Pink Floyd me enseñó inglés 
Roberto Quesada

Cuando el pasado 11 de abril falleció el maestro y amigo, el escritor estadounidense Kurt Vonnegut, otro buen amigo, periodista y teatrista, Mauricio Durón, me escribió pidiéndome que dedicara una columna o ensayo más amplio sobre este novelista.

No lo hice porque sabía que pronto aparecería, en edición bilingüe, el libro Cómo aprendí inglés (en donde 55 personalidades hispanas en Estados Unidos cuentan su relación con este idioma), publicado por National Geographic, y una de las cosas que cuento en este escrito es precisamente mi encuentro con el maestro Vonnegut.

Me crié en Honduras y desarrollé mi vocación literaria bajo el cobijo de mi querido padrastro, un poeta de izquierda, José Adán Castelar, que no comulgaba con la política de Estados Unidos hacia América Latina, especialmente en los tiempos de la Guerra Fría. Y que respaldaba la teoría del gran novelista portugués José María Eca de Queiroz, quien afirmaba que: Todo idioma extranjero debe hablarse patrióticamente mal.

Debido a ese maniqueísmo de izquierda, viví bastante alejado de todo lo que oliera a los Estados Unidos, y mi formación inicial fue más con los clásicos rusos y con el idioma ruso. De hecho, lo otro era lo bueno y todo lo malo procedía de Estados Unidos. Por supuesto, el idioma no era la excepción. Ahora que veo hacia atrás, estas terribles divisiones humanas que causan las ideologías, religiones, sed de dominación del hombre contra el hombre, confirmo que la evolución aún está en ciernes. Claro, todo eso hizo que mi encuentro con el inglés y con la cultura estadounidense fuera mucho más traumático.

Mi relación con el inglés y los Estados Unidos nace con una muchacha Ella, Aída Sabonge, una hondureña viviendo desde su niñez en Nueva Orleans, había retornado al país, Honduras. Nos casamos. Ella impartía clases de inglés en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, y en ocasiones, sus colegas la visitaban. A mí me chocaba que siendo latinos y casi todos hondureños, hablaban generalmente en inglés y, desde luego, me frustraba no entender y muchas veces me caía la paranoia de que quizá estaban hablando en mi contra. Y yo en vez de dedicarme a aprender inglés, como arma de resistencia sentía un falso repudio por el idioma shakesperiano.

Tiempo después visité con la entonces mi esposa la ciudad de Nueva Orleans. Allí con ella aprendí a ver ese rostro para mí desconocido de los Estados Unidos. Me relacioné directamente con el jazz, ya no sólo como antes del viaje lo había hecho, a través de los libros de Julio Cortázar. Escuché nombres como Walker Percy, John Kennedy Toole y otros traducidos al español. Desde luego, había leído a Faulkner, Whitman, Poe, Hemingway, pero considerándolos universales, no estadounidenses.

Aprovechando el editor Dan Simon, que ya yo estaba en los Estados Unidos, me invitó a la presentación de una antología del cuento centroamericano, que tuvo lugar en Cooper Union, Nueva York. El editor tuvo que sufragar los costos para yo llevar a mi esposa, ya que ella me serviría de intérprete en ese viaje. La lectura sería bilingüe.

Allí detrás del escenario, nos concentramos los escritores, la mayoría latinos. Vi a un hombre de bigote espeso, alto, con camisa de azulón y jeans, retirado del grupo, solitario. Me dio pena por él, y quise acompañarlo para que no estuviese tan solo. Me le acerqué y entendí que no hablaba ni una palabra de español, tanto como yo de inglés. Parece que mi intención le cayó bien y a mí también él me pareció simpático, hubo buena química.

Era un 19 de febrero de 1989 y hacía un frío tremendo. A señas le hice saber que clandestinamente yo portaba una botella de Jack Daniels en la cintura y buscamos dos vasos plásticos. Al calor del whiskey nos adentramos en tremenda conversación de mudos.

Así estábamos, riéndonos a saber de qué, quizá uno del otro, o de nosotros mismos. De pronto apareció Aída. Quedó sorprendida, y lo saludó a él con mucha deferencia. Y a mí me preguntó: ¿Vos sabés quién es él?. A lo que contesté: Un pobre gringo a quien tienen marginado porque no habla español. Ella dio una risa lastimera que denunciaba mi ignorancia y me dijo: El es el gran escritor Kurt Vonnegut, es decir el Gabriel García Márquez de los estadounidenses.

Ella comenzó. Para el caso, entendí que él se llamaba Karl no Kurt, como Karl Marx. Yo le había mostrado la versión en español de mi novela Los barcos y quise decirle que pronto sería traducida al inglés. El entendió que yo le había dicho cuando le mostré la novela, que con ese libro yo era el bestseller centroamericano. Y los tres nos moríamos de la risa, en verdad nadie había dicho ni entendido nada.

Llegó el turno de nuestra lectura. A Vonnegut le gustó el fragmento de mi novela y aproveché para, a través de Aída, pedirle su dirección para enviarle mi novela cuando estuviese traducida. Dos meses después regresé ya con la intención de quedarme a vivir en Nueva York, pues encontré el empleo que no conseguía en Nueva Orleans, dirigir un periódico de la comunidad centroamericana en Nueva York. Noté una diferencia abismal entre el acento de Nueva Orleans y Nueva York: sentí como que de pronto había ingresado, al estilo de La Rosa púrpura de El Cairo, de Woody Allen, a ser parte del escenario de una película. Miraba aquel número telefónico y dirección de Vonnegut de su puño y letra y ensayaba en voz alta en mi apartamento cómo iba a saludarlo: Hello Mr. Vonnegut...Im Roberto, Honduran writer...You remember me...?. Y finalmente tuve valor de llamarlo. Lo saludé y aún hoy no sé qué cosas me decía pero yo a todo dije Yes.

Corto tiempo después de mi llegada a Nueva York, Dan Shapiromás tarde Director del Departamento de Literatura de la Americas Societyme presentó una joven rubia y se encargó de servirnos de Cupido al traducirnos la conversación inicial.

Días después ella me invitó a su apartamento. La rubia no hablaba español ni yo inglés. Cenamos. Hicimos el amor. Nos sentamos en la sala y ella trataba de decirme algo. Roberto, talk to me. Traté de entender lo que me decía y volvimos a hacer el amor. Después volvió a decirme: Roberto, talk to me. Bueno, lo hice una vez más. Al cabo de un tiempo repitió: Roberto, talk to me. Entonces yo pensé que estaba frente a una ninfómana o loca y comencé a sentir bastante temor al recordar esas extrañas historias que se cuentan de las grandes ciudades. En realidad yo no hablaba nada de inglés pero intenté descifrarlo por lógica. Cuando compraba cigarrillos me daban un paquetito de cerillas que tenían fotos de mujeres desnudas y se leía Talk to me. Yo creí que talk, quería decir talco, que en español significa también polvo. Y to me, pues lo traduje correctamente como a mí. Y polvo a su vez significa en el vulgo, tener relaciones sexuales. Al final mi traducción quedaba: Talk to me equivale a cógeme. No volví a ver aquella rubia después de aquella noche.

Yo había visto la película The Wall, de Pink Floyd, y me enamoré de ella. Me dediqué a verla una y otra vez para con ella practicar mi inglés. Un día compré una copia y la llevé a Honduras para compartirla con unos amigos. Fue cuando ya íbamos a verla que me enteré que no estaba subtitulada, y fue para mí una gran satisfacción estarla traduciendo para los espectadores. Me salvó que me la sabía de memoria.

Luego conocí a los poetas Nuyorrican, cuando visitaba frecuentemente el Nuyorican Poets Café en el Coger East Side de Nueva York. El poeta Miguel Algarín, fundador del Café, siempre estaba corrigiéndome en voz tan alta que me avergonzaba, pero algo aprendí a fuerza de reprenderme. En cambio Pedro Pietri, poeta y teatrista, me hablaba suavemente en Spanglish con el propósito de que le entendiera y a la vez fuera aprendiendo inglés. Y así ha sido mi escuela: los amigos, los bares, la visita a centros culturales.

Fui llamado muy pronto para traducir una biografía de Gloria Estefan. Para entonces yo ya sabía que traducir no era cosa de bromas por mi amistad con dos maestros de la traducción; Hardie St. Martin, quien tradujera mi novela Los barcos (The Ships) al inglés y de Gregory Rabassa, traductor de Cien años de soledad, de García Márquez y Rayuela, de Cortázar. Las conversaciones con ellos me convencieron de que traducir es un arte.

En principio dije que me sentía incapaz a mi agente, pero yo necesitaba el dinero y me arriesgué pasara lo que pasara. Pasé más de un mes encerrado e insomne, pero finalmente lo logré. Por supuesto, existe una gran diferencia entre traducir una biografía escrita en inglés a traducir poesía o prosa.

Comencé a aprender inglés cuando llegué a Nueva York simplemente por preguntar lo que no sabía. Algunas necesidades ejercen presión sobre uno para poder comunicarse. Recuerdo que tuve una novia que hablaba poco español y me obligaba a que yo hablara inglés. Ella me hizo ver la película West Side Story, quizá por el acento latino y la historia que narraba, más la música, me hizo verla una y otra vez me hacía acercarme cada vez más al inglés.

No he recibido clases formales de inglés. Lo he hecho de forma autodidacta auxiliado de diccionarios inglés-español, de diccionarios de modismos en inglés y todo tipo de libros. Novelas que ya había leído en español y por tanto conocía bien, las releí en inglés, ha sido y es la vida en la ciudad de Nueva York.

© National Geographic Society. Tom Miller 2007. El artículo Pink Floyd me enseñó inglés forma parte del libro Cómo aprendí inglés.

Roberto Quesada - Nueva York, NY, 19 noviembre 2007.

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