Fórmulas de estatismo en “El astillero” de Juan Carlos Onetti

por Mireya Robles (Cuba/ EEUU)

El astillero abre con el regreso de Larsen a Santa María. Trae con él toda la carga de un pasado que el lector presiente, pero que el autor no se molesta en detallar. Los años en la vida de Larsen que precedieron a estas circunstancias, se recogen —con cierta vaguedad— en Juntacadáveres, novela que se publica después de El astillero. Y es así, porque en un autor como Onetti, poca importancia tiene la cronología editorial de las obras, las cuales no tienen intención de convertirse en secuencia narrativa, porque la narración apenas existe. Las obras de Onetti, son un continuo y pesado deslizarse de personajes que se mueven lentamente, vagando como torpes sombras en una casi total ausencia de acción.

Esta sensación de aguas estancadas, de estatismo casi absoluto está dada en la obra de Onetti por:

1. Vocablos calificados —adjetivos y adverbios— que debilitan la cualidad o la acción en vez de intensificarla. Uno de los más frecuentemente usados es lento, lentamente.

2. Uso monocromático de gris.

3. Uso frecuente de la preposición sin, que desprovee de cualidad convirtiendo todo en ausencia.

4. Uso frecuente del adjetivo inmóvil y de sustantivos tales como silencio y aburrimiento. Contribuye también a dar la sensación de estatismo el hecho de que los personajes se mueven en balanceos, como péndulos.

5. Las esperanzas nunca cristalizan en hechos. La vida es una farsa y la esperanza se basa en una mentira.

6. La ausencia total de propósito en las acciones. Predominio de cosas que han dejado de ser funcionales. La acción se convierte en algo inútil a través de la cual nada se logra. El mundo inanimado se convierte en un amasijo de cosas inútiles.

7. El tiempo pierde su función progresiva. Se estanca, se repite a sí mismo. En consecuencia, una circunstancia es sólo una repetición exacta de otra circunstancia.

No hay sucesos nuevos —se da uno y se repite infinitas veces—. Monótono que se extiende a la raza humana: cada ser humano deja de ser distinto a otro para convertirse en una réplica de ese otro.

8. Frustración sexual. La mujer aparece despojada de feminidad —en ropa de hombre— o poseedora de cualidades físicas, de gestos, masculinos. El hombre no llega nunca a conquistar a una mujer en el plano amoroso. Puede llegar a una relación física durante la cual es despreciado por la mujer; o puede convertirse en un impotente incapaz de alcanzar el orgasmo sexual.

9. Negación de la vida. Vivir es un morir constante. La vida, un vasto cementerio. La existencia se convierte en ausencia. Un ser animado se convierte en nadie, un ser inanimado se convierte en nada.

Larsen había sido expulsado de Santa María —esto se produce en Juntacadáveres— por tratar de abrir un prostíbulo. Cuando regresa, después de cinco años, así nos lo describe Onetti: “De todos modos, cinco años después de la clausura de aquella anécdota, Larsen bajó una mañana en la parada de los ‘omnibuses’ que llegan de Colón, puso un momento la valija en el suelo para estirar hacia los nudillos los puños de seda de la camisa, y empezó a entrar en Santa María, poco después de terminar la lluvia, lento y balanceándose, tal vez más gordo, más bajo, confundible y domado en apariencia. Tomó el aperitivo en el mostrador del Berna, persiguiendo calmoso los ojos del patrón hasta obtener un silencioso reconocimiento1’ (p. 1049)[1].

Aun cuando los del pueblo difieren en opinión sobre el aspecto de Larsen, todos coinciden en ver en él la misma cualidad de pesadez: unos dicen que “intentó reproducir la pereza"; otros “siguen viéndolo apático y procaz”.

Había ido a Puerto Astillero y regresaba a Santa María: “oscurecía y apenas lloviznaba cuando empezó a moverse para tomar la última lancha a Santa María; anduvo lento, dejándose mojar por las gotas que caían de los árboles, hasta la penumbra y la soledad del muelle” (p. 1056)

Cuando Petrus le concede el imaginario título de Gerente General del astillero, Larsen, en calidad de jefe oficial de la empresa, se dirige a los otros dos empleados poseedores a su vez de los imaginarios títulos de Gerente Administrativo y de Gerente Técnico: “En cuanto a eso, no hay nada concreto y es personal —dijo con lentitud—; a ustedes [Gálvez y Kunz], sin ofensa, sólo debe importarles que soy el Gerente y que mañana empezamos a trabajar en serio” (p. 1069). Convierte una débil esperanza en posibilidad: '‘Entonces, con lentitud y prudencia, Larsen comenzó a aceptar que era posible compartir la ilusoria gerencia de Petrus” (p. 1081).

Desde las primeras páginas de El astillero aparece el color descolorido que cubre todo el mundo novelesco de Onetti: “Fue trepando [Larsen], sin aprensiones, la tierra húmeda paralela a los anchos tablones grises y verdosos, unidos por yugo; miró el par de grúas herrumbradas, el edificio gris, cúbico, excesivo en el paisaje llano, las letras enormes, carcomidas, que apenas susurraban, como un gigante afónico, Jeremías Petrus & y Cía.” (p. 1053). El astillero, caparazón muerto y abandonado, cobraba vida solamente cuando Larsen se lo imaginaba en sus tiempos de actividad: “Y el viejo [Petrus] obligaba a las mujeres a llevar guardapolvos grises y tal vez ellas creyeran que era él quien las obligaba a conservarse solteras y no dar escándalo” (p. 1065).

La atmósfera es casi invariablemente, gris. En un bar de Santa María, una de las muchachas encargada de atenderlo “limpiaba el vidrio de la ventana con el antebrazo, sonriendo a cada espasmo hacia los amigos y hacia el atardecer gris y arremolinado” (p. 1107).

Muebles e inmuebles generalmente son grises: “el barco gris sucio” (p. 1077) “el edificio de Petrus S.A., un cubo gris de cemento desconchado” (p. 1116).

La ciudad está estructurada en gris: Kunz y Gálvez “miraron por la ventana la calle gris y barrosa: Gálvez fue alzando a sacudidas la cabeza pelada para un estornudo que no vino, después pidió la cuenta y la firmó” (p. 1068). La luz es generalmente gris: “A pesar de la luz gris del frío, del viento que gemía en los agujeros de las chapas del techo, de la debilidad de su cuerpo hambriento [Larsen], caminó pequeño y atento entre máquinas herrumbradas e incomprensibles” (p. 1070).

El uso frecuente de la preposición sin desprovee, anula posibilidades de acción, cualidad, sentimiento. Para señalar un Puerto Astillero intransitado, sin movimiento, Onetti describe las “calles de tierra o barro, sin huellas de vahículos”. (p. 1053).

A falta de salarios devengados (sólo se asentaban en los fósiles libros pero no se pagaban), los ‘funcionarios’ de Petrus se vieron en la necesidad de ir vendiendo —a espaldas de él— las viejas maquinarias del astillero. Así describe a los rusos compradores; “los visitantes elegían sin entusiasmo y sin que nadie los incitara” (p. 1142),

En un momento en que Larsen se encontraba en la oficina del astillero “encendió un cigarrillo tratando de moverse apenas lo indispensable. Escuchó voces impulsadas sin entusiasmo, alguna risa sin respuesta; el viento, crujidor de madera, un ladrido, pequeños puntos sonoros que servían para la mensura de la distancia y el silencio” (p. 1084). Es de notar que la cualidad desproveedora de la preposición sin está en coordinación perfecta con la sensación de ausencia medida en espacio y sonido: distancia y silencio.

Desde la glorieta contemplaba Larsen la casa de Petrus —a la que nunca se le dio entrada—. A pesar de que ambiciona —con el amortiguamiento onettiano— poseerla, se imagina en ella en toda la flojedad de su vejez, que el autor expresa valiéndose de la preposición sin: “Bajando un párpado para mirar mejor, Larsen veía la casa como la forma vacía de un cielo ambicionado, prometido; como las puertas de una ciudad en la que deseaba entrar para usar el tiempo restante en el ejercicio de venganza sin trascendencia, de sensualidad sin vigor, de un dominio narcisista y desatento” (p. 1060).

Larsen, hombre derrotado, hace un final intento —dejándose llevar por “el olfato y la intuición”— de labrarse un futuro que prometiera cierta seguridad y amparo en sus próximos años de vejez. Intentos que jamás se convertirán en logros porque están basados en otras infinitas derrotas. Quince días después de llegar Larsen a Santa María deja ver toda la ridiculez de su cara empolvada, artero, viejo, “con un diminuto ramo de violetas que apoyaba contra el corazón”. Las violetas aparecerán repetidamente en El astillero. Se ven por primera vez en manos de Larsen. El uso de las violetas más bien que encerrar un simbolismo, parecen ayudar a la caracterización. Si algo quisieran simbolizar no sería una timidez virginal, sino la timidez del vencido que ya no se atreve a otra cosa que a insinuar débilmente. Es como si Larsen estuviese sosteniendo en sus manos todo su vencimiento. Sin planear apenas, siguiendo su instinto, ve en el matrimonio con Angélica Inés, la hija anormal de Jeremías Petrus, una solución.

El movimiento de los personajes es, con frecuencia, el de pesado péndulo: Cuando, al principio de la novela, entra la hija de Petrus con su sirvienta Josefina al bar donde se hallaba Larsen, éste “miraba con sorpresa y bondad la cara de la sirvienta; sonrió, mantuvo una fina línea de sonrisa hasta que ella, balanceándose, se puso a pestañear y separó los labios” (p. 1056). Balanceo físico ligado íntimamente a rasgos de personalidad y que a veces influencia la tensión de la línea emocional: Cuando ya estaba Petrus en la cárcel, Larsen “dejó caer la cortina, vencido y sin rencor; regresó a otras verdades y mentiras ayudándose con el vaivén del cuerpo” (p. 1179).

El aburrimiento, la indiferencia, lo remoto, lo indefinido, el silencio, la monotonía, contribuyen grandemente a la formación estática de las obras de Onetti. Los momentos más difíciles, se llenan de silencio: Cuando Petrus está ya en la cárcel y Larsen presiente, inevitable, su derrota, “caminaba erguido y taconeando, buscando zonas de mayor silencio para hacer sonar el desafío de los pasos, resuelto a no dejarse derrotar, ignorando qué le quedaba por defender” (p. 1186).

El aburrimiento puede convertirse en señal de advertencia pronosticadora: Larsen “sabía que se acercaba el fin, como puede saberlo un enfermo; reconocía todos los síntomas exteriores pero confiaba mucho más en el aviso que le daba su propio cuerpo, en el significado del aburrimiento y la abulia” (p. 1169).

En una de las pocas ocasiones en que sorprendemos al protagonista animado de movilidad, esta movilidad es absurda. Observemos este párrafo que parece salido de la Metamorfosis de Kafka en ei momento en que se describiera Gregor convertido en insecto: “Tolerado, pasajero, ajeno, también estaba él [Larsen] en el centro del galpón, impotente y absurdamente móvil, como un insecto oscuro que agitara patas y antenas en el aire de leyenda, de peripecias marítimas, de labores desvanecidas, de invierno” (pp. 1070-1071). El único flechazo de vitalidad que cruza la existencia de Larsen, es una corazonada. Pero al sembrar su futuro sobre un cadáver económico —el astillero de Petrus—, esta corazonada se convierte inevitablemente, en un vacío, una mentira, una equivocación que lo echa de bruces a esa enorme nada que es el no poder seguir creyendo en nuevas posibilidades.

Otra forma de hacer estática la novela es reduciendo su mundo a cero por medio de la inutilidad de las cosas, del tiempo, del espacio, de la vida, de las personas, de la acción.

Las armas sucesivas que Larsen había poseído nunca cumplen su función defensiva-ofensiva: “Vino después una pistola Colt, comprada por nada a un conscripto; era pesada, enorme, indomable. También inútil, nunca usada si se exceptúan los almuerzos campestres, los ejercicios de puntería contra una lata o un árbol” (p. 1183). En el astillero predominan las cosas inútiles, entre otras tantas, el conmutador telefónico, las cerraduras y secantes.

A veces, la certeza de la inutilidad de las cosas es tal, que puede fácilmente uno imaginárselas ausentes: En el antro llamado El Chamamé, el viejo que atendía el bar era “aindiado y conversador con un cabo de cuchillo —y tal vez no más que un cabo— asomado en la cintura” (p. 1155).

Esa inutilidad se extiende al ser humano. El viejo del bar El Chamamé “ahí estaba, móvil y charlatán, pero sin mayor significado que los objetos que él mismo había manejado antes del bautizo: los tablones, los faroles, las botellas” (p. 1156).

Lo mismo que el espacio, el tiempo puede convertirse en algo inútil: “La mujer [de Gálvez] no había cerrado la puerta y por encima de su peinado opaco, por encima de los ojos y la sonrisa, Larsen, hablaba cortésmente con la blancura, ganaba

minutos que no habrían de servirle para nada” (p. 1163).

La acción puede producirse gratuitamente, sin causa: La risa de la idiota es

“estridente, que no se reía de nada, que sonaba inevitable, como hipo, como tos, como estornudo” (p. 1055). La misma ausencia de causa se encuentra en el sentimiento que le inspira Larsen a Díaz Grey: Este “se acordó de todo [el pasado de Larsen] inmóvil contra el escritorio, mordiéndose suavemente los labios, sintió que iba llenándose de entusiasmo por el recuerdo y de una absurda lástima por el hombre que chorreaba lluvia en silencio sobre el linóleo. Le apretó la mano y puso otra sobre el hombro empapado y frío” (p. 1111).

Puede estar la acción desprovista de propósito, como cuando Larsen se dedica a leer documentos donde se registraba información sobre las antiguas funciones del astillero: “En todo caso, disponía de centenares de historias semejantes, con o sin final; de meses y años de lectura inútil” (p. 1078).

La consecuencia de la acción puede igualmente, ser inútil: cuando Larsen le regala la polvera a la mujer de Gálvez, ésta le pregunta que si deseaba que —en agradecimiento— lo besara. Larsen contestó —en gesto caballeroso—, negativamente, pero tuvo “por segunda vez en la noche, la sensación de un triunfo complicado e inservible” (p. 1090).

La acción surge de cero y no evoluciona o desemboca en otra, sino que se repite:

Josefina, la sirvienta “tenía treinta años, había sido criada por la esposa difunta de Petrus, estaba gastando su vida en un juego de adoración, de fraternidad, de dominio, de revancha, en el que ‘la niña’ y su estupidez eran a la vez el objeto, el aliciente y el otro jugador. Hasta que obtuvo una serie de encuentros casi idénticos y tan semejantes como tediosas repeticiones de una misma escena fallida” (p. 1057).

En la misma forma en que se pierde la variación temporal, se pierde la variación individual cuando una persona se convierte en réplica de otra: “En realidad [Lar-sen] no estaba con ellos sino con reproducciones, de fidelidad fluctuante, de otros Gálvez y Kunz, de otras mujeres felices y miserables, de amigos con nombre y rostros perdidos que lo habían ayudado [...] a experimentar como normal, como infinitamente tolerable, la sensación de la celada y la desesperanza” (p. 1082).

La mujer aparece dislocada de su posición femenina, despojada de su cualidad de mujer: La mujer de Gálvez “despeinada y huraña, oscurecida, con su viejo abrigo de hombre cerrado hasta el mentón por un alfiler enorme, deformada por la gran barriga, limitando con los brillos grasosos de su cara una sabiduría que era inútil e imposible trasmitir” (p. 1090).

Finalmente, el estatismo se logra llevando la novela hacia un esfuerzo de aniquilamiento total de actividad, de vida. El ser humano se reduce a nadie: “Cuando oyó [Larsen] que llegaban a las nueve, en la fría mañana de buen tiempo, se quitó el sombrero y el sobretodo, esperó a que hicieran ruidos y se sosegaran, y los llamó con timbrazos inconfundibles. Primero a nadie y después a nadie; primero al Gerente Técnico y después al Gerente Administrativo” (p. 1144).

El ambiente se transforma en cementerio: los parroquianos eran “fantasmas, aquella reducida población de cementerio que formaba la clientela de El Chamamé” (p. 1158). La descripción del astillero está trazada también en esta línea: filas de máquinas paralizadas, cadáveres de herramientas, piezas de metal en sus tumbas, máquinas en sus mausoleos, cenotafios de yuyo, lodo y sombra, (pp. 1071-1072).

La vida puede ser un lento suicidio: cuando Gálvez acepta el trabajo en el astillero, la mujer opina: “Pensé entonces, no que estaba loco, sino que su voluntad era suicidarse, o empezar a hacerlo, tan lentamente, que hasta hoy dura” (p. 1152). Gálvez pone fin a su vida suicidándose. Su muerte súbita no es más que una confirmación de la lenta muerte que había venido padeciendo desde hacía años. Ante el cadáver de Gálvez, Larsen comenta para sí: “Lo que siempre dije: ahora está sin sonrisa, él tuvo siempre esta cara debajo de la otra, todo el tiempo, mientras intentaba hacernos creer que vivía, mientras se mona aburrido entre una ya perdida mujer preñada, dos perros de hocico en punta, yo y Kunz, el barro infinito, la sombra del astillero y la grosería de la esperanza” (p. 1190).

Cuando encarcelan a Petrus, el presentimiento de muerte que había llevado Larsen en sí, se convierte en ineludible presencia. Se halla en este momento en el cuartucho que ocupa en el Belgrano: “Fue entonces que aceptó sin reparos la convicción de estar muerto. Estuvo con el vientre apoyado en la pileta, terminando de secarse los dedos y la nuca, curioso pero en paz, despreocupado de fechas, adivinando las cosas que haría para ocupar el tiempo hasta el final, hasta el día remoto en que su muerte dejara de ser un suceso privado” (p. 1192).

Su intento de tener acceso a la casa de Petrus se ve nuevamente obstaculizado, esta vez, por la sirvienta, Josefina, quien le da entrada al dormitorio de ella, al nivel del jardín. El hecho de penetrar ese mundo de la servidumbre mientras que el resto de la casa permanecía cerrada para él, marca el momento de su renuncia definitiva, o tal vez, el reconocimiento de que era inútil seguir engañándose. En la misma habitación de la sirvienta, se decide a quemar en una palangana, el contrato firmado por Petrus en el cual lo nombraba Gerente General por cinco años con un sueldo garantizado, porque sabe que este “salvoconducto a la felicidad” es en realidad un salvoconducto sin validez a una felicidad inventada por él. En estos momentos en los que se enfrenta a la verdad, renuncia también a su esperanza de convertirse en dueño casándose con la hija retardada de Petrus. “No quiso enterarse de la mujer que dormía en el piso de arriba, en la tierra que él se había prometido” (p. 1199). Al desaparecer la posibilidad de esa tierra que él se había prometido, desaparece también su posibilidad ontológica: “Ya no era, en aquella hora, en aquella circunstancia, Larsen ni nadie” (p. 1199).

Se encamina Larsen al astillero para recorrerlo por última vez, moviéndose tal vez, entre la nostalgia y la derrota. Despojado ya de su propio sueño, entra en un estado de “perfecta soledad” rescatando momentáneamente, la conciencia de sí mismo, de su propia identidad. Este contacto consigo mismo se rompe al acercarse Larsen a la casilla donde la mujer de Gálvez sangra y se retuerce en el trance del parto. Asqueado por está brutal realidad y tal vez por el terror de verse en la responsabilidad de cuidarla, huye hacia los muelles: “Vio la rotunda barriga asombrosa, distinguió los rápidos brillos de los ojos de vidrio y de los dientes apretados. Sólo al rato comprendió y pudo imaginar la trampa[2]. Temblando de miedo y asco se apartó de la ventana y se puso en marcha hacia la costa” (p. 1200). Esta última renuncia a darse humanamente, lo condena definitivamente a la soledad y a la muerte evidentes en el doble desenlace. En el primero, Larsen se aleja en una embarcación que se dirige hacia el norte, en la que los lancheros que lo habían despertado debajo del cartel Puerto Astillero, lo admiten aceptando en pago el reloj que Larsen les da. Mientras se aleja la embarcación, aparece un Larsen solitario que siente de cerca el deterioro físico y la derrota moral que lo conducirán al vencimiento absoluto, concretizados en las arrugas de sus manos. Un deterioro que es paralelo al deterioro del astillero, tan indetenible en su marcha, que se hace audible para

Larsen: [...] “su colgante oreja pudo discernir aun el susurro del musgo creciendo en los montones de ladrillos y el del orín devorando el hierro” (p. 1201).

A este final estilizado y poético, el autor contrapone la posibilidad de otro final despiadadamente grotesco en el que un Larsen descontrolado manotea el revólver y los lancheros que lo despertaron le rompen la boca. Compadecidos de esa ruina humana que es Larsen, los lancheros comparten con él risas, palmadas, un trago de caña en el típico ambiente de los muelles y terminan negándose a cobrarle el pasaje. Su muerte física surge dentro de una prosaica realidad desprovista de belleza: “Murió de pulmonía en el Rosario, antes de que terminara la semana, y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero”.

BIBLIOGRAFÍA

Onetti, Juan Carlos. El astillero, México: Aguilar, 1970.

Notas:

[1] Todas las citas de El astillero han sido tomadas de la Obras completas de Juan Carlos Onetti. México: Aguijar, 1970. El subrayado es nuestro.

[2] El cursivo es nuestro

 

por Mireya Robles
Publicado, originalmente, en Revista Chilena de Literatura Núm. 36 (1990): Noviembre
Facultad de Filosofía y Humanidades
Departamento de Literatura de la Universidad de Chile

Link del texto: https://revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/40135

 

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