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Pájaros
Carlos A. Ricciardelli

Los pájaros volaban en círculos sobre mi destino: un pequeño pueblo perdido en el norte, a varios días de Buenos Aires.

Bajé en el kilómetro 73 y caminé hacia el oeste para comenzar a subir el cerro. Recién allí, vería –desparramadas por la montaña- un montón de manchitas blancas, casas que el ejército había blanqueado en la última campaña contra el Chagas. Tres kilómetros calculé.

El hombre giró sobre su cama arrancando del sopor a las dos moscas que se habían estacionado sobre su cuerpo pesado, hundiendo el colchón y los gastados elásticos de la cama. El hombre no era viejo aunque iba en camino a serlo. Debajo de sus ojos se adivinaba un tiempo largo de cansancios y batallas. El sudor brillaba en la frente aún manchada de carmín o sangre.

Supo quién era aún antes de que sacara el arma. Entornó los ojos y habló de las llanuras orientales que cubren gran parte de la China. De la inclemencia del tiempo, de lo duro que es la vida al aire libre y nómade como había sido antaño para Fierro en las pampas argentinas. Habló del recadito que anudaba al caballo y desarmaba noche a noche en donde lo agarrara el cansancio para cubrirse de la intemperie. También habló de la importancia del fuego, de su amistad y protección.

La luz que entraba desde la puerta le daba de lleno en la cara y le impedía verme. Era casi el medio día y el sol llegaba al cenit reverberando sobre los techos del pequeño poblado. ¿A cuánto estábamos de la capital? ¿Ciento veinte, ciento treinta kilómetros? En medio del calor, el hombre se recompuso contra la pared haciendo chillar la cama. El camino de tierra y grava aumentaban las distancias, estirando el tiempo hasta hacerlo insoportable.

Allá, en el Tíbet –continuó- ¿conoce el Tíbet? Donde están los monjes que cada dos por tres se pelean con los comunistas… ¿Conoce? Bueno, allá, detrás de una cadena montañosa de la cual no recuerdo su nombre, vi un rito milenario, trascendental… Sin embargo, algo horroroso para nuestra mentalidad. Allá, escapándose de los comunistas y sus leyes materialistas, las campesinas suelen casarse con dos o más hombres. ¿Un matriarcado? Podría ser… El respeto es enorme por aquellas mujeres que han llegado a viejas luego de haber parido decenas de críos. Pero los partos no son nada… nada en la vida de esas mujeres. Matriarcado… así como en el Paraguay los hombres tienen dos o tres mujeres porque la guerra diezmo a la población masculina, allá faltan mujeres. ¿Las causas? Vaya uno a saber…

Una mujer, puede tener dos o tres maridos…

¿Sabe cuál es el consejo de las viejas a las novicias que esperan el regreso de sus maridos ausentes por meses, pastoreando en las montañas? Una mezcla de astucia y grasa de cabra líquida y tibia para embadurnarse la entrepierna cuando los oyen llegar y el estruendo de las pezuñas rebota en las paredes de las casitas. Los reencuentros son graves, usted se imagina… el tiempo, la distancia… aumentan el veneno de los celos, el miedo de perder lo poco que tienen. Entonces se aceleran los tiempos y todo hombre quiere poseer lo que es suyo y ejercer su dominio con hombría que es lo mismo que decir con violencia. El olor es nauseabundo y por temporadas invade los caseríos tibetanos. Así como, aseguran las crónicas de Indias, primero se olfateaba el vinagre corroyendo las maderas de las naos esclavistas a kilómetros del puerto de la Habana para luego divisarlas cabalgando la mar, olfateé aquella mañana la fetidez de la grasa y el cuero de oveja húmedo. El olor se le clava a uno en el entrecejo haciéndolo tambalear.

No importa ahora saber porque estaba allí. Sepa que fue hace mucho, cuando usted y su hermana estarían nomás allá que en primer o segundo grado.

Viejo de mierda murmuré y me  acerqué hasta su cama. No se apure. Espere; si recorrió tantos kilómetros hasta esta pocilga, si invirtió tanto tiempo, tantas horas de no dormir, no lo estropee ahora y dele el tiempo y el conocimiento que su odio necesita.

Viejo de mierda, ¿dónde está Paula?  

No, así no; quítele patetismo y vanidad. Para eso le faltan algunos años. Pero quédese tranquilo que va a llegar y la decrepitud lo va a abrazar y lo va a volver un ser tan despreciable como yo. Y entonces va a entender.

¿Dónde esta mi hermana? ¿En dónde la metió?

Le decía, presencié un rito milenario, quizás sagrado en el lejano país del arroz. Le decía, que cuando llegan los hombres luego de largas jornadas de ausencias las aldeas se llenan de olores y gritos. A los pocos meses se comienzan a ver los frutos germinando en las mujeres. Pero hay veces que las cosas no salen bien. El vino de la ausencia es amargo y anticipa las peleas. A veces, el entusiasmo es mucho. Imagine: dos maridos que regresan luego de algunos meses de ausencia. Al llegar al pueblo descubren a otros hombres, nuevos, deambulando en las calles y la desconfianza y los celos aumentan la presión en las verijas. Imagine, digo, imagine el encuentro, los dos hombres que llegan y el miedo en la mirada de la joven esposa. Miedo por los dichos y comentarios de las viejas, las sobrevivientes que agrandaran dolores y hemorragias, que insistirán en el tema de la grasa y la temperatura. Imagínese, deje que su cabeza lo lleve hasta allí; piense. Imagine cualquier escena, agréguele violencia, furia. Sin duda una violación. No olvide, son dos los hombres, dos violaciones. Algunas mujeres no llegan a contar su historia, nunca podrán mejorar los consejos a las recién llegadas.

El viejo hablaba arqueando las cejas, inclinando la cabeza subrayando las palabras que iba soltando. Miré a ambos lados de su cama buscando alguna señal de Paula. Alguna prenda, algún objeto que señalara su presencia en la casa. Mientras el viejo seguía, avancé unos pasos hacia el interior del cuarto pero no encontré nada.

Sin embargo, el horror para nuestra mentalidad empieza después. El horror… ¿leyó a Conrad? ¿Las tinieblas… del corazón? Es muy joven… Quizás haya visto la película sobre Vietnam que realizó Coppola en los 80… ¡El horror! Exclamaba Kurtz al final de la historia envuelto en extrañas ropas y rodeado de nativos aduladores al final de un largo sendero escoltado por cabezas de africanos. Y sin embargo, ese no era el horror…       

Hágame caso, salga de acá, váyase de este pueblo del infierno y vuélvase a la capital. Cómprese el libro y… cómprese el libro…

Dígame, ¿dónde está? Se fue con usted, lo sabemos todos. Incluso hubo una llamada que hizo Paula hace unos meses… Nos pedía que no la buscáramos, que estaba bien.

¿Entonces? ¿Por qué no hacen caso y dejan todo como está? Hágalo –insistió- salga de acá y cómprese el libro. Vuelva a su casa en la ciudad y deje todo esto. ¿Vio los alrededores de esta casa? ¿No huele nada? ¿Vio los huecos en las montañas? Vive gente ahí. Gente como animales, meten trapos ahí y después se meten ellos. Algunos salen por las noches y roban los gallineros. Dicen que somos algo más de cuatro mil, cuatro mil doscientos… Muchos no aparecemos en las cifras oficiales.

Cuando alguno se muere, quizás lo entierran en alguna terraza sobre la ladera. En otros casos son los buitres que sobrevuelan los agujeros anticipándose el festín. Entonces, algún pobre cristiano se apiada y sube a juntar los restos, guiñapos sanguinolentos. A algunos los entierran y a otros los sepultan allí, en su propio agujero, llenando la entrada de piedras.

Allá, en el Tíbet practican lo que llaman entierro a cielo abierto, dijo el hombre y se sentó en la cama. Se pasó las manos por la cara como secándose las transpiración y continuó hablando. Pero ya no quería escucharlo. Sus palabras zumbaban como moscas en medio del calor.

Algunos llevan a su muerto en bolsas de lino o algodón. Las mismas que… No quería escucharlo más. Su voz aguardentosa era la misma de siempre. La misma que había escuchada años atrás en la época del circo cuando codiciaba a Paula.

… extienden el cuerpo desnudo sobre el suelo cubierto de piedras y uñas humanas… De pronto sentí un calor sofocante y el suelo comenzó a moverse. El viejo se paró de golpe y trató de agarrarme pero pude esquivarlo y sacar el arma. No podía mantenerme en pie. Hice un enorme esfuerzo y me acerqué a la puerta de la casa. Tambaleando me agarré del marco de la puerta y comencé a vomitar. El viejo estaba a mis espaldas y seguía con su historia: entonces le arrojan pedazos asados a los buitres mientras algún sacerdote repite sus oraciones…

Viejo de mierda, repetí hasta cansarme. No llegué a desmayarme pero no puedo precisar cuanto tiempo pasé sentado en la sombra con la cabeza hundida entre las piernas. Alguien me alcanzó algo de tomar, era amargo. Tal vez haya sido él. No puedo recordarlo. Después me levanté y volví a la casa, pero ya no había nadie. Pateé un par de sillas contra la cama y eché encima tres o cuatro libros que encontré. Les prendí fuego y salí. Caminé con apuro sin voltearme, ni devolví las miradas que brillaban desde los huecos de la montaña. Avancé apurado hacia la ruta, el micro pasaría al anochecer y ya no podía perderlo. Poco a poco fui controlando mi respiración y mi mente volvía a responderme bajo un cielo menos hostil y oscuro. Me detuve en un recodo del sendero a ver las llamas que serpenteaban a mi espalda.

Continué descendiendo hacia la ruta que aparecía nítida sobre el desierto. En un claro, en medio de los pastizales, hecho de cenizas y piedra, descubrí un mechón de pelo y uñas, pedazos de uñas humanas y mierda de pájaros. Mierda seca de pájaros.

 

Carlos Alberto Ricciardelli

Verano del 2010

 

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