El asedio a la tradición en Antonio Machado: la poesía de las "Soledades" ensayo de Sabrina Riva Universidad Nacional de Mar del Plata
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Doble, por consiguiente, ha de ser el objeto de la creación artística que aspire a vivir eternamente en la memoria de los pueblos; debe, por un lado, referirse a las leyes necesarias de lo bello; por otro, al carácter de la civilización en que nace: lo inmutable y lo temporal, lo accidental y lo absoluto han de tener en ella representación. Giner de los Ríos, Consideraciones sobre el desarrollo de la literatura moderna La silva fue una forma poética muy estimada durante el Siglo de Oro, como lo demuestra el uso frecuente que de la misma hicieron poetas de la talla de Lope de Vega, Quevedo, Góngora, Polo de Medina y Francisco de Rioja, entre otros. Aunque la novedad se venía implementando desde, por lo menos, diez años antes, las Soledades de Góngora (1613) fue el texto que dotó a la silva, quizá por primera vez, de una configuración genérica tan definida, que ubicó en un segundo plano a las heterogéneas propuestas que ya existían. Dicho autor elevó el prestigio de la misma y de ahí en más se la tomó como una de las formas predilectas, de la denominada poesía de la soledad. Emparentada en sus comienzos con la canción petrarquista, surge como consecuencia de tendencias adversas al sistema de la estrofa y provee a los poetas de un molde más flexible y versátil: serie de extensión indeterminada con rimas enlazadas libremente, no posee límite respecto de su combinación métrica, ni implica un asunto puntual. Por lo que se erige como un sistema métrico proclive a adaptarse a cualquier tono poético. Los tipos clásicos sólo usan rima consonante y combinan versos endecasílabos y heptasílabos; con excepción de la silva octosílaba -también ubicable dentro de este grupo-, que combina versos de ocho y cuatro sílabas. La misma no se utiliza con tanta frecuencia en el Siglo de Oro, como la anteriormente descripta, a pesar de que uno de los primeros ejemplos de esta forma, sean aquellas insertadas por Góngora en Al nacimiento de Cristo Nuestro Señor en 1615. En el caso de Antonio Machado, éste no sólo emplea un nuevo tipo, la llamada silva arromanzada, sino que usa la silva octosílaba; la cual logra mayor independencia y difusión durante el Modernismo, más que en cualquier otra etapa histórico-estética. Recordemos que uno de los primeros modernos en recrearla fue el otro gran poeta español de la época: Juan Ramón Jiménez. Tal métrica es recuperada, entonces, por el poeta sevillano en composiciones como, por ejemplo, “Las encinas”, “Poema de un día”, “Los olivos”, entre otros. De esta manera, la forma analizada alcanza -ya desde la etapa áurea- un tono popular y una divulgación más intensa, cuando se realiza la trasposición de la combinación clásica, al metro octosilábico. Además, el empleo de ambos tipos de silva está íntimamente conectado con el proyecto poético-ideológico machadiano, de revitalización de la tradición popular oral: su correlato es el uso del llamado verso hispánico y de la rima asonante. Sin embargo, la novedad la constituye -como ya dijéramos- la utilización de una clase de silva modernista: la silva arromanzada, definida por Baehr del siguiente modo: Una forma especial de la silva asonantada es la silva arromanzada. En este caso, todos los versos pares muestran la misma asonancia, como en los romances (Baehr, 1981: 383). Machado mostró interés por esta forma especialmente en Campos de Castilla (1912), aunque también la cultivó en Soledades (1903). Dentro de este último libro se encuentra el Poema VII, “El limonero lánguido suspende”, que responde a las características de dicho sistema métrico, manteniendo la asonancia e-a de principio a fin, y presentando una mayoría de versos endecasílabos, que dotan al poema de un tono grave más acuciante. En este texto nos detendremos para realizar el análisis de una de las configuraciones de la silva machadiana. Asimismo, no debemos pasar por alto el nombre del primer poemario del autor, ya que éste propone una pauta de lectura, que permite vincularlo con la tradición áurea de la llamada poesía de la soledad, a pesar de sus nuevos aires modernistas. “El limonero lánguido suspende” se ajusta, en términos generales, a las características de la “silva métrica”, mas la temática del poema está relacionada con la “silva soledad” y su retórica de la ausencia, según la descripción que establecen de ambas modalidades áureas, Juan Montero Delgado y Pedro Ruiz Pérez. La primera suele ser de extensión media, en general no constituye libros, aborda temas variados y su estilo es más sencillo que el de la “silva soledad”. Ésta, en particular la creada a la manera gongorina, se caracteriza por ser un texto extenso, usualmente concebido como libro, de carácter descriptivo -de la naturaleza o del arte- y su estilo suele ser de factura culterana[1]. Antonio Machado recupera del segundo paradigma sólo, en parte, la tendencia descriptiva, en general del ámbito natural, hasta cierto punto la temática y, del primero, la extensión y el estilo. En consecuencia, está claro que elige uno de los géneros más flexibles, ya dentro del Siglo de Oro, y que la manera en que lo desarrolla es vinculable con la modalidad de la “silva métrica”, directamente en conexión con su rechazo del conceptismo barroco[2], A su vez, el poema tomado como ejemplo podría asociarse con una variante genérica, comprendida dentro del orbe de los paradigmas detallados: la “silva/idilio”. Respecto de la misma los autores mencionados dicen que: En la silva/idilio, en cambio, el elemento descriptivo tiene menos importancia que la expresión lírica de un sujeto que se presenta como un pastor en diálogo con su entorno natural (paisaje, pastores, deidades) (Montero y Delgado - Ruiz Pérez, 1991: 29). Soledades, galerías y otros poemas presenta -en algún punto- esa relación entre el sujeto lírico y la naturaleza, pero lo hace desde la órbita del ideario modernista: los objetos que componen el mundo son símbolos de una realidad de verdades absolutas que permanece oculta. La misión del poeta es descubrir estos símbolos para abrir las puertas que comunican con esa realidad superior. De ahí que el hablante lírico mantenga una serie de “correspondencias” con el paisaje, en un libro que rechaza lo anecdótico, aboga por la claridad -mas no por la sencillez-, el intimismo y la desnudez retórica. Más tarde enfrentado con las vanguardias y asediado por las preocupaciones de un tiempo histórico conflictivo, Machado permanece confiado respecto de las posibilidades de representación de la palabra, pero las claves de su poética madura -la “palabra en el tiempo” o escritura historizada, el acercamiento a la alteridad, la búsqueda de un lector mayoritario, entre otras- lo irán alejando del vate a la manera juanramoniana, al cual le tiene sin cuidado lo que exceda la realidad del poema y de su poeta creador. Lentamente el autor matizará las primeras experiencias poéticas de un “tiempo interior” con un “tiempo histórico”, inscripto a partir de su libro inmediatamente posterior, Campos de Castilla. En el Poema VII de Soledades, la naturaleza aparece con el objeto de representar el universo interior del hablante lírico, y, por tanto, no existe una descripción autónoma de la misma: el sujeto dialoga con “la tarde”, al tiempo que ésta le sirve para evocar ciertos sentimientos y escenas de su pasado. Se trata de un interlocutor silencioso, cuya función es presentar el desdoblamiento de la conciencia del que reflexiona. El recurso a la animización es visible: Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara, Casi de primavera, Tarde sin flores, cuando me traías El buen perfume de la hierbabuena Y de la buena albahaca Que tenía mi madre en sus macetas. Que tú me viste hundir mis manos puras En el agua serena... Según Alvar: La tarde ya no es la referencia cronológica que definen los diccionarios, sino esa especial dependencia que se establece entre el hombre y el cosmos, el misterio que está más allá del mundo sensible. Estamos acercándonos a la esencia de los mitos: de una parte, la explicación en la naturaleza de nuestro propio destino; de otra, la expresión del misterio por un lenguaje simbólico, cuando nos resulta insuficiente el lenguaje de la lógica (Alvar, 1983: 17). La referencia, estrechamente vinculada con ciertos rasgos del espacio pastoril, se construye a través de un uso profuso de adjetivos calificativos («ligera», «luminosas», «vírgenes», «muertas», «buena», etc.) y algunos indefinidos para expresar la vaguedad propia de la indeterminación simbolista. En este sentido, otro aspecto interesante es el que tiene que ver con el cromatismo plasmado en el poema. Machado utiliza adjetivos que no son de color, como por ejemplo «clara», pero lo evocan y otros puntuales, «oro» y «blanco». Las pinceladas que predominan, sin embargo, son las de las tonalidades “intermedias” evanescentes, propias del simbolismo, y homologables al estado emocional del sujeto lírico: a un sentimiento de nostalgia y desencanto del hablante, le corresponde en el poema, un «limonero lánguido» que «suspende una pálida rama polvorienta». Nótese la idea de levedad que comunica el adjetivo «lánguido» y la elección de la palabra que caracteriza a «rama»: ni sucia ni limpia, sino «polvorienta». Dotados de una serie de cargas afectivas, los vocablos transmiten un significado otro, más allá del que hace alusión concreta a la naturaleza. El sujeto bucea en su interior y escucha su propia voz en soledad: el mundo natural es el paisaje que lo rodea, pero también una realidad misteriosa e inaprensible, sólo plausible de ser conocida y evocada, a través de los símbolos que nos provee el poeta. La poesía de Antonio Machado, según Rafael Alarcón Sierra, «está vertebrada por una serie de procedimientos destinados a mostrar complejos estados de ánimo, vagos presagios, atmósferas de misterio y enigmáticas evocaciones, mediante el encadenamiento de distintos signos de sugestión emocional» (2009: 250). No está de más mencionar, al respecto, que la mayor parte de dichos recursos provienen de la poética simbolista, en especial la verlainiana, la cual, una vez interiorizada por el poeta, es integrada por el mismo en su propia tradición lírica, tanto culta como popular (2009: 250). Algunos sustantivos comunes constituyen la idea de un “paisaje vegetal”, otros, de tipo abstracto, forman la otra cara de la cuestión, ya que apuntalan la introspección del sujeto lírico. También son los que permiten crear las zonas de indeterminación y nostalgia respecto del pasado. El hablante, efectivamente, está «buscando...» a través de una acción que no es la de los hechos, sino la de la reflexión, la memoria y el ensueño, todas lícitas vías de conocimiento. Las “soledades” aquí tienen que ver con la representación de una naturaleza en “correspondencia” con el estado melancólico del sujeto, por ello lo vago, impreciso y otoñal, aunque la tarde sea «casi de primavera». Esta situación establece una temporalidad existencial, marcada por el tono elegíaco mediante el contraste entre el hoy y el ayer; y, en paralelo, se plantea la búsqueda de una ilusión -quizá perdida- a partir de la mediación de los elementos de la naturaleza. El dialogismo, que sirve de base al poema, da curso al bosquejo de una sensación psíquica y subjetiva del paso del tiempo. Se trata de un mundo inquisitivo donde el hablante lírico es interrogado por sus sombras, nos pregunta o se pregunta a sí mismo. La soledad ha sido un tema frecuente dentro de la poesía barroca. Según Díez de Revenga y Florit Durán (1994: 26) es una: «soledad metafísica que puede ser la ideal para gozar de la naturaleza, de los bienes terrenos, de los placeres de la vida retirada». En algún punto, tal es el caso de esta silva machadiana, en la que el sujeto lírico señala su circunstancia, “estoy solo”, al tiempo que describe un estado de la naturaleza: «.una tarde alegre y clara, / casi de primavera». Sin embargo, esta situación no implica exactamente un goce de lo natural, sino que el mismo le permite el recuerdo elegíaco de otros momentos: .Y estoy solo, en el patio silencioso, Buscando una ilusión cándida y vieja: Alguna sombra sobre el blanco muro, Algún recuerdo, en el pretil de piedra De la fuente dormido, o, en el aire, Algún vagar de túnica ligera. El marco es, sí, la vida retirada, un «patio silencioso»; pero el tono nostálgico y desencantado gobierna el poema, excluyendo el placer de ese paisaje, que se construye a partir de una adjetivación de lo evanescente y misterioso, como en los siguientes versos: En el ambiente de la tarde flota Ese aroma de ausencia Que dice al alma luminosa: nunca, Y al corazón: espera. Ese aroma que evoca los fantasmas De las fragancias vírgenes y muertas. Por otra parte, no resulta pertinente vincular la presencia de «la fuente» en el texto de Machado, con la aparición de la misma en la lírica anterior; ya que en este último caso, tal objeto es una suerte de versión de la naturaleza sometida al artificio del hombre y no un símbolo concreto. En cambio, en el texto contemporáneo «la fuente» remite al paso inexorable del tiempo a través de su analogía material: el agua[3]. El simbolismo confiere a las cosas una dimensión evocadora y así lo refleja el poema trabajado aquí. En este texto proliferan y se cristalizan los símbolos machadianos por antonomasia: el limonero, la fuente, el sueño y la memoria, los frutos, la tarde, la primavera y la sombra. El limonero, por ejemplo, representa o repite la situación del hablante lírico y suele asociarse con el arraigo y el consuelo prodigados por el limonero real de la casa paterna del poeta. El sueño y la memoria se conciben como vías de conocimiento posibles, asociadas a la poesía. Los frutos, espejados en el agua, se vinculan con el deseo y su paradójica imposibilidad. La tarde -ámbito predilecto de la evocación- aparece como símbolo de la declinación de la vida, al tiempo que permite la unión con una época de mayor plenitud, representada en la primavera. Por último, la sombra, puede vincularse con la imagen de nuestra existencia terrena. En general, se trata de elementos de la naturaleza, que crean una matriz de significado: la de aquél vinculado con la búsqueda de la ilusión infantil irrecuperable en el presente. En este sentido, el texto construiría un “paisaje simbolista”, distinto del surgido durante los siglos XVI y XVII: no es un mundo natural bucólico o sometido al artificio del hombre, no aparecen elementos monstruosos, ni la recuperación de escenas costumbristas o que retomen aspectos de la vida natural inexplorados[4]. Por otra parte, según hemos anticipado, Machado aúna la recuperación de la temática de la soledad de la silva áurea con la introducción de novedades métricas respecto del modelo cristalizado, acercando el poema a la poesía popular de tradición oral, en la que predomina la asonancia mencionada al comienzo. Desde lo ideológico y poético trata, entonces, de fusionar dos tradiciones. La primera le ofrece el molde genérico, la temática, una autoridad indiscutible desde esos siglos hasta nuestros días; y al mismo tiempo, un modo de acercar al ámbito culto -a partir de un género cultivado por él mismo- una rima que responde a otras poéticas dentro del sistema cultural. Esto es sólo el comienzo de un proyecto ideológico que se extremará a través de sus diferentes textos, hasta llegar al uso de moldes estróficos pertenecientes explícitamente al acervo popular, tales como la copla, los romances, etc. La asonancia responde al modelo de lengua poética que dicho escritor propone: próxima a los otros, al lenguaje “natural” de la vida cotidiana, aunque aquí todavía esté dentro del espectro de la preceptiva modernista. Asimismo, no debemos olvidar que Machado tiene como fuentes fundamentales de esta elección dos factores: su educación krausista y su formación familiar. En cuanto al primero, podemos decir que el poeta se educó en la Institución Libre de Enseñanza, adepta a esa corriente filosófica, llevada adelante en España por figuras como Giner de los Ríos[5]. Con respecto al segundo nunca está de más mencionar que el padre del escritor, Don Antonio Machado y Álvarez, había sido un reputado folklorista y compilador de cantes flamencos. En su cuidada colección ya podía encontrarse la tendencia popularista que luego cultivarán, estilizándola, tanto Antonio como Manuel Machado. Nótese que dicho conocedor del folklore popular firmaba bajo el pseudónimo de “Demófilo”, es decir, “amante del pueblo”, lo que marca el grado de compromiso del mismo con su ocupación y pasión, compromiso que conformó de manera definitiva el imaginario familiar y, especialmente, las ideas de su hijo Antonio. La silva trabajada, en particular, posee paralelismos y reiteraciones, retórica característica de la lírica de tradición oral y «resultado del desarrollo de sus estructuras elementales que asocian las experiencias primarias del cuerpo, las regulaciones de la lengua y los procesos de la memoria colectiva» (Dorra, 1997: 56). En definitiva, ya en esta poesía de corte modernista se pueden observar técnicas compositivas asociadas con la oralidad: la disposición de un tono dialógico (en este caso, el sujeto lírico le habla a «la tarde»), y el uso de recursos fono-sintácticos como los paralelismos («alguna sombra sobre el blanco muro, / algún recuerdo, en el pretil de piedra») y las repeticiones. Éstas últimas van de reiteraciones de una palabra, principalmente «tarde», también de otras como «fuente» y «frutos», la de expresiones como «casi de primavera», a la de dos versos a los que se les introduce una variación al comienzo. Primero aparece: «sí, te recuerdo, tarde alegre y clara, / casi de primavera». Y luego: «Sí, te conozco, tarde alegre y clara, / casi de primavera.». Estos dos versos y su variación constituyen momentos anticlimáticos dentro del poema, en su condición de versos aseverativos rotundos, ya que el mismo posee espacios de mayor indeterminación. Nótese que las palabras que se repiten («tarde», «fuente», «frutos») son justamente aquellas que conforman símbolos dentro del programa de escritura machadiano, en especial en su etapa modernista. En conclusión, pudimos observar que Antonio Machado emplea una clase de silva comprendida dentro de los tipos clásicos, la silva octosílaba; y otra que responde a un nuevo grupo, el de la silva modernista, denominada “arromanzada”. En ambos casos, registramos la presencia de la asonancia, como rasgo fundamental. Es decir, no sólo revitaliza una forma ya utilizada durante el Siglo de Oro, sino que también somete el mencionado sistema métrico a un nuevo tratamiento ligado con la poesía tradicional. Postrero eco de la “poesía de la soledad” -incluso desde el título del libro que lo contiene-, el poema analizado retoma la extensión y el estilo de la “silva métrica” y la tendencia descriptiva, generalmente del ámbito natural, de la llamada “silva soledad”. Por lo que, podemos afirmar que el poeta sevillano elige una forma que, desde su surgimiento, se caracteriza por las libertades que permite. Además, dicho texto puede conectarse con un género particular dentro de tal sistema métrico: la “silva/idilio”. Al igual que ésta, “Un limonero lánguido suspende” presenta un sujeto introspectivo, inmerso en una soledad de carácter vital, en el que la naturaleza aparece con el objeto de representar la interioridad del hablante lírico. Éste dialoga -o monologa- con «la tarde», al tiempo que la misma posibilita la evocación de emociones y escenas pretéritas. Se revela así una importancia del tiempo de tipo existencial, que se marca en el tono elegíaco, generado por la contraposición entre el pasado y el presente vividos. A partir de la filiación descripta, la silva es reelaborada con la densidad de un lenguaje simbólico de raigambre modernista. De este modo, el texto se construye figurativamente en la proliferación de analogías: la fuente, el limonero, el sueño y la memoria, la sombra, los frutos, la primavera y la tarde. Identificada el alma con los significados simbólicos a los que alude esta última palabra, la misma, en la mayoría de los casos, puede vincularse con sentimientos como la tristeza o la pena, despedida y soledad. Todo lo cual se desarrolla por medio de una adjetivación de lo mudable y un singular cromatismo, que gusta de las palabras que no denotan color, pero lo evocan ligeramente, como una acuarela impresionista. Por último, debemos señalar nuevamente que el uso moderno que Machado hace de la silva puede comprenderse como una fusión entre tradiciones. Por un lado, una forma de origen culto. Por el otro, el uso de esa forma, a partir de la introducción de elementos que remiten al acervo de la poesía popular oral, no sólo a partir de la preferencia por la asonancia, sino también por la utilización de recursos como el paralelismo, la repetición, el encabalgamiento y el tono dialógico. Influenciado por su formación krausista y familiar, Machado comienza aquí una línea dentro de su poética, que luego se extenderá y será la predominante, hasta alcanzar la recreación de formas netamente populares. En definitiva, lo esbozado no es más que el puntapié inicial de un proyecto ideológico que se extremará a través de sus distintos libros. Bibliografía ALARCÓN SIERRA, Rafael (2009): “«A orillas del gran silencio»: El ciclo simbolista de Antonio Machado (Soledades y Soledades. Galerías. Otros poemas)”, en Jiménez Millán, Antonio (ed.). Antonio Machado: laberinto de espejos. Málaga: Junta de Andalucía, pp. 241-263. BAEHR, Rudolf (1981): Manual de versificación española. Madrid: Gredos. DÍEZ DE REVENGA, F. J. - FLORIT DURÁN, F. (1994): Historia de la Literatura Española. Tomo 18: La poesía barroca. Madrid: Ediciones Júcar. DORRA, Raúl (1997): Entre la voz y la letra. México D. F.: Plaza y Valdés. MACHADO, Antonio (1983): Poesías completas. Prólogo de Manuel Alvar. Madrid: Espasa-Calpe. MONTERO Y DELGADO, Juan, y RUIZ PÉREZ, Pedro (1991): “La silva entre el metro y el género”, en López Bueno, Begonia (ed.), La silva (I Encuentros Internacionales sobre Poesía del Siglo de Oro). Sevilla: Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, pp. 19-43. Notas:
[1] Según los autores citados éstas son las dos modalidades que asume la silva durante el Siglo de Oro. Cabe destacar que aquella denominada “silva soledad” responde a las características de ese metro tal como lo desarrolla Góngora; y que en el caso de la “silva métrica”, la misma es utilizada para revitalizar los géneros neoclásicos desplazados por el petrarquismo. De ahí que se reconozcan dentro de este último grupo los siguientes tipos de silvas: la “silva/selva” y la “silva/idilio”, que comparten la temática -ambas perciben el mundo natural-, sólo que la primera combina la descripción de la naturaleza con la narración de motivos mitológicos o fabulosos y en la segunda tiene más importancia la expresión del sujeto lírico; la “silva/salmo” punitiva o de alabanza a Dios; la “silva/oda”, la cual presenta tópicos de filosofía moral; y la “silva meta-artística”, que propicia el desarrollo de una escritura capaz de integrar la crítica en la creación (la autodefinición del poema, las relaciones entre arte y naturaleza, etc.).
[2] Dicha huída del conceptismo barroco surge en concordancia con su enfrentamiento con las poéticas de vanguardia contemporáneas al autor, que establecen una opacidad textual, por su dificultad y su alejamiento del lector.
[3] Al respecto, hay que subrayar que Machado emplea una lengua culta desprovista de oscuridad, pero el lastre simbolista de su registro puede no ser comprendido totalmente, por un lector desconocedor de su poética, que sólo va a leer el texto “de frente” y no “al sesgo” como piensa el mismo Machado la lectura. Justamente, el armado de la composición depende del nivel figurativo, ya que sus primeros escritos se comprenden bajo el halo de un sistema simbólico preciso.
[4] Cabe destacar que los espacios suelen ser empleados por Machado como proyecciones de su estado de ánimo, «especialmente la escenografía ambiental del hortus conclusus», parque o jardín solitario, que posee con frecuencia una fuente, «locus amoenus hipercodificado en el simbolismo como medio de representación de la interioridad, donde el paisaje no será sino un estado del alma» (Alarcón Sierra, 2009: 252).
[5] Según Manuel Alvar no es seguro que Machado conociera los textos de ese autor, pero su sesgo lírico podría inferirse tranquilamente en, por ejemplo, las siguientes palabras de aquél: «Divorcio funesto es siempre el de las literaturas popular y reflexiva; y cuando en vez de marchar unidas y alimentadas por unos mismos principios se apartan y contradicen, degenera ésta en insípida y convencional, perdiendo cuanto puede hacerla duradera e interesante en todos tiempos, y se aísla aquélla en una esfera reducida y menospreciada, tuerce el curso natural de su vida y engendra a lo sumo groseras producciones que no pueden aspirar a influir sino en las últimas clases de la sociedad» (cit. en Alvar, 1983: 45). |
ensayo de Sabrina Riva
Universidad Nacional de Mar del Plata
Publicado, originalmente, en: Tropelías. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, 18 (2012) 299
Tropelías, editada desde 1990 por profesores del Área de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Zaragoza
Link del texto: https://papiro.unizar.es/ojs/index.php/tropelias/article/view/560
Ver:
Antonio Machado en Letras Uruguay
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