En torno a Homero

Prólogo a Resurrección de Homero de Victor Bérard

Ensayo de Alfonso Reyes

Homero, por Philippe-Laurent Roland,
Museo del Louvre.

-I-

La literatura griega, y por consecuencia la europea, comienza con Homero. Homero es ya poeta maduro y exquisito. ¿Quiénes lo preceden y preparan? Sigue siendo un enigma, desde los días de Grecia hasta nuestros días. Sobre la poesía anterior de Grecia, sólo poseemos atisbos:

1) Los cantos populares que, en héroes de juventud y belleza—Lino, Hilas, Yalemo, Jacinto o Adonis—.encarnan la tragedia de las estaciones del año, el morir y el resucitar que preocupó siempre a los cultos mediterráneos, ya procedan de la tradición siríaca, ya del común fondo indoeuropeo que, como en los Himnos Védicos, exalta y diviniza las fuerzas de la naturaleza.

2) Los primitivos bardos, legendarios y fabulosos, en cuya progenie pretenden orgullosamente acomodarse los primeros poetas de carne y hueso; ora pertenezcan a la familia tracia, encargada de transportar el culto de las Musas, diosas de la buena memoria, desde las costas septentrionales del Egeo, por la tésala Pieria, hasta el beocio Helicón y el focence Parnaso —Orfeo y su discípulo Museo—, o bien al grupo de los místicos de Deméter —Eumolpo en Eleusis, Panfos en Atica, Filamón en Delfos, y aun su hijo Tamiris, que todavía llevará la inspiración pieria desde Delfos hasta Mesenia—; ora pertenezcan al culto de Apolo que, sollamado de inspiraciones asiáticas, llega hasta la "Grecia continua”, que dice Eforo, a través del tembloroso Archipiélago: así Olen, famoso en Delfos, y así Crisotemis de Creta.

3) Aquella vetusta poesía de índole varia, que adivinamos por entre las alusiones homéricas; ya sea la narración de Demódoco, las "altas proezas humanas” que prefiguraban la épica; ya los salmos en honor de Apolo, los hipoquerma o coros danzantes, los cantos nupciales que los aqueos entonaban.

Apolo y las Musas se mezclan a los cultos ctónicos y arrebatados, expresándose en himnos sacros. El himno al dios da el modelo para el encomio del héroe, que muy pronto ha de aparecer. El acompañamiento musical sustenta el progreso de la métrica. De Apolo es la cítara, y de Olen se dice que inventó el hexámetro. Demódoco se acompañaba con la lira. Ya en tiempos de Hesíodo, y acaso un poco antes, en los de Homero, la poesía narrativa no se cantaba, sino que se la recitaba al compás de la batuta[1].

-II-

Tras estos embriones, de que sólo alcanzamos vagas noticias, canciones que más bien parecen ráfagas de viento y poetas que se nos confunden con las divinidades, he aquí a Homero que trae consigo una poesía refinada, maliciosa y hasta arqueológica.

La Antigüedad le atribuyó varias obras. Calino le asigna una Tebaida; Herodoto duda si poner también a su nombre los Epígonos; Tucídides cuenta entre los poemas homéricos el himno a Apolo Delio; Aristóteles, el Margites; también pasaba por homérica la Batracomiomaquia, parodia que acaso data de 490 a. C.; y finalmente, los dieciséis cortos Epigramas en hexámetros. A partir de la crítica alejandrina, y sobre todo de Aristarco, sólo se consideran como auténticas obras de Homero la Iliada y la Odisea. Se admite que, en conjunto, la composición de aquélla precedió a ésta.

La Ilíada (15,693 versos) funda su unidad poemática, no sólo en la persona del héroe Aquiles, sino también en el tema de su cólera. Puede dividirse en tres porciones:

 1) Libro I-IX: Ofendido por Agamemnón, Aquiles abandona el combate y se encierra en su tienda, ante el desconcierto de los griegos, que en vano solicitaban su ayuda.

2) Libros X-XVIII: Tras de pelear con varia fortuna, los griegos pasan horas difíciles. Patroclo, amigo de Aquiles, decide salir al campo revistiendo las armas de éste; y aunque logra rechazar a los troyanos, que ya daban sobre las naves griegas, muere a manos de Héctor. Acude al dolor de Aquiles su madre Tetis, diosa marina, y a ruegos de ella, Hefaístos, dios del fuego, forja nuevas armas para el héroe.

3) Libros XIX-XXIV: Depuesto su agravio contra Agamemnón, Aquiles vuelve al combate, persigue a los troyanos, obligándolos a encerrarse nuevamente en su fortaleza, y da muerte a Héctor. El padre de éste, el anciano rey Príamo, guiado por el dios Hermes, rescata el cadáver y lo lleva a Troya para consagrarle los funerales debidos. Ni la caída de Troya ni la muerte de Aquiles forman parte de la Iliada que la Antigüedad nos ha legado.

La Odisea (12,110 versos) funda su unidad en la persona del héroe Odiseo, uno de los guerreros de la Iliada, cuyas peripecias en el viaje de regreso a su patria alternan con las de su hijo Telémaco, que ha salido por el mundo a buscarlo. Sin que obste la repartición en tres poemas que propone Bérard, la obra puede dividirse en seis porciones:

1) Libros I-IV: Aventuras de Telémaco.

2) Libros V-VIII: Aventuras de Odiseo desde la isla de Calipso hasta la isla Feacia.

3) Libros IX-XII; Aventuras anteriores de Odiseo, que éste narra al rey Alcínoo.

4) Libros XIII-XVI: Odiseo en la cabaña de Eumeo, isla de ítaca.

5) Libros XVII-XX: Odiseo vuelve a su palacio.

6) Libros XXI-XXIV: matanza de los pretendientes y reintegración de Odiseo en su reinado. Tales son las seis porciones, de cuatro cantos cada una, que los críticos alejandrinos establecieron como distribución práctica de la obra, según las veinticuatro letras del alfabeto griego. Ni los ulteriores viajes de Odiseo ni su muerte forman parte de la Odisea que la Antigüedad nos ha legado.

-III-

La leyenda de Troya, asunto de los poemas homéricos, produjo también otras epopeyas, que ya sirven de prólogo o ya de continuación a la llíada y a la Odisea. Este conjunto, llamado Ciclo Epico, fué fijado así por el gramático Proclo, allá para el año 140 de nuestra Era, según el orden cronológico de los sucesos:

1) Cipria. Orígenes de la guerra troyana a partir de los Titanes, y primeros episodios bélicos. Obra en once libros, de que sólo quedan 49 versos. Es atribuida a Estasino de Chipre o a un tal Hegesías, fines del siglo VIII a. C.

2) Ilíada, de Homero.

3) Etiópicas. Las Amazonas en Troya, hazañas y muerte de Memnón de Etiopía, muerte de Aquiles y disputa por la posesión de sus armas. Obra en cinco libros, de que nada queda. Es atribuida a Arctino de Mileto, fines del siglo VIII a. C. a. C.

4) Pequeña Ilíada. Desde la disputa por las armas de Aquiles hasta la captura definitiva de Troya. Obra en cuatro libros, de que sólo quedan 21 versos. Es dudosamente atribuida a Lesques de Mitilene, hacia el siglo VII a. C.

5) lliupersis. Incidentes de la caída de Troya: historia de Laoconte, retiro de Eneas al Ida. Obra en dos libros, de que sólo quedan 12 versos. Es atribuida, como las Etiópicas, a Arctino de Mileto.

6) Nóstoi o Retornos. Aventuras de los héroes que regresan de Troya: Mcnelao en Egipto, muerte de Agamemnón en Micenas. Obra en cinco libros, de que sólo quedan 3 versos. Es atribuida a Hagías o Augías de Trezena, hacia el siglo VII a. C.

7) Odisea, de Homero.

8) Telegonía. Muerte de Odiseo en Itaca, a manos de Telégono —su hijo habido en Circe— y sucesos ulteriores. Obra en dos libros, de que nada queda. Es atribuida a Eugamón de Cirene, hacia mediados del siglo VI a. C.

Como se ve, el irónico destino, que convierte en sombras a los predecesores de Plomero, apenas deja en despojos a sus sucesores inmediatos.

-IV-

Homero ofrece muchos problemas que, en todo tiempo, han dado lugar a las más variadas hipótesis:

1) Desde luego, la persona misma del poeta. Ya se lo niega, considerando entonces su obra como un misterioso producto colectivo, onda "wolfiana” que se organiza por sí sola en el aire "a manera de tempestad divina”, según decía Sainte-Beuve; o considerándola como una precipitación azarosa de varias composiciones, artificial y tardíamente zurcidas en los días de Pisístrato. Ya, por el contrario, se acepta la existencia del poeta y se lo tiene por único autor de los dos grandes poemas. Ya se supone, partiéndolo en dos según lo hacían en la era alejandrina los llamados "corizontes”, que uno es el autor de la Iliada y otro el de la Odisea. Entre todos estos extremos, hay transacciones y componendas. Unos lo entienden como encarnación simbólica del murmullo de la plaza pública. Otros lo imaginan como un anciano ciego que anda apoyándose en el bordón. Para éstos, es un prisionero aqueo, retenido entre los rehenes (pues dicen que "Homero” significa "rehén”) y encargado de solazar los ocios de los nuevos señores con esa su poesía cortesana y deportiva, que tanto contrasta con el grave acento de Hesíodo, el menesteroso labriego de Ascra. Para aquéllos, "Homero” más bien significa "acompañante”; y tal fue el apodo que se dio al poeta, de niño llamado Melesígenes, hijo de Criteis, cuando, a los diez años, difundió la voz de que se acercaban los eolios de Cumas para apoderarse de la ciudad y, al ver que los meonios huían, echó a gritar diciendo que él también quería "acompañarlos”. No de otro modo se asegura que Eumolpo es nombre forjado de los "eumolpoí” o cantores eleusinios. Unos, pues, lo tienen, como a Moisés, por hijo de un río, el río Meles, en Esmirna; otros, por hijo de un genio del coro de las Musas. La fórmula que emplea el maestro Bérard —"La resurrección de Homero”— no debe tomarse al pie de la letra. El mismo acepta la existencia de varios autores. En la Odisea, por ejemplo, distingue tres diferentes poemas: el Viaje de Telémaco, las Narraciones en casa de Alcínoo, y la Venganza de Odiseo, obras respectivamente de tres poetas, que, según nos explica, bien pudieran compararse con Racine, Regnard y Voltaire.

2) Con el extremo anterior se relaciona el relativo a la cuna del poeta. Como todos saben, se la disputaban siete ciudades, a menos que se trate de una influencia más del famoso ritmo setenario, característica de la poesía hebraica a que Bérard se refiere. Los antiguos aseguraban que el oráculo de Delfos había dicho a Homero: “Tú no tienes patria, sino matria, y ésta es la isla de Ios”. Hoy se acepta que, en todo caso, la epopeya homérica parece redactada en Quíos, y que su lengua, mezcla de jonio y eolio, es una composición poética artificial, fundida en el crisol del hexámetro.

3) También la fecha de la obra homérica ha sido materia de discusiones, y también este punto, como los anteriores, trasciende sobre la estimación y la crítica de la obra. Los dos términos o polos de la disputa van desde aquéllos que creían ver en Homero el candor de la poesía primitiva, y le atribuían una antigüedad fabulosa, hasta los que, de Bréal acá, han reconocido que se trata de un arte complejo y dueño ya de todos los secretos de la técnica y la invención. Aun cuando la erudición no puede jalonar con precisión la obra homérica, a la que se concede un ancho margen que va de los años 1000 a los 800 a. C., hoy se vuelve a la postura de Herodoto: "Homero —dice éste hacia 450—vivió cuatro siglos antes que yo”.

4) Como lo hemos dicho, la misma madurez artística de los poemas hace inaceptable el que Homero represente el primer intento de la épica. El caso de un comienzo en plena perfección no se ha dado en las literaturas. El Bellum Punic, de Nevio, o el británico Beowulf son obras híspidas e hinchadas, hijas de un genio sin escuela. La poesía latina se ve adelantar laboriosamente a partir de fórmulas de encantamiento y magia. La griega ¿pudo, acaso, comenzar su vida en plena adultez? Por desgracia hemos perdido las anteriores etapas. La Ilíada y la Odisea son las finas flores de un arbusto educado. Allí no hay titubeo en las palabras, ni violencia en la adaptación métrica, ni el metro parece laboriosamente trasladado de algunos otros usos extraños para servir al oficio a que se lo aplica, ni se siente el rastro de arcaicas rutinas en el empleo de aliteraciones y asonancias, ni aquella verbosidad de balbuceo propia de los estilos orales y populares. Economía que a la vez acusa el adiestramiento del poeta y la impaciencia de los auditorios ya avezados. Lo cierto es que ni los antiguos ni nosotros poseemos elementos para esta dilucidación. Sin duda los materiales homéricos vienen de muy lejos y proceden de una larga elaboración, así como la guerra troyana precedió al poeta en varios siglos: imagínese, en nuestros días, una epopeya sobre Cortés y Cuauhtémoc; o piénsese en el escriba anglonormando que compone sobre "Carlos el Imperante” a trescientos años de distancia. También el Poema del Cid dista un siglo de su historia. Y es propio de todos los héroes épicos el ganar batallas después de muertos. Y todavía es notable que, mientras loe poetas germánicos se entregan a la fantasía, plantan a Teodorico en el anfiteatro de Verona y confunden en una misma guerra varias generaciones lejanas, el poeta griego —si bien no llega a la ascética sobriedad del castellano— gobierna su vuelo con cierta notoria disciplina: armas como las de Aquiles no habrán existido nunca, pero recuerdan la factura de las encontradas en las tumbas micenias. El maestro Bérard, siempre inclinado a buscar orígenes orientales —en general, semíticos—consagra algunas investigaciones a la Biblia y al folklore egipcio, y en cierto capítulo resume sus pesquisas sobre "los fenicios y la Odisea”. Y el paso del desorden oriental al dibujo griego puede precisamente apreciarse por la transformación de aquella serpiente hospitalaria del cuento egipcio en esta princesa lavandera, Náusica, ante la cual se postra el náufrago, lleno de respeto y de asombro. Nuevos descubrimientos arqueológicos, y una comparación más cabal con la materia épica de otros pueblos, acaso nos traigan nuevas luces. A las indagaciones de Bérard conviene hoy añadir las de C. M. Bowra, Tradition and Design in thc "Iliad” y W. J. Woodhouse, The Composition of the "Odyssey”.

5) Las evidentes incoherencias entre las distintas partes de los poemas, a pesar de su reconocida unidad, dejan siempre vivo el problema de las interpolaciones, intervención de varias manos, corrupciones, pérdidas, etc., Gilbert Murray, en su libro monumental, The Rise of the Greek Epic, nos hace ver las vicisitudes de una obra comunicada por tradición, que en cierto modo representa un tesoro público, donde se van acumulando aluviones sobre un suelo fundamental y donde cada uno añade algún nuevo rasgo. En Homero, como en Hesiodo, hay a veces verdaderos catálogos que tentaban a completarlos, y las Musas no distinguían bien entre un manual o guía y un poema. El texto que de aquí resulte quedará naturalmente expuesto siempre a sospechas. Los pacientes críticos alejandrinos procuraron establecer todas las "sospechas homéricas” mediante una serie de signos, alfabeto convencional de la duda: obelo, asterisco, keraúnion, antisigma, etc. Así Renán, al emprender su Historia del Pueblo de Israel, suspiraba por un sistema tipográfico que permitiese establecer los matices de verosimilitud, probabilidad y certeza.

-V-

Todos los extremos anteriores describen a grandes rasgos la llamada "cuestión homérica”, tan antigua como el humanismo occidental y no liquidada todavía. Con estas nociones a la vista, entre el lector por su cuenta en las páginas del maestro Bérard, felizmente vertidas a nuestra lengua por cuidado de don Alfonso Alamán, con quien contrae una deuda nuestra cultura.

En estas páginas, apreciamos la fascinadora recurrencia de ritmos y movimientos humanos a lo largo de siglos. El Mediterráneo, a través de sucesivas talasocracias —cretense, fenicia, aquea, propiamente griega, romana, árabe, veneciana y genovesa, turcoberberisca, "franca”, británica— ve reproducirse o continuarse el mismo drama de amor y aventura, de codicia y de idealidad. La fábula resucita y se instala en la geografía real, la que tenemos delante de los ojos. Odiseo explora los horizontes y, gracias a los testimonios egipcios y bíblicos, creemos descubrir en las playas las pisadas del héroe. No podemos todavía hacer otro tanto para Aquiles. Bérard espera que algún día nos lo permitan los descubrimientos en Siria, Mesopotamia y Caldea.

Las tesis de Bérard, siempre seductoras y brillantes, no siempre aceptadas en un todo por las autoridades contemporáneas, son el resultado de una vida: cuarenta años consagrados a perseguir las imágenes etéreas de los antiguos semidioses. Si tales tesis deleitan en la lectura, nada puede igualar al deleite con que las oíamos de viva voz, en una de las cátedras más bellas de que tenemos recuerdo, y que hoy evocamos entre melancolías y esperanzas.

-VI-

En aquel entonces, creimos poder resumir así las tesis de Bérard[2], que expondremos con la mayor objetividad y sin pretender entrar en distingos que aquí no nos competen:

La litada y la Odisea habían sido consideradas generalmente como obras literarias conscientes, al igual de todas las grandes obras poéticas, fruto de un poeta las dos, o, al menos, cada una de un poeta distinto. (Excepciones: Vico, y sobre todo el abate d’Aubignac en el siglo xvii, a quien Wolf siguió demasiado de cerca en sus célebres Prolegómenos, 1795).

Pero he aquí que, a mediados del siglo xvm, se inicia un movimiento que ha de culminar durante el siglo xix, y cuyo resultado queda resumido en esta fórmula: la muerte de Homero.

Habían comenzado a cundir las teorías de la superioridad del estado primitivo sobre el estado de civilización, y estas teorías se reflejaban en el campo del arte. El arte, decían, se renueva por las invenciones populares; más aún: nace del pueblo. Hay, pues que creer que las grandes obras literarias son creaciones del pueblo. Y mientras más primitivos sean los pueblos, mejor.

Los poemas gaélicos de Ossián (1758-1761) —falsificación ingeniosa de Macpherson, que durante mucho tiempo pasó por obra legitima— aparecen entonces como un ejemplo de lo que puede producir un pueblo primitivo. Comienzan las comparaciones entre Homero y Ossián (como en el Werther puede apreciarse), y cada vez las opiniones se deciden más por Ossián. Homero acaba por ser un buen poeta, sólo hasta el punto en que se parece a Ossián.

El descubrimiento de Tahití (1768-1771) y su sociedad primitiva da nuevo impulso a las teorías del "primitivismo”. Así debe de ser el paraíso en que brotan las fuentes de la poesía. (Recuérdense las teorías de Diderot). La obra homérica, puesto que se acepta que es excelente, tiene que ser obra primitiva.

Un día Villoison (1779-1787) descubre cierto manuscrito de la llíada (Venetus A.), que data del siglo X u XI de nuestra Era, el cual presenta la peculiaridad de estar lleno de variantes y notas en las márgenes. No hacía falta más: aquél era el cuerpo del delito, la demostración de que la obra homérica era obra de transmisión oral, primitiva, popular, y que los eruditos alejandrinos la habían reducido a conjunto, mediante concordancias y correcciones caprichosas.

Cuando, más tarde, Fauriel (1824) estudia las canciones populares de Grecia, parece que se ha completado ya la teoría de la formación colectiva de los poemas homéricos. No son éstos más —dice la crítica— que una suma de cantinelas o canciones breves del pueblo, como las que ha coleccionado Fauriel.

Así se llega poco a poco a las conclusiones de que la epopeya homérica es de origen popular y bárbaro, y de transmisión oral (Teorías de Lachmann, 1839-1841). Este era, en 1890, el estado de la cuestión.

Pero en esta época comienza a iniciarse una reacción que tiende a volver el problema al estado en que lo habían conocido los contemporáneos de Voltaire. Y Homero resucita en el siglo xx.

Se descubre toda una civilización anterior a la Grecia clásica —la civilización de Micenas o micenia, para no hablar del capítulo anterior cretense o "minoano”—, y se logra demostrar que esta civilización mantenía contacto con la antigüedad levantina, con los caldeos y egipcios; que para entonces los hombres micenios conocían ya la escritura, y más aún, la escritura alfabética (Larfeld, en su Tratado de epigrafía griega, da al descubrimiento del alfabeto la fecha de 1100 a. C.). Ahora bien: esta civilización tan intensa y compleja es la civilización homérica. Homero no marca, pues, una era primitiva, sino el comienzo de los tiempos modernos, y representa para la era alfabética lo que representan para la era de la imprenta los poetas del Renacimiento.

Por otra parte, se descubren papiros de doscientos cincuenta años a. C. que contienen la obra homérica. Son anteriores al apogeo de Alejandría, y con todo, salvo menudencias, dan un texto que coincide con el texto ya conocido de Homero. Luego caía por tierra la teoría de que la unidad y forma actual de los poemas homéricos es fruto tardío de los eruditos alejandrinos.

Por último, se descubre la epopeya servia; la epopeya castellana, de cuya existencia había podido dudar no menor persona que Gastón Paris, el abuelo de los romanistas —a pesar de los admirables esfuerzos de Tomás Antonio Sánchez, en el siglo xvm—, adquiere importancia en los libros de Milá y Fontanals y de sus continuadores cercanos o lejanos (Menéndez y Pelayo, Menéndez Pidal); el estudio de la Edad Media francesa se renueva (Bédier y Las leyendas épicas). Y entonces se comprueba que las epopeyas han podido producirse en pueblos que distaban mucho del estado paradisíaco de Tahití.

La obra de Homero tiene, en efecto, la unidad, la gradación patética de las obras de los poetas. Considérense, por ejemplo, en la Odisea, las tentaciones acumuladas al paso de Odiseo, como para impedirle que vuelva a los brazos de Penélope: primero, la encantadora Circe, que lo seduce por la atracción de los sentidos, y que lo retiene un año; después, la inmortal Calipso, que le ofrece darle una carrera, un bello porvenir, en suma (¡la inmortalidad, nada menos!), y logra retenerlo siete años; finalmente, Náusica, la virgen de los brazos cándidos, hija del rey de los feacios, la doncella en la flor de su edad, cuya gracia debió de ejercer tan profunda impresión en los ojos y en el corazón de un cuadragenario.

Si, por otra parte, se investiga la realidad geográfica que pueden tener las aventuras de Odiseo (el que fueran pura o parcialmente fantásticas no importaría nada contra la teoría ''unitaria”), se ve que todas ellas corresponden a los estrechos del Mediterráneo (porque, como el héroe mismo nos advierte, su propósito es "explorar los pasos del mar”), donde los nombres de lugares y otros documentos acusan la presencia de los navegantes fenicios. Pero los relatos homéricos, más que corresponder siempre de una manera absoluta a la realidad geográfica, a veces sólo corresponden de una manera aproximada, como si el poeta hubiera conocido algunos lugares, ya no por sí mismo, sino a través de documentos ajenos.

Y ¿cuáles pueden ser estos documentos si no los "periplos” o relatos de navegaciones fenicias —de que conservamos algún ejemplo y que ya Estrabón indica como fuentes de Homero—, puesto que, por otra parte, resulta que en todos los lugares donde es dable rastrear la huella de Odiseo, hay también huella de una antigua colonización fenicia? Así, la Odisea viene a ser como una elaboración poética, donde se aprovecha la literatura de viajes fenicios por el Mediterráneo, a la vez que se aprovecha la literatura épica de los caldeos y la literatura novelística de los egipcios.

He aquí, en resumen, los puntos principales del derrotero de Odiseo, según cree poder fijarlos Bérard: Odiseo parte de Troya, es decir, del estrecho de los Dardanelos. Sus primeras aventuras acontecen en mares griegos, pero la tempestad lo arroja fuera de estos mares, sorprendiéndolo en el estrecho del cabo Malea y la isla de Citeres. Y va a dar al país de los Lotófagos, es decir, los comedores de fruta (dátiles), en el estrecho formado por la isla de Gelbes o Yerbá, y aquella parte de la costa de Túnez, cuyo nombre significa precisamente “el país de los dátiles”, y que Odiseo conoció, así, unos dos mil quinientos años antes de Carlos el Emperador.

De allí pasa Odiseo al país de los Ojos Redondos (Cíclopes), que menos parecen hombres que montañas boscosas; estos hombres-montañas rugen, vomitan, se enfurecen y arrojan piedras: son los volcanes del golfo de Nápoles, y la gruta de Polifemo se encuentra en el estrecho que hay entre Nísida y el Pausílipo. Las sirenas velan sobre el estrecho de Sorrento y Capria. Caribdis y Escila defienden el estrecho de Mesina. Las piedras rojas, azotadas por el fuego devastador, aparecen en el estrecho de Vulcanello y Lípari. Y los Lestrigones, que pescan a los hombres como atunes, ocupan, junto al cabo Urso o del Oso y la roca de la Paloma, las almadrabas del estrecho de Bonifacio. Finalmente, Calipso vivía en el estrecho de Gibraltar (isla del Perejil); los feacios, en Corfú, y el país de Odiseo dominaba el estrecho de Itaca y Cefalonia.

Los homeristas, en general, se resisten a aceptar las identificaciones geográficas anteriores y, singularmente, cuanto se refiere a los mares occidentales.

Si el lector traslada este derrotero sobre un mapa, conviene que tenga presente —para que no le desconcierte el brusco zig-zag— que se trata de los viajes de un náufrago, y que Odiseo, para que haya poema, tiene que volver a su patria por el camino más largo.

Y Bérard hacía resaltar en sus explicaciones que la amorosa Calipso, puede considerarse —simbólicamente— como la primera española. Celos y ardor no le faltaban.

Notas

[1] L. Whibley, A Companion to Greek Studies, §§ 128 y ss.

 

[2] Véase también La Resurrección de Homero, Cap. VII. Párrafo final.

 

Ensayo de Alfonso Reyes

 

Publicado, originalmente, en: Cuadernos Americanos Vol. XXII  Nº 4 Julio - Agosto 1945

Cuadernos Americanos es editado por la Universidad Nacional Autónoma de México / Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe
Link del texto: http://www.cialc.unam.mx/ca/CuadernosAmericanos.1945.4/CuadernosAmericanos.1945.4.pdf
 

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