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Isaac Albéniz 
Víctor Manuel Ramos

Siendo niño, muy aficionado, desde entonces, a la lectura, cayó en mis manos, no sé cómo, un libro con la vida de Isaac Albéniz. Aquella historia me ha fascinado durante toda mi vida y, mucho más, por supuesto, cuando, con mayor edad, pude disfrutar de la belleza de la música de este portentoso músico español. Recuerdo, perfectamente  las imágenes en que Albéniz viajaba en una diligencia, con su compañía de zarzuelas, por todos los rumbos de España. Esa fascinación me ha llevado a escribir, con motivo de los 150 años de su nacimiento, esta pequeña historia de su vida. Confío en que los niños la disfruten plenamente como yo he disfrutado escribiéndola. 
 
Hace mucho que no les escribo mis queridos Rubén Darío y Manuel Fernando. Bueno, recuerden que tuve la suerte de poder verles y de compartir unos días con Uds. y comprobar que están creciendo sanos, fuertes e inteligentes, eso lo disculpa un poco. Pero no, la verdad es que debo escribirles con más frecuencia por eso, para desfacer entuertos, como decía Don Quijote, aquí esta carta. ¿Recuerdan que les he hablado de Mozart, el genial niño que escribía música y ejecutaba el piano a la perfección? Estoy seguro que esa historia les ha gustado muchísimo y, confiado en esa  seguridad, les contaré la vida de otro niño que fue, igualmente, prodigio de la música. Se trata de Isaac Albéniz, un pianista y compositor español que vivió durante la segunda mitad  del siglo XIX.

Ahí  les va. Un niño travieso de unos dos años comenzó a llorar. Su madre, Dolores Pascual quiso saber cuál era la causa del llanto y acudió presurosa a donde estaba su hijo. Se había tropezado, había caído y estaba tirado en el piso, sin ninguna consecuencia grave. La madre lo levantó, le sacudió la ropa y con un pañuelo le limpió la cara llena de lágrimas.

-Voy a cambiarte la ropa que la tienes muy sucia –dijo la madre, mientras le revisaba su pantalón corto y su camisa, llenos de mugre.

Pero en ese momento se escucharon los acordes de una banda de guerra de un pelotón militar que, diariamente pasaba frente a la casa  de Isaac Manuel Francisco Albéniz y Pascual, que era el nombre de este niño, rumbo a la Capitanía General, para la ceremonia del cambio de guardia, en la condal ciudad de Barcelona. Al oír la banda el niño dejó de llorar de inmediato, se incorporó rápidamente y tomó la escalera que subía a la segunda planta, para ir al balcón que daba a la calle, para ver pasar a los militares y su banda.

Los padres habían descubierto que Isaac estaba, todos los días, pendiente del paso de la banda militar y que al oír los primeros redobles de los tambores, el niño acudía al balcón, de tal suerte que los soldados deben haber advertido la presencia de ese chico, de unos tres años, asido a los barrotes que les observaba con tanta pasión y perseverancia.

Todos los de la casa celebraban aquel interés del pequeño Isaac  por la banda militar y sospechaban que sus inclinaciones vocacionales iban dirigidas a la carrera militar.

-Isaac va camino de ser Capital General –decían sus hermanas.

Pero, al mismo tiempo habían observado que el pequeño se interesaba por la música, más que por los vistosos uniformes de los soldados, sus pasos en perfecta formación y las órdenes de mando del Jefe de Pelotón. Y ¿de dónde sacaban tal conclusión? Pues al ver que, con sus pies descalzos, porque siempre se resistía a ponerse los zapatos, marcaba el compás de la marcha y de los redoblantes con asombrosa exactitud, al mismo tiempo que mostraba, en su cara, algunas veces embarrada de chocolate, una insospechada emoción, para un niño de apenas unos tres años.

Isaac Albéniz nació en el Camprodón, en la Provincia de Girona, en los Montes Pirineos, España, un apacible pueblo enclavado en la montaña, con calles tortuosas y adoquinadas,  un agradable clima fresco, muchos jardines y  macetas con geranios en las paredes y un riachuelo de aguas cantarinas sobre el cual luce un antiguo puente de arco y mampostería.

La fecha de ese feliz alumbramiento fue el 29 de mayo de 1860. Le llamaron, como ya se los dije, Isaac Manuel Francisco Albéniz y Pascual. Isaac, porque ese era el día del santo San Isaac de Córdoba, según el almanaque católico. Bien pudieron haberle nombrado: Atanasio, Pergentino, Laurentino o Hispacio que eran otros nombres de santos del día. Su padre, un funcionario de aduanas del gobierno en la frontera con Francia,  era de origen vasco  y se llamaba Ángel Albéniz y Gauna, oriundo de Vitoria, como ya les he contado, mientras su madre Dolores Pascual y Verdera era catalana, nacida en Figueres, de madre gerundense y padre militar y se dedicaba a las labores domésticas. Tres hermanas se habían anticipado en su arribo a este mundo: Blanca, Enriqueta, y Clementina.

El padre de Albéniz, funcionario de la administración estatal, como lo saben, era un hombre bonachón, apegado al cumplimento de sus deberes por su filiación como francmasón, escribía relatos costumbristas y versos y tenía una firme inclinación hacia el liberalismo, entusiasmo político que heredó Isaac. Este modo de pensar le ocasionó, en no pocas ocasiones, serias dificultades en su trabajo como funcionario que le costaron, en reiteradas veces, el despido.

     En otra ocasión, en Barcelona, a donde había sido transferido don Ángel, al poco tiempo después del nacimiento de Isaac, mamá Dolores oyó que alguien aporraceaba el piano que estaba en la segunda planta. Ella ordenó a Clementina, su hermana, que subiera para que verificara que pasaba. La niña encontró todo en orden, incluso la tapa del piano en su lugar, cubriendo las teclas negras y las blancas.

-Mamá, no pasa nada. El piano está cerrado y aquí no encuentro a nadie. Las ventanas están cerradas.

Mamá  Dolores quedó intrigada, pero no dijo nada para no inquietar a los niños, pero el incidente se repitió por segunda vez y entonces ella misma dispuso ir a buscar al intruso. Revisó bien el salón, incluso debajo de los sillones y, sorpresa, acurrucado y escondido, por temor al regaño, estaba Isaac. Doña Dolores había observado que Isaac siempre se sentaba cerca del piano cada vez que ella se disponía a ejecutar el instrumento o cuando sus hermanas, quienes tenían un profesor de música, practicaban sus lecciones. Más cómodo con sus hermanas, en varias ocasiones les pidió que le dejaran tocar las teclas. Ellas, siempre permisivas, lo sentaban en sus piernas y el niño aprovechaba para golpear las teclas y producir sonidos y para aprender las primeras lecciones.

Claro, que no eran infrecuentes las ocasiones en que, el niño se subía, con dificultades, a la banqueta, para hacer sonar, por su cuenta, el piano.

Don Ángel conocía la historia de los niños prodigio que se llamaban Wolfang Amadeo y Nannerl Mozart y, una tarde, mientras tomaban el té, se le ocurrió que Isaac realmente tenía una vocación musical y lo comentó con la familia.

-Isaac es realmente un aficionado a la música. ¿No lo han advertido?

-Si papá  –respondió Clementina, su hermana- nosotras lo ponemos al piano y fíjate que le hemos enseñado unas melodías sencillas y las ha aprendido con gran facilidad.

Clementina, siete años mayor que Isaac, tenía también una gran habilidad para la música y tocaba muy bien el piano. Había dado las primeras lecciones de música a su hermano y le trataba con mucho cariño.

-¿Ustedes conocen la historia de Mozart, el niño prodigio? –preguntó  Don Ángel.

-Sí, papá –respondió Clementina- Mozart es el autor del Minueto que hemos aprendido a ejecutar con el profesor de música.

-Y ¿tú  qué opinas Lola? – preguntó a su mujer.

-Pues que, si en verdad a Isaac le gusta la música, es urgente ponerlo a estudiar desde ya.

- Entonces, vamos a hacer de Isaac un niño prodigio.

Dicho y hecho, Don Ángel, asumió, desde ese mismo instante, el papel de Don Leopoldo, el padre de los niños Mozart, apuró el último sorbo del té, se puso su chaqueta y su sombrero, porque era la época de frío en Barcelona, y salió presuroso a buscar al maestro de piano. Don Ángel iba obsesionado por la idea de hacer de su hijo otro niño prodigio, como Mozart. No sé qué decir, pues no me atrevo a pensar que tal interés estaba en la posibilidad de que tener un pianista de escasos cuatro  años iba a reportarle jugosas ganancias. Lo cierto es que las lecciones de piano empezaron al día siguiente.

Isaac progresó admirablemente en el dominio del teclado y eran tan asombrosos sus avances que, Don Ángel, decidió que se dedicara por completo al estudio de la música y se olvidó de matricularlo en la escuela.

El maestro Narciso Olivares, tal como se lo había pedido Don Ángel, se mostraba muy exigente con el niño, pero como Isaac ofrecía especial interés por la música, en vez de protestar porque le ponían a estudiar, en el tiempo en que otros niños se dedicaban a jugar, él mismo se esforzaba en practicar y aprender sin que nadie lo presionara. De esta suerte no era infrecuente verle abrir el piano y sentarse a repasar, por su propia iniciativa, las lecciones que le había enseñado su maestro e, incluso, se atrevía a experimentar con las lecciones que su maestro no le había hecho practicar. Sus manos y sus dedos iban adquiriendo unas habilidades insospechadas.

Don Ángel no perdía cualquier ocasión para mostrar, a sus amigos, los progresos y las virtudes de su hijo, de tal manera que, por los corrillos de Barcelona, fue esparciéndose la noticia de que en la ciudad habitaba un niño prodigio en la ejecución del piano.

Los avances fueron sorprendentes e Isaac ya era capaz de ejecutar muchas melodías con alguna dificultad interpretativa.

-Este chico ya está preparado para dar una sorpresa a los barceloneses –se dijo Don Ángel. Y desde ese instante se ocupó en preparar el primer recital de su hijo, que para entonces apenas contaba con cuatro años de edad.

La cita fue en el Teatro Romea de  Barcelona. El salón se llenó, en gran parte con los amigos de la familia, pero también de alguna gente curiosa de comprobar si lo que se rumoraba acerca del niño era realmente verdad. Así que muchos iban no con la seguridad de escuchar a un gran ejecutante, porque, qué se podría esperar de un mocoso de cuatro años de edad. Realmente, a esa edad el niño no podía ser un virtuoso, pero sus ejecuciones ya le mostraban como a alguien con grandes dotes de ejecutante que auguraban, muy pronto, se convertiría en un virtuoso del teclado.

Mamá  Dolores también había participado en la preparación del concierto. Ella misma se ocupó en la confección de un traje que su hijo usaría en esa ocasión. Era un traje de terciopelo verde oscuro, con algunas insignias de mosquetero. El pantalón era corto y para cubrir las piernas compró una medias negras. En el cuello tenía una gola de encaje blanco y los zapatos eran de charol negro con una gran hebilla dorada.

Para acercarlo mucho más a la apariencia de un verdadero mosquetero, mamá Dolores hizo encargar, a un carpintero, una espada de madera, que usó colgada de su correspondiente tahalí. La espada, no muchas veces, era un estorbo durante las ejecuciones, pero el niño siempre trataba de colocarla de tal suerte que no le provocara inconvenientes.

Los asistentes se llevaron una gran sorpresa. El niño, que ni siquiera podía alcanzar, con sus pies, los pedales del piano, ejecutó las melodías, que estaban en el programa, con gran justeza, sin equivocar nota alguna y con la suficiente pasión y ardor como para entender que trataba de un verdadero niño prodigio de la música.

A medida que Isaac ejecutaba las melodías, el entusiasmo del público iba en crescendo y la admiración por aquella criatura hizo que luego de concluida cada melodía, los aplausos fueran, cada vez, más entusiastas y clamorosos.

Pero los más experimentados escuchas comenzaron a abrigar algunas dudas acerca de la autenticidad del concierto. Sospechaban que tras bambalinas había alguien encargado de ejecutar el piano y que el niño solamente hacía la patarata.

-Esto es un verdadero engaño –comentaban entre sí con voz cuchichiarte.

El rumor se fue extiendo por la sala y la duda se sembró entre los asistentes. No era posible que un niño de esa edad ejecutara el piano con tanta perfección y entusiasmo.

Uno de los asistentes, amigo del padre de Isaac, se acercó hasta donde Don Ángel, quien estaba realmente tras bambalinas, con los puños y los dientes apretados, todo lleno de nerviosismo, temeroso de que las cosas salieran mal para su hijo y la familia, y le contó lo que se rumoraba en la sala. Don Ángel, entonces, sin pensarlo dos veces, salió a la sala, saludó con una reverencia al público, se colocó junto al piano e invitó a dos personajes del público para que subieran al escenario y se percataran, por su cuenta propia, de que el niño era realmente quien ejecutaba el piano. Isaac interpretó una melodía fuera del programa y, de esa manera, convenció al público de su genialidad. Los asistentes, entonces, volvieron a aplaudir al niño con mayor entusiasmo y abandonaron la sala convencidos de que habían asistido a ver un prodigio de la música. Los recitales se sucedieron con mucha frecuencia y el público acudía con creciente entusiasmo, pues eran evidentes los avances del niño en su perfeccionamiento.

Don Ángel, por su parte, un poco inspirado por la historia de Mozart, había hecho que Isaac saludara al público con una ceremonia que consistía en juntar ruidosamente los tacones, hacer una reverencia inclinando su cuerpo y saludar con la mano izquierda, mientras con la mano derecha sostenía la espada. Este saludo resultaba un poco ridículo para el público que, en muchas ocasiones, despertaba la hilaridad burlona. Pero donde manda capitán no manda marinero, así que el niño repetía, en cada concierto, aquel ridículo saludo, porque así lo ordenaba Don Ángel.

Más recitales y más frecuentes: el entusiasmo del público en aumento. La fama del niño crecía  a la velocidad en que el fuego se propaga en un reguero de pólvora. Esto ponía muy orgulloso al niño quien, como adecuada respuesta, se afanaba cada vez más en las lecciones que recibía de su maestro Olivares.

Todo marchaba de maravilla, pero las cosas no siempre salen como uno quiere, de tal manera que la vida de Albéniz está llena de anécdotas divertidas y dramáticas, muchas de ellas producto de su imaginación al escribir sus propias memorias y que sus biógrafos se han encargado de desmentir. Así, no es raro que ocurran situaciones inesperadas, como la que les voy a contar.

Las ovaciones que seguían a cada representación eran inconmensurables e Isaac respondía a estos homenajes, como siempre, con el saludo que le había impuesto su padre. Se cuenta que en una ocasión, luego de la ejecución de una obra de Liszt, el entusiasmo del público se desbordó y, junto con las ovaciones, tiraron al escenario ramos de flores en homenaje al virtuoso. Una de esas flores, que llevaba todo el entusiasmo de una emocionada espectadora, dio en uno de los ojos del niño. Isaac reaccionó de inmediato limpiándose sus ojos llenos de lágrimas con sus manos. Nuevamente sentado en el piano, no pudo interpretar a su gusto a Chopin y se puso a llorar al mismo tiempo que se restregaba el ojo que había sido ligeramente lastimado por aquella flor. El público se inquietó y estaba intrigado pues desconocía la causa del llanto del niño. Algunas personas se disponían a abandonar la sala pensando en que, como se trataba de un niño, quizá ese día no tuviera la adecuada disposición para concluir el programa. Al ver esto, Isaac se levantó y explicó al público lo que le pasaba y le pidió tener paciencia por unos minutos para recuperarse y continuar con las obras programadas.

-Pido a ustedes mil disculpas, pero una de los claveles que me habéis lanzado me ha lastimado un ojo y eso me ha impedido tocar como yo quisiera, pero les pido unos minutos de paciencia, pues pienso que me recuperaré pronto y podre concluir con el programa.

Y así  fue. Unos quince minutos después, el niño regresó al escenario, luego que su madre le había limpiado los ojos con un paño con agua, y reanudó las interpretaciones con más coraje y emoción. La respuesta del público fue desbordante.

Al día siguiente, un mozo se presentó en su casa con un hermoso ramo de flores y un sobre. En el interior había una misiva y 100 pesetas de aquellos tiempos, pesetas que si valían mucho dinero. La misiva, decía algo parecido a esto: 

Querido niño Isaac Albéniz:

El grandioso entusiasmo que me causó  tu impecable interpretación de anoche me condujo a la imprudencia de lanzar claveles en tu homenaje al escenario. Pudiera ser que uno de los claveles lanzados por mi mano te haya ocasionado el daño que sufriste en uno de tus ojos. Te pido mil disculpas, pero deberás comprender que todo ha sido consecuencia de la casualidad, pues mi intención fue solamente darte, con mi entusiasmo, la recompensa merecida a tu talento. Te envío 100 pesetas para que puedas comprarte todos los caramelos que desees y para que, con su dulzura, remedies el daño que, sin quererlo, te haya ocasionado en uno de tus ojos. Espero que estés recuperado y, no lo dudes, seguiré tu trayectoria, con creciente entusiasmo.

Una fiel admiradora.

Tan entusiasmada estaba la familia con los progresos del niño y por las ganancias que los recitales reportaban que todos los esfuerzos se concentraron en que Isaac perfeccionara, cada vez más, su habilidad interpretativa, a tal grado de que se olvidaron de que el mozalbete también debería ir a la escuela para aprender a leer y escribir y todo lo demás que en el aula se aprende. Es así que Isaac llega a una edad en que todos los niños saben leer de corrido, mientras que él no conocía el abecedario, ni siquiera sabía leer su nombre. Él pronto se enteró de esta dificultad porque cuando se ponía en contacto con los demás chicos estos le encaraban que no pudiera leer ni escribir. Isaac, que como ya les he dicho era un niño muy inteligente y muy astuto, se inventó algunos juegos en los que, sin que lo advirtieran, hacía que los demás niños le enseñaran a leer y a escribir. Algunos parientes cercanos contribuyeron, además, a esta tarea y le compraron libros y le impusieron algunas obligaciones rutinarias y ejercicios mediante los cuales muy pronto dominó la lectura y la escritura.

Más tarde, en sus memorias, Albéniz recordará que plantado en un cartel en el que se anunciaba uno de sus conciertos, al enterarse de que realmente no podía leer, no le quedó más opción que ponerse a llorar. Isaac arrancó el cartel y salió corriendo con él hacia su casa, entró apresuradamente a la cocina, en donde estaba su madre:

-¡Mamá!, ¡Mamá!

-¿Qué  pasa, hijo que vienes tan agitado?

-Mamá. Quiero que me leas este cartel.

-Bueno, hijo, tranquilízate que se te sale el corazón.

El niño salió al corredor, al que se llegaba por una de las puertas de la cocina, con el cartel en una mano y en la otra tomando la mano de su madre y tirándola para que le acompañara. Doña Dolores iba tras de él y luego se sentaron en un escaño de mimbre que ahí había. Isaac desplegó el cartel e insistió:

-Mamá,  ¿cómo dice aquí?

La madre colocó el cartel en sus piernas y leyó los renglones que, con su índice, iba señalando Isaac.

-¡Ah! –exclamó, con júbilo- ¡Este es mi nombre!

-Si hijo, aquí dice Isaac y en esta otra palabra Albéniz –mientras señalaba, con du dedo, las palabras en el cartel.

-Y esta letra repetida es la letra A. La veo también  en Albéniz.

-Por supuesto. Es la letra A. La A es una vocal.

-Y porqué  está repetida, ¿no sería suficiente una sola?, ¿para qué  dos?

-Pues porque tu nombre es Isaac y se pronuncia y se escribe con dos aes. Quienes te dicen Isac no saben realmente tu nombre.

Isaac quedó complacido con la lectura que le hizo su madre y con las explicaciones del por qué de dos aes en su nombre.

-¿Tú  conoces Aventuras de un globo terráqueo, un gracioso libro para niños escrito por Víctor Manuel Ramos?

-Mamá, ¿cómo te atreves a preguntarme eso, si bien sabes que no se leer, ni escribir?

-Es verdad, hijo. Todo eso que te pasa es culpa nuestra, mía y de tu padre. Pero pronto remediaremos eso.

-Sí, mamá, porque yo quiero saber leer y escribir.

-Pues bien, cuando sepas leer y escribir podrás leer el libro de que te hablo y en uno de sus capítulos verás que Mario Fernando, el personaje de ese cuento, le quiere borrar una de las íes a Hawaii, otra a Aaiún, una d a Addis Abeba, porque él las considera superfluas, innecesarias, pero el globo terráqueo se siente incómodo con lo que hace el niño y le pide que no haga eso y además le da las explicaciones de por qué las dobles letras.

-Bueno, a mí me parece bonito que mi nombre tenga dos aes. Además, te digo, mamá, pronto yo sabré leer y escribir.

Isaac no sólo aprendió a leer y a escribir por su propia cuenta, sino que, viviendo en la frontera con Francia y en ciudades cosmopolitas como Barcelona y Madrid, también aprendió, él solo, a hablar varios idiomas: francés, alemán, italiano e inglés, más los idiomas español y catalán que eran sus lenguas maternas.

Todos estos esfuerzos eran una carga que se imponía personalmente, con voluntad férrea, porque su padre lo obligaba, cosa que no le era realmente desagradable, a pasar largas horas frente al piano, practicando y practicando, hasta hacerse de un repertorio que le aseguraría una variedad para sus nuevas presentaciones en público.

Tras aprender a leer y a escribir, Isaac se aficionó a la lectura y comenzó a leer con verdadera fruición, sobre todo las obras de Julio Verne.  Al ver, su padre, este entusiasmo por la lectura, temió que Isaac abandonara sus estudios de piano o que disminuyera el ritmo de sus prácticas, por lo que le prohibió dedicarse a los libros. Isaac, entonces, leía durante la noche, después de que todos estaban en la cama, en el balcón, para aprovechar la luz de del farol de la calle.

Don Ángel  es trasladado a Madrid. En ese tiempo, España estaba convulsionada por la guerra generada por la revolución de 1868. Isaac había progresado mucho gracias a su entusiasmo y a las lecciones recibidas en Barcelona. En Madrid, entre 1868 y 1874, tal como figura en las actas del Conservatorio, fue matriculado en la Escuela Nacional de Música y Declamación, conocida también como Real Conservatorio de Música. Sus maestros fueron Manuel Mendizábal, en piano, y Feliciano Primo Agero, en solfeo, y sus compañeros Tomás Bretón y Ruperto Chapí.

Pero don Ángel no estaba satisfecho con la enseñanza que recibía su hijo, pues quería que avanzara mucho más rápidamente. Luego de estudiar varias opciones, tomó la decisión de enviar a su esposa con los niños a París, en donde Isaac intentaría ingresar en el Conservatorio.

El viaje fue largo y tedioso, pues en ese tiempo, se podía viajar en diligencia, que era un carruaje tirado por caballos, pero ir de Madrid a París requería hacer uso del más moderno medio de transporte de la época: el ferrocarril. Los ferrocarriles de entonces eran realmente muy bien acondicionados y en ellos se podía viajar  con mucha comodidad. La locomotora era movida con vapor producido en una caldera, donde se calentaba el agua mediante una hoguera alimentada constantemente por un personaje que echaba el carbón con una pala. El humo de la combustión salía por una enorme chimenea situada en la parte frontal de la locomotora, en donde también estaba situado un potente farol, el pito y la campana. Mientras estaba en la estación, la locomotora dejaba escapar, a cada momento, ciertas cantidades de vapor produciendo un ruido muy característico.

Los Albéniz llegaron tarde a la estación porque, a pesar de que Don ángel madrugó, costó un mundo despertar a Isaac, quien por fin se tiró de la cama, se lavó la cara y tomó un desayuno frugal, sentado a la mesa, junto a toda su familia.  Fueron a la estación en un carruaje tirado por caballos. El equipaje consistía en baúles de madera forrados con cuero en donde llevaban todas sus ropas y demás utensilios que necesitarían para aquella programada larga estancia en París. El cochero tuvo que azotar a los caballos para poder llegar a tiempo pues, cuando la familia se bajo del carruaje, el tres estaba por partir. Un muchacho les indicó en donde debían colocar los equipajes y les señaló en que vagón estaban los asientos que habían reservado. Los Albéniz se acomodaron en sus respectivas butacas e Isaac insistió en que quería un asiento junto a la ventanilla para poder observar el paisaje durante el viaje. Don Ángel, desde el andén, haciendo señales de despedida con la mano levantada y un pañuelo blanco, daba, a doña Dolores y a los niños, las últimas recomendaciones: que se portaran bien, que Isaac estudiara mucho, todo el tiempo que pudiera, que obedeciera a su madre, que se alimentara bien, que se abrigara bien durante la época fría, que esto y que lo otro. Isaac aprobaba con movimientos afirmativos con su cabeza al mismo tiempo que le respondía

-Sí, papá. Sí, papá, haré todo como tú me lo pides.

-No olvides escribirme frecuentemente y contármelo todo

-Sí, papá, te escribiré todas las semanas. Te extrañaré muchísimo.

A todo esto, como alas 8 de mañana, tal como estaba programado, la locomotora largó tres potentes pitazos, hizo sonar la campana, una bocanada de humo negro se escapó por la chimenea y las ruedas accionadas por los palanquines comenzaron a girar, primero con alguna pereza, pero luego con más brío, con más velocidad, de tal suerte que el tren se fue alejando cada vez más rápidamente de la estación. Al comenzar a moverse la locomotora,  don Ángel corrió tras el vagón en que iba su familia hasta el final del andén y, mientras corría, decía adiós con el pañuelo y la mano y daba las últimas recomendaciones que quizás ya no fueron escuchadas por los niños y doña Pascuala.

Isaac y sus hermanas iban asomados a la ventana y se complacían con toda suerte de juegos mientras el paisaje corría veloz frente a sus ojos asombrados. En ocasiones, por ejemplo, contaban los árboles que parecían moverse frente a la ventana, o el número de caballos que se miraban en la campiña, los pequeños pueblos y algunas grandes ciudades. Durante el atardecer se extasiaban frente a la puesta del sol, pero al anochecer, Doña Dolores les ponía el pijama, los acostaba, bien abrigados, en los camarotes y les hacia rezar una oración antes de dormirse. Doña Dolores se entretenía, durante el viaje, tejiendo algunos guantes o bufandas para los niños o leyendo un libro. Los niños eran tan pequeños que ni siquiera mostraron señal alguna de estar nerviosos e Isaac sabía que no tenía más tarea que aprender a ser músico y se esmeraba más que lo necesario para conseguirlo.

Como verán, a pesar de que el viaje duró unos 4 días, no fue tedioso ni agotador para los niños, quienes, por el contrario, disfrutaron del compás del chiqui chiqui chá de la locomotora del ferrocarril, del monótono ruido de las ruedas al pasar por las junturas de los rieles –tactac, tactac, cuyo ritmo variaba al vaivén de los cambios de la velocidad- y del paisaje que parecía moverse, cuando en realidad eran ellos quienes se movían a la velocidad que les imponía la cansona locomotora que echaba humo, como una recondenada, cuando tenía que hacer más esfuerzos al subir las colinas. Es muy probable que hayan seguido la ruta de Madrid a Zaragoza, desde allí a Barcelona, pasando por Lleida, luego a la frontera, muy cerca de la natal Camprodón, para arribar a Perpiñán,  a Montpellier, luego a Nimes, la bella ciudad con monumentos romanos, para pasar por Avignon y Lyon.

Por fin llegaron a París. La ciudad era realmente bella con sus grandes alamedas, sus impresionantes parques, su Arco del Triunfo construido, nada menos que, por Napoleón, y sus inigualables puentes sobre el Río Sena. Aún no se había construido la Torre Eiffel. Los Albéniz se instalaron muy pronto y los niños pidieron a su madre que, antes de comenzar las lecciones, fueran a conocer la deslumbrante ciudad.

Terminadas las excursiones Doña Dolores contrató al maestro Antoin François Marmontel, quien había sido profesor de Bizet, de Ignacio Cervantes y de Carlos Vidiella, entre otros, para que reiniciara el intenso entrenamiento de Isaac en el piano. El chico no ofrecía ningún problema para el maestro porque se aplicaba con gran esmero y entusiasmo y, en un tiempo record, aprendía las lecciones y aplicaba al pie de la letra las indicaciones que recibía para corregir vicios o para adquirir trucos que facilitaran la ejecución. Isaac brillaba de contento y de entusiasmo cada vez que se ponía al piano y el maestro observaba el fervor con que acometía las tareas y la pasión poco común con que percutía las teclas, dándole al piano un sonido particular y especial que solo es dable obtenerse con manos virtuosas como las de Mozart, de Chopin o de Liszt.

El entrenamiento tenía un objetivo: preparar a Isaac para que realizara audiciones para su ingreso en el Conservatorio de París. El día para el examen de admisión llegó. Isaac se presentó en el Conservatorio, un cuarto de hora antes de la hora en que le habían convocado, acompañado de su maestro y, por supuesto, de su madre y de sus hermanas.

Mientras esperaban, los adultos se sentaron en las sillas que ahí había, pero los niños, inquietos como siempre, no olvidemos que Isaac apenas tenía siete años, se pusieron a jugar con una pelota que el  chico había traído consigo, desde su casa en Madrid. Papá Ángel siempre le reprochó que jugara con la pelota, porque decía que Isaac no estaba para perder el tiempo, que su juego debería ser practicar, en el piano, el mayor tiempo posible. Pero Don Ángel se había quedado lejos, en Madrid y su rigor no alcanzaba hasta París y la madre, toda llena de encantadora dulzura, no imponía, como Don Ángel, para poner las cosas en su lugar. Ella les reprendió en varias ocasiones y los llamó a que guardaran la pelota, pero los chicos se hicieron de oídos sordos. En un determinado momento, un señor vestido con mucha formalidad, un poco obeso y con una chaqueta que a duras penas le cerraba por su pronunciada barriga, y un par de espejuelos que sostenía con su mano derecha, llamó a Isaac para que entrara a hacer el examen. Una de las principales pruebas era la de ejecutar el piano.

Isaac atravesó la puerta de la mano de su maestro, mientras su madre y su hermana que quedaron esperándolo. La ejecución fue realmente precisa, llena de pasión y fuerza, pero la interpretación rezumaba los diferentes estilos que había recibido como enseñanza con sus mentores. Lo que más sorprendió a los examinadores fue la energía con que Isaac acometió el teclado, el rigor en la observancia del compás y el ritmo y la precisión de la digitación y la pasión que traducía su ejecución.

-Realmente se trata de un garzón con buen futuro –comentó uno de los rigurosos examinadores.

El maestro Marmontel, por su parte, aprobaba complacido, con movimientos de su cabeza, la actuación de su alumno al que, a pesar del poco tiempo que tenía de conocerle, le tenía ya un inmenso cariño y admiración.

Terminadas las pruebas, los examinadores pidieron a Isaac que volviera con su madre para esperar el resultado de las pruebas y recibir, con su calificación, la aceptación para entrar en el Conservatorio o la negativa.

Isaac regresó sumamente nervioso y preocupado, pero muy seguro de sus grandes facultades como ejecutante. Abrazó a su madre y a sus hermanas y pronto se olvidó de la preocupación y reanudó  el juego con su pelota, a pesar de los llamados insistentes de su madre para que guardara la pelota y se sentara a esperar los resultados, al tiempo que le llamaba para que comiera unos bocadillos catalanes que había preparado por la mañana y que trajo consigo. A Isaac por un lado le entraban las palabras de su madre y por el otro le salían y continuó jugando. Además realmente no tenía hambre alguna.

El tuerce  no se hizo esperar. Uno de los pelotazos fue a parar a un espejo haciéndolo añicos y, de remate, la pelota reboto y dio en la cara, más precisamente en uno de los mofletes del señor de chaqueta que, en ese momento, se asomaba a la puerta, quizás para dar buenas noticias a Isaac. El señor entró de nuevo en su oficina, muy enfurecido y descompuesto, sobándose con las manos la cara, sobre todo la parte que tenía enrojecida como un tomate a causa del pelotazo. Isaac quedó completamente consternado y se sentó, avergonzado en uno de los sillones, sabedor de que, por aquella imprudencia, lo más probables es que no lo admitieran en el Conservatorio. Doña Dolores, comprensiva como todas las madres, no le riñó y, por el contrario, trató de consolarlo y de darle ánimo, invitándolo para que fuera a pedir las disculpas del caso. A eso se disponía el niño, después de una larga y tensa espera, cuando el señor de los espejuelos salió nuevamente para anunciarle a Isaac que estaba reprobado.

-Mamá, me han reprobado, pero fue por el pelotazo y no por haber ejecutado mal el piano –dijo el niño a su madre, con un dejo de resignación, pero conocedor de sus grandes posibilidades. 

Una tragedia, la muerte de su hermana, obligó a la familia a retornar a Madrid. Además las condiciones económicas de Don Ángel no eran muy bonancibles porque, como su empleo era gubernamental, estaba sujeto a los vaivenes de la política y durante esa época España se encontraba convulsionada por la guerra, de tal manera que, aprovechando las paradas obligatorias que hacía el tren, se organizaron, en ciudades y pueblos por los que pasaban, recitales, en los cuales Isaac siguió cosechando enormes triunfos entre un púbico que le admiraba cada vez más y le daba ánimos para que creciera convertido en un inigualable pianista. Él siempre se presentaba vestido con su traje de terciopelo verde con un cuello de encaje blanco y su inseparable espada de madera, más su estricto saludo que se iniciaba con el juntar sonoro de sus tacones.  

Poco a poco Albéniz, a pesar de su corta edad, va tomando conciencia de sus capacidades y aparecen las discrepancias con su padre. Posiblemente a la edad de unos diez años, es cuando comienza a resentir el hecho de no haber dedicado parte de su infancia al juego y eso, por supuesto, choca con la disciplina impuesta por Don Ángel, quien solamente ve, en su hijo, la reproducción de la imagen de Mozart, convertido en un famoso virtuoso, a esa corta edad.  Es muy probable que durante algunas noches, el chico no duerma, sino que planifica una gran aventura: el escape de su casa, buscando mayor libertad y quizás una forma de conseguir dinero para satisfacer sus caprichos personales.

¿Qué ocurrió realmente? Se dice que en una de esas largas noches de insomnio, Albéniz bajó del estante, en donde la tenía guardada su madre, una pequeña petaca y ahí colocó su traje de terciopelo verde, su espada de madera con el respectivo tahalí, sus soldaditos de plomo y algunos bocadillos que recogió en la cocina, abrió sigilosamente la puerta, salió a la calle y se dirigió a la estación del ferrocarril durante las primeras horas de la madrugada.

Unos días atrás se había escapado de su casa y llegó al Café del Prado, en la calle del Prado, esquina con León, en Madrid, en donde Bretón ejecutaba el violín, con acompañamiento del pianista Teobaldo Power. Isaac abordó a los músicos y habló con ellos de música con mucho aplomo y propiedad. Un espíritu libertario se fecundaba en su pecho.

El día anterior al de su escapatoria, se celebraron las festividades de Santa Cecilia y Albéniz había ido a una pastelería a retirar algunos dulces y otras golosinas,  en una regular cantidad, las que compartió con sus amigos.  La cuenta era realmente exagerada y es muy probable que Isaac haya tenido temor de sufrir una severa reprimenda.

Una vez en la estación, se introduce furtivamente en un vagón del primer tren en que encuentra que la vigilancia no es excesiva. Resultó que era un tren que viajaba hacia El Escorial. El chico tenía en mente ir hacia San Sebastián, en donde se realizaba una feria, pues, pensaba que ahí podría tener la oportunidad de dar algunos conciertos y agenciarse dinero para sobrevivir. No se separó de la petaca y aprovechó que un vagón iba prácticamente vacío para sentarse. Apenas había un pasajero muy circunspecto y bien vestido con una elegante chaqueta y una vistosa corbata, mas unos mostachos muy largos, una abundante y cuidada barba, unos espejuelos de lentes redondos y un sombrero de fieltro: el alcalde de El Escorial. El alcalde estaba enfrascado en la lectura de un periódico y llevaba, junto a él, unos tres libros cuidadosamente empastados rotulados, en sus lomos, con letras doradas, de tal manera que no advirtió la presencia de Isaac.

El tres sonó su campana, pitó en varias ocasiones y comenzó la marcha, primero perezosamente, pero poco a poco fue adquiriendo mayor velocidad. En cuanto salieron de la ciudad y el tren enfiló por la campiña devorando la distancia, Isaac se acercó a la ventanilla para admirar el pasaje, sin dejar de poner atención a las puertas que comunicaban con los otros vagones, por donde, en cualquier momento, iba a aparecer el revisor de los boletos. El viento le daba en la cara y el chiquillo gozaba, sobre todo cuando en las curvas podía admirar a la locomotora echando humo por su chimenea y moviendo apresurada las palancas que hacían girar las ruedas más grandes de la máquina. Hacía un poco de frío e Isaac no iba abrigado adecuadamente y eso lo hizo estornudar estruendosamente. El alcalde bajó el periódico y miró, por encima de sus espejuelos, al chico arrimado a la ventana  pero no le prestó más atención hasta que, cuando el revisor, con un gabán y una gorra de ferrocarrilero, abrió una de las puertas del vagón. Isaac saltó, sin dejar su petaca, y saló corriendo hacia la puerta del otro extremo, con el fin de escaparse hacia el vagón siguiente. El alcalde vio pasar al chico por el pasillo al mismo tiempo que se enteraba de la presencia del revisor y, de inmediato, supuso que el muchacho no tenía el billete y se escabullía para evitar ser pillado. Con una agilidad increíble, el alcalde estiró su brazo y logró asir al muchacho tomándolo de las faldas de la camisa.

-¿Qué  imprudencia pretendes cometer, muchacho? ¿No ves que corres gran peligro al saltar de un vagón a otro, cuando el tren está en movimiento?

Isaac hizo resistencia pero fue en vano. El alcalde lo acercó de un tirón y logró sujetarlo con más firmeza.

-Señor, ¡suélteme, por favor! ¿No ve su merced que yo no tengo billete?

Pero el alcalde había sometido al muchacho y lo sentó en la silla que tenía en el frente.

-De aquí  no te mueves…

- Pero si el revisor me descubre me va a llevar a la cárcel

-Bien, de la cárcel se sale, muchacho, pero de la tumba no, así que tranquilízate que ya arreglaremos este asunto entre tú y yo.

En ese instante el revisor se plantaba junta a la pareja y como había observado todo lo que pasaba se dirigió al niño con un tono severo.

-¡Ajá!, con que no tienes billete.

-No señor, realmente no tengo billete y tengo mis bolsillos totalmente sin ningún duro.

-Pues vendrás conmigo porque te bajo en la próxima estación, aunque pensándolo bien, mejor te entrego a la policía de la estación.

-No, señor revisor, no haga eso, que no quiero ir a la cárcel.

-Señor revisor, déjele en paz que yo pagaré el importe de su billete. Eso sí, tendrá que pagarlo con trabajo en mi casa en El Escorial. Ahí tú te bajarás conmigo.

-Y ¿qué  me pondrá a hacer, señor?

-Pues veremos que tareas te adjudico. Una vez que pagues lo que debes podrás largarte.

-Señor, lo único que sé hacer es tocar el piano y justo por eso voy en este tren porque me dirijo a San Sebastián en donde, me he dado cuenta, hay una feria.

-Pues mira, yo soy el alcalde de El Escorial y si en verdad no mientes, darás un concierto a los veraneantes, que por cierto no son muchos, y luego quedas libre. Pero, me parece que lo que dices es un mero embuste,…

-No señor alcalde, no señor alcalde, de buena gana acepto el pacto que me propone. ¿Está Usted de acuerdo, Señor Revisor?

-Bueno, Señor Revisor, déjelo por mi cuenta que yo me encargo del chico –e, incontinente, abrió su cartera y entregó al revisor el importe del billete: dos monedas de peseta y otras que sumaban cincuenta centavos.

-Por la infracción deberá pagar el doble

El alcalde pagó lo que el revisor le pidió, quien además aceptó el compromiso, entre el alcalde y el chico, y se marchó, no sin antes advertirle a Isaac que lo perdonaba por esa vez pero que si se repetía su bandolerismo iría a parar, con todo y sus huesos, a la chirona, y al alcalde le reconvino que no se fiara de chicos vagabundos porque lo más seguro es que se trataba de un pilluelo.

-No tema, señor alcalde –dijo Isaac-. Le cumpliré lo prometido. En verdad yo soy músico, toco el piano desde los cuatro años y he dado conciertos en varias ciudades.

-Y ¿qué haces solo por este mundo? ¿Dónde están tus padres?

-Verá  Usted, señor alcalde, mis padres están en una completa calamidad y yo, viendo ese panorama de escasez en mi casa, me decidí a echarme a recorrer España, para ganarme unas pesetas y ayudarlos...

-¡Ah!, con que generoso…

-Sí, señor.

-Pues bien, quédate en esa silla de enfrente y disfruta del paisaje mientras yo termino de enterarme de las noticias. Aquí, en mi maletín, hay una pequeña colcha, tómala y abrígate que podrías resfriarte. Hace mucho frío.

Isaac tomó la colcha que le ofreció el alcalde, se abrigó  y se sentó para seguir observando el paisaje, a través del cristal de la ventana, ahora, con más tranquilidad

La locomotora no había advertido la escena, por supuesto, y seguía corriendo rauda y ruidosa, guiada por los rieles. El viaje no duró tanto tiempo pues entre la Estación del Norte, que fue de donde salió Isaac,  y el Escorial hay unos cincuenta kilómetros. 

El tren comenzó a disminuir su velocidad, a pitar y a repicar.

-Estamos próximos a la estación –dijo el alcalde y siguió con la lectura de su periódico.

Isaac  lo escuchó y continuó viendo por la ventana. El tren, por fin se paró y el alcalde se dispuso a abandonar el vagón junto con su compañero de viaje. Frente a la estación le esperaba un mozo que conducía un carruaje tirado por unas mulas.

El alcalde divisó su carruaje y pidió al mozo que bajara sus maletas del vagón de equipajes e invitó  a Isaac a acomodarse en el mullido sillón, no sin antes colocar su petaca en el compartimiento para las maletas.

El mozo se sentó en la silla del conductor, animó a las mulas y las azotó para que corrieran más rápido. El pueblo de El Escorial queda a un kilómetro de la estación y al par se encuentra el famoso Monasterio de El Escorial, mandado a construir por el Rey Felipe II. En esos días había, en el pueblo, algunos veraneantes que escapaban de Madrid, entre ellos el famoso organista y compositor  Cosme José de Benito, todos hospedados en el Hotel Miranda.

El concierto fue organizado para la noche siguiente en el Casino, lugar en donde los veraneantes se distraían durante las noches. La sala se llenó muy pronto, pues las atracciones en el pueblo eran mínimas y porque ahí, las noticias se esparcían rápidamente, sobre todo entre quienes se reunían a conversar en La Lonja, situada delante del Monasterio. Se dice que Benito se resistía a ir a la presentación del niño porque consideraba que aquel rapaz lo que quería hacerles era una tomadura de pelo, pero sus amigos, sus hijas y su esposa le animaron a ir, a lo mejor se topaban con una sorpresa.

La verdad es que la mayoría de los asistentes abrigaban tremendas dudas sobre la capacidad del muchacho e iban, algunos, con la intención de burlarse de Isaac al verle fracasar en su intento de engañarles.

La sorpresa fue realmente grande. Todos se quedaron boquiabiertos de la calidad de interpretación en el piano que demostró Isaac cuando ejecutó obras de Mozart, Liszt y Shuman. Los aplausos fueron muy sonoros y prolongados. Isaac, que para la ocasión se había vestido con su traje de pana verde nuevo, pues ya era más grande y el original no le quedaba, con su espada de madera, saludó, tal como le había enseñado su padre, lo que despertó la hilaridad de algunos. Benito, que era el verdadero conocedor profesional de la música, calificó de soberbia la ejecución de Isaac, alabó las grandes posibilidades del chico y pronosticó que de seguir así, se convertiría en un segundo Rubinstein. Isaac, como agradecimiento al entusiasmo de su público, ejecutó un encore: una sonata de Beethoven, ejecutada  con gran precisión y sentimiento.

El alcalde se quitó su sombrero de copa y lo hizo pasar entre el público que depositó, complacido, algunas monedas para recompensar al chico que les había hecho pasar una agradable velada. La suma recolectada fue generosa e Isaac pensó que con esa plata podría continuar su viaje. El alcalde le pidió que se quedara por unos día para que animara a los visitantes, pero Isaac aceptó, luego de muchos ruegos, a dar un concierto más que tuvo lugar durante la siguiente noche. Al cabo de tres días, el alcalde, en persona, fue, en su coche tirado por mulas, a despedir al chico a la estación. Bajó la cuenta que conduce a la estación, él mismo compró el billete a Madrid y lo alojó en el respectivo vagón.

-Buen viaje, muchacho, que Dios te guie y te acompañe.

-Gracias Señor Alcalde. Quede Usted con bien.

Isaac, asomado a la ventana, se despidió, muy agradecido, levantando la mano, la que mantuvo así hasta que, al partir el tren, dejó de ver a su protector.

El tren hizo una parada en la estación de Villalba.  Isaac, sin pensarlo dos veces, tomó su petaca y abandonó el tren y fue a comprar un billete en un tren que fuera en dirección opuesta. Durante el recorrido dábale vueltas a su cabeza para decidirse si regresar a casa o seguir con su aventura. Las pesetas colectadas en El Escorial le habían espoleado su deseo de aventura y ahora estaba más que seguro de que podría, con su arte, sobrevivir lejos de la disciplina que le imponía su padre.

Así  fue como recorrió los más diversos pueblos y capitales de las provincias de Ávila, Zamora y Salamanca, unas veces en tren y otras en carruaje tirado por caballos. Se mencionan varias ciudades: Ávila, Zamora, Peñaranda de Bracamonte, Valladolid, Palencia, León, Logroño, Barcelona, y Zaragoza, en donde Isaac hizo recitales con muy buen suceso artístico y económico. En Salamanca, algunos estudiantes le propusieron que se quedara en la ciudad para que estudiara en la Universidad y le ofrecieron, a cambio de su música, vivienda, alimentos, ropa y escuela. Pero Isaac sólo deseaba seguir de trotamundos. Se ha dicho que después de una función para los estudiantes de Salamanca, éstos se reunieron con Isaac quien comenzó a hacer improvisaciones en el piano, llenas de sabor andaluz y de una profunda emoción, demostrando además su capacidad como compositor.

En una de estas visitas, durante el recorrido entre Toro y Zamora, tuvo que tomar una diligencia. En el carruaje le acompañaban personas mayores, muy bien vestidas y una señoras con sus manos, su cuello y sus orejas llenas de joyas. La petaca, además, ahora pesaba un poco más porque ahí, Isaac guardaba el dinero que había ganado en sus conciertos, una suma que podría sacar de apuros a su familia. Mientras viajaba, imposibilitado de ver el paisaje porque las señoras habían ocupado los asientos junto a las ventanas de la diligencia, se dedicó a darle vueltas, en su cabeza, a algunas melodías que se le iban ocurriendo. Las señoras no paraban de hablar de asuntos triviales y frívolos mientras los varones discutían de política. Entretenido con sus melodías iba cuando, de pronto, observó que, junto a la diligencia se habían situado cuatro jinetes, dos a cada lado, que le hablaban fuerte al cochero y le apuntaban con sus armas.

-¡Parad el coche de inmediato! ¡Esto es un asalto!

-El cochero frenó a las mulas y detuvo el carruaje y de inmediato levantó  las manos en señal de rendición.

Las señoras, que iban junto a las ventanas se enteraron de inmediato y armaron tremendo alboroto. Lo señores no entendían que pasaba, pero pronto entendieron todo porque las señoras gritaban histéricas:

-Nos están asaltando.

Dos de los salteadores abrieron las portezuelas del carruaje, la del lado izquierdo y la del lado derecho y, mientras eran protegidos por sus otros compañeros, quienes amenazaban con sus armas, instaron a los viajeros a salir de la diligencia con las manos en alto y a que se callaran, so pena de recibir un castigo severo.

-Entreguen sus joyas y su dinero –les espetó uno de los salteadores, quienes además tenían una venda en la cara- y no les pasará nada. Además, entre más pronto terminemos con este asunto podrán seguir tranquilos su camino.

-¡Por favor, no vayan a matarnos! –chilló una de las señoras.

-Nosotros no matamos a nadie, señora respondió uno de los salteadores. A Usted parece que le sobra la plata, mientras que a nosotros nos hace mucha falta. Así que si afloja lo que lleva encima, no creo que se quede pobre. Es todo lo que tiene que hacer por ahora.

Un bandolero le arrebató la petaca a Isaac, pero el niño, armándose de valor, solicitó al ladrón que tomara el dinero pero que le devolviera su traje, su espada y su cuaderno de notas. El bandolero abrió la petaca, tomo las pesetas, que eran muchas, observó la espada de madera y devolvió al niño la petaca con las pertenencias solicitadas.

-Confío en que no intentarás capturarnos con tu espada de madera –dijo con tono burlón.

Los hombres que iban de pasajeros no hablaron, pero realmente estaban muy asustados. Isaac los observaba a todos y, de alguna manera, dado su espíritu de quijote andante, es probable que estuviera fascinado por haber sido sujeto de una aventura de tal calibre.

Los bandoleros no se conformaron con lo que los pasajeros les entregaron voluntariamente, también hicieron un registro minucioso a las diligencia y a los baúles, quedándose con todo lo que tenía valor. Los malhechores cerraron los baúles, con su contenido en total desorden, y los colocaron en el coche. Con el botín colocado en sacos, que aseguraron en las ancas de sus jamelgos, se despidieron, con una cortesía socarrona, de los aterrorizados pasajeros.

Los pasajeros volvieron a sus asientos en la diligencia y continuaron el viaje, ahora sin decir palabra alguna. Isaac los miraba con el rabo de sus ojos y estaba realmente contento porque había salvado su cuaderno de notas y de firmas que le recomendaban para buscar amigos en la ciudad que, a continuación, se proponía visitar.

Al llegar a su destino la diligencia, Isaac se apresuró a buscar a las personas para quienes tenía recomendaciones con el fin de organizar su próximo concierto y resarcirse de las pérdidas que le había ocasionado el asalto. Estaba ya deseoso de volver a casa, tenía nostalgia por sus hermanas y por su madre, pero ahora, sin un duro, no tenía sentido tal regreso. Así que continúo su vida de vagabundo concertista, afianzando sus capacidades como pianista y haciendo sus pinitos en la creación de sus propias composiciones. De esta suerte muy pronto su petaca volvió a llenarse de pesetas, pero fue la noticia de que su hermana  Blanca había fallecido lo que le obliga a retornar a su casa en Madrid.

Las reprimendas no se hicieron esperar y las exigencias para que para extremar las sesiones de práctica fueron más severas por parte de su padre y del maestro Compta. Nuevas giras llevan a Isaac, esta vez, con la tutela de su padre, por otras ciudades españolas, siempre cosechando triunfos. Sin embargo, el espíritu aventurero había crecido en el niño y no tardó en abandonar nuevamente su casa, pues llevaba, en su interior, “el espíritu viajero, el afán de independencia, la inquietud de conocer, de sentirse libre, admirado y elogiado por gente extraña, sin ese proteccionismo que tan fastidioso se hace a los niños excepcionalmente dotados”, nos dice José Luis López-Linares.

Enterado por las crónicas de la prensa del lugar en donde estaba Isaac, su padre pide la intervención de la policía para que le detengan, por ser un menor, y le devuelvan a casa. Le capturan en Burgos y le envían a Madrid en un ferrocarril, pero en una de las estaciones vuelve a escaparse y de pronto aparece, como pasajero sin billete, en alta mar, en un buque que se dirige a América.

No tardó  en ser descubierto por la tripulación, pero uno de los pasajeros le reconoció e intercedió, igual que el alcalde de El Escorial, por el muchacho.

-Capitán, he visto a este niño tocar el piano. Es un prodigio. Y tú, ¿qué  has hecho de tu traje verde y de tu espada de madera?

Isaac, que nunca mostraba angustia a pesar de estar en serios apuros, se ofreció  de inmediato a tocar para entretener a los pasajeros a cambio de que le dejen viajar sin problemas en el buque. El capitán acepta la propuesta y el niño da varios conciertos en el buque, pero al arribar a Buenos Aires, el capitán, temeroso de llevar como pasajero a un niño sin la tutela de sus padres, le obliga a desembarcar.

Su astucia le hace arreglárselas luego, después de haber pasado algunas penurias y de tener que ganarse la vida haciendo cualquier cosa, y logra dar conciertos en la ciudad y otros en Uruguay y en Brasil.

Después se marchó a Cuba en donde, con más suerte, pudo realizar giras por toda la Isla habiendo tocado en el Santiago, en el extremo oriental de la Isla. Desde ahí, fue a Puerto Príncipe, en Haití, y a Puerto Rico, en donde también se presentó. Regresa a La Habana y ha concluido un concierto con una polonesa de Chopin, cuando se le acerca su padre, que había sido nombrado funcionario estatal en esa ciudad, luego del triunfo de los liberales, pues Cuba era, entonces, parte del reino de España. Don Ángel se había instalado en la calle Amargura, 14, de La Habana.

Isaac persuadió a su padre de que necesitaba volar solo, que no interpretara su decisión cómo que no se interesaba por la familia, pero que luego de tanto tiempo desenvolviéndose a sus anchas, le era muy difícil someterse nuevamente a la tutela familiar. Don Ángel aceptó y dejó que Isaac partiera. 

Zarpó  en un buque hacia Los Estados Unidos y realiza conciertos en Nueva York y luego regresa a España para tocar el piano en varias ciudades del levante. Luego marcha a Leipzig, la ciudad en donde nació Bach. Albéniz se encuentra allí, con destacados discípulos de Liszt. Para poder ir a Budapest ha tenido que vender su reloj. Estudia durante dos meses en el Conservatorio, pero no sabe alemán y el estudio se le dificulta mucho. Regresa a Madrid a donde ha retornado su padre, luego de perder su empleo en La Habana.

Con el apoyo de su padre ofrece un nuevo concierto en Madrid a donde acude el conde de Morphy, Secretario Privado del Rey Alfonso XIII, grandioso musicólogo y entusiasta mecenas de jóvenes con talento artístico. El conde le presenta a la familia real, que pasa una temporada en una finca en Segovia y consigue que el Rey le asigne una pensión que le permitirá ir al Conservatorio de Bruselas.  Ya entrado en la adolescencia, parte del dinero lo destina a francachelas por lo que descuida, de alguna manera, sus estudios. El piano había caído en el olvido y un amigo y condiscípulo, el violinista madrileño Enrique Fernández Arbos, quien más tarde dirigiría y orquestaría obras de Albéniz, le recordaba, todos los días, cuánto tiempo le quedaba para presentar su examen. Unos días antes se sentó al piano a practicar con tesón, empleando casi todas las horas del día, de tal manera que fecha del examen, que a la vez era un concurso de ejecutantes del Conservatorio, obtuvo el primer premio y se graduó con mención. Según las actas del Conservatorio el examen consistió en la interpretación del Allegro del Concierto en Do mayor de Mozart, cuya partitura se le presentó en el mismo momento, una obra desconocida leída a primera vista, un acompañamiento para una obra vocal transportado a otro tono, una obra para orquesta leída al piano, un bajo cifrado y obras de su elección.

Albéniz retorna a Barcelona triunfante y da varios conciertos, envuelto en una aureola de gran intérprete. Luego realiza unas giras por Praga, Viena, recorre el Danubio llega a Budapest en donde permanece del 16 al 23 de agosto de 1880. Allí, según sus memorias, se entrevista con Franz Liszt.

En Barcelona, en 1883, conoce a una joven llamada Rosina Jordana Lagarriga, hija de un acomodado industrial barcelonés. Isaac ha estado enfermo, de gravedad, de fiebre tifoidea teniendo que pasar interno en una clínica por seis semanas. Ha faltado a las clases de piano que imparte a sus alumnos, entre quienes se encuentra su enamorada, pero esta muchacha le acompañó y le cuidó con gran esmero en el Hospital. Cómo se conocen, nos lo cuenta una de las nietas de Isaac, Rosina Moya Albéniz: Rosina fue a buscar unas partituras de Albéniz a una tienda de música en la Rambla. La muchacha preguntó a un joven, que ahí se encontraba, donde podría encontrar las partituras que buscaba y Albéniz le ofreció ayudarla pero al mismo tiempo le obsequió una foto suya firmada. La muchacha, al ver la foto, al joven y la firma, no tuvo más dudas de que estaba frente al pianista y compositor. A partir de ahí, Rosina se matriculó con Albéniz para recibir clases de piano y al cabo de unos meses, el día 23 de junio de 1883, se casaron; él con 23 años y Rosina con 20 años de edad. Pasan la luna de miel en Granada y en Santander. De ese matrimonio nacen tres hijos, pero la primera hija, Blanca, llamada así en honor de su hermana, muere a temprana edad. Los otros fueron Enriqueta, Laura y Alfonso. 

Albéniz ya no solo interpreta el piano. También escribe música y en sus conciertos ha ido incorporando sus composiciones que van adquiriendo gran popularidad.  Se sabe que la primera obra escrita por Albéniz fue una Marcha Militar, cuando Isaac tenía, apenas, 7 años de edad. La obra es escrita para  el hijo del General Prim, Vizconde del Bruch, quien tenía una edad cercada a la de Isaac. Albéniz admiraba al General y de él hereda su liberalismo progresista. Don Ángel admiraba también al General y era un aficionado al arte, escritor ameno que firmaba con el seudónimo de Peruchino, con ideas libertarias y francmasón. Su hija Enriqueta, habla muchos idiomas, tocaba bien el piano y era una magnífica dibujante. Murió a temprana edad, de tal suerte que Isaac se quedó solamente con su hermana Clementina. El General era, en ese tiempo, el segundo personaje más poderoso en España, luego de que la Reina Isabel II fuera destronada y saliera al exilio y de la elección, por parte de las Cortes, del nuevo Rey Amadeo I de Saboya. Albéniz se presenta en casa del General con la partitura y pide ver al Vizconde, pero el portero le impide pasar. Isaac insiste argumentando que trae una partitura de obsequio. El Vizconde accede a recibirlo yal ver la partitura explica que él no sabe leer música, pero Isaac mira un piano y le pide que lo deje ejecutar la obra. El vizconde se entusiasmó tanto al oír aquella alegre y brillante melodía que, como recompensa, le invitó a ver su colección de armas.  

Mas tarde, con la orientación de Pedrell, escribió la Suite Española, una de sus primeras obras, para concluir con su obra monumental: Iberia.

Son obras importantes de mencionar: Trío para piano, violín y violoncelo; Suite característica, Seis Danzas españolas, Rapsodia española, Concierto No. 1 en la mayor para piano y orquesta, Rimas de Bécquer,.. Con su obra La vega, Isaac ha iniciado una nueva era en su estilo de creación musical.

Fascinado también por el teatro, organiza una compañía de zarzuelas y va por varias ciudades de España representando sus zarzuelas, de las que se han extraviado las partituras. Más tarde se instala en Londres en donde estrena varias obras escénicas –zarzuelas y operetas-, con mucho éxito. Un acaudalado banquero británico, Francis Bourdeth Money Coutts, Lord Latymar, escritor de libretos para óperas, firma con Albéniz un contrato mediante el cual, el banquero aportaría una sustanciosa suma para el mantenimiento de la familia de Albéniz con una gran holgura, y nuestro héroe pondría música a los libretos del Lord.

De esta cooperación nacieron las grandes obras operísticas de Albéniz: Henry Clifford, Pepita Jiménez y Merlin. Henry Clifford fue estrenada en Barcelona y se basa en un trozo de la historia británica; Pepita Jiménez se basa en la novela de Don Juan Valera del mismo nombre. Valera se resiste, inicialmente, a que se ponga música a su obra, pero al fin acepta y la obra es estrenada, también, en Barcelona, con representaciones en Praga, Bruselas y París. Merlin se basa en la obra Muerte de Arturo, una novela de caballerías, fue la última ópera escrita por Albéniz.

Albéniz alterna su vida entre Londres y París, pero muy tempranamente se enferma de una insuficiencia renal. El compositor presiente su muerte y apura su trabajo para dejar concluido el gran monumento musical a su patria: Iberia, en cuatro cuadernos y que fue ejecutada, por vez primera por la joven pianista Blanche Selva. Por esos días (1900), muere su madre en Madrid a la que no puede ver pues su hermana no le hace saber de la enfermedad y le avisa cuando ya ha fallecido. Albéniz se queja de esto, en una carta a Clementina. Su padre muere unos años después (1903). La enfermedad le atormenta por el terrible dolor, pero él saca fuerzas de la flaqueza y dedicada gran parte de su tempo a componer. Sus amigos vienen a verle a su casa: entre ellos los compositores Enrique Granados, español, Gabriel Fauré, D’Indy, Dukas, Debussy, franceses, y su sobrino, el médico Víctor Ruiz Albéniz, hijo de Clementina, quien llega desde España para auxiliarlo en sus últimos días.

Los músicos franceses solicitaron al Presidente francés el honor de la Gran Cruz de la Legión de Honor, distinción que le fue concedida. En abril de 1909 le trasladan a Cambo les Bain, en donde debe hacer una terapia en aguas sulfurosas. Le acompañan Ignacio Zuluaga y Darío Regoyos, famosos pintores españoles; el violoncelista Pablo Casals, la esposa de Ernesto Chausson, el general Lallemand y el argentino Santiago Thibaud, quienes le sacan a pasear y conversan con él.

El 18 de mayo de 1909, a las 8 de la tarde, mientras Granados ejecutaba al piano una de las obras de Albéniz, el gran Isaac, virtuoso del piano y compositor español, luego de recibir con sus manos, una rosa roja que le entregó su hija Laura, cerró los ojos para siempre. Dejó tres obras inconclusas: Navarra, que concluye Deodat Séverac; y Azulejos  e Ivonne en visite, ambas terminadas magistralmente Enrique Granados, a petición de Rosina.

Su benefactor, el poeta Money Coutts, escribe un sentido poema, para despedirse de quien era, además, su entrañable amigo:

    Querido amigo, aun alejado por la muerte pareces tan cercano

    que sonríes con mi risa y suspiras con mis suspiros.

    Si veo una imagen bella o escucho una  dulce melodía.

    siento que estás conmigo ¡bendito compañero! 

El 2 de junio, el cuerpo de Isaac cruzó los Pirineos, de regreso a su patria, para recibir un apoteósico homenaje en Barcelona, cuando el pueblo, desbordado, acude a la estación de França, desde donde parten para depositarlo, con todos los honores que se merece, en el Cementerio Nuevo Montjuïc. 

El gran Federico García Lorca, en 1935, días antes de caer asesinado por las hordas franquistas, escribió este bellísimo  
 

Epitafio a Isaac Albéniz 

        Esta piedra que vemos levantada

        sobre hierbas de muerte y barro oscuro

        guarda lira de sombras, sol maduro,

        urna de canto sola y derramada. 

        Desde la sal de Cádiz a Granada,

        que erige en agua su perpetuo muro,

        en caballo andaluz de acento duro,

        tu sombra gime por la luz dorada. 

        ¡Oh dulce muerto de pequeña mano!

        ¡Música y bondad entretejida!

        ¡Oh pupila de azor, corazón sano! 

        Duerme cielo sin fin, nieve tendida.

        Sueña invierno de lumbre, gris verano.

        ¡Duerme en olvido de tu vieja vida!  

      Espero, mis niños, que hayan disfrutado de esta amena como graciosa historia. Muy pronto volveré a escribirles.

Víctor Manuel Ramos

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