Detrás de sus gafas, Héctor
Abad Faciolince observa con ojos que parecen de niño. Pero sus gestos
risueños no deben llevar a confusión: esa mirada ha visto mucho; conoció
el dolor, la amenaza, el miedo y el exilio en carne propia. Sus
experiencias y percepciones lo han llevado a concebir una particular visión
del mundo. Como periodista, en sus columnas de opinión en la revista
Semana, de Bogotá, ha escrito sobre distintos aspectos de esa cosmovisión.
Como literato, ha recurrido al realismo fantástico para reproducir su
percepción de la sociedad global.
Este colombiano nacido en Medellín hace
46 años acaba de llegar a la Argentina para presentar su última novela:
Angosta, la fábula de una ciudad que no es otra cosa que un espejo
amplificador de cualquier centro urbano, o del mundo mismo. Abad desborda
con sus argumentos los límites de la ficción. Expone la desigualdad, la
exclusión, la pobreza, la violencia en sus caras más salvajes
-secuestros, asesinatos, terrorismo y narcotráfico- y las respuestas que
las sociedades buscan y encuentran para enfrentar sus disfuncionalidades.
* * *
Para comprender aquella cosmovisión,
conviene saber cómo es Angosta: una ciudad de tres niveles, tres castas
económicas y tres climas, situada en un estrecho valle de los Andes,
herida por una catarata conocida como el Salto de los Desesperados y
dividida por montañas, por un muro y por fronteras internas. Cada casta
permanece recluida en su propio sector: los dones en Tierra Fría, los
segundones en Tierra Templada y los tercerones en la tórrida Boca del
Infierno.
La exclusión y la violencia son
impuestas por los Siete Sabios para sostener aquella estructura social.
Otros siete personajes -siete, número cabalístico-, reunidos en torno a
La Comedia, un hotel decadente del corazón de la ciudad, buscan romper
con aquella lógica de exclusión para hacer triunfar el intercambio, la
comunicación y el amor.
-¿De qué ciudad es espejo esta
Angosta?
-Angosta se parece a cualquier megalópolis
latinoamericana. Pero pienso que América latina es un buen resumen del
mundo: una población "blanca" que vive en el primer mundo, que
representa menos de un sexto de la población mundial pero posee la mayor
parte de los recursos. El resto del mundo los mira con interés, envidia y
ansias de imitación.
"Aquel primer mundo construyó un
muro para protegerse de esas poblaciones oscuras y miserables que existen
allende sus fronteras. En las ciudades latinoamericanas pasa igual: una
clase, dueña de los recursos, trata de encerrarse pues teme a esas masas
más numerosas y desesperadas. A nivel global el gran temor es a la locura
del terrorismo. En las ciudades, a la delincuencia. En ese contexto opera
la exclusión."
-¿Cuál es el germen de ese temor?
-La primera fuente es el temor a lo
numeroso: los pobres son más. Las elites temen ser desplazadas del poder
por las grandes masas empobrecidas. Con la globalización se pretende la
apertura de las fronteras para el tráfico de bienes, servicios y
capitales. Pero el primer mundo no se abre al flujo de personas y, si algún
producto abundante tenemos en América latina, es la gente pobre.
-¿Cómo opera la exclusión detrás
del miedo?
-Para cerrar fronteras, nada mejor que la
xenofobia, rechazo por color, por idioma, por cultura. Quien vive en un
barrio burgués no quiere que sus calles se llenen de gente pobre que pide
trabajo. Les produce desasosiego. Ese temor hace crecer muros de contención:
porteros eléctricos, rejas, countries; trabas inmigratorias, a nivel
global.
"La forma más fácil de
estigmatizar es generalizar, dar a todo un grupo el disvalor de sus
individuos desviados. Hoy ser árabe en Europa o en los Estados Unidos es
muy duro. En nuestras ciudades eso le sucede al que no tiene dinero. Si,
además, es más oscuro (étnicamente hablando) o viste mal, la
estigmatización es mayor."
-Y eso lleva a consecuencias dramáticas?
-La lógica del miedo y la exclusión
produce un gran resentimiento. Eso de ir a destrozar como sea al
terrorismo o a la delincuencia produce el efecto contrario al buscado,
pues hay mucha gente que no tiene nada que perder ni que ganar. Las elites
apropiadoras han querido imponer la teoría de que pobreza no tiene nada
que ver con la violencia. Pero yo creo que la pobreza es como la leña
seca: no arde por sí sola en secuestros y violencia sino hasta que se le
acerca la chispa.
"En Colombia, más del 50 por ciento
de la población es leña seca, y se la ha encendido con la gasolina del
narcotráfico -que ha dado recursos para comprar armas y contratar entre
esa "leña" a sicarios- y con los métodos guerrilleros de
secuestros."
-¿Cuáles son los métodos que
prevalecen para imponer esa lógica del muro?
-En Colombia hemos ensayado todos los métodos:
mano dura, superdura. Pero lo único que funciona es, en definitiva,
reducir la cantidad de "leña". Ese camino es lento, y no da réditos
electorales inmediatos a un gobierno: se recorre con educación, salud,
vivienda digna y perspectivas de progreso con trabajo. Se debe evitar que
jóvenes desempleados, sin nada que perder o ganar, sean contratados como
sicarios de las mafias del narcotráfico, de la guerrilla izquierdista o
de los paramilitares derechistas.
-¿Y la sociedad no se rebela ante el
fracaso de la mano dura, como los siete de La Comedia en Angosta?
-Es que todos llevamos un pequeño
fascista adentro. Queremos líderes fuertes, que pongan las cosas en orden
con leyes duras y policías habilitados para todo. Ensayamos esa fórmula
una y otra vez, pero lo cierto es que sólo hay éxitos cuando se mejora
la situación de las bases.
-En la Argentina buena parte de la
sociedad se encolumnó detrás del drama de Juan Carlos Blumberg, que
perdió a su hijo en un secuestro, para pedir leyes más duras?
-En Colombia conocemos bien este fenómeno.
Un 50 por ciento de nuestras familias vive o ha vivido un episodio de
violencia cercano. El vicepresidente Francisco Santos estuvo secuestrado.
Lo mismo el padre del presidente Alvaro Uribe, al que la guerrilla asesinó.
Yo mismo, con mi padre (Héctor Abad Gómez, médico defensor de los
derechos humanos, asesinado por los paramilitares en 1987).
"Las personas resentidas por el
dolor propio somos malas consejeras. Para llevar adelante cualquier
actividad política o de seguridad debemos poner un filtro de distancia.
No se puede ser juez y parte. La "leña" existe porque hay
muchas víctimas. ¿Cómo no sucumbir entonces a esas ideas más fuertes?
Uno siente simpatía con las víctimas, que tienen un poder de convicción
moral que les da el dolor. Pero por su indignación terminan siendo malas
consejeras. El que ha padecido se convierte en un ser primitivo que quiere
venganza, que desea devolver golpe por golpe. Y de lo que se trata en la
civilización es de sobreponerse a eso.
-¿Por qué las autoridades se pliegan
tan dócilmente a esos pedidos irreflexivos?
-El buen político es el que olfatea un
movimiento de opinión y se adecua a él para sacar provecho. Es un pusilánime,
pero con buen olfato. Los que pretenden soluciones de mano dura son
insoportables. Los sistemas penales duros son otro muro, como los de
Angosta. Porque hay un grupo al que nunca se lo sanciona y otro al que
siempre se lo castiga. Esa impunidad genera mayor violencia.
-El vicepresidente de su país opinó
aquí que la prensa debería ser más cuidadosa al informar sobre
secuestros ¿Qué cree usted?
-Empeorar la situación de una persona
que está secuestrada por obtener la gran primicia es muy injusto. Omitir
parte de la información relacionada con los secuestros en curso no afecta
la deontología del periodista. El bien que se protege, la vida del
cautivo, es más importante que la información. No sé si es mejor
publicar o no las noticias sobre secuestros. A veces puede convenir, si la
familia de la víctima, asesorada por expertos, se acerca para enviar un
mensaje. Incluso, desinformar a los secuestradores puede resultar
conveniente.
-¿Existe en Colombia la obsesión que
se advierte en la Argentina por los secuestros?
-En Colombia, el ciudadano medio está
como insensibilizado con estas noticias que han dejado de ser impactantes,
que cada vez tienen menos lugar en los medios. Igualmente creo que los
secuestrados, los que aún siguen en la selva, no merecen que los
olvidemos así.
-¿Deben pagarse los rescates?
-Esa es una discusión teórica. Si no fuéramos
personas... pero somos seres humanos. Discutir sobre la necesidad de
cortar con la cadena de beneficios de las mafias mediante el no pago de
rescates es desconocer cómo somos. Haríamos lo que fuera para obtener la
liberación de un hijo. Muy pocos no cederíamos al chantaje.
-¿Qué condena les impondría?
-La máxima. En esto no debe haber leyes
misericordiosas, pero la política por aplicarse debe ser más amplia. Hay
que odiar ese delito, pero también modificar las condiciones en las que
prolifera, en las que crecen sus autores.
-Sin embargo usted se ha mostrado a
favor de una amnistía parcial para los paramilitares colombianos?
-Estamos desesperados con tantos años de
violencia y de muerte. Pero para poder perdonar hay que saber, debe haber
una reparación. Los paras deben confesar sus crímenes. En lo personal,
accedería a condenas más leves, previa confesión. Pero creo que ellos
nunca reconocerán sus crímenes. Nuestra venganza será no callar. La mía
será una venganza literaria: seguir escribiendo sobre los crímenes,
contar nosotros la verdad si ellos no lo hacen. Para no olvidar, porque
eso le da sentido a la vida.
por Fernando Rodríguez |