Graham Greene:

del poder y la gloria al poder y la burla
ensayo de Vladimiro Rivas Iturralde

En junio de 1991 escribió el novelista mexicano Francisco Prieto un emotivo artículo sobre el entonces recién fallecido Graham Greene. Refería allí una anécdota que había escuchado al también novelista Ignacio Solares, quien sin duda la escuchó a un tercer hombre.

La anécdota es la siguiente: en 1952 visitó a Greene un miembro de la Academia sueca para informarle que se había decidido otorgar ese año el Premio Nobel a un novelista católico, y para preguntarle si estaba dispuesto a hacer algo en su favor. La respuesta de Greene, reacio a todo palanqueo, fue categórica, inesperada: “Dénselo a Mauriac. Es muy buen novelista. Además, él sí cree”.

Ignoro si la anécdota es apócrifa o no. El caso es que si no ocurrió, pudo haber ocurrido. Es más: debió de haber ocurrido. Son palabras que no desafían la verosimilitud. Ofrecen la imagen de un hombre desgarrado por las dudas de fe. Así fue Greene, y así son muchos de sus personajes. Por otra parte, el novelista delimitó sus dos credos, el religioso y el estético, con su ya célebre precisión: “No soy un novelista católico, sino un católico que escribe novelas”. En virtud de esta delimitación, el tema de la Gracia aparece como fundamental en sus obras; la Gracia, ese don concedido gratuitamente a los hombres aunque no hayan hecho nada para merecerlo, es más, aunque hayan hecho todo para no merecerlo. En otras palabras, si el chorro de culpas del hombre cae fuera de la vista y del entendimiento, ¿en qué secreto lugar se acumulan?, ¿qué oculto motor o laboratorio las transforma en dignas del perdón? ¿Cómo funciona la economía de la Redención?

Es evidente que un tema así exige una novelística poblada de pecadores y culpables, y el mundo concebido como una “cárcel atestada de lujuria, crimen y amor desgraciado, cuyo hedor llega hasta el cielo” (El poder y la gloria). Los pecadores son los truhanes, los farsantes, los adúlteros, alcohólicos y embusteros, cuyas debilidades son las del buen ladrón que en la hora última pide el paraíso, o bien las de seres que, como Charley Fortnum, el cónsul honorario, se sienten indignos de toda gracia y todo paraíso y que, por el oscuro camino de la piedad llegan a merecerlos.

El omnisciente novelista funge de pequeño dios que castiga y perdona y humildemente reclama del lector —el gran fiscal— su aprobación al ejercicio de su justicia. Así como Greene es Indulgente con sus pecadores, se muestra despiadado con los culpables: los fariseos, los abusivos y crueles detentadores del poder, los traidores, los egoístas satisfechos del cuerpo y del espíritu, los guardianes del orden. Y entre pecadores y culpables, una tercera categoría de seres: los ingenuos, cuya candorosa buena fe es patética por su impermeabilidad a lo real: tienen los ojos vendados a la realidad, como los hermanos Lehr —los luteranos de El poder y la gloria— o el matrimonio Smith de Los comediantes, que llegan a la Haití de Papá Doc en representación de los “auténticos vegetarianos” de Estados Unidos, a proponer políticas alimenticias dietéticas y sanitarias en un país muerto de hambre. Son viajeros boy-scouts que visitan el infierno sin saber lo que están visitando.

Otro gran tema de Greene es el hombre acosado, ya no por la culpa, sino por el estado policiaco. El siglo XX ha desarrollado, como nunca antes en la Historia, los órganos de represión estatal: la burocracia, el ejército y la policía. Las criaturas de Greene, perseguidas y acosadas, buscan siempre traspasar la frontera, pero está prohibido atravesarla, a no ser, quizá, en breves momentos de respiro, como breves sueños en un mundo transfigurado por la Gracia. Greene, como todo gran moralista, no era un hombre virtuoso, sino él mismo un aventurero del mal, un gran pecador que nos enseña a inclinarnos cristianamente ante la miseria. Ahora bien, la represión del estado policiaco contra la libertad individual es un tema que en Greene, conforme avanza el siglo, toma nuevas formas. La última de estas formas que asumió el estado policiaco fue la de las dictaduras latinoamericanas. En vez de situar a sus acosados una vez mas en la Europa de la II Guerra Mundial, Greene los convierte en víctimas del terrorismo estatal latinoamericano. No me extraña esta elección: este es un continente predominantemente católico, y al novelista le interesa la proximidad entre vida y catolicismo —mundo religioso contaminado y no aséptico como el protestante, y mucho más vital y franco: a Greene la asepsia del protestantismo simplemente le aburre: sólo le sirve para retratar ingenuos.

En climas de represión, ¿cuánto vale el ser humano? ¿Cuánto vale un simple cónsul honorario borrachín secuestrado por error por guerrilleros paraguayos en una ciudad argentina? ¿Cuánto vale Jones, un negociante inglés que vive en la Haití de Duvalier mintiendo y engañando, pícaro del siglo XX, cuando no hay embajada ni consulado que lo proteja? ¿Cuánto vale un hombre cuando la institución política o diplomática que lo protegía como una armadura ha desaparecido?

Las instancias diplomáticas, en consecuencia, no son sino máscaras que encubren la radical desprotección del ser humano y a la vez la revelan. Implacable testigo de Latinoamérica, donde las muertes violentas son naturales, esto es, donde los hombres mueren víctimas de su medio ambiente, Greene no vaciló en tomar partido por quienes combatieron con las armas a las dictaduras y, sobre todo, a la dictadura de la pobreza. Podría discutirse mucho el “latinoamericanismo” de Greene. Esté donde esté, sitúe donde sitúe la acción de sus novelas, él es irremediablemente inglés. Sin embargo, no deja de impresionarme la atmósfera onettiana de El cónsul honorario, una de sus mejores novelas. El fracaso como unidad de medida del ser humano es una idea que vincula también, y estrechamente, a esta novela con las de Onetti. El mal es, en las últimas novelas de Greene, no algo metafísico, sino una presencia real y cotidiana: el viejo mal teológico se encarna en un mal político, cotidiano. Gran novelista siempre, recrea este mal en términos estrictamente humanos y en iguales términos responde, como en Los comediante, donde un pícaro inglés, Jones, pretende burlarse del poder de Papá Doc y sus Tonton Macoutes, o como en esa devenida novela picaresca que es Nuestro hombre en La Habana, donde un vendedor de aspiradoras, súbdito del imperio inglés, se burla de la Central Británica de Espionaje, esto es, del poder. Del poder y la gloria al poder y la burla: Greene, anarquista católico, odió el poder como pocos y tomó partido contra su prepotencia, por sus humildes víctimas, sus picaros y buenos ladrones. Y en esta posibilidad de burla sí creía Graham Greene.

 

por Vladimiro Rivas Iturralde
Originalmente en la Revista "Tema y variaciones de literatura" 1991

Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Azcapotzalco http://zaloamati.azc.uam.mx/  (México)

División de Ciencias Sociales y Humanidades

Link del texto: http://hdl.handle.net/11191/1294

 

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