Sarmiento, Alejandro Dumas y una corrida de toros

por Antonio Requeni

El 28 de octubre de 1845, Domingo Faustino Sarmiento, a la sazón exiliado en Chile, partió de Valparaíso para iniciar un largo viaje que lo llevaría al Uruguay, Brasil, Francia (donde visitó al general San Martín), España, África del Norte, Italia, Suiza, Alemania, Holanda, Bélgica, Inglaterra, Estados Unidos, Canadá, Cuba, Panamá y Perú. Dos años y cuatro meses duró el periplo emprendido con el apoyo del Gobierno chileno para estudiar la organización y los métodos vigentes en las escuelas primarias de esos países, de cuyo informe -elevado al ministro Montt- surgió el libro Educación popular.

Otra consecuencia del extenso itinerario “aprendiendo de sus observaciones lo que no podía aprender de los libros”, según escribió su biógrafo William B. Allison (Vida de Sarmiento, Eudeba, 1960), fueron los dos tomos de sus Viajes, editados en Chile en 1849 y 1851, respectivamente. En esa obra, redactada a la manera epistolar, el sanjuanino desplegó su vivaz y amenísima prosa, definida por Unamuno como una de las mejores prosas castellanas del siglo XIX.

Entre las “cartas” que componen los Viajes me interesa comentar la dirigida a su amigo Victorino Lastarria (fechada el 15 de noviembre de 1846). En ella Sarmiento le cuenta sus impresiones de España y particularmente de Madrid, donde se encontró con Manuel Rivadaneira, fundador de El Mercurio, de Santiago, y con los escritores Eugenio Hartzenbuch, Bretón de los Herreros y el argentino Ventura de la Vega.

Sarmiento llegó en una destartalada diligencia a la capital española cuando se realizaban los festejos por el casamiento de las hijas de la reina María Cristina. Una de ellas, la princesa Isabel, acababa de contraer matrimonio con su primo, el infante Francisco de Asís de Borbón, sobrino de Fernando VII; y su hermana mayor, Luisa Fernanda, con el duque de Montpensier, hijo del rey Luis Felipe de Francia. Con motivo de la doble boda real, Madrid vivió una sucesión de fiestas y galas, algunas de carácter palaciego y otras -representaciones teatrales, romerías, fuegos artificiales- con tumultuosa repercusión popular. Entre estas últimas, se llevaron a cabo corridas de toros en la Plaza Mayor, a una de las cuales asistió Sarmiento para relatar después sus alternativas con el singular vigor de su estilo.

Naturalmente, muchos otros personajes extranjeros visitaron Madrid para participar de los festejos reales. Uno de ellos fue el célebre novelista Alejandro Dumas, que integró el séquito del duque de Montpensier y llevó consigo a su hijo, el futuro autor de La dama de las camelias. El escritor francés dejó testimonio de su visita en el tomo De Paris a Cádiz, que forma parte de la serie Impressions de voyage, donde se refiere a la corrida de toros en la que estuvo también el autor de Facundo, ya que las descripciones de uno y otro coinciden en más de una observación e inclusive en los nombres de los toreros que se lucieron en aquella course de toureaux, como la denomina Dumas.

No creo que ningún argentino se resista a comparar ambos relatos. Yo me apresuro a confesar -y no por chovinismo-que prefiero el de Sarmiento, sin dejar de reconocer la calidad literaria que identifica al autor de Los tres mosqueteros. La pintura de Dumas es más colorida y detallista; la de Sarmiento, mechada de observaciones de índole sociológica, más intensa y vigorosa.

El francés, que asistió con su hijo y varios amigos, describe el bullicio de la plaza y la ceremonia en la que el alguacil entrega la llave del toril para que empiece la corrida; alude a la ubicación de los espectadores en las zonas de sol y sombra, comenta la entrada de la cuadrilla, toreros, picadores, banderilleros (a los que llama “chulos”) y su distribución en la arena como las piezas del ajedrez en el tablero. Informa con prolijidad sobre las relucientes vestimentas, los capotes, las muletas, las banderillas y la espada fatal. Explica las diversas suertes y ejemplifica con el recuerdo de los grabados de Goya. Le entusiasman los floreos de capa y las reacciones del público. Su predilección está por el torero Lucas Blanco, quien pasa por un trance peligroso que el escritor relata con emotividad.

En el capítulo VII se refiere a la faena realizada por el torero Cúchares cuando, al ir a matar, su espada choca con una vértebra del toro y salta por el aire. Nos habla después del momento en que el matador hunde la espada en la cerviz del animal y éste, al expirar, es arrastrado por cuatro muías mientras la banda arranca con su música alegre. Narra, asimismo, la lidia de un toro con seis perros. En el siglo XIX, cuando el toro no se decidía a embestir al torero, le lanzaban varios perros adiestrados para que luchara con ellos. En ese caso, tres perros quedaron fuera de combate y los otros tres lograron vencer finalmente al toro.

Sarmiento, que presenció la corrida acompañado por el pintor Girardet, enviado por La Illustration, empieza por recordar que en la Plaza Mayor, donde tenía lugar el espectáculo, se había quemado tiempo atrás a las víctimas de la Inquisición y señala que “en España los autos de fe y los toros anduvieron siempre juntos”.

Después de disculparse por sus “tristes reflexiones morales”, se refiere a la habilidad de los toreros Cúchares, el Chiclanero y Montes. Describe la policromía de los trajes bordados en plata de los toreros, la actuación elegante de los rejoneadores (toreros a caballo) y la cruel faena de los picadores. “Todas estas escenas, tan irritantes, tan preñadas de emociones -expresa- pasaban en un abrir y cerrar de ojos, y a un minuto de silencio glacial, en que podían contarse las palpitaciones del corazón, sucedía el grito instantáneo, el trueno de los aplausos de cuarenta mil espectadores, para caer de improviso en el mismo silencio de muerte”.

Vuelve a relatar otras suertes de los toreros. Así como Dumas prefiere la labor de Lucas Blanco, los mayores encomios de Sarmiento son para Francisco Montes, cuyo duelo con el toro describe magistralmente. Uno de los párrafos que lo pintan de cuerpo entero es el que sigue:

Cuando la arena está cubierta de caballos destripados, cuando la sangre hace fango sobre el suelo, entonces el pueblo de todas clases y sexos no puede contener su entusiasmo, se pone de pie para aplaudir a los vencedores, ya sean toros u hombres, para ver la espada del matador en el corazón del toro furioso, para sorprender el último gemido de la víctima y deleitarse con su agonía. La noche halla a los espectadores agitándose sobre sus bancos y pidiendo a voces nuevas carnicerías y nuevos combates. ¡Id, pues, a hablar a estos hombres de caminos de hierro, de industria o de debates constitucionales!

No es esta la única crítica que hace Sarmiento a los españoles pues ve en ellos los males que, a su juicio, trasplantaron a su joven patria.

Sarmiento y Dumas no se encontraron en aquella tarde de toros que cada uno contempló a través de su peculiar sensibilidad y concepción mental, para dejarnos luego su valioso testimonio, pero los dos escritores se conocieron. Lo extraño es que el argentino, que en más de una ocasión alude en el libro al genio literario de Dumas, muy popular entonces, no haya fijado su impresión del novelista. Sabemos que estuvo con él pues en un pasaje de la carta a Lastarria cuenta: “Alejandro Dumas nos decía ayer, hablando de la España: ‘Poco me importa la civilización de un país; lo que yo busco es la poesía, la naturaleza, las costumbres’” (frase que, por otra parte, también retrata de cuerpo entero al autor de El Conde de Montecristo). Cabe añadir que Alejandro Dumas no hizo la menor alusión en su obra al encuentro con el escritor sudamericano.

Pero sí tenemos elementos para sospechar que en aquel contacto personal no hubo afinidad de temperamentos e ideas, lo cierto es que, como escritores, los nombres de Sarmiento y Dumas están unidos a través de esas páginas descriptivas que constituyen, sin duda, una interesante curiosidad literaria.

 

por Antonio Requeni

 

Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Argentina de Letras. TOMO LXXI, mayo-agosto de 2006, N.° 285-286

Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras

 

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