La filosofía de Goethe y su relación con el pensamiento borgesiano:
limitación e imperfección de la palabra

Dr. Luis Quintana Tejera
qluis11@hotmail.com
Universidad Autónoma del Estado de México

Al enfrentarnos a un estudio comparativo entre los planteamientos goetheanos y las propuestas de Borges surgen inmediatamente las conexiones entre ambas filosofías, al mismo tiempo que se actualiza la duda en torno al término filósofo aplicado a uno u otro de ellos.

Ciertamente, es necesario reconocer la condición independiente de pensamiento que caracterizó a Goethe durante toda su vida. Esto no significa que desconociera la filosofía de sus contemporáneos y que dejara de lado las tendencias que desde Grecia, primordialmente, influían en el pensamiento del siglo XVIII alemán.

Hombre de su época, incansable estudioso de todas las disciplinas, se caracterizó en lo individual por una entrega abiertamente optimista, basada en la lucha continua. Pero, conocedor de los posibles e inevitables fracasos del hombre, nunca se dejó derrotar por ellos, y ese marcado dinamismo de la acción febril es rasgo distintivo de su persona.

Lo dicho anteriormente no excluye los momentos de desazón y de descorazonado escepticismo; pero supo encontrar siempre nuevos caminos. Un don de gente característico de Goethe lo llevó a viajar por numerosas ciudades y a relacionarse, mediante una amistad profunda, con hombres de la talla de Juan Gaspar Lavater, Friedrich Jacobi y posteriormente con el poeta filósofo Friedrich Schiller. Cada uno de ellos, por mencionar sólo estos tres primeros -fueron muchos más-, dejaron una huella en la sensibilidad creadora del autor, o por lo menos una marcada inquietud.

Si nos detenemos a reflexionar tan sólo un momento en torno a los aspectos señalados hasta aquí, creo que surge de manera inevitable la comparación entre el alemán y el narrador argentino de tan conocida trayectoria en nuestro continente.

En primer término, Borges también es un hombre de pensamiento independiente que prefiere la libertad de la reflexión antes que los duros esquemas que el conocimiento racional le pudiera exigir y aplicar. Él también lee y toma contacto con la obra de sus contemporáneos y, sobre todas las cosas, se manifiesta en todo momento como un espíritu abierto al mundo de la Antigüedad y sus valores. Si pudiéramos acercarnos a una axiología borgesiana, estaríamos en condiciones de señalar que la propuesta de Jorge Luis Borges tiene mucho que ver con el mundo Antiguo y nunca pierde de vista las imágenes y contextualizaciones que este mismo universo le proporciona.

Asimismo, sostenemos que poeta[1] y filósofo no son términos excluyentes, sino que pueden resultar perfectamente complementarios.

Goethe no llegó a crear un sistema filosófico -como tampoco lo hizo Borges-, no inauguró ninguna escuela, pero su vida refleja a cada instante no sólo influencias de los grandes pensadores de su época y de sus antecesores, sino también -y es lo más importante-, una asimilación de este pensamiento que se reflejó en su existencia y en su obra. La tarea crítica consiste precisamente en desentrañar la filosofía goetheana, en descubrir la lucha incesante de este hombre por hacer mejores a sus congéneres, por encontrar la verdad, y todo esto partiendo de un profundo respeto ante personalidades como Spinoza, Pascal, Bruno, Herder, Wolf, Kant... Y digo profundo respeto, porque no siempre estuvo de acuerdo con los planteamientos de cada uno de los nombrados, sino que muchas veces discrepó con ellos; el éxito en la lectura y asimilación de distintos pensadores fue llevado a cabo con el equilibrio del genio y con la mesura de quien busca respuestas y sabe qué propuestas debe rechazar y cuáles aceptar.

Paralelamente, la forma de asimilación del pensamiento filosófico se presentó sui generis en Goethe. A lo largo de sus obras, y concretamente en el Fausto -motivo particular de análisis en el presente trabajo-, notamos sus propuestas filosóficas, su postura frente al mundo y por momentos nos sentimos inclinados a llamarle spinozista, panteísta o kantiano en algún sentido, para concluir que los esquemas cerrados no se inventaron para hombres como Goethe: él no corresponde a ningún sistema específico, pero es subsidiario de muchos; en los diferentes momentos de su vida; su pasión lo llevó de pronto al estudio de un filósofo, adoptó algunas de sus propuestas, lo abandonó después para interesarse por otro, en fin, llegó a retornar en su vejez planteamientos de la juventud; pero siempre lo hizo con ese afán de búsqueda que lo diferenció notablemente en su momento.

En lo tocante a Borges, estamos en condiciones de afirmar y defender que el narrador sudamericano es portador de una muy especial contextualización del tiempo y del espacio en donde entran a tallar ideas de la tradición metafísica anterior a Kant; nociones que se sustentan con base en una búsqueda frenética que le permite interpretar la realidad inmediata desde un presente lleno de conflictos. Para Borges el tiempo representa un constante fluir en donde nunca estamos seguros de que lo que está sucediendo no haya sucedido ya. En medio de un espacio pletórico de resonancias Borges actúa como un poeta neoplatónico lleno de la ilusión de creer que todo vuelve y que en ese constante regreso del alma humana Dios juega un papel trascendente; una trascendencia divina que aparentemente parece oponerse a la inmanencia goetheana, pero que ambas interpretaciones del universo finalmente se encuentran y descubren su carácter gemelo cuando más allá de ese dios rector del cosmos, se halla un deseo fervoroso de alcanzar la luz del entendimiento para lograr que el hombre pueda ser mejor.

En la presente propuesta aludiremos a determinadas influencias que actuaron sobre Goethe y la manera de incorporación de las mismas. Nos detendremos en particular en una serie de reflexiones en torno al tema de la palabra y su significación en el discurso del filósofo alemán aquí analizado; todo lo anterior con apoyo en el Fausto y de acuerdo con los límites conceptuales establecidos en la investigación. Además relacionaremos algunos cuentos de Borges con aspectos conceptuales planteados en el Fausto.

Limitación e imperfección de la palabra

En varias ocasiones Goethe manifestó su inconformidad en relación con el valor de la palabra. Consideraba que ésta era un instrumento imperfecto en manos del hombre. De nada sirve al ser humano el alcanzar la contemplación de los misterios si no puede expresarlos después, si no puede comunicarlos a los demás.

Nos fundamentaremos en varios momentos del Fausto para analizar el presente aspecto, al mismo tiempo que identificaremos y analizaremos las diferencias y semejanzas con algunos enfoques de que aparecen en varios cuentos de El Aleph de Jorge Luis Borges.

La palabra al servicio del saber positivo

Los largos años de vida dedicados por Fausto al estudio de las ciencias, llegaron a demostrarle la inutilidad de un saber positivo que se mueve con un tráfico inútil de palabras. El hombre termina por sentirse realmente desvalido ante este problema, porque cuando desea establecer un acercamiento con los otros seres humanos no le es posible. Se ve obligado a recurrir a la palabra y ésta resulta inapropiada, limitada, estéril.

El problema de la transmisión del conocimiento es lo que preocupa al científico. Por eso en el primer monólogo de la tragedia, el personaje se siente desilusionado y escéptico en lo que se refiere a su contacto de años con la ciencia.

Y si bien no lo dice expresamente, se puede leer entre líneas la profunda desazón que se apodera de él cuando comprende que su verdadero mensaje no ha llegado realmente a nadie. Sólo ha conseguido, en sus largas temporadas como maestro, formar alumnos engreídos y arrogantes como es el caso de Wagner. Discípulos incapaces de llegar al máximo conocimiento, el de la propia ignorancia, y que se acercan a él para pedirle la fórmula del conocimiento definitivo y total. Estos estudiantes han recibido un mensaje parcial y han caído en el viejo pecado de considerarse semejantes a los misterios que analizan, por el sólo hecho de haberse asomado a ellos.

Todo lo dicho implica la idea del fracaso de este anciano doctor y conlleva la noción de una palabra avara, de una palabra que pretendió encerrar un concepto, pero que jamás lo consiguió dada la naturaleza escurridiza del mismo.

Precisamente, en medio de este escepticismo, el doctor Fausto decide abandonar el estudio de las ciencias y se entrega a la magia. La nueva experiencia lo conducirá también a la desazón, pero de una forma distinta.

Ambos planteamientos -conocimiento y magia, búsqueda del saber positivo y acercamiento al fenómeno misterioso-, perviven también en la obra de Jorge Luis Borges.

Me permito citar el cuento "La casa de Asterión" del Aleph, para descubrir en ese texto también el problema del conocimiento y todo lo que resulta inabarcable e incomprensible en el ámbito de esa búsqueda frenética que nos lleva por senderos indescifrables.

El ser mitológico en apariencia que es Asterión y tan humano en su enfrentamiento con el mundo que le rodea, parece representar la fuerza de lo inconsciente. Asterión ha vivido encerrado en ese interminable laberinto y explica lo que siente y lo que piensa desde su enclaustramiento. Es un prisionero en su propia casa y a pesar de haber salido alguna vez, ha regresado por el temor que le infundió la plebe.

En su desesperado intento por comprender el minotauro señala entre otros conceptos:

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos[2].

Ese intertexto que le permite aludir al filósofo, ese gusto elaborado por la cita socrática, lo conduce hacia la inutilidad de la escritura que no llega a cumplir plenamente con su función. El hombre se encuentra atrapado por un tráfico de palabras inútiles y sólo el entendimiento intuitivo y sereno parece ser el único válido.

Asterión jugando a que recibe la visita de otro Asterión nos revela la imagen universal del hombre jugando siempre a ser otro, no atreviéndose a ver la realidad que está en su propia condición de ser humano.

En fin, esos nueve hombres que llegan a la casa cada nueve años[3] constituyen otra clave de interpretación del universo espacial que representa el laberinto. Uno de ellos le profetizó al minotauro que llegaría su redentor. Desde ese día y asumiendo su condición de huésped doloroso en su propio recinto, Asterión espera a este redentor que lo venga a liberar -mediante la muerte- de la prolongada enfermedad de la vida.

Todo lo anterior representa una búsqueda enmarcada en símbolos. El espíritu goetheano está presente en la creación de Borges y nos conduce de la mano para dar crédito a ese universo controvertido de la esperanza.

El sentido de la palabra en la magia

Si continuamos en el terreno interpretativo del Fausto podremos constatar que cuando Fausto abre el libro de Nostradamus y ve el signo del macrocosmos, todo aparece muy claro ante él.

Entregado de lleno al problema del conocimiento, y después de haber vivido la angustia de un saber inoperante, cree hallar, en una manifestación ajena a la ciencia, todo aquello que la misma ciencia le había negado. Nuevamente la palabra cumple un papel primordial, porque mediante ella el hombre puede conjurar las fuerzas de la naturaleza. En términos mágicos, nombrar al objeto significa entrar en posesión de él.

A nivel de un saber teórico, nombrar al objeto implica tan sólo comenzar a plantearse el problema, intentar un acercamiento paulatino al mismo. En la magia, la palabra permite crear el objeto.

Pero todo resulta igualmente efímero, porque si bien, mediante la palabra como expresión mágica, Fausto puede llegar a la contemplación directa de todos los misterios, puede sentirse actor en el drama del universo, esto sucede tan sólo por escasos momentos. El personaje comprenderá que no consigue retener todo aquello que la magia le ha permitido contemplar cara a cara.

Y es así que ese inmenso espectáculo resulta un efímero momento, un espejismo que el anciano doctor quisiera conservar en lo más profundo de su ser.

La palabra lo ha llevado ante el universo infinito, lo ha dejado solo permitiéndole que se creyera actor y, finalmente, lo abisma en la sima terrible que deviene del hecho de descubrirse como un simple espectador. Fausto vive la experiencia mágica, se vanagloria y lleno de orgullo se cree semejante a un dios. Pretende explicarse con palabras el misterio infinito que está presenciando, pero esto - él bien lo sabe-, no es posible.

Borges en el cuento "El Aleph" del libro homónimo ya mencionado, plantea una experiencia sublime, rayana en el misterio, cuando su personaje descubre en el sótano de la casa de los Argentino Daneri un Aleph. Entregado a la contemplación de este signo mágico el narrador nos advierte:

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?

[…] En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré[4].

Llamaríamos la atención de manera muy particular en lo que tiene que ver con las reflexiones del narrador en torno al fenómeno del lenguaje. Fue precisamente este aspecto el que condujo a Fausto a su natural desesperación frente a lo que veía y no podía transmitir en toda su exactitud. Ahora el personaje de Borges hace una aclaración que él considera necesaria. La simultaneidad de los elementos observados sólo puede ser transmitida de manera sucesiva porque ésa es la única opción que nos otorga el lenguaje articulado del hombre.

Continúa diciendo:

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. […] Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol…[5]

Esta observación que el narrador plantea de una manera pormenorizada nos conduce a través de un bosque de símbolos en el cual ocupan un primer lugar los testimonios extraídos de la literatura clásica. El personaje que contempla todo esto nos recuerda a Fausto en el momento de abrir el libro de Nostradamus y presenciar los grandes misterios de la naturaleza.

Curiosamente, de la misma manera que Wagner interrumpe las cavilaciones del doctor Fausto, también Carlos Argentino irrumpe en la escena en el momento más intenso de la contemplación. Resultan enfrentados así dos hombres que no han creído en el conocimiento total, que han preferido un moderado escepticismo que sólo se quiebra en el momento en que consiguen acceder a lo imposible; con dos obscuros representantes del horrible dogmatismo que ha sido uno de los principales males de la humanidad desde todos los tiempos. Fausto y el personaje del Aleph han visto lo increíble. Wagner y Carlos Argentino se han manejado apenas con apariencias que huyen entre las manos.

En conclusión, hay críticos que se han referido de manera general al cristianismo de Borges en el marco de su pensamiento religioso. Creemos que esa manera de alusión es parcial, porque bastaría saber a qué forma del cristianismo afilia el autor aquí estudiado. Es en este terreno precisamente en donde la palabra se torna más escurridiza porque lejos de abarcar el concepto lo aleja aún más. En la línea del panteísmo goetheano se han de encontrar mayores similitudes con el pensamiento del literato filósofo de las márgenes del Plata.

Como dominadores del concepto a través del signo lingüístico, ambos pensadores aquí expuestos manifiestan su escepticismo no sólo en el terreno del conocimiento que es búsqueda y realidad, sino también en el arranque mismo cuando deben ocupar los términos verbales a los que el propio escritor alemán no se atrevía a llamarle "palabra" e intentaba encontrar un sinónimo más adecuado que sintetizara el verdadero saber.

Jorge Luis Borges halla en el símbolo persistente de su prosa un modo de sustituir -al menos parcialmente-, la avaricia del logos.

Notas:

[1] Trabajamos este término en su acepción griega: creación; por lo cual no está limitado al género lírico, sino que se extiende a toda escritura estética, artística.

[2] Jorge Luis Borges. El aleph, Buenos Aires, Emecé, 1957, p. 68.

[3] Cfr. infra en este mismo trabajo.

[4] Ibidem, p. 164.

[5] Idem

 

© Luis Quintana 2001
Publicado, originalmente, en Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

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