Entre las murallas cuento de Carlos Rocha Gutiérrez
porque todo es la misma situación endeble, |
* Hoy murió papá. Entró en la casa para morirse. No es algo que no esperara, traía el hambre en las canas, en las arrugas, en las ojeras. Hace ya algún tiempo que llegó Escipión y comenzó a cavar alrededor de las murallas. Escipión con sus muchos hombres, con sus brazos de romanos, cavó y cavó para morirnos de hambre. Papá aquel día entró gritando, Mueran los romanos, Numancia es tierra de guerreros, hay que resistir. Y hoy se murió porque yo soy el último hijo que tenía, el que nació bajo el signo del asedio, y a mí me daba los pedazos de pan. Azotando la puerta, cayó en la casa para morirse. * Después de azotar
la puerta con toda la ira infantil del castigado, Julián se sentó en su
cama. Miró, con el ceño fruncido, los objetos de su habitación: los libros
de colores, la alfombra, los focos de la lámpara, la colcha de superhéroes.
Su madre, amargada y gritona, le había dicho que los niños deben obedecer a
sus padres. No sólo eso; le había pedido, exigido, que se comiera sus
verduras. Julián gritó, No, no quiero, y de su negativa no pudo sacarlo su
madre. El padre, cansado de tanto trabajar, leía el periódico. Su madre, en
vista de la indiferencia paterna, decidió enviar al hijo al cuarto. * Papá empieza a oler feo. Hasta ahora, nadie me pregunta por él, nadie me pide que lo entierre. Todos están ocupados con cargar su hambre y sus muertos. No sé si los romanos se den cuenta de que Numancia apesta. O quizás es lo que quieren, que nos ahoguemos con el olor de la gente. No quiero sacar a papá, no quiero arrastrarlo y cavar un hoyo, los romanos ya han hecho uno muy grande. No quiero que papá se una a la tierra pero a veces la gente se nos acerca. Se les ven en los ojos las ganas de comer. Hay que cubrirlo con cal, así le hicimos con mi madre, recuerdo cómo papá lo dijo. Pero ahora no hay cal. Antes se usaba para sembrar, ahora ya no hay campos ni lluvias. Quizás, si consigo un poco, pueda hacer crecer de mi papá una flor. * Julián lanzó al
suelo el brócoli y lo aplastó con el pie. Las pequeñas partes se
dispersaron, pero algunas se comprimieron. A ver si así, malditas verduras,
aprenden que no las quiero. Pero entonces, no sabía dónde poner la
evidencia. Recordaba de la televisión que los asesinos siempre eran
atrapados porque, en su furor, no pensaban en el futuro. Sus huellas estaban
en el cuarto, el olor se quedaría en el piso, no había manera de escapar. Su
bicicleta verde, aerodinámica y adaptable, envidia de todos en la escuela,
iría a las manos de algún niño que ni siquiera sabría cómo cambiar las
velocidades. *
Me levanto del piso, despierto a otro día en
Numancia. Desde que vinieron los jefes a buscar el cuerpo de papá, ya no
tengo muchas ganas de hacer nada. Llegaron, casi con sus cuerpos hasta el
piso, y no me gritaron, no me pidieron disculpas, sólo lo llevaron al centro
de la plaza. Y yo grité, los seguí, lloré, y brazos como ramas me
detuvieron, mientras el cuerpo de papá se quemaba en una hoguera común. * Y el plato de
Julián tronó contra la pared. Luego de unos minutos de ardua reflexión, la
ira volvió y él no quiso saber nada más. Los trozos del plato se esparcieron
cerca de la puerta. ¿Qué pasó, Julián?, se oyó un grito. Nada, mamá, se me
cayó un juguete, y añadió, Están muy ricas las verduras. Luego llegó el
arrepentimiento no por la bicicleta, sino por el temor de haber sucumbido.
El orgullo roto. Ahora papá va a pensar que mamá tiene razón, que merezco ir
a un internado. No era sólo el plato de verdura, no era tampoco su actitud
contra la autoridad, sino que, a los ojos de la madre, Julián tenía un
problema. Era antipático, asocial y anárquico. * Yo les grité. Qué
hacen con esa gente, si van a lanzarle cosas mejor que sea a los romanos. Me
voltearon a ver, buscándome porque estoy tan pequeño y tan flaco, y luego me
persiguieron por unas cuantas calles, gritándome crueldades. Pero no duró
mucho, porque ellos tampoco soportan el dolor del cuerpo sin fuerzas. Desde
hace días, los romanos no aparecen. Subo la muralla, observo desde ahí al
campamento de los enemigos y pienso que sería muy fácil escapar. Pero ya lo
intentaron muchos. La familia de uno de mis amigos lo hizo y los lanzaron al
gran hoyo alrededor de la muralla. * Julián ha reunido todas las piezas del plato, ha reunido todas las verduras, toda la comida. Piensa cómo huir. Pero las paredes son murallas y él es el prisionero. Si abriera la puerta, siguiera el pasillo, bajara uno a uno los peldaños de la escalera y, mágicamente, lograse no ser visto por sus padres, podría llegar a la puerta principal y salir a la calle. Y tomar su bicicleta para escapar. * Escipión entró hoy a la ciudad, caminó por las calles con su ejército de brazos romanos. Reía al observar a Numancia caída, hasta que se dio cuenta de que nadie respiraba. Gritó a sus generales, Búsquenme a alguien con vida, busquen a alguien que pueda contar mi hazaña, encuéntrenme a algún esclavo para llevar a Roma. Yo los miro mientras tiran las puertas, sacuden cadáveres, se tapan la nariz con las manos. Yo me quedo en silencio, recostado, para que no me vean. * Julián se acerca a la puerta, cuando se abre levemente. Corre a la cama y se cubre con la colcha, esconde los trozos del plato entre las sábanas. Mamá y papá entran con tiento. Hijo, escucha, no lo hacemos por molestarte, dice mamá, nos preocupamos por ti. Es cierto lo que dice tu madre, debes escucharla. Puedes dejar las verduras sin comer, por hoy. Julián teme que su madre, al apoyar un mano en la cama para darle un beso, sienta los trozos de plato y comida. Dame el plato, Julián, para lavarlo. No, mamá, no te preocupes, yo lo lavo. No, hijo, no tienes que hacerlo, déjame a mí. Con la mano izquierda, la madre acaricia la mejilla de Julián, con la derecha se apoya y casi grita al sentir algo filoso. ¿Qué tienes aquí, hijo?, dice ella. Nada, mamá, es un juguete. El padre los mira desde lejos. Enséñame, Julián, lo que escondes debajo de la cama. Nada, mamá, nada, no es nada. * Nada han encontrado los romanos. Nada que valga la pena. Julián está castigado. Quedaba otro numantino con vida, pero se lanzó desde una torre, gritando que nadie podría presumir las glorias de Escipión. No le quitaron su bicicleta, no lo mandaron a Asia a prepararse para ser monje. Unos brazos me levantaron. Lo único malo es que no puede salir del cuarto, hasta nuevo aviso. Entre sueños oí, Aquí hay un esclavo, Escipión, uno para Roma. Ni siquiera el tiempo es capaz de semejante crueldad. |
Autor:
Carlos Rocha Gutiérrez (Aguascalientes, Aguascalientes, 1995). Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma de Aguascalientes, se especializó en Políticas Culturales y Gestión Cultural por la UAM-Iztapalapa. Trabaja como productor escénico en la compañía Última Fila. Ganador del I Concurso Interuniversitario "Felipe San José González" 2016 y del IV Concurso de Crítica Literaria "Elvira López Aparicio" 2017. Fue becario del PECDA en 2016.
Publicado, originalmente, en: Punto de partida No. 80 junio-julio 2019
Punto de partida es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Dirección de Lteratura
Link del texto: http://www.puntoenlinea.unam.mx/index.php/1566
Editado por el editor de Letras Uruguay
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