Enrique Anderson Imbert,

un novelista en tres tiempos: Vigilia, Fuga, Victoria

Ensayo de Rosario Rexach

Es ya un lugar común afirmar que la obra ensayística y crítica de Enrique Anderson Imbert ha oscurecido su labor como escritor de ficciones. Verdad es que después de la publicación del libro editado por Helmy F. Giacoman [1] la situación cambió y muchos críticos comenzaron a prestar preferente atención a su narrativa. Pero aquí, otra vez, ha habido parcialidad en el enfoque y ha sido principalmente su obra cuentística la que se ha considerado.

No debe sorprender. Es un excelente cuentista y ha sido un innovador que en el campo de la literatura fantástica se anticipó a algunos de los más renombrados como lo han reconocido, entre otros, Angela Dellepiane en la ponencia presentada en el «Symposium on Modern Híspame Narrative» celebrado en la Universidad de Toronto en octubre de 1972. Su producción en este género no es sólo de alta calidad sino continuada. Y su fantasía parece no tener fin. Es natural. Anderson Imbert es hombre hecho a la observación y depuración de la vida que contempla desde la sede amurallada de su yo inquisitivo, rebelde y romántico a un tiempo, lo que por un lado le permite la cuidadosa atención al mundo en torno y por otro le posibilita la trascendencia de sus experiencias a una intuición poética, sin la cual no hay creación posible. Pues se olvida más de lo debido que poesía no es otra cosa que esto, creación.

Sin embargo, no sólo en el cuento ha brillado el profesor Anderson Imbert. Algunas veces lo ha tentado, aunque pocas, el demonio de la novela. Esto ha ocurrido tres veces en su ya larga vida de escritor. Y curiosamente en tres etapas diferentes de su vida personal y a una distancia notable entre cada una de esas tentaciones. Por eso he subtitulado este estudio: un novelista en tres tiempos.

La primera novela del escritor que se estudia es Vigilia[2]. Fue inicialmente publicada en Buenos Aires en 1934. Y de ella ha dicho Francine R. Masiello que «marca un paso significativo en el desarrollo de la narrativa hispanoamericana»[3]. Esta novela fue posteriormente revisada y ampliada para su republicación en 1963. Un estudio excelente comparando las dos ediciones ha sido hecho, entre otros, por la estudiosa norteamericana Mary Hibbard Lusky en la introducción a la traducción al inglés de dicha novela que presentó como parte de los trabajos que tuvo que hacer para obtener su doctorado en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Columbia en Nueva York[4].

Su segunda novela es Fuga. Inicialmente se publicó en «Cuadernos Americanos» de México en 1951. Luego hay una edición de 1953. Y posteriormente, reelaborada y republicada, conjuntamente con Vigilia en Buenos Aires en 1963. Es de esta edición que se toman todas las citas de ambas novelas[5]. Un estudio cuidadoso y muy bien fundamentado de las tres versiones ha sido hecho por David Lagmanovich[6].

La tercera novela, Victoria, es de 1977. Fue publicada en Buenos Aires. Es la menos conocida y comentada[7].

Si se repara en lo que se ha dicho se verá que estas novelas corresponden a tres épocas bien marcadas de la vida del escritor. Vigilia se identifica con su primera juventud. Tiene veinticuatro años al terminarla. Fuga es producto de la plenitud de la primera madurez. Y Victoria de empareja con la madurez total cuando ya se ve la vida a través del prisma de un larga experiencia. Muchos estarán tentados a suponer que, por lo que se ha dicho, son estas novelas autobiográficas. No lo creo. Lo que pasa es que Anderson Imbert tiene una noción muy precisa de las diferencias entre novela y cuento y sabe, más con la intuición del creador que con el aparato lógico, erudito y crítico que maneja, que la novela responde a una necesidad de expresión completamente diferente de la que mueve a escribir un cuento. La novela, para ser tal, tiene que ofrecer una visión del mundo, una cosmovisión, en que el autor se planta ante la realidad y dice «así veo yo el mundo» que necesariamente no es el mundo de todos, pues éste no existe, es pura abstracción como ya lo vio Ortega muy bien con su teoría del «perspectivismo».

Cuál es la cosmovisión que aflora en la novelística de Anderson es lo que trataré de dilucidar. Antes de comenzar el análisis quiero aclarar que para no mezclar conceptos y no viciar los argumentos voy a prescindir casi enteramente de toda referencia a sus cuentos. No extrañe, por eso, que no los cite aunque a veces fuera pertinente para reforzar los puntos de vista que se van a exponer. Dicho esto, al tema.

La novelística del escritor que se estudia se apoya en una visión del mundo que es la que sostiene su autor, el profesor Enrique Anderson Imbert. Esta cosmovisión se asienta en la idea de que el escritor que es creador es un ser destinado a la soledad, pues sólo en la soledad puede realizar su obra. Pero esa obra le es necesaria —yo diría que vital— porque sin ella su ser de hombre no se realizaría. Viven los seres humanos por su condición animal sumidos en un mundo donde impera la necesidad, y la necesidad nos emparenta con todos los otros seres vivientes. Pero el hombre, por el espíritu, puede escapar a la necesidad para crecer como lo que es, como hombre y no como animal. En este proceso juega un papel fundamental la libertad. Sin libertad de la necesidad no hay crecimiento humano posible. La libertad es esa atmósfera indispensable para que el ser humano se realice. Pero ese ser humano vive sometido a las presiones del mundo circundante físico y social. Y sólo puede escapar de ellas y crecer, si se decide a rebelarse y a crear en la libertad del espíritu un mundo diferente. Esto implica que el hombre capaz de crear es el ejemplar humano, la «rara avis», que permite que el ser del hombre, el de todos los hombres, pueda alcanzar cada día un nivel más alto de humanidad. Para ello el creador tiene que bracear duramente en la circunstancia, rebelarse y decidirse a ignorarla y trascenderla para imaginar una realidad distinta y más plena que, incluso, se oponga a las leyes de la necesidad física. De ahí el mundo fantástico que opera en muchos de los cuentos y novelas del autor. Al hacer esto el hombre creador no es entendido y se queda solo. Por eso desemboca en el solipsismo. También en cierto género de escepticismo. Pero no para abrirse a la amargura sino para tomar plena conciencia de sí y de su misión en el mundo que, repito, no es otra que crear, ser de alguna manera, dios de un mundo diferente que se logra en la libertad y por la creación. O para decirlo con palabras del propio escritor en una entrevista:

El tema de mis narraciones, creo, es la libertad creadora de nuestro espíritu, la capacidad humana de rechazar la realidad natural e inventar un mundo propio, de pura fantasía [8].

Para que todo esto pueda ser el mundo novelístico del escritor argentino se repleta de recursos. Algunos obvios, otros no tanto. El primer elemento que posibilita que esta concepción del mundo se materialice en sus novelas es el que hace que sus protagonistas sean siempre hombres volcados a lo intelectual, al juego de las ideas y con sensibilidad estética. Es decir con intuición poética.

En Vigilia ese personaje será un adolescente, Beltrán Mulhall. Es uno de los cinco miembros de un pandilla o grupo de muchachos que viven simultáneamente la experiencia de la adolescencia. Cuando los niños pasan —como ocurre en la vida real— se van disgregando. Los mantiene unidos el espíritu de grupo, de sentirse pertenecer, que es tan típico de esta edad y que el autor objetiva en un ente fantástico «el Genio de la Pandilla?» que funciona como «doble» del protagonista para dialogar con él. En el libro se caracterizan perfectamente a los cinco personajes, pero perdería mucho tiempo si me detuviese en su análisis. Lo importante es señalar que es Beltrán el que tiene vocación de creador y es el que en la última versión de la obra comienza a escribir un diario que pudiera ser el germen de una novela. O para decirlo más simplemente, es el intelectual del grupo. Todo lo cuestiona y es el que más apuros pasa para ajustarse a los embates de la realidad. Forma parte de ella en esa edad el despertar y orientación de la sexualidad. En la novela se presenta —no sé si deliberadamente— respondiendo a un fenómeno muy típico de esa etapa que Eduardo Spranger estudió muy bien en su ya olvidado y muy bien fundamentado libro Psicología de la Adolescencia que tradujo tempranamente al español la Revista de Occidente. Según Spranger la experiencia sexual en esta edad se presenta escindida en dos esferas, la de la pura sexualidad y la del «eros». En la novela los dos aspectos están representados por la imagen de Beatriz, la novia inalcanzable y finalmente perdida, y la experiencia en un prostíbulo que deja al joven maltrecho y conturbado emocionalmente. Raimundo Lida estuvo en desacuerdo con el tratamiento del episodio en la primera versión de la novela y en carta al autor le dijo que era un gran problema para un novelista la presentación del Mal[9]. El autor reescribió las páginas. Es muy posible que Lida tuviese razón. Sin embargo, yo me inclino a creer que la dificultad estuvo en una de las cualidades del escritor que él más se ha empeñado en ocultar. Su romanticismo, que es lo que alimenta su alma se ha empeñado en ocultar. Su romanticismo, que es lo que alimenta su alma de poeta. Beltrán es, pues, un joven que presiente que su vocación es la de escritor. Pero para que esa vocación cristalice alguien se la tiene que hacer ver, alguien tiene que fungir de «motor inmóvil» de ese impulso. Y eso va a ser una figura femenina. En este caso la de Beatriz. En la novela se lee:

Y después que conoció a Beatriz tuvo necesidad de inventar vuelos a las palabras. Los fingimientos de la imaginación eran anteriores a su encuentro con Beatriz; pero Beatriz se le había metido en la cabeza para avivar su anhelo de belleza (V. pág. 26).

En Fuga, la segunda novela, también el protagonista es un hombre que escribe, pero que al principio es sólo un periodista. Aun no ha descubierto su vocación de creador de ficciones. Se llama Miguel. La novela, de diseño sumamente curioso y en cuyo tejido no puedo ahora detenerme, presenta la figura de una mujer, casi la única mujer. Su nombre es Irma. Ella también —como en el caso de Beatriz— es la que pone a Miguel en el camino de descubrirse como novelista en potencia y quien lo decide a abandonar sus tareas periodísticas por la más difícil, pero más sugestiva, de ser creador a través de una novela. Es curioso que ese hombre, ese personaje, se llame Miguel, porque la novela —entre otras muchas cosas— emparenta con Niebla de Unamuno muy directamente. Lo que ha visto muy bien Fernando Aínsa al escribir:

Un juego de corte unamuniano o pirandelliano se instala en el centro de la conversación, cuando don Mario pretende revertir su condición de hombre «imaginado»[10].

En estos casos el autor-personaje se siente a modo de Dios y más libre por eso, al punto de que puede dar vida a un personaje o desrealizar a alguien vivo. Esta llamada a 3a vocación por la intervención de la mujer se explícita en varias de las páginas. Aquí me atengo a estas citas. En una, Irma dice:

Ya sé, ya sé que usted anda con un llavero de muchas llaves importantes en el bolsillo. La política... ¡La filosofía!... Hasta el folklore... Pero ¿nunca ha oído una llavecita, una entre todas, que ¡e hace tin-tin? Revise, revise su llavero. Y cuando la encuentre abra con ella la puerta de la poesía (V-F. Pág. 147).

Y más adelante hay esta frase de ella: «Deberías escribir novelas. ¡Qué viaje por el Tiempo! (V-F, pág. 160).

En Victoria el personaje protagonista, ya maduro, está al cabo de muchas experiencias no sólo vitales sino profesionales. Ha sido un ensayista y un crítico, pero ha perdido fe en que a través de los conceptos pueda apresar la realidad del mundo, y más importante, su propia realidad. Y aun no sabe que hará. Por lo pronto, regresa al solar natal, a la ciudad de La Plata que es también la cuna de Anderson. Por eso la evoca con singular y emotivo regodeo. Regresa a reencontrar el tiempo perdido. A renovar, si es posible, las experiencias juveniles, en fin, a reencontrarse a sí mismo. Y viene obsedido por la imagen de una mujer a la que había amado en la juventud, Victoria, a quien ha embellecido desde la nostalgia inverosímilmente. Por supuesto, la mujer casi se ha esfumado. Nadie le da cuenta de ella. Un profundo velo, o misterio, rodea su memoria. Sólo al final se descubre su auténtica realidad. Entretanto, otra mujer se la aparece en el camino. Interesante el modo de su aparición. Y esta mujer —como Irma, como Beatriz— es una mujer que por alguna razón es elusiva, al mismo tiempo que muy próxima. Se llama Leonor. En algunos momentos parece un ser irreal. Participa en cierto modo del mundo de lo real y del mundo de lo soñado. Y ella también, como en los anteriores casos, pone al protagonista en la vía de descubrir su auténtica vocación, su vocación de novelista. En la novela se lee: «Yo sí sé lo que le pasa —dijo—. Lo que le pasa es que usted está por escribir una novela».

A lo que el protagonista añade a modo de explicación: «A veces un enamorado no sabe que está enamorado hasta que una persona amiga se lo dice, y yo no tuve indicios de mi vocación de novelista hasta que oí las palabras de Leonor» (Vic. Pág. 51).

Dejo por el momento la reflexión que suscita en mí este hecho de que los tres protagonistas sean escritores de ficción cuya vocación sólo se perfila por la intervención de una mujer. Y paso a otro de los puntos en que se apoya la cosmovisión del autor. Y es a la idea de que el hombre está dotado de dos facultades para vivir su vida humana y que las dos son igualmente necesarias para que una vida se pueda llamar tal. Estas dos facultades son la capacidad de pensar lógicamente a través de conceptos y por la razón; y la capacidad de escaparse de las cuadrículas que la razón crea y que llegan a convertirse en impedimentos para el humano vivir a través de la fantasía creadora. Se equivocarían, sin embargo, los que pensasen que para Anderson una vale más que la otra. No. Sabe que son complementarias. Pero sabe igualmente que si a la razón se le concede demasiado peso puede anular lo más humano en el hombre y convertirlo en simple «robot». Por eso pone el énfasis en alimentar y exaltar la fantasía. Por eso contrapone el hombre de acción al hombre de ideas, aunque éste pueda escribir ensayos. Pues está convencido este escritor, que también es ensayista, de que el ensayo es una forma de creación. En su pequeño opúsculo titulado Qué es la Prosa[10] escribe al referirse a la prosa discursiva:

...la prosa discursiva se hace cada vez menos exacta a medida que el pensamiento se corre de las ciencias... a las disciplinas humanísticas. Cuando el sujeto es la vida y, sobre todo, el hombre, la lengua se hace equívoca... y, por lo tanto, la prosa con que se la comunica, al mismo tiempo que oscurece la lógica, ilumina la intimidad de cada escritor, El ensayo es ya un género de prosa discursiva, lleno de intimidad (QeP. Pág. 38).

Pero por lo mismo está convencido de que sólo por la mayor libertad que ofrece la fantasía creadora puede el hombre proyectar y realizar lo mejor de sí mismo escapando de la redes aprisionadoras de la circunstancia. De ahí su total estimación por la narrativa —ya sean cuentos o novelas. En el mismo opúsculo citado antes escribe:

Todo... todo funciona dentro de la novela; y lo que la pone en funcionamiento es la cosmovisión del autor. Pero sus ideas fundamentales sobre el mundo, en vez de compaginarse —mediante la especulación racional— en un sistema lógico, optan por quedarse como estaban, a medio vestir o, en todo caso vestidas de imágenes... La prosa novelística es pura fantasía...

Para lo cual «el novelista pone su prosa en estado de fluidez» (Q. eP. Págs. 45-46).

O como afirma en su estudio sobre Amistad Funesta de José Martí [11]:

...en la creación literaria no es posible medir cómo el escritor se enriquece mentalmente al recibir los estímulos del mundo real o cómo enriquece idealmente al mundo al envolverlo con su propia energía espiritual (Pág. 189. ELH).

El gran recurso que tiene a su disposición el novelista para ejercitar su fantasía es tomar distancia y adentrarse en sí mismo a través de la memoria. Es por la memoria que se pueden escribir novelas. Ya se sabe. La realidad inmediata no es novelable. Se la está viviendo. De mil modos diferentes hará alusión a esto el novelista en las tres novelas que se estudian.

En Vigilia su protagonista se entretiene reiteradamente en revivir en la soledad de su cuarto las impresiones del mundo e idealiza, tanto como repele algunas veces, muchos aspectos de él. Pero es la memoria la que funciona en su autocontemplación. En Fuga el autor-protagonista dirá: «además desée irme para agotar a solas la emoción de ese instante y soñar con ello» (V-F. Pág. 137). Es decir, para recordarla por la memoria. En Victoria se lee: «No eran recuerdos involuntarios, despabilados por una impresión casual, sino recuerdos buscados» (Vic. Pág. 38).

Por supuesto, la memoria conduce al problema del Tiempo, así con mayúscula. Quizás el tema fundamental de Anderson. No se olvide que leyó ampliamente en su juventud, no sólo a Proust y a Joyce, sino a Virginia Woolf y a Mann, a Shaw y a Rilke. Y que ha escrito muy extensamente sobre algunos de ellos. Pero pecarían de osados los que creyeran en influencias siempre dudosas. Lo que ocurre es que el novelista, perfecto hombre de su tiempo, estaba inmerso en los mismos problemas que ellos confrontaban. En los problemas de un mundo optimísticamente prefigurado por la razón matemática que había dejado huecos insondables para que arraigase la angustia humana frente a incógnitas sin respuesta. Y sólo mirándose en el espejo del Tiempo tal vez podría el hombre hallar razón de sí mismo. No en balde por la misma época forja Ortega su filosofía de la «razón histórica». Y antes Bergson había hablado del «elan vital» y de la intuición, y del tiempo humano como «duración» frente al tiempo físico que miden los relojes.

Que el Tiempo es una gran preocupación para este novelista se hace patente en muchas frases de sus novelas. En Vigilia se lee:

Ese análisis interno del tiempo personal era lo único que valía la pena transcribir; y si la novela, en tanto género, ni servía para eso ¡paciencia! entonces él (Beltrán) nunca escribiría una novela (V-F. pág. 25).

Y en la página 187 de Fuga puede leerse:

El que actúa va derribando con esfuerzo, una por una, las pantallas que ocultan el porvenir, y ¡as deja amontonadas a sus espaldas, como escombros de la memoria. No conoce el tiempo por lo mismo que está demasiado ocupado en abrirle caminos.

Luego, en Victoria hay estas líneas reveladoras del protagonista-autor: «la mía era una nostalgia en el Tiempo, no en el espacio» (Pág. 43) Y más adelante escribe: «Con los ojos en blanco, ciegos para lo que tienen al frente, pero de gran poder telescópico, viajo en el Tiempo y exploro mi pasado» (V-F. Pág. 50).

Ese Tiempo tiene muchos aspectos. En primer lugar es visto como un eterno retorno, El hombre no hace más que repetirse en una infinita galería de espejos. Siempre distintos, pero siempre reflejando una idéntica realidad, la del hombre en crisis consigo mismo que se mira en ellos para ver si se encuentra pero que sólo halla una imagen distorsionada e inasible que se le escapa por entre los dedos sin poderla apresar nunca. Y porque el hombre es siempre el mismo halla frecuentemente su doble en los espejos del tiempo. Esta concepción del eterno retorno ofrece a Anderson en sus novelas ocasión para bellísimas metáforas y para que su prosa narrativa llegue a calidades poéticas no comunes. Tal vez ninguna más ilustrativa que la que aparece en una de las páginas de Fuga. Consta así:

Primero creí como tú, que era ilusión. Ahora creo que en esos momentos perforo el tiempo. Es un collar interminable. Cada cuenta un agujero. Y por los agujeros miro simultáneamente las sucesivas vueltas. Las vueltas de la existencia (Pág. 159).

Pero transcribir esa inmersión en el Tiempo que debe ser la novela, según este autor, no es tarea fácil. Requiere la visita de la inspiración poética. La razón discursiva no puede dar cuenta de ella. Sólo imaginación poética puede hacerlo. Aquí, otra vez, abundan las frases en sus novelas en que esto se afirma: «Si alguna vez su "yo” de Diario íntimo lo llevara a la literatura (digamos a la novela ¿por qué no?, su literatura sería lírica (V-F, pág. 25). Y en Victoria escribe:

Yo, por mi entrenamiento como ensayista estaba convencido de que sólo con una red lingüística muy bien entretejida se pesca la intimidad, y gozaba de la belleza de cada palabra... Pero al escribir no ya ensayos, sino una novela, yo también buceaba en aguas profundas... y mis desdoblamientos, mis sensaciones de un tiempo descarriado, me arrojaban en una vorágine metafórica (Pág. 95).

La novela es, por tanto, una gran metáfora que elabora un hombre, o mujer que, para hacerla cumplidamente, se ha aislado para contemplarse y producir así una cosmovisión de sus facultades poéticas.

Hasta aquí no he hecho sino exponer la poética sobre el novelar que sostiene Anderson Imbert y que ha objetivado, por así decirlo, en sus novelas. Por eso las ha escrito. Por ello hay gran coincidencia entre sus críticos. No voy a relacionarlos. Seria superfluo en un círculo como éste. Sin embargo, hago una excepción para señalar que la idea de la libertad como clima de realización en la obra del escritor ha sido intuida, aunque no desarrollada suficientemente, por Evelyn Picón en su estudio sobre «El Grimorio»[12].

Muchos otros problemas, aparte de su teoría poética del novelar, pueden descubrirse en las novelas estudiadas. Me es imposible enumerarlos siquiera en esta trabajo. Pero hay uno que me interesa destacar: cómo ve a la mujer Enrique Anderson Imbert.

Es tema que merece profundizarse más de lo que yo podré hacer ahora. Pero vale la pena reparar en que en su obra novelística la mujer casi no es un ser concreto. Emigra de ese «status» a otro que por el momento no conviene jerarquizar. Ese estrato es el de demiurgo. La mujer en su novela actúa como la gran mediadora entre eJ mundo de la perfección libre que son el sueño y el reino de la libertad y ese otro mundo de todos los días que es el de la necesidad. Por eso es ella la que ha de poner al hombre en el camino de hallarse a sí mismo descubriendo su vocación. Con lo cual la mujer se reintegra a su función primordial de educadora del género humano. No sé si estas apreciaciones parecen un tanto gratuitas pero cuanto más leo y estudio al autor más me reafirmo en el criterio. Como contrapeso a esta mujer demiurgo hay en sus ficciones otro tipo de mujer. Principalmente en sus cuentos. Es la que da la espalda al hombre y no lo acompaña en su avidez de creador de un mundo mejor. Cito ahora el personaje de «La tumba», uno de sus últimos cuentos B. Es una mujer esfinge, dura, que más bien parece un plomo en el ala del soñador que es su marido. Pero no es esa la mujer de la novela de Anderson. Es la otra. La que tiene el aire poético y huidizo, pero estimulante, de la Irma de su Fuga. Espero que al tema, tan lleno de ricas vetas, se dediquen otros estudios.

Notas:

[1] Helmy F. GiacomAn, Homenaje a Enrique Anderson Imbert, variaciones interpretativas en turno a su obra. New York, 1973 (En adelante nos referiremos a esta obra asi: HG. Hüin.).

 

[2] Enrique Anderson Imbert, Vigilia. Editorial La Vanguardia. Buenos Aires, 1934.

 

[3] Francine R. Masiello: «Aproximación a Vigilia de Enrique Anderson Imbert» (HG. Hom. Pág. 37).

 

[4] Mary Hibbard Lusky, Awake: an English translation of Enrique Anderson Iinbert's novel Vigilia. Inédita. Presentada como parte de los trabajos para optar al título de Dr. of Philosophy. Columbia University, 1977.

 

[5] Enrique Anderson Imbert, Vigilia-Fuga, novelas. Editorial Losada. Buenos Aires, 1963.

 

[6] David Lagmanovich, «Fuga, texto y tema» (HG, Hom. Págs. 55-104).

 

[7] Enrique Anderson Imbert. Victoria. Emecé Editores. Buenos Aires, 1977.

 

[8] Robert G. Mead, Temas Hispanoamericanos. Colección Studium-26. México, 1959. Pág. 109.

 

[9] Fernando Ainsa Amigues: »Modos de lo sobrenaíural en Anderson Imbert: Ensayo de una revuelta del contorno» (HG. Hom. Pág. 355).
 

[10] Enrique ANDERSON Imbert, Qué es la prosa. Colección Esquemas. Editorial Columbia, vi.u 37. Buenos Aires, 197 L.
 

[11] Enrique Anderson Imbert, Estudios sobre Letras Hispánicas. Biblioteca del Nuevo Mundo, 1974, Estudio titulado «La prosa poética de Martí: Amistad Funesta».

 

[12] Evelyn Pícón Garfíeld, «El Grimorio de Enrique Anderson Imbert» (HG. Hom. Págs. 159-171)

[13] Enrique Anderson Imbert, «La Tumba». Cuento. «La Nación». Buenos Aires, 2 enero de ¡983. Suplemento Literario.   

 

Ensayo de Rosario Rexach

Nueva York, febrero de 1983

 

Publicado, originalmente, en: Anales de Literatura Hispanoamericana Vol. 14 (1985) Publicado: 1985-01-01

Anales de Literatura Hispanoamericana es editada por Ediciones Complutense de la Universidad Complutense de Madrid

Link del texto: https://revistas.ucm.es/index.php/ALHI/article/view/ALHI8585110151A

 

Ver, además:

                      El humor en la narrativa de Enrique Anderson Imbert - El fantástico y el humor, ensayo de Cristina Pizarro (Argentina)

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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