La biblioteca del aficionado pobre:

José Lezama Lima y la (deformación por la lectura)[1]

ensayo de David Ramírez

d.ramirez@ucla.edu 
University of California, Los Angeles

Resumen:

Las transformaciones culturales de América Latina y el Caribe durante la segunda década del siglo pasado sentaron las bases para la aparición de un nuevo tipo de lector: el aficionado pobre. Sostener que José Lezama Lima —uno de los autores más librescos de toda la literatura— es un lector aficionado puede causar sorpresa. Sin embargo, uno de los rasgos más destacados de su formación intelectual parece justificar esta premisa. Al igual que el aficionado pobre descrito por Beatriz Sarlo en su estudio sobre la vida intelectual argentina en la década de 1920, Lezama se formó como lector gracias al éxito que tuvo la industria del libro económico en Hispanoamérica a partir de 1920. Si no hubiera sido por estos libros baratos, en su mayoría traducciones, ¿de qué otra forma habría podido Lezama, desde La Habana y con un salario que nunca dejó de ser exiguo, llegar a formar una biblioteca de más de 10 mil volúmenes? ¿Cómo habría podido acumular y digerir un patrimonio cultural tan vasto? El objetivo de este artículo es mostrar que existe una relación entre el proyecto intelectual de Lezama y la formación de su biblioteca personal. En particular, me interesa mostrar cómo esa vocación por la desmesura que caracteriza su obra es anticipada por los también desmesurados programas editoriales y de traducción de editoriales económicas como Tor, Espasa-Calpe, Losada o Ercilla.

Palabras clave: José Lezama Lima, historia del libro, traducción.

The Library of the Aficionado Pobre: José Lezama Lima and the (De)formation through Reading

Abstract:

The cultural transformations of Latin America and the Caribbean during the first part of the 20th century lay the ground for the emergence of a new type of reader: the aficionado pobre. Maintaining that José Lezama Lima —one of the most erudite writers in any literature— was an amateur reader might cause some surprise. However, the most salient trait of his intellectual formation seems to justify this assertion. As is the case with the aficionado pobre described by Beatriz Sarlo in her studies on Argentinian culture, Lezama formed himself as a reader thanks to the low-priced books made available in Cuba by the success of Argentinean and Mexican publishing houses in the 1920’s. If not for these books, almost all of them translations, how could Lezama build, in Havana and with a small salary, a library of more than 10,000 volumes? How could he accumulate such vast cultural capital? The purpose of this paper is to show the correlation between Lezama’s intellectual project and the major traits of his personal library. I argue that the significance of excess in his literary work is anticipated by the also excessive catalog of publications and translations of publishing houses such as Tor, Espasa-Calpe, Losada and Ercilla.

Keywords: José Lezama Lima, book history, translation.

La bibliotheque du Aficionado pobre (l’amateur pauvre) : José Lezama Lima et la (de)formation par la lecture

Résumé :

Les transformations culturelles de l’Amérique latine et des Caraibes pendant le début du XXe siecle ont jeté les bases pour l’émergence d’un nouveau type du lecteur : celui de l’Aficionado pobre (l’amateur pauvre). Affirmer que José Lezama Lima — l’un des écrivains le plus livresque de toute la littérature — a été un lecteur amateur, peut étre étonnant. Cependant, l’une des caractéristiques la plus remarquable de sa formation intellectuelle semble justifier cette affirmation. Comme l’amateur pauvre décrit par Beatriz Salo dans son étude sur la vie intellectuelle argentine dans les années 1920, Lezama est devenue lecteur grace aux livres a bas prix qu’ont été mis a disposition au Cuba par le succes des maisons d’édition de l’Argentine et le Mexique dans les années 1920. C’est grace a ces livres, la plupart des traductions, que Lezema a pu constituer, a la Havane et avec un salaire instable, une bibliotheque de plus de dix-mille livres. Comment aurait-il pu accumuler et consommer un tel patrimoine culturel ? Le but de cet article est de montrer le rapport existant entre le projet intellectuel de Lezema et la construction de sa bibliotheque personnelle. On s’intéresse en particulier a la fagon dans laquelle l’exces caractéristique de son reuvre littéraire, est un produit aussi de la démesure des projets éditoriaux et des traductions publiées par les maisons d’édition a bas prix telles que Tor, Espasa-Calpe, Losada et Ercilla.

Mots clés : José Lezama Lima, histoire du livre, traduction.

1. Introducción

En “Las eras imaginarias: la biblioteca como dragón”, uno de los últimos ensayos que publicó José Lezama Lima (1910-1976)[2], las bibliotecas son definidas como la morada de “lo inasible, lo inapresable, lo inaudible” (Lezama, 1975, p. 919). Su símbolo es el dragón porque, al igual que ese animal mítico, ellas son inmunes al desprecio y al abandono. Ni siquiera el fuego puede destruirlas, escribe Lezama recordando la mítica —e inútil según él— quema de libros que ordenó el primer emperador de la China unificada, Qin Shi Huan, en el siglo II antes de Cristo. Para los libros “verdaderamente clásicos”, explica el cubano, la hoguera es en realidad una prueba; de ella salen no vueltos cenizas, sino purificados (1975, p. 913)[3].

Por los mismos años de “la biblioteca como dragón” Lezama conversó con el periodista Félix Guerra sobre su proyecto de una biblioteca habitable. También inasible e intangible, esta biblioteca está hecha no tanto de libros como de posibilidades, de universos alternativos que pueden multiplicarse de manera indefinida. Vale la pena citar completa la detallada descripción de Lezama:

Mi biblioteca imaginada tendría amplios salones iluminados y un mínimo de paredes y muros: sería comunicante y comunicable, de puntal alto y techo de dos aguas. Y además, cómo no, con un número aceptable de ventanas y sillones, pues acostumbro, para dicha de la corpura y la suavidad de los glúteos, permanecer sólo donde hay una ventana y un sillón, una para viajes cortos por la luz y otro para periplos de más largo alcance. La biblioteca tendría, claro, trozos de cielo —sería una especie de biblioteca a cielo abierto—, tendría, claro, alguna espléndida luz de mediodía, árboles y pájaros respectivos, lunas y puñados de soles tiritando en la oscuridad de un pedazo de noche. Habría olores trasegando, por supuesto: el nocturno y furtivo del jazmín y el diurno de la calandria colgado de sus penachos rosados. Y perfumes bien condimentados; de fríjoles negros, por ejemplo, de plátanos maduros fritos o verdes a puñetazos. Y algunas otras golosinas de carne. Y café en el ambiente. De ninguna manera faltaría un bañito íntimo, con algunos buenos títulos en el estante, para refrescar las vehemencias que se sufren en el trance de aligerar. En fin, un paraíso o un Paradiso calientito. Algo bien pensado, amigo, no tema, para quien subsiste con letras, engorda con lecturas, nutre con palabras el protoplasma, entra en solfa después de lecturear. Este proyecto de biblioteca, posible porque es imposible, es susceptible de cambios y sugerencias y permanece abierto de par en par. Se le puede agregar algo de cualquier imaginación y naturaleza. Un hidrante contra incendios. Un manantial a la entrada. Hamacas para siestas y algún paraguas para capear temporales. Y si lo desea, algo, una regadera o manguera para mantener el jardincito, sí, porque ni los jazmines ni la calandria viven de chuparse el codo. Ese es mi proyecto: una majadería, una quimera con alas de papel (Guerra, 2013, pp. 63-4).

La contraparte literaria de esta biblioteca imaginaria se puede reconocer con facilidad: se trata de la oscura, cerebral y laberíntica biblioteca de Babel borgiana, en la que los libros son a la vez un destino y un castigo. ¿Qué decir, en cambio, de su contraparte histórica? ¿Qué decir de la biblioteca —menos célebre y poética— que Lezama comenzó a formar en su casa de Trocadero desde la década de 1920 y que con el tiempo se apoderó de todos sus cuartos y paredes? ¿Qué decir aparte de que la historia de la biblioteca real es, de algún modo, el testimonio del fracaso de la biblioteca imaginada? De los diez mil volúmenes que, según Roberto Pérez León y Alberto Lauro, pudo haber tenido esa biblioteca a la muerte de María Luisa Bautista en 1981 (Pérez León, 1986, p. 295), hoy sólo se conservan un poco menos de tres mil, repartidos, de manera arbitraria, entre la Biblioteca Nacional José Martí (BNJM) y la Casa Museo José Lezama Lima (CMJLL)[4]. La condición actual de la biblioteca de Lezama es, en este sentido, y de un modo que él mismo no pudo haber previsto, más inasible, inapresable e inaudible que nunca. Ella da cuenta no de la resistencia sino de la fragilidad de los libros, no de su inmunidad al fuego sino de su absoluta indefensión ante el paso del tiempo. Una vez trasplantado al Caribe, el dragón parece haber perdido su fuerza, y lo que no pudo el fuego, sí lo lograron la improvisación y la humedad.

Sin embargo, contrario a lo que sugiere esta accidentada historia, el valor de esta colección de libros sigue siendo enorme. Para poner sus 10 mil volúmenes en contexto, basta compararlos con los 761 de la biblioteca de Samuel Beckett (van Hulle & Nixon, 2013)[5], los 1100 de la de Friedrich Nietzsche (Brobjer, 2010)[6], los 1311 de la de Fernando Pessoa (Pizarro, Ferrari & Cardiello, 2010)[7], los 2000 (aproximados) de la de Walter Benjamin (Benjamín, 2007)[8] o los 3786 de la de Julio Cortázar (Marchamalo, 2011)[9]. Este creciente interés en el estudio de las bibliotecas de autores y escritores apunta no tanto a la búsqueda de un saber escondido como a la identificación de un conjunto de relaciones que “matérialisent de la maniere la plus visible l’interface entre l’acte individuel de création et l’espace social dans lequel il est immergé” (Ferrer, 2001, p. 8). En el caso particular de Lezama, además de su intrínseco valor patrimonial, la biblioteca que se conserva en la BNJM y la CMJLL es una fuente inagotable de información sobre la faceta del cubano que primero despertó la admiración de sus contemporáneos: la faceta de lector. Más que por el catálogo de títulos que ofrece o las notas manuscritas en las márgenes de sus libros (aportes ya de por sí muy valiosos), su importancia radica en el sistema de relaciones que es posible reconstruir a partir de estos datos. ¿Cuál fue el origen de sus libros? ¿Por qué redes editoriales y de librerías circularon antes de llegar a sus manos? ¿Qué tipo de libros eran? ¿Cuántos de ellos eran traducciones? ¿Cuál era la calidad de esas traducciones? Los libros de Lezama ayudan a reconstruir con mayor detalle la dimensión material de sus lecturas y a situarlas en un contexto de circulación de ideas y estilos más amplio; ayudan, asimismo, a arrojar nueva luz sobre su proceso de formación intelectual, un asunto sobre el que sabemos muy poco, en parte por el éxito que ha tenido la idea de que el autor de Paradiso, en palabras de Cintio Vitier, “no tuvo inmadurez en ningún momento” (en Hernández, 2005, p. 62).

Mi objetivo en las páginas que siguen es, pues, estudiar las condiciones que hicieron posible la formación de la biblioteca de Trocadero y mostrar su correlación con la formación intelectual de Lezama. Para hacer esto, prestaré especial atención a los libros que entraron a su biblioteca entre 1928 y principios de la década de 1940, entre sus 18 y sus 30 años. Pese a la vastedad de sus lecturas, la parcela de lo legible a la que tuvo acceso el cubano estaba determinada, como veremos, no únicamente por su dificultad para leer en otros idiomas, sino por los programas de publicación y traducción de las industrias editoriales española y latinoamericana. Mi tarea en este trabajo consistirá, en este sentido, en desempeñar las funciones del bibliotecario o el catalogador: armar listas, revisar estantes, intentar ordenar lo que no tiene orden.

2. El aficionado pobre

El primer detalle —en apariencia obvio— sobre el que quisiera llamar la atención es la existencia misma de esta biblioteca. Una de las maneras más seguras de adquirir una biblioteca, escribió Walter Benjamin en 1931, es heredándola (2007, p. 66). El vínculo especial que existe entre el poseedor de una biblioteca y sus libros proviene de un sentido de responsabilidad hacia su propiedad; la suya es “the attitude of an heir, and the most distinguished trait of a collection will always be its transmissibility” (p. 66). Lezama, a diferencia de otros intelectuales latinoamericanos que también le rindieron culto a la lectura —como Alfonso Reyes o Jorge Luis Borges—, no tuvo la fortuna de crecer en la biblioteca del padre[10]. Tampoco tuvo la posibilidad de llenar ese vacío estudiando en el exterior o viajando por América o Europa; Lezama no heredó un segundo idioma; cuando por fin entró a la universidad, Machado ordenó cerrarla; cuando por fin iba a graduarse, Batista ordenó cerrarla. Difícilmente encontraremos en Cuba otro escritor emblemático de la República que se haya iniciado en la vida intelectual con un capital cultural tan limitado. Ni Fernando Ortiz ni Jorge Mañach ni Alejo Carpentier. Su mayor herencia, de la que más se enorgullecía, fue lo que él llamó la “gracia criolla” (Bianchi Ross, 1983, p. 80), esto es, una manera de ser que estaba profundamente ligada a las modulaciones de la palabra oral. Por eso a su madre y a sus tíos los evoca no leyendo en la biblioteca, sino conversando en el portal de la casa; a su padre lo recuerda diciendo “las palabras Adelfa, torbellino, veleidad, sacrosanto, azor, inmaculado, cornucopia, migajuela, vivaqueo, desnudez, estatuaria, baobab” (Guerra, 2013, p. 167)[11]. Hay algo asombroso —y también conmovedor— en el hecho de que el niño que escuchó estas palabras después se haya convertido no sólo en el más voraz de los lectores, sino también en el dueño, el propietario, el poseedor de una de las bibliotecas más memorables de La Habana de su tiempo. Ahora bien, cuando los libros no se heredan, es preciso comprarlos.

Una de las consecuencias de la modernización del campo cultural latinoamericano a principios del siglo XX fue la expansión del público lector. El inicio de Lezama en la lectura se dio en una época en la que, gracias al desarrollo de la industria editorial en países como Argentina, México y Chile, el libro se transformó en un bien de consumo masivo y poblaciones tradicionalmente excluidas de los circuitos por los que transitaba la palabra escrita pudieron aspirar a tener una biblioteca propia (Romero, 1955; Castillo, 2000; De Diego, 2006; Delgado & Espósito, 2006). Cuba, que carecía de un sistema público de bibliotecas y de una industria editorial consolidada, contaba, sin embargo, con una esfera pública en proceso de modernización, cuya sólida red de publicaciones periódicas y librerías la conectaba con los centros del mercado del libro en América y Europa (Rojas, 2011, pp. 41-51). Esto explica por qué sólo un pequeño porcentaje de los libros que entraron a la biblioteca de Lezama hasta los años 40 vienen de editoriales cubanas (de Cultural, Minerva, Trópico, entre otras[12]), y por qué prácticamente todos fueron comprados en librerías de La Habana como La Victoria, Económica, La Martí, la Librería Nueva de Jorge Morlón o la Casa Belga (Cuadriello, 2004; Smorkaloff, 1997; Ricardo, 1989).

Figura 1

Sellos de librerías de La Habana en los libros de Lezama. © David Ramírez.

La democratización del libro también hizo posible el surgimiento de un nuevo tipo de lector. Este recién llegado a la cultura —o “aficionado pobre” como lo llamó Beatriz Sarlo (1988, p.19)— se aproxima al libro con una mezcla de reverencia y credulidad que “desencadena un proceso de apropiación verdaderamente salvaje de los instrumentos culturales y los medios de producción literaria” (p. 58). Este proceso de apropiación del aficionado pobre se basa en dos cualidades elementales, que fueron también rasgos característicos de Lezama. El aficionado pobre es, en primer lugar, un lector autodidacta. Dice el cubano: “he sido un autodidacta formado en la lectura. No he podido viajar, no he tenido grandes profesores, de manera que culturalmente me he hecho tratando de domeñar mi caos que a veces me jugaba una mala partida” (Guerra, 2013 p. 78). En una serie de artículos de finales de la década de 1940 publicados en Bohemia y después reunidos bajo el título La formación por la lectura (1974), Jorge Mañach plantea que, para iniciarse en la lectura, el autodidacta debe cumplir un par de condiciones básicas: 1) renunciar a cualquier justificación utilitaria de la lectura (como la de estar informado) y 2) elaborar un plan de lecturas realista, limitado, que le ayude a no perderse en el caos de los libros. Este último punto es el más importante:

[L]o primero a que debe atender el lector en trance de iniciación cultural es la necesidad de imponerse a sí mismo hábitos discretos, no estragándose con excesivas vigilias, pero tampoco con demasiados alimentos [...]. Recuerdo la penosa impresión que alguna vez tuve al ver un domingo por la tarde a cierto dependiente “de guardia” que leía pacientemente en su taburete, con el ceño fruncido, ¡La crítica de la razón pura! El gran peligro de la formación autodidactica es el del frustrarse en la “deformación” que suele acarrear una avidez precipitada (Mañach & Vitier, 1974, p. 15).

La aproximación de Lezama al autodidactismo es diametralmente opuesta a la de Mañach. Para él “el caos del autodidacta” no es una limitación; “si en realidad es un ser caótico y si se toma en serio el autodidactismo, es una pantagruélica epopeya contra la academia y la escolástica” (Guerra, 2013, p. 148). El autodidacta de Lezama es, pues, un personaje a la vez épico y cómico; tiene la ambición desmesurada del héroe (se propone leer a Kant, por ejemplo) pero carece de su solemnidad. Por ello cuando por azar se decide a armar una biblioteca, el suyo es el estilo del acumulador y no del coleccionista a lo Walter Benjamin.

El otro rasgo destacado del aficionado pobre es, evidentemente, su pobreza. De Lezama no sólo sabemos que vivía en continuo estado de deuda con los libreros de La Habana, sino que además solía aplicar un criterio económico a la hora de elegir sus libros. En efecto, la característica de su biblioteca que primero salta a la vista tiene que ver precisamente con el tipo de libro que la compone: el libro económico. Este hecho, en apariencia insignificante, debe ser tenido en cuenta para poder entender qué tipo de lector era Lezama. Pues ¿de qué otra manera habría podido construir una biblioteca un poeta que en su juventud vivió de la pensión de su madre y, después, del salario de un funcionario menor? Sin este tipo de libros, ¿cómo habría podido “engordar con lecturas” ?, ¿cómo habría podido “nutrir con palabras el protoplasma”?

El gran motor de la industria editorial latinoamericana a principios del siglo XX fue el libro económico. Entre 1915 y 1940, año en que el Lezama cumplió 30 años, además de consolidarse las primeras editoriales especializadas en el llamado libro de bolsillo — como Tor y Claridad en Argentina, Zigzag en Chile y Espasa-Calpe en España—, se fundaron Ercilla (1928), el Fondo de Cultura Económica (1934), Espasa-Calpe Buenos Aires (1937), Losada (1938), Sudamericana (1939), Emecé (1939) y Santiago Rueda (1939), para mencionar sólo las más conocidas. En su época dorada, a mediados de los 30, la chilena Ercilla (en la que Lezama leyó, entre otras, La decadencia de Occidente) tuvo sucursales en Colombia, Uruguay, México y Cuba y llegó a imprimir un título por día (Castillo, 2000, p. 194)[13]; en Argentina, mientras tanto, la clásica colección Austral, creada por Espasa-Calpe Argentina en 1938, publicaba “entre 10 y 20 títulos nuevos por mes en primeras ediciones de 12 mil ejemplares cada una”, una cifra que resulta alta incluso comparada con los estándares de hoy (De Diego, 2006, p. 92). En estas editoriales Lezama hizo sus primeras lecturas de Descartes, Platón, Claudel, Confucio, Leibniz, Vico, Nietzsche, Chesterton, De Quincey, Curtius, Eliot, Aristóteles, Cocteau, Bloy. La divina comedia la leyó en la edición de Espasa-Calpe, El Quijote en Sopena, Hamlet en Espasa-Calpe, El elogio de la locura en Tor, La suma teológica en Espasa-Calpe Argentina, Dublineses en Ercilla, Los años de aprendizaje de Guillermo Meister en Espasa-Calpe y un larguísimo etcétera.

Figura 2

Libros de la biblioteca de Lezama en la Biblioteca Nacional José Martí. © David Ramírez

3. Pobre y monolingüe

El aporte más importante de estas editoriales tenía que ver con su función pedagógica. Aunque esta lista de títulos y autores (que se podría ampliar de manera casi indefinida) da la impresión de un caos irreductible, lo cierto es que hay un principio general que le otorga cierta coherencia. Apoyadas en una agresiva política de traducción, estas editoriales le ofrecían al aficionado pobre, al autodidacta, algo más que la posibilidad de acceder a la Cultura: a través de ellas podían apropiársela, convertirla en patrimonio cultural e, incluso, personal. La desmesura de sus catálogos, a menudo concebidos alrededor de nociones que en retrospectiva tienen algo de lezamianas, como lo universal, lo mundial, lo cósmico, buscaba satisfacer esta necesidad[14]. Su objetivo era abarcar todas las áreas del saber. “No cerrarse a nada”, como rezaba el eslogan de una revista de la editorial Tor (Romero, 1995, p. 55). De ahí que el autodidacta serio, el que de verdad se sumergía en ese caos, terminara no formándose sino (de)formándose, como temía Mañach.

Y en efecto, si revisamos la biblioteca de Lezama, podrían señalarse algunas limitaciones a este programa de formación. Por una parte, la ambición de universalidad de la que dan cuenta sus libros obedece a una lógica provincial. Si bien los emprendimientos editoriales que participaban del mercado del libro económico tenían distintos perfiles, tanto los que aspiraban a un lector popular —tipo Tor o Sopena— como aquellos que apelaban a un lector más sofisticado —tipo Revista de Occidente (la editorial) o Sudamericana— operaban bajo una idea universalizante de Cultura que, pese a ello, antes de llegar a La Habana pasaba por un filtro lingüístico y geográfico. El repertorio de lo traducible de dicho universo era determinado en España, o al menos así lo fue hasta el inicio de la Guerra Civil en julio de 1936. Posteriormente, al convertirse Buenos Aires y Ciudad de México en los ejes del mercado del libro en América Latina y el Caribe, ese repertorio pasó a elaborarse en estas capitales. Allí se diseñaba no sólo un canon cultural y literario, sino el ámbito mismo de lo legible. Cuba se encontraba, pues, en la periferia de la periferia.

Una de las razones por la que Lezama pudo escribir en 1937, a sus 27 años, en su famoso “Coloquio con Juan Ramón Jiménez”, “que la Argentina, México y Cuba son los tres países hispanoamericanos que podrían organizar una expresión” (Lezama, 1976, p. 61), tiene que ver con el hecho de que justamente de esos países venían casi todos sus libros y desde allí se construía el imaginario de lo latinoamericano. Es más, incluso cuando Lezama puso en tela de juicio esta noción de universalidad, lo hizo apoyándose en los mismos circuitos de difusión que la promovían. Quizás el ejemplo más elocuente de esto sea su idea, mencionada en el “Coloquio”, de un “imperialismo antillano, de una hegemonía del Caribe” (Lezama, 1975, p. 49). Con esta propuesta, arguye el cubano, podría llegarse “a algo seductor [...] y también a levantar nuestra voluntad de poderío con un pueblo y una sensibilidad que siempre padecieron de complejo de inferioridad” (p. 49). Curiosamente, él no sólo tomó esta sugerencia de Waldo Frank (1889-1967), sino que la leyó en el libro América hispana: un retrato y una perspectiva, traducido por León Felipe para Ercilla en 1937[15].

Una segunda limitación se desprende de este provincialismo universalista. El caso de Franck también pone de relieve que la democratización del libro se erigió sobre la base de una política cultural que invisibilizaba los procesos de traducción. Como asegura Patricia Willson, en esas colecciones que compraba Lezama “la regla era omitir la mención del traductor; cuando se lo mencionaba, solía tratarse de los españoles que habían traducido para Sopena, Espasa-Calpe, o Maucci, entre otras, en la primera década del siglo XX o incluso fines del siglo XIX” (Willson, 2004 p. 56). Esto ocurría incluso con los proyectos editoriales de mayor prestigio, como los de las editoriales Revista de Occidente y Fondo de Cultura Económica, en los que se incluía el nombre del traductor —invariablemente un español—, pero su tarea no era problematizada ni por el traductor mismo ni por sus lectores, pues estaba supeditada a un cometido de divulgación del conocimiento. Aunque la labor de estos traductores fue admirable, es un hecho que el renombre de algunos de ellos dependía sobre todo de su trabajo como autores y docentes. De ahí que junto a los más célebres entre ellos—Manuel García Morente (1886-1942), José Gaos (1900-1969), Xavier Zubiri (1898-1983) y Joaquín Xirau (1895-1946) —, hubiera una larga lista de traductores hoy prácticamente desconocidos, como Fernando Vela (1888-1966), Eugenio Imaz (1900-1951), Máximo José Kahn (1879-1953), José Ramón Pérez Bancés (1880-1933), Wenceslao Roces (1897-1992), entre otros. Kahn y Pérez Bancés, por ejemplo, fueron los traductores, respectivamente, de La cultura como ser viviente (1934) y El Decamerón negro (1925), dos libros de Leo Frobenius que fueron importantes para el joven Lezama[16].

La cita, una de las estrategias de lectura y escritura más características de Lezama, confirma que el cubano no solía pensar en la traducción como un problema. Cuando se ha estudiado su obsesión con la cita se ha hecho énfasis en lo que Enrico Mario Santí llamó su “densidad barroca”, esto es, en la acumulación y multiplicación de sentido que puede albergar una sola de sus referencias (Santí, 1975, p. 544). De lo que se ha hablado menos es del hecho de que esa densidad dependa de una uniformidad lingüística, de que Lezama lea y cite como si todos los textos estuvieran escritos en un mismo idioma. En parte, su extraordinaria habilidad combinatoria, su capacidad para reconfigurar el sentido de textos, imágenes e incluso períodos históricos, reposa sobre la suposición de que el proceso de traducción que esta operación conlleva es transparente. Lezama cita a autores de otras épocas y culturas, como a Aristóteles o a Nietzsche, no sólo como si fueran sus contemporáneos, sino como si hubieran escrito en español. Incluso las pocas veces que cita en el idioma original, como ocurre por ejemplo en “Conocimiento de salvación”, un ensayo de 1939 en el que reproduce unas pocas palabras del Art Poétique de Paul Claudel —“Nous les appelons, en effet, nous les évoquons” (Lezama, 1975, p. 246), incluso en esas ocasiones, el paso de una lengua a otra se hace de manera natural, como si en realidad no hubiera habido un cambio en el soporte lingüístico. Aunque la presuponga, el procedimiento que Lezama utiliza para apropiarse del archivo cultural de Occidente no es la traducción, sino el collage, una práctica similar a la que utilizaron editoriales como Tor o Espasa-Calpe para armar sus colecciones, en las que podían aparecer, uno junto al otro, poetas de vanguardia y teósofos, sexólogos e historiadores de la ciencia, filósofos medievales y autores de folletines. Las políticas de traducción de estas editoriales invisibilizaban al traductor para poder así enfatizar la universalidad de su programa cultural. Tanto para las editoriales como para sus lectores, sin duda para Lezama, la calidad de la traducción era menos importante que su disponibilidad.

El hecho de que el autor de Paradiso haya hecho sus principales lecturas en ediciones económicas cuyo aparato crítico se solía reducir (cuando existía) a un prólogo y, además, estaban repletas de erratas, fue el otro precio que tuvo que pagar (además del monetario) para acceder a la palabra escrita. En este sentido, y de modo similar a lo que ocurre con la invisibilidad de la geografía, las mismas circunstancias que constriñeron a una sola lengua su universo de lecturas —su biblioteca— fueron las que le permitieron acumular, en tan poco tiempo, un capital cultural tan vasto, fueron las que le ayudaron a tomar posesión, a hacer suyo, a adueñarse del patrimonio cultural que prometían los libros. ¿Podría haberlo hecho de otra manera?

Pero todavía podríamos ir un poco más allá: ¿acaso las proporciones casi monumentales de su proyecto intelectual, el impulso devorador que lo llevó a concebir un sistema poético del mundo o a diseñar una historia de las eras imaginarias no presupone una imaginación monolingüe? ¿Acaso una visión de la literatura y la cultura de tal envergadura no tenían que estar necesariamente arraigadas a una lengua, o mejor, a una biblioteca en una sola lengua?[17]

Mi intención no es reducir a Lezama a los libros de su biblioteca. Creo, sin embargo, que es importante resaltar que su singularidad como lector depende en buena medida de la seriedad y la disciplina con que asumió las limitaciones del programa de lecturas diseñado para el aficionado pobre. De cierta manera, él fue el aficionado pobre ideal, uno para el que todavía no tenemos un nombre preciso. Su monolingüismo, por eso, es un monolingüismo impuro, insatisfecho, extranjero en su propia lengua (Derrida, 1996).

Y algo similar ocurre con su biblioteca, pues no se puede decir que sea la biblioteca del hombre culto ni la del cosmopolita ni la del simple aficionado. ¿Es la biblioteca del pobre? Tampoco. Es más bien la superposición de todas estas: un amontonamiento, una acumulación.

4. El amador de todas las cosas

En una entrada de su diario del 20 de noviembre de 1939 el joven Lezama se hace la siguiente pregunta: “¿Cuál debe ser la cultura del poeta? ¿Existe una cultura señalada con signo distinto, propia del poeta?” (Lezama, 2001, p. 27). Tenía entonces 28 años y una de sus obsesiones en ese momento era su formación intelectual, su formación como poeta:

Los poetas que tienen un conocimiento conceptual de la polémica del arte y la historia en sus épocas —Lucrecio, Dante, Goethe—, ¿pueden acaso considerarse más cultos que Rimbaud, Verlaine, Lautremont, que prefieren adivinar, tocar en la materia que los quemaba como si fuesen los primeros que descubriesen una nueva materia combustible? (p. 28).

Al preguntarse sobre la cultura del poeta, el joven Lezama también se está preguntando qué tipo de poeta quiere ser: ¿Dante o Verlaine?, ¿Goethe o Rimbaud? Si bien su reflexión sobre este tema muestra cierta vacilación —“las palabras que llevo escritas acerca de esta cuestión no me gustan” (p.28)—, ya anuncia o esboza una respuesta, que está articulada (no podría ser de otra forma) alrededor de un par de citas.

Primera cita: “Sainte-Beuve decía: L’originalité de La Fontaine est tout[e] dans la maniere et non dans la matiére” (p. 28). En otras palabras, la cultura del poeta depende menos de sus lecturas que de su forma de leer, de su capacidad para “trans-formar” en oro lo que toca (p. 29). La segunda cita viene a precisar en qué consiste esta manera de leer. Anota Lezama: “La Fontaine se llamaba a sí mismo Polyphile, o lo que es lo mismo, añadía: el amateur de todas las cosas” (p. 29). En francés, tal como la escribe el cubano, la palabra amateur quiere decir, por supuesto, el que ama o, como la define el Larousse, el que tiene “une préférence marquée ou exclusive pour un genre de choses”. La cultura ideal del poeta consistiría, entonces, en amar todas las cosas, en leer todos los libros. Su lema podría ser el mismo que el de la editorial Tor: “No cerrarse a nada”.

Pero la palabra amateur tiene una segunda acepción, que comparten el español y el francés. El amateur, el Polyphile, es también un aficionado, un “dilettante, un fantaisiste”, dice el Larousse. Hay que leer todas las cosas, es cierto, pero no como lo hace el especialista. La cultura del poeta es, para Lezama, la cultura del aficionado pobre, esto es, la del que posee los saberes que sólo poseen “quienes, por origen y formación, carecen de Saber” (Sarlo, 1988, p. 55).

Resulta significativo que el cubano tome estas citas sobre La Fontaine precisamente de un manual de estudio para alumnos de “enseignement secondaire” en Francia: Auteurs grecs, latins, frangais. Études critiques et analyses, de Léon Levrault[18]. Una de las citas proviene de una sección del libro dedicada a “La Fontaine et cesprédécesseurs”. Allí escribe Levrault: “Lui-meme s’était surnommé Polyphile, c’est a dire, ‘l’amateur de toutes choses” (Levrault, 1915, p. 336). Esta

referencia surge en medio de una discusión sobre las “lectures capricieuses” y eclécticas del fabulista. El profesor Levrault incluye estos versos como prueba:

Je chéris l’Arioste et j’estime le Tasse;

Plein de Machiavel, enteté de Boccace,

J’en parle si souvent qu ’on en est étourdi:

J’en lis qui sont du Nord et sont du Midi (p. 336)

Todavía más significativo resulta que la segunda de estas citas, la cita sobre la originalidad de La Fontaine, provenga de la sección del libro en la que se sugieren posibles tareas para los estudiantes (“sujets de devoirs”). La vigésima cuarta de esas sugerencias es precisamente la que copia Lezama: “Expliquez ce jugement de Sainte-Beuve: ‘L’originalité de La Fontaine est toute dans la maniere et non dans la matiere’” (p. 357). Pues bien, el joven Lezama, que aún no sabía si iba a ser Goethe o Rimbaud, se puso a la tarea de explicar ese juicio. Y, al menos de un modo parcial, la biblioteca de Trocadero es parte de su respuesta a ese ejercicio escolar; en la biblioteca está cifrada su maniere, su amor a todas las cosas.

Hasta cierto punto podría decirse que, más que de Lezama, esta forma de apropiarse del conocimiento es propia de cierto tipo de intelectual latinoamericano o, en términos más generales, del intelectual que piensa y escribe desde la periferia. Desde esta perspectiva, el caso del autor de Paradiso es comparable al del argentino Roberto Arlt, otro aficionado pobre célebre. La aparición de un escritor como Arlt está relacionada, al igual que la de Lezama, con un fenómeno “difundido” y “borroso” que surge en “lugares de la sociedad más o menos alejados de los centros de iniciativa cultural tradicionales” (Sarlo, 1992, p. 64). Las particulares condiciones en que se dio su acceso a la cultura explica por qué su imaginación, como ocurre también con la del cubano, “es a la vez tan extraña e irreconciliable si se la compara con la de sus contemporáneos de la cultura culta” (p. 64). En tanto aficionados pobres, Lezama y Arlt miran, leen, desde otra parte[19].

Ahora bien, hay una diferencia fundamental entre ambos escritores que hace manifiesta la singularidad de Lezama. Los motivos que impulsaron a Arlt a apropiarse del conocimiento que ponían a su disposición los libros económicos o los manuales de inventores fueron “el resentimiento, la ambición, el furor, la codicia y el apuro” (p. 64). Por eso, resulta previsible que sus estrategias de apropiación hayan sido, como lo mostró Ricardo Piglia, el saqueo y la hoguera (2004, pp. 61-66). En cierto modo, Arlt quería armar una biblioteca para después quemarla. Lezama, por el contrario, hizo de las limitaciones de su formación intelectual una devoción: no bastaba con querer los libros, era preciso crear un culto en torno a ellos; no bastaba con ser un intelectual letrado, era preciso ser un intelectual hiperletrado. Amar todas las cosas fue su forma de venganza.

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Referencias:

[1] Este artículo se deriva de la investigación doctoral que realicé en la Universidad de California, Los Ángeles, bajo el título José Lezama Lima y las redes intelectuales antimodernas. Su realización habría sido imposible sin el apoyo de las personas que, tanto en la Biblioteca Nacional José Martí como en la Casa Museo José Lezama Lima, están al cuidado de la biblioteca personal de Lezama. En la Biblioteca Nacional, conté con la colaboración de Carlos Manuel Valenciaga, Araceli García Carranza y Yolanda Nuñez; en la Casa Museo recibí la ayuda de su director Israel Díaz Mantilla. Quiero agradecer especialmente a Ivette Fuentes y Antonio Martínez Vallejo, el mejor conocedor de la biblioteca de Lezama.

[2] Aunque escrito en 1965, este ensayo apareció en 1966 en el octavo número de la revista Islas. En 1970 fue incluido por Lezama en La cantidad hechizada y, posteriormente, en el segundo volumen de sus Obras completas.

[3] Según los Records ofthe Grand Historian (109-91 a. C.) del hisotriador Sima Qian, la quema de libros ocurrió en el año 213 a. C y fue, junto al enterramiento vivos de 460 intelectuales confucianos, una medida que buscaba garantizar la unidad política y de pensamiento al imperio. Shi Huan también es conocido por haber iniciado la construcción de la gran muralla China.

4 Las noticias y testimonios sobre lo que ocurrió con la biblioteca personal de Lezama después de 1981 son vagos y a veces contradictorios. Sabemos que la casa permaneció cerrada hasta que, después de “gestiones desagradables e incomprensibles”, el poeta Emilio de Armas y su esposa Lourdes Marrero se mudaron a ella “con la tarea de hacer un inventario exhaustivo y habitarla” (Lauro, 2010). La pareja probablemente vivió en Trocadero 162 en algún momento entre 1982 y 1984, pues en este año la casa pasó a ser una extensión de la Biblioteca Municipal, función que cumpliría hasta 1989. Aunque el inventario exhaustivo nunca llegó a realizarse, debemos al acceso privilegiado de Emilio de Armas a la biblioteca de Lezama el descubrimiento del poemario juvenil Inicio y escape -desde 1985 incluido en las ediciones cubanas de su Poesía completa (1985) - así como de los manuscritos de algunos poemas que han recibido especial atención de la crítica. No es claro si los libros que alimentaron la Biblioteca Municipal que funcionó en la casa de Lezama venían de su biblioteca personal o para ese entonces lo que quedaba de ella ya había sido trasladado a la BNJM. Lo cierto es que el traslado se decidió a mediados o finales de la década de 1980, y que al llegar a la BNJM los libros pasaron por un larguísimo proceso de catalogación (algunos fueron incluidos en el catálogo apenas en los años 90) y luego entraron a formar parte de la colección general de manera individual, aislados. Fragmentada y parcialmente desmantelada, la biblioteca lezamiana se dividió una vez más a mediados de los 90, cuando la idea de transformar su casa en un museo volvió a cobrar fuerza y alrededor de mil libros, seleccionados arbitrariamente, fueron llevados de regreso a Trocadero, donde están desde 1994, año en el que se inauguró la CMJLL. Los libros que quedaron dispersos en la colección general de la BNJM fueron finalmente reagrupados en 2010 y con ellos se conformó el catálogo con el que hoy contamos.

[5] La biblioteca de Beckett se puede consultar en www.beckettarchive.org

[6] El sexto volumen de la colección Supplementa Nietzscheana está dedicado a la biblioteca personal del filósofo alemán. El catálogo que pudieron reconstruir los editores consta de 2200 títulos. Los libros que lograron preservarse se encuentran en su archivo en Weimar (Fornari, 2003).

[7] La Casa Fernando Pessoa publicó versiones impresa y digital del catálogo de su biblioteca. Este último se puede consultar http://bibliotecaparticular.casafernandopessoa.pt

[8] Se trata de su famoso ensayo “Unpacking My Library”, incluido en 1968 por Hannah Arendt en Illuminations.

[9] La biblioteca fue donada a la Fundación Juan March en 1993 y su catálogo también se puede consultar en Internet.

[10] El sustituto natural de la biblioteca del padre pudo haber sido la biblioteca pública. Y, en efecto, hay testimonios de que a finales de la década de 1920 Lezama visitaba con frecuencia la Biblioteca Nacional, en ese entonces ubicada en la antigua Maestranza de Artillería. Vicentina Antuña recuerda que, junto a José Vasconcelos, Lezama era uno de los visitantes más memorables en esos años: era “un joven que nos llamaba la atención porque metía su cabeza en los libros y no la levantaba para nada, es decir, que siempre estaba leyendo, leyendo, leyendo” (en Ugalde, 2011, p. 36). Sin embargo, la Biblioteca Nacional sólo funcionó en la antigua Maestranza hasta 1929, cuando los libros fueron trasladados a la vieja cárcel de La Habana. Allí permanecieron en cajas hasta que, otra vez de manera precipitada, se decidió llevarlos al Castillo de la Fuerza. Será sólo hasta 1941 cuando José Antonio Ramos, con el apoyo de varios intelectuales, inicie el largo trabajo de reestructuración de la Biblioteca que culminará con la inauguración de su sede actual en 1957.

[11] Significativamente, estas palabras vienen precedidas por el siguiente comentario: “Mi privilegio me hace privilegiado. Siempre me rodearon conversadores de abolengo: no creí nunca en la aristocracia de la sangre: eso es pamplina. La nobleza no proviene del bolsillo ni del poder ni de los líquidos circulatorios” (Guerra, 2013, p. 167). Al rememorar su infancia, Lezama aludirá varias veces a la importancia de la conversación familiar: “Cuando tenía examen señalado resultaba para mí un doble castigo saber que el tío Alberto se encontraba conversando con mi abuela y mi madre en el portal de nuestra casa de Prado, y yo, metido en mi cuarto estudiando la epopeya, la química inorgánica o la clasificación de Linneo, no podía participar de su pequeña fiesta, de su hablar incesante, del chisporroteo de su cigarro” (Bianchi Ross, 1983, p. 80).

12 Como resulta previsible, estos libros eran de autores cubanos. Cito algunos ejemplos. En Cultural:

Escritos de Domingo del Monte (1929); Miguel Garmendia, Curso de gramática castellana (1936); Tratado de sociología: resumen de las lecciones explicadas en clase (1937), de Roberto Agramonte; Poesías, discursos y cartas (1939), de José María Heredia; La libertad condicional en Cuba (1943), de Federico de Córdova. En Minerva:

La zafra: poema de combate (1926), de Agustín Acosta; Bongó: poemas negros (1934), de Ramón Guirao; Apuntaciones literarias: el ensayo, el romanticismo, el romancero (1935), de Medardo Vitier; Elementos de la lengua española (1942), de Raimundo Lazo. En Trópico: Las ideas en Cuba: proceso del pensamiento político, filosófico y crítico en Cuba (1938).

[13] De esta editorial chilena, la biblioteca de Lezama tenía, entre otros, el Frankenstein de Shelley y Una novela que comienza de Macedonio Fernández. Otras editoriales chilenas cuyos libros también podían encontrarse en los anaqueles de Lezama eran Zig-Zag, Cultura y Nascimento. En ellas leyó obras de autores como Miguel de Unamuno, Aldous Huxley, Sigmund Freud y Nicanor Parra.

[14] Estas son algunas de las colecciones más recurrentes en la biblioteca de Lezama entre las décadas de 1920 y 1940: Biblioteca de iniciación cultural (Labor), Colección Austral (Espasa-Calpe), Biblioteca de iniciación filosófica (Aguilar), Biblioteca del estudiante universitario (UNAM), Biblioteca Mundial (Sopena), Colección de Clásicos inolvidables (El Ateneo), Biblioteca Emecé de obras universales, Biblioteca de ideas del siglo XX (Espasa-Calpe), Biblioteca de Autores Célebres (América), Biblioteca contemporánea (Losada), Biblioteca americana (F.C.E).

[15] La referencia de Lezama puede venir de varios pasajes del libro. Uno de ellos es el apartado sobre Cuba en el capítulo dedicado al Caribe, que Frank llama la región del mar Central. Después de hablar de la crisis cubana durante los últimos años del machadato (el libro fue publicado en 1932), el estadounidense termina llamando la atención sobre el surgimiento en la isla de nuevos “líderes espirituales”, que se “alzan firmes en Cuba, en la vanguardia del mundo americano, mirando con ojos claros hacia los Estados Unidos y hacia la América Hispana, y dándose cuenta de la continuidad de su isla diminuta con todo el mundo occidental” (Frank, 1932, p. 256). Otro pasaje similar al que también puede estar aludiendo Lezama es el que concluye la reflexión de Frank sobre el Caribe. Ante la amenaza de los Estados Unidos, dice Frank, esta región de América responde con un “espíritu tradicional que no había muerto, que había sólo dormido y que ahora despierta al choque de su invasión. La vida en este mundo ardiente es una perpetua floración. Pero bajo el sol tropical una sombra se cierne. La negrura de una voluntad, jamás realizada en las viejas culturas, y jamás olvidada: una voluntad de la que participaron el indio, el negro y el español, cada uno a su modo, y que ahora se cierne sobre las aguas. Es la voluntad de forjar en forma nueva el proyecto humano, antiguo y eterno: un mundo humano a imagen y semejanza del dios que tiene por rostro la Belleza” (p. 260).

[16] El impacto que tuvo en la formación intelectual de Lezama el proyecto cultural de José Ortega y Gasset, a cuya órbita pertenecen casi todos estos traductores, fue verdaderamente enorme (Ugalde, 2011, 23-95). Un inventario exhaustivo de los libros traducidos por la editorial Revista de Occidente que aún se conservan en su biblioteca o se pueden inferir por referencias en sus textos sería muy largo. Me limito a mencionar los más importantes: Discurso del método y Meditaciones metafísicas (1916?), de René Descartes (traducción de Manuel García Morente); La educación estética del hombre (1920), de Schiller (traducción de M. G. Morente); La esencia de los gótico (1925), de Worringer (traducción de M. G. Morente); Lecciones sobre la filosofía de la historia universal (1928), de Hegel (traducción de José Gaos); La decadencia de Occidente (1928), de Oswald Spengler (traducción de M. G. Morente); Investigaciones lógicas (1929), de Husserl (traducción de José Gaos y M. G. Morente); El concepto de la angustia. Una sencilla investigación psicológica orientada al problema del pecado original (1930), de Kierkegaard (traducción de José Gaos); Muerte y supervivencia. Ordo amoris (1934), de Scheler (traducción de Xavier Zubiri); La fenomenología del espíritu (1935), de Hegel (traducción de Xavier Zubiri).

[17] Aparte del español, sólo el francés, un idioma que el cubano leía cierta dificultad, está representado tímidamente en su biblioteca (Suárez León, 2003). Los libros en inglés, portugués e italiano son muy pocos, y la mayoría entraron a su biblioteca después de 1960 y, generalmente, en forma de regalo.

[18] El libro se puede consultar en Gallica, la biblioteca digital de la biblioteca nacional de Francia, usando el siguiente enlace: http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k61041283/f3.item.zoom

[19] No es casualidad, por esto, que el autor del Juguete rabioso también se considerara un autodidacta: “Me he hecho solo. Mis valores intelectuales son relativos, porque no tuve tiempo para formarme. Tuve siempre que trabajar y en consecuencia soy un improvisado o advenedizo de la literatura. Esta improvisación es la que hace tan interesante la figura de todos los ambiciosos que de una forma u otra tienen la necesidad instintiva de afirmar su yo” (en Sarlo, 1988, p. 52).

La UNED en TVE-2 -Noticias-

En la Facultad de Humanidades de la UNED ha tenido lugar una mesa redonda con expertos cubanos analizando la obra literaria de José Lezama Lima.

Serie: Club de Lectura

Ana María González Marfud profesora e investigadora cubana

Carlos Martí Brenes escritor, poeta y ensayista cubano

 

ensayo de David Ramírez
Publicado, originalmente, en revista Mutatis Mutandis. Vol. 10, No.1. 2017, pp. 70-85

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