su régimen pavoroso y asesino, todos éramos subversivos.

En una ocasión, al referirse a su novela El fin de la historia, expresó que ningún texto suyo le dio tanto trabajo y que al mismo tiempo con ninguno se había sentido tan libre. ¿Cómo explica Liliana esta ruptura?

Es cierto. Es una novela en la cual yo quería dar cuenta de lo que había sido mi historia, la historia de mi generación, esa historia que arranca de alguna forma en la adolescencia con la Revolución cubana, que nos hace ver nuestra participación en la historia de una manera distinta, que genera un tiempo de esperanza y de creer que cada uno de nuestros actos y de nuestros textos tienen un sentido en un tiempo de horror y de muerte. Yo quería de alguna manera dar cuenta de ese período que yo viví y al mismo tiempo contar una historia puntual de una militante brillante que pasa por diferentes instantes de la militancia, que es secuestrada y llevada a un campo de exterminio, donde también tiene un papel tristemente protagónico. Quería contar todo esto, pero no quería escribir una novela lineal porque me parecía que iba a ser un libro aburridísimo de seiscientas páginas. Creo que una novela provoca una especie de conmoción poética en quien la lee y que el escritor tiene que conseguir ese efecto. La sensación que yo tenía era que todo lo que yo quería decir- y que era mucho y muy diverso- debía contarse al mismo tiempo, es decir, que un episodio significara al otro. Pero no sabía cómo contarlo. Durante mucho tiempo tuve la historia, los episodios, pero no encontraba la forma. Cuando descubrí la forma me di cuenta de que en literatura podemos hacer lo que queramos. Empecé a tener una sensación de libertad y alegría pese al horror que contaba. El proceso creador fue para mí un proceso dichoso porque estaba descubriendo la forma para contar mi historia. Me sentía libre porque consideraba que estaba rompiendo incluso con cierta escritura mía anterior.

Diálogos sobre la vida y la muerte es un libro de entrevistas a profesionales e intelectuales que han reflexionado sobre el tema, y a través de las cuales usted indaga sobre el significado de la muerte como palabra, como fenómeno biológico y psíquico, y las formas de las que el hombre se arma para defenderse de ella. Con este libro, ¿hacia dónde se inclina más Liliana: hacia la literatura o hacia el periodismo?

Hacia la literatura siempre. Yo no me considero periodista. No porque no admire a los periodistas, sino porque yo soy, aun cuando escriba para un medio, una escritora a largo plazo. Yo no tengo ese ritmo de los periodistas que redactan una nota para entregarla dentro de tres horas. Yo necesito ese trabajo, ese proceso en que voy encontrando la forma. Ese libro de entrevistas- que creo fascinante- también fue de lenta elaboración. Su hechura tiene dos etapas. Una fue a principios de 1980, en plena dictadura militar, cuando un editor me lo propuso y yo acepté. Pero ese editor tiene muchas deudas, no le paga a nadie, escapa del país y le cierran la editorial. Entonces el libro no circuló. Recientemente en el 2001 la editorial Alfaguara- editorial que publica mis libros- descubre un ejemplar de ese Diálogos sobre la vida y la muerte, le parece fascinante y me pide que haga una nueva versión. A partir de entonces empieza un proceso bastante largo para elegir quiénes serían los entrevistados y cuáles de las entrevistas ya hechas, rescatar. De modo que, pese a que el género entrevista corresponde al periodismo, la forma de elaborar el libro corresponde a la de un escritor. Y aunque considero que hay un límite muy definido entre periodismo y literatura, también creo que muchas veces trabajé en la intercepción de los géneros del periodismo y de la literatura. Muchas veces periodistas como Rolando Walsh hacen un trabajo literario. Lo que también pasa es que cuando Walsh escribe libros excepcionales como ¿Quién mató a Rosendo? u Operación Masacre, su trabajo es el de un periodista, el de un investigador que va detrás de lo que realmente ocurrió y que quiere indagar en la verdad de los hechos, pero el trabajo de escritura y construcción del texto es el de un escritor. A ese escritor-periodista tal vez sí pudiera acercarme porque tiene que ver con lo que yo entiendo que puede ser mi trabajo.

¿Por qué tratar esta vez la muerte desde un punto de vista tan distinto al tratado en El fin de la historia?

Aunque en un principio yo no me propongo tratar la muerte en El fin de la historia, esta se cruza en la novela de la misma manera que atraviesa algunos cuentos míos. En el caso de Diálogos sobre la vida y la muerte, específicamente me propongo indagar, a través de la palabra de otros y del prólogo que yo escribo, en una cuestión que nos concierne a todos y que marca prácticamente todos nuestros actos, desde el más elemental- como por ejemplo, comer, respirar- hasta la creación artística o el espíritu religioso, y sin embargo, es un tema tabú. Nadie se sienta en un Café a charlar con un amigo sobre la muerte. Me pareció que era necesario poner todos esos cuestionamientos que nos hacemos, todos esos miedos que tenemos, en la superficie. Por eso me propuse tomar a distintos escritores y especialistas que pudieran hablar sobre la muerte desde su propia óptica. El biólogo Marcelino tiene una entrevista excepcional. Él escribió un libro que remueve el piso con solo mencionar su título: La muerte y sus ventajas. Es un libro deslumbrante y sacude muchísimo. También desde el punto de vista del psicoanálisis y la psiquiatría se aborda el tema del suicidio, el miedo a la muerte o su negación. Aparece otra psicoanalista, María Lucía Pelento, que trabajó particularmente con la infancia y en la elaboración del duelo en caso de catástrofes sociales. Ella hizo un trabajo, desde la época de la dictadura, con familiares de los desaparecidos. María Lucía toma la elaboración del duelo en esa tragedia nacional, ese duelo no elaborado nunca por nosotros como sociedad. Una cosa es la muerte y otra muy distinta la desaparición. Hay siempre algo trágicamente inconcluso en la desaparición. Un profesor de religiones comparadas toma el tema de la muerte a través de las distintas religiones, creencias, y los distintos mitos. Un médico especialista en cuidados intensivos aborda, con un humanismo impresionante, ese período tan tremendo y singular del enfermo terminal, ese período de la vida en que ya se sabe casi con certeza que la vida tiene un plazo muy corto.

Hice también entrevistas a cinco escritores que me parecieron podían encarar el tema de la vida y la muerte de una manera muy particular. Uno de ellos es Jorge Luis Borges. La entrevista de Borges es deslumbrante como todas las que se le hacen, y tiene una particularidad respecto a la de los otros cuatro escritores entrevistados. Borges es el único que no niega la muerte. Cuando le pregunto- y esa es la pregunta que abre la entrevista-: “¿qué le sugiere la palabra muerte?”, el me responde: "una gran esperanza, la esperanza de dejar de ser". Los otros escritores entrevistados tienen una actitud de negación, de rebeldía respecto a la muerte. Hay una entrevista notable a Abelardo Castillo. Estaba segura que por su profundidad filosófica iba a concederme una excelente y deslumbrante entrevista. Ana María Shua podía encarar el tema de la muerte desde distintos ángulos, precisamente por su condición de mujer, de madre, de escritora, y porque ella también pasó por una enfermedad bastante terrible. Otro de los entrevistados es Eduardo Pablovki, dramaturgo, actor, psicoanalista, había sido militante, deportista, por lo que podía darme una perspectiva bastante interesante. También entrevisté al humorista Fontana Rosa. Creo que a veces el humor suele ser una especie de filtro que ponemos para defendernos de la muerte.

Diálogos sobre la vida y la muerte es un libro que a mí me apasionó mucho escribir. Cada una de las entrevistas me movilizó y el libro también resultó muy movilizador para los lectores.

Siendo apenas una adolescente escribió algunos poemas. Sin embargo, en su obra literaria publicada no figura ninguna colección de poemas...

Poemas muy malos. En mi obra no figuran, ni van a figurar.

¿Desistió del género? ¿Por qué?

Desistí porque no soy buena poeta. No siento que pueda trabajar un poema ni que me pueda expresar a través de la poesía. He escrito algunos poemas que pertenecen a un circuito privado, pero realmente no me siento poeta. En cambio, me siento narradora, cuentista. Y tal vez algún día escriba teatro. También he escrito ensayos, pero no soy poeta.

Durante su trayectoria como escritora también se dedica desde 1978 a coordinar talleres de narrativa. ¿Ha enriquecido a la escritora que es Liliana Heker el intercambio con nuevas generaciones?

Para mí el taller es una actividad fundamental. Lo considero parte de mi obra porque poder transmitir el saber, la experiencia de la escritura a otros es algo que me da una enorme alegría. A mí me interesa la formación de escritores. Me interesa trabajar con aquella gente joven o no joven que tienen pasión por la literatura, y que en principio tenga pasión por la lectura. Creo que todo escritor empieza a enamorarse de la literatura a través de la lectura. Aquel que me dice “yo no leo para no influenciarme” no lo acepto en el taller, porque alguien que no lee no puede escribir. También me importa que estén dispuestos a tomarse la literatura como un trabajo, a tener el placer de la corrección y sentir que ir acercándose  al texto que han soñado es parte del proceso creador y que pueden estar trabajando quizás un mes o un año en un cuento, o años en una novela. No me gustan los apurados. La literatura es otra cosa: es una búsqueda que no termina nunca.

El trabajo con esos grupos que se forman en mis talleres es muy hermoso, pues es un placer ver cómo de un texto amorfo va surgiendo un buen cuento o una buena novela. Por suerte a lo largo de mi trabajo en los talleres han surgido muchos escritores que hoy son grandes amigos míos. Es un intercambio que no termina nunca. Además, después de un cierto tiempo, la gente que viene a mi taller se convierte en una excelente crítica. Entonces, cuando yo termino cuentos también se los leo a ellos para recibir sus críticas.

¿Cómo valora la ascendente producción literaria que se está dando en Latinoamérica? ¿En qué se diferencia de la literatura universal?

Un escritor escribe desde el lugar en que vive, no puede sustraerse a su realidad. No es que yo no crea que ningún escritor deba proponerse ser latinoamericano. Incluso el término “latinoamericano” es bastante ambiguo, tiene mucho sentido en política, tiene menos en literatura. No es igual el lenguaje, la problemática ni la historia de Centroamérica a la de Sudamérica. El escritor escribe desde las circunstancias en que vive. Aunque escriba una historia íntima, una historia de amor, de celos, de soledad, él tiene toda la carga que le da su historia, su suelo, su lengua, su propia locura y todo lo que le constituye. O sea, el escritor pertenece al lugar donde vive, se lo proponga o no. Todo ese conjunto puede generar algo que por comodidad o para un determinado estudio, denominamos literatura latinoamericana. Pero, afortunadamente es una enorme diversidad en todos los aspectos. En estos momentos yo estoy leyendo Limón Blues, de Anacristina Rossi, y encuentro una historia que me cautiva, pero no se parece a mi historia, a la historia de mi país. Son circunstancias distintas, un lenguaje diferente. Y esa diversidad es Latinoamérica, y es lo que le da una enorme riqueza y vitalidad a su literatura y lo que la diferencia del resto de la literatura del mundo.

¿Qué le ha aportado a usted como escritora el pertenecer al Jurado del Premio Casa de las Américas?

Primero que todo estar aquí en Cuba. Eso para mí es una experiencia hermosísima, no solo por los lugares que son muy bellos, sino también por la gente. Es un placer volver a encontrarme con algunos amigos como Roberto Fernández Retamar, Pablo Armando Fernández, Eduardo Heras León, conocer a Marcia Leiseca, con quien me carteaba ya en los comienzos de la revista, y conocer a muchos amigos de Cuba y de otros países, como ocurre con el Jurado, el cual ha resultado ser un grupo excelente. Realmente Cuba genera un espíritu muy amistoso y solidario. También me llena de orgullo ser Jurado de este concurso porque sé lo que significa el Premio Casa de las Américas para aquellos escritores que han enviado sus obras.

¿Cómo explica usted que el Premio Casa de las Américas logre tan alta concurrencia cuando existen otros premios tan codiciados y también prestigiosos? ¿Qué diferencia al Premio Casa de los demás?

Hay muchos premios que dan gran cantidad de dinero. Algunos sí son prestigiosos y meritorios, otros no. Pero lo que diferencia al Premio Casa de las Américas de los demás,  es su enorme transparencia, tanto en la elección y en la solvencia del Jurado, como en el método que utiliza. El Premio Casa es absolutamente confiable. Aquel que no está solo buscando la publicación de cien mil ejemplares y una lluvia de dólares sobre su cabeza, sino que está buscando afirmarse como escritor, va realmente a saber valorar lo que vale el Premio Casa de las Américas.

¿Qué retos le impone a Liliana el ser escritora latinoamericana?

Tal vez es un reto o un hecho afortunado ser escritora latinoamericana porque los europeos han llegado a este siglo XXI como cansados. Tienen tanta literatura detrás. Yo me imagino que un escritor francés que mire al pasado y lea desde Ravelé todo lo que se ha escrito, tiene la sensación de que ya se ha escrito todo. En cambio, nosotros los latinoamericanos tenemos una historia literaria relativamente reciente y sentimos que todavía casi todo está por decirse y hacerse. Vivimos en un mundo muy difícil y complejo, pero al mismo tiempo de una enorme riqueza para nuestra creación literaria. Entonces, por un lado tenemos el reto de estar fundando una gran literatura latinoamericana. Todavía estamos fundando esa literatura latinoamericana en la que ya hay tantos fundadores. Y por otro lado tenemos la fortuna de estar todavía en el inicio.

Liliana Heker en Los 7 locos (1 de 3)

Publicado el 20 abr. 2017

 
 

Liliana Heker en Los 7 locos (2 de 3)

 

Liliana Heker en Los 7 locos (3 de 3)

Publicado el 20 abr. 2017

 

Liliana Heker con Eduardo Aliverti...Decime quién sos vos

Publicado el 14 jun. 2017

 

Obra en Construcción: Liliana Heker 1/2 - Audiovideoteca de Escritores

Publicado el 8 mar. 2011

 

Obra en Construcción: Liliana Heker 2/2 - Audiovideoteca de Escritores

Publicado el 8 mar. 2011

 

Jorge Luis Rodríguez González
Revista "La Jiribilla" - Año III Nº 195

La Habana, Cuba - 29 de enero al 4 de febrero de 2005

Link del artículo: http://epoca2.lajiribilla.cu/2005/n195_01/195_44.html

 

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