Entre las murallas

cuento de Carlos Rocha Gutiérrez

porque todo es la misma situación endeble,
            la misma confusión en lo que toca a si el que sale del espejo
es uno mismo,
           o es el otro sujeto que sólo quiere irse
y fuma mientras halla un lugar al que irse con la lluvia

                                                                                    Max Rojas

*

Hoy murió papá. Entró en la casa para morirse. No es algo que no esperara, traía el hambre en las canas, en las arrugas, en las ojeras. Hace ya algún tiempo que llegó Escipión y comenzó a cavar alrededor de las murallas. Escipión con sus muchos hombres, con sus brazos de romanos, cavó y cavó para morirnos de hambre. Papá aquel día entró gritando, Mueran los romanos, Numancia es tierra de guerreros, hay que resistir. Y hoy se murió porque yo soy el último hijo que tenía, el que nació bajo el signo del asedio, y a mí me daba los pedazos de pan. Azotando la puerta, cayó en la casa para morirse.

*

Después de azotar la puerta con toda la ira infantil del castigado, Julián se sentó en su cama. Miró, con el ceño fruncido, los objetos de su habitación: los libros de colores, la alfombra, los focos de la lámpara, la colcha de superhéroes. Su madre, amargada y gritona, le había dicho que los niños deben obedecer a sus padres. No sólo eso; le había pedido, exigido, que se comiera sus verduras. Julián gritó, No, no quiero, y de su negativa no pudo sacarlo su madre. El padre, cansado de tanto trabajar, leía el periódico. Su madre, en vista de la indiferencia paterna, decidió enviar al hijo al cuarto.

El niño, contento de haber vencido, estaba a punto de subir el primer peldaño de la escalera cuando la madre le gritó, Llévate tu plato, y no sales de ahí hasta que te lo acabes. Y si no lo haces, si me entero, Julián, que escondiste las verduras, regalo tu bicicleta al primer niño que vea en la calle. Y por eso corrió hacia su cuarto, azotó la puerta y buscó, enojado, furioso con la furia de sus ocho años de injusticias, un lugar donde esconder sus verduras. Observaba el cuarto, y pensaba que bajo la alfombra nunca se darían cuenta. Pero el olor quizás lo delataría.

*

Papá empieza a oler feo. Hasta ahora, nadie me pregunta por él, nadie me pide que lo entierre. Todos están ocupados con cargar su hambre y sus muertos. No sé si los romanos se den cuenta de que Numancia apesta. O quizás es lo que quieren, que nos ahoguemos con el olor de la gente. No quiero sacar a papá, no quiero arrastrarlo y cavar un hoyo, los romanos ya han hecho uno muy grande. No quiero que papá se una a la tierra pero a veces la gente se nos acerca. Se les ven en los ojos las ganas de comer. Hay que cubrirlo con cal, así le hicimos con mi madre, recuerdo cómo papá lo dijo. Pero ahora no hay cal. Antes se usaba para sembrar, ahora ya no hay campos ni lluvias. Quizás, si consigo un poco, pueda hacer crecer de mi papá una flor.

*

Julián lanzó al suelo el brócoli y lo aplastó con el pie. Las pequeñas partes se dispersaron, pero algunas se comprimieron. A ver si así, malditas verduras, aprenden que no las quiero. Pero entonces, no sabía dónde poner la evidencia. Recordaba de la televisión que los asesinos siempre eran atrapados porque, en su furor, no pensaban en el futuro. Sus huellas estaban en el cuarto, el olor se quedaría en el piso, no había manera de escapar. Su bicicleta verde, aerodinámica y adaptable, envidia de todos en la escuela, iría a las manos de algún niño que ni siquiera sabría cómo cambiar las velocidades.

Contempló los trozos destruidos, pequeñas ruinas nacidas sus manos. No era su culpa que no le gustaran las verduras. A casi nadie le gustan. Ni a María, Luis, o alguno de su clase. De hecho, a la madre tampoco le gustaban. Pero dicen las costumbres que así se debe educar a los hijos. Miró los restos del brócoli y se decidió arrepentido a buscar otro escondite. Los reunió con las manos, los puso en el plato y se acostó en su cama a pensar.

*

Me levanto del piso, despierto a otro día en Numancia. Desde que vinieron los jefes a buscar el cuerpo de papá, ya no tengo muchas ganas de hacer nada. Llegaron, casi con sus cuerpos hasta el piso, y no me gritaron, no me pidieron disculpas, sólo lo llevaron al centro de la plaza. Y yo grité, los seguí, lloré, y brazos como ramas me detuvieron, mientras el cuerpo de papá se quemaba en una hoguera común.

Ahora que la casa está sola, doy vueltas por las calles de la ciudad. Nadie se preocupa por mí, ni yo por ellos. Es que ya no hay casi nadie. La mayoría, los que quedan, se metieron en sus casas y se sepultaron. Dicen que algunos todavía tienen comida y por eso se escondieron. Dicen algunos que hasta tienen vino y uvas y hasta pedazos de carne. El otro día, algunos pobres golpearon en las puertas de una familia, una de los ricos de antes, hasta que las tiraron.

Entraron y los vieron, asustados en un rincón, abrazando sus vasijas, pero nada de comida. Fue tanto el enojo que les quitaron su cerámica y se las aventaron a la cara. Lanzaron un plato al piso y tronó como truena mi estómago.

*

Y el plato de Julián tronó contra la pared. Luego de unos minutos de ardua reflexión, la ira volvió y él no quiso saber nada más. Los trozos del plato se esparcieron cerca de la puerta. ¿Qué pasó, Julián?, se oyó un grito. Nada, mamá, se me cayó un juguete, y añadió, Están muy ricas las verduras. Luego llegó el arrepentimiento no por la bicicleta, sino por el temor de haber sucumbido. El orgullo roto. Ahora papá va a pensar que mamá tiene razón, que merezco ir a un internado. No era sólo el plato de verdura, no era tampoco su actitud contra la autoridad, sino que, a los ojos de la madre, Julián tenía un problema. Era antipático, asocial y anárquico.

Hasta ese momento, al padre no parecía importarle demasiado lo que le pasara a Julián. Se limitaba a trabajar, proveer y, a veces, sacudir el cabello del pequeño. Ahora, mientras el niño estaba en la cama, los padres probablemente empezarían a discutir. Julián no tiene compostura, diría la madre, nada le importa más que él mismo. Exageras, mujer, tan sólo es un niño. Pero si no le importa nada, tantos niños que se mueren de hambre. Mujer, a nadie le gustan las verduras, no exageres. Pero es que me preocupa, de verdad, sólo recibo regaños de sus maestras, reportes, si te importara un poco estarías más en casa. Julián se imaginaba a sus padres decidiendo su futuro, se iría a un internado asiático, le raparían la cabeza, todos los días se la pasaría rezando, de siete a siete, tendría que usar una túnica amarilla. Quiso gritar, pero temió que lo escucharan.

*

Yo les grité. Qué hacen con esa gente, si van a lanzarle cosas mejor que sea a los romanos. Me voltearon a ver, buscándome porque estoy tan pequeño y tan flaco, y luego me persiguieron por unas cuantas calles, gritándome crueldades. Pero no duró mucho, porque ellos tampoco soportan el dolor del cuerpo sin fuerzas. Desde hace días, los romanos no aparecen. Subo la muralla, observo desde ahí al campamento de los enemigos y pienso que sería muy fácil escapar. Pero ya lo intentaron muchos. La familia de uno de mis amigos lo hizo y los lanzaron al gran hoyo alrededor de la muralla.

Nadie gritó nada, nadie dice nada.

*

Julián ha reunido todas las piezas del plato, ha reunido todas las verduras, toda la comida. Piensa cómo huir. Pero las paredes son murallas y él es el prisionero. Si abriera la puerta, siguiera el pasillo, bajara uno a uno los peldaños de la escalera y, mágicamente, lograse no ser visto por sus padres, podría llegar a la puerta principal y salir a la calle. Y tomar su bicicleta para escapar.

*

Escipión entró hoy a la ciudad, caminó por las calles con su ejército de brazos romanos. Reía al observar a Numancia caída, hasta que se dio cuenta de que nadie respiraba. Gritó a sus generales, Búsquenme a alguien con vida, busquen a alguien que pueda contar mi hazaña, encuéntrenme a algún esclavo para llevar a Roma. Yo los miro mientras tiran las puertas, sacuden cadáveres, se tapan la nariz con las manos. Yo me quedo en silencio, recostado, para que no me vean.

*

Julián se acerca a la puerta, cuando se abre levemente. Corre a la cama y se cubre con la colcha, esconde los trozos del plato entre las sábanas. Mamá y papá entran con tiento. Hijo, escucha, no lo hacemos por molestarte, dice mamá, nos preocupamos por ti. Es cierto lo que dice tu madre, debes escucharla. Puedes dejar las verduras sin comer, por hoy. Julián teme que su madre, al apoyar un mano en la cama para darle un beso, sienta los trozos de plato y comida. Dame el plato, Julián, para lavarlo. No, mamá, no te preocupes, yo lo lavo. No, hijo, no tienes que hacerlo, déjame a mí. Con la mano izquierda, la madre acaricia la mejilla de Julián, con la derecha se apoya y casi grita al sentir algo filoso. ¿Qué tienes aquí, hijo?, dice ella. Nada, mamá, es un juguete. El padre los mira desde lejos. Enséñame, Julián, lo que escondes debajo de la cama. Nada, mamá, nada, no es nada.

*

Nada han encontrado los romanos. Nada que valga la pena. Julián está castigado. Quedaba otro numantino con vida, pero se lanzó desde una torre, gritando que nadie podría presumir las glorias de Escipión. No le quitaron su bicicleta, no lo mandaron a Asia a prepararse para ser monje. Unos brazos me levantaron. Lo único malo es que no puede salir del cuarto, hasta nuevo aviso. Entre sueños oí, Aquí hay un esclavo, Escipión, uno para Roma. Ni siquiera el tiempo es capaz de semejante crueldad.

 

Autor:

Carlos Rocha Gutiérrez (Aguascalientes, Aguascalientes, 1995). Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma de Aguascalientes, se especializó en Políticas Culturales y Gestión Cultural por la UAM-Iztapalapa. Trabaja como productor escénico en la compañía Última Fila. Ganador del I Concurso Interuniversitario "Felipe San José González" 2016 y del IV Concurso de Crítica Literaria "Elvira López Aparicio" 2017. Fue becario del PECDA en 2016.

 

Publicado, originalmente, en: Punto de partida No. 80 junio-julio 2019

Punto de partida es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Dirección de Lteratura

Link del texto: http://www.puntoenlinea.unam.mx/index.php/1566

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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