Entre la mirada fotográfica y la imagen fantasma:

 tres autorretratos de Amanda Berenguer

ensayo de Dra. María Lucía Puppo

 Doctora en Letras, Universidad Católica Argentina.

mlpuppo@uca.edu.ar

Resumen
En la poesía hispánica el autorretrato conoció su auge en el Barroco y el Modernismo. Existe, además, una tradición femenina del género en la que sobresalen autoras como Sor Juana y Delmira Agustini. En este trabajo se propone una lectura de tres poemas de Amanda Berenguer (Montevideo, 1921-2010) en los que la poeta se autodescribe en distintas etapas de la vida, mientras transita respectivamente su cuarta, sexta y octava década. Su objetivo es confrontar las diversas estrategias de autofiguración que presentan estos textos, atendiendo a los tópicos, isotopías y procedimientos derivados de las tecnologías de la imagen que ellos manifiestan.
Palabras clave: poesía latinoamericana, siglo XX, visualidad, autorretrato, poesía de mujeres. 

Between Photographic Look and Ghost Image: Three Self-portraits by Amanda Berenguer

Abstract
In Hispanic poetry, the self-portrait reached its peak during the Baroque and Modernismo. There is a feminine tradition of the genre, which includes such authors as Sor Juana and Delmira Agustini. In this article, I propose an interpretation of three poems by Amanda Berenguer (Montevideo, 1921-2010) in which the poet describes herself in different periods of her life: during her forties, her sixties and her eighties. The aim is to confront the various strategies of self-figuration in these texts taking into account the topics, isotopies, and procedures derived from the technologies of the image that they include.
Keywords: Latin American poetry, 20th Century, visuality, self-portrait, women’s poetry. 

1. El autorretrato: del Siglo XVII a las poetas hispanoamericanas

“Yo no sé cómo podría pintarme a mí misma: cuando me miro en el espejo pongo tan poca atención que los otros ven en mi rostro lo que yo aún no he percibido” (96). Apelando al no saber y la inocencia de la niña, así comenzaba su autorretrato a los doce años Mademoiselle de Rohan, según leemos en el Recueil des Portraits et Éloges en vers et en prose publicado en París, en 1659. Las 912 páginas de este impreso demuestran que el autorretrato literario se había propagado en los salones franceses del siglo XVII como una moda literaria y un divertimento social (Lafond 140), pero sabemos que este solo alcanzará su expresión moderna un siglo después, en las Confesiones de Rousseau (Starobinski 72).

En su estudio Miroirs d’encre: rhétorique de l’autoportrait, Michel Beaujour reconoció antecedentes del género en los espejos medievales, que proveían una auténtica galería de modelos y personajes ilustres. En pos de definir su estatuto, explicaba Beaujour que, a diferencia de la autobiografía, el autorretrato verbal no propone una sucesión cronológica ni una narración retrospectiva. Ofrece, en cambio, un speculum, un “espejo de sí” en el presente, que remite al plano descriptivo y discursivo del lenguaje (29-41).

En tanto variante del retrato, el autorretrato presenta la misma tensión entre referencialidad o capacidad mimética, por un lado, y creación, ficcionalización o estetización de los rasgos, por otro. Así, un estudio clásico como Autobiography as De-facement de Paul De Man ponía el acento en la mediación de los tropos (la prosopopeya, la alegoría) que, al modo de una máscara, contribuyen a crear una ilusión de significado (114-115). Todo retrato superpone trazos, elabora, descarta, selecciona, subraya, transforma, de ahí que para Jean Luc Nancy lo que se ofrece es, ante todo, una interpretación del retratado (L’Autre 22).

En la poesía hispánica, el autorretrato desarrolló una variante burlesca, como es el caso del romancillo “Hanme dicho, hermanas” de Góngora. Entre las mujeres que cultivaron este tipo de poesía se destacan como precursoras la extremeña Catalina Clara Ramírez de Guzmán y la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz. En estas poetas barrocas se advierte un cuestionamiento y hasta una negación de la idea misma de representarse, artilugio que traduce la dificultad para independizarse de un discurso hegemónico masculino (Salgado 216).

Más de dos siglos después, el género alcanzó su esplendor en el Modernismo. Bajo su estela, el “Yo soy aquel” de Rubén Darío o los famosos autorretratos en verso de Julián del Casal y Antonio Machado exponían tanto una estética como una ética de la escritura. Si volvemos la atención a la genealogía femenina, debemos recordar la semblanza de sí que hace la cubana Luisa Pérez de Zambrana, en tanto que en el Uruguay del novecientos sobresalen los autorretratos de Delmira Agustini, esbozados a partir de figuras como Salomé, la musa y la mujer-vampiro (García Pinto y García Gutiérrez). En línea directa vendrá luego, a fines de los treinta, el “Autorretrato barroco” de Alfonsina Storni, al que se irán sumando, a lo largo del siglo, las composiciones autorreferenciales de Juana de Ibarbourou, Cecilia Meireles, Julia de Burgos, Rosario Castellanos, Olga Orozco, Blanca Varela y Claribel Alegría, entre muchas otras (Russotto 37).

Al estudiar el corpus de las poetisas sudamericanas de las primeras décadas del siglo XX, Elena Romiti advierte un tipo de autorrepresentación literal así como una figurada, que se despliega a través de metáforas, metamorfosis, oposiciones y motivos literarios vinculados con el yo salvaje, el cuerpo y eros, el vacío y la disolución nocturna. En ciertos casos, el retrato o autorretrato femenino es incluido en los llamados “poemas de obsequio o celebración social”. Estos giran en torno a la materialidad sensual de objetos fetiches (peinetones, flores, pulseras) que “representan simbólicamente el atributo femenino de la mujer a la que se refieren, al modo en que los autorretratos de época suelen incluir un objeto que representa el rasgo identitario de su modelo” (Romiti 98).

Es evidente que este tipo de textos operan con lo que Sylvia Molloy denomina “estrategias de autofiguración” (11), en la medida en que las autoras se autorrepresentan a través de diversos motivos, tópicos y recursos con el fin de proyectar una determinada imagen de sí. El desafío de la lectura crítica consiste en hurgar en el revés de esa trama que, del lado derecho, muchas veces se ofrece aparentemente integrada y sin fisuras: es decir, analizar las expectativas estéticas, sociales y políticas a las que responde el autorretrato; los referentes literarios y los códigos retóricos que lo determinan, y también, las contradicciones, los intereses más o menos secretos y los huecos, vacilaciones y preguntas que lo surcan.

Si en la segunda mitad del siglo XX se proclamó la muerte del autor como figura de autoridad y garante de la legitimidad literaria (Barthes, Foucault), hoy parece más acertado hablar de la “ficción de autor” que cada escritor forja para sí. Tal es la tesis de Julio Premat que, por nuestra parte, hallamos especialmente productiva para pensar la poesía. No se trata, por tanto, de buscar una continuidad vida-obra al modo romántico, sino de examinar los resortes que articulan “una invención de personajes de autor que, asumiendo la relatividad contemporánea, completan la ficción literaria, sirviéndole de marco y de marca frente a una inestabilidad y a una incertidumbre estructurales” (Premat 28). La ficción del o la poeta se derivaría, entonces, de un conjunto de datos que, desde el interior o en torno a los textos (en lecturas, entrevistas, apariciones mediáticas, etc.), trascienden la intimidad enunciativa del Yo o hablante lírico y configuran una determinada figura pública.

En el marco de un proyecto que indaga acerca de los vínculos entre visualidad y escritura poética en obras de autoras sudamericanas, en este trabajo examinaremos tres poemas de Amanda Berenguer. Se trata de tres textos publicados respectivamente en 1966, 1987 y 2010, en los que la autora uruguaya se autodescribe mientras transita, respectivamente, la cuarta, sexta y octava décadas de vida[1]. Nuestro objetivo es confrontar algunas estrategias de autofiguración que presentan los poemas de Berenguer atendiendo a sus conexiones con la tradición femenina del autorretrato, así como a las isotopías y procedimientos derivados de las tecnologías de la imagen que ellos manifiestan.

2. Trazos en el agua

Materia prima (1966) es el noveno libro de poemas publicado por Amanda Berenguer. En él se hace oír una voz propia, experimentada en el oficio que, cada vez más, se aboca al poema extenso como medio privilegiado de expresión (Puppo, “Zumba” 53). Allí se incluye “Casa de belleza”, una composición que responde al subtítulo “Informe personal”, conformada por nueve estrofas cuya extensión oscila entre tres y veinticuatro versos. En el poema se hilvanan impresiones y asociaciones libres de la hablante, mientras describe su imagen en el espejo, luego de haberse dado un baño. El comienzo introduce un tono neutro que se corresponde con una mirada cuasi etnográfica:

                        Un metro cincuenta y cinco de pie

                        a la intemperie

                        cincuenta y siete quilos conservadores

                        por obra y cuenta de la gravedad

                        (de acuerdo a las tablas

                        hay lastre para arrojar

                       según el riesgo y la deriva

                       Julio Verne lo haría

                       en cinco semanas de régimen

                       aún hoy)...

                       (Berenguer, Constelación 225)

Luego de este primer plano entero, la visión realiza un paneo vertical. Se insiste en la percepción descarnada (“me miro minuciosamente / sin lástima y doliéndome / querría ser el más cruel el más / despiadado de mis observadores”), pero en todo momento la literalidad descriptiva se combina con metáforas que aluden a la vida y el movimiento: “… la estatura visible de las ganas”, “la extensión precisa de una fuente / de energía a término / la altura justa de un aparato / de vuelo consumiendo / combustible sin reserva” (225).

Con el sonido de fondo del secador de pelo, la poeta toma conciencia de estar estrenando su cuarta década: “… ayer era joven hoy soy / como soy mañana seré vieja”. La sexta y la séptima estrofa harán zoom en el cabello y el rostro, pasando por los rasgos convencionales y destacando el detalle de la boca que vuelve única la fisonomía (Figura 1):

                      Aún distingo el pelo azul espeso

                      los ojos un tercio del ancho de la cara

                      color del iris castaño oscuro se diría negro

                      cejas conformes

                      nariz recta

                      la boca regular con las comisuras

                      caídas hago esfuerzos a veces

                      por subirles la sonrisa

                      estructura general armónica

                      y nadie ni las arrugas

                      ni las canas recientes que me asustaron

                      la primera vez porque vi

                      lo que no esperaba

                      y nada todo parejo uniforme

                      nublado ¿dónde estás?

                      ¿soy yo? (227)

Figura 1.Portada de Amanda Berenguer, Dicciones, fotografía de Hermes Cuña, carátula diseñada e impresa por Artegraf. Fonograma. Ayuí / Tacuabé, 1973.

Más allá del tópico del paso del tiempo y cierto humor para abordar la propia coquetería, lo interesante es que en este punto el autorretrato da un giro, pues pasa de considerar la apariencia física a la pregunta por la identidad interna o profunda de quien se contempla. Adviene entonces la búsqueda (“quizá haya más agito el agua turbia”) que hará brotar objetos y circunstancias (“el motor la sonda el tajo”, “la máquina de escribir la fruta la cama”). En esa enumeración se repiten dos sintagmas, “el humo” y “la niebla”, imágenes de lo evanescente, de lo que no se puede apresar en el instante fijo del retrato. Finalmente, la última estrofa clausura el ciclo descriptivo con el tránsito que va de la imagen reflejada a la mano palpitante, del otro lado del espejo. Es “la mano / que escribe desde hace mucho”, aquella capaz de dejar “una marca que no se repite / en un expediente de rutina”: de ese modo la paradoja sella la singularidad, la firma original de una mujer que se estudia a sí misma y se define como poeta.

Hay además otro poema de Materia prima, “Tabla del dos”, que hace alusión al cumpleaños número cuarenta. En este texto breve, también en primera persona, la autora se autorrepresenta empoderada y feliz, sin esconder la satisfacción que le aportan la maternidad y el conocimiento de su arte. Experimentándose poseedora del “cociente aprendiz de brujo” (231), celebra el cruce de la frontera temporal como un pasaje de ida a la segunda mitad de la vida. Aquí, claramente, la madurez resulta ganancia para la escritura poética (Puppo, “Del gran árbol”).

3. Al otro lado del lente

La Dama de Elche (1987) es el poemario más premiado de Amanda Berenguer, por el cual la autora recibió galardones en su país y en España[2]. Este libro propone un viaje al pasado a través de la palabra y sus resonancias en distintas geografías. A él pertenece el siguiente poema, titulado “El vidrio negro”:

                       el cono de la lámpara me pone a foco
                                                                    más cerca
                                                                    más nítida
                        me veo y me ven
                        la imagen con fantasma ajustará sus círculos
                        y no sé si cubrirla ya con un paño de lágrimas
                        el recuadro de una silla enmarca la lluvia
                        sobre el vidrio negro
                                                 el árbol en lo oscuro
                       inclina del otro lado sobre mi hombro
                           su brillo cubierto de hilos
                       - la ventana es un ojo
                                                  un dragón de tinta-

                      esa torcaza colgada a mis espaldas
                                                       proyecta una espiral amarilla
                       y mostacillas de fósforo le queman las alas
                      - se repite-

 

                                       el vidrio negro nos envuelve malignamente:


                       la ventana es una célula encapuchada
                                           una mirada fotográfica
                                           un revólver
                       el cono de la lámpara me pone a foco

 

                      está sentada vestida de rojo escribiendo
                      mira de vez en cuando la ventana
                                                     la lluvia sobre el vidrio negro
                      le apuntan:
                      es un blanco perfecto (517)

La escena de enunciación de este poema recurre principalmente a una escenografía cinematográfica. El lenguaje verbal da cuenta de los movimientos de la mirada como una cámara que se acerca y se aleja, ya sea que enfoque a la protagonista o al decorado. El rol fundamental que juega la iluminación se manifiesta en la isotopía a la que remiten “el cono de la lámpara“, “lo oscuro”, “su brillo” y “una espiral amarilla”, en tanto que el lente de la cámara se asocia al “vidrio negro” que posibilita una imagen poco nítida, “con fantasma”[3].

La composición revela el encuadre en el sentido de que registra el momento del rodaje o la filmación. Se describen imágenes en movimiento, como el cambio en las ramas del árbol o el batir de alas de la torcaza. En un pliegue típico de la poesía de Berenguer, el espacio cerrado de la habitación se superpone —o se perpetúa sin solución de continuidad— con el paisaje natural del exterior (Puppo, “Interior” 421). El poema resulta de ese modo una cinta de Moebius donde la ventana funciona como un falso umbral entre dos ámbitos que, a su vez, son traspasados por “una mirada fotográfica” que acecha del otro lado del vidrio. La soledad de la protagonista en medio del juego de luces y la sucesión de espacios recuerda la escena pintada en Western Motel, de Edward Hopper. El poema, como los cuadros del artista norteamericano, acentúa deliberadamente la tensión entre representación realista y transformación estética (Renner 89).

El autorretrato del poema de Berenguer se construye en primera persona hasta los cinco versos finales, donde se impone la tercera. Entonces la hablante se ve y se dice a sí misma desde afuera, a la distancia, “sentada”, “escribiendo”, “vestida de rojo”. Es válido preguntarse si la poeta de fin del siglo XX evoca de manera conciente el famoso atuendo con el que Delmira Agustini escandalizaba a sus contemporáneos; lo cierto es que —en el poema— a ambas las une, además de un color y la tarea de escriba, el hecho de constituirse como “un blanco perfecto”[4]. Siguiendo esta lógica, la escritura deviene un ejercicio de ver y dejarse ver, mostrar y mostrarse en un gesto de extrema exposición y vulnerabilidad. La poesía resulta, por consiguiente, una larga sesión de Blow up donde, como ocurre en la película de Antonioni, la ampliación de la imagen al mismo tiempo denuncia y replica la detonación de un arma.Como la película de 1966 y el cuento de Julio Cortázar que la inspiró, también el poema de Berenguer juega con el suspenso alrededor de posibles “hallazgos” que los lectores deben reconocer y ordenar para armar un enigmático rompecabezas (Brunette 122).

4. El triunfo de la sombra

En el corpus de Amanda Berenguer se hallan diseminados múltiples trazos de un autorretrato polifacético y cambiante, siempre en movimiento, sometido a metamorfosis y abierto a nuevas vías de exploración: “… soy Amanda / y voy hacia Amanda sin destino” (488) dirá también la hablante de La Dama de Elche. La autofiguración se erige a través de los roles de hija, madre, esposa, ama de casa y, más tarde, abuela, pero estas esferas de acción siempre se combinan con el interés por los problemas de la ciencia, la búsqueda filosófica, la reflexión metapoética, el trabajo lúdico sobre las formas y el compromiso político. En un tono menor y jocoso, la serie “Estudio de arrugas: aportes para una cosmetología” no llora la pérdida de la juventud (“Si consiguiéramos borrarnos una sola arruga borraríamos parte de nuestro nombre”) y, en cambio, postula la imposibilidad del retrato definitivo (“No sabemos realmente qué cara es la nuestra ni en qué estación del recuerdo o de lo que deseamos podemos ubicarla”)[5].

El tercer poema que examinaremos pertenece a la última colección de Amanda Berenguer, La cuidadora del fuego, aparecida unos días antes de su muerte. Explica Roberto Echavarren que él fue el encargado de “extricar” y ordenar los poemas que Amanda había escrito a mano y desperdigado en siete cuadernos (165-166). En ellos la poeta octogenaria llora la muerte de su esposo e intuye cerca la propia, en un lenguaje directo y despojado que vehiculiza los recuerdos, las sensaciones y los sentimientos más conmovedores[6]. El texto que nos ocupa se titula “Retrato en sombra”:

            ¿Una foto inquietante? ¿un espejo?

            ¿una imagen virtual contrastada

            saliendo de la noche?

            ¿alegoría de la personalidad?

 

            Presencia: mi cara – una cara de mujer

            con lentes – que hojea un libro blanco –

            se ven oscuras – esfumadas letras

            en esa carátula que reconozco:

            faz y libro sobre fondo negro impactante

            que encuadra el espacio de los rasgos.

            ¿Quién está detrás promoviendo sombra?

            ¿Un alquimista? ¿Un mago fotógrafo?

            Entre tanto – empecinado – el tiempo real

            recorre – tantea mi rostro – y apenas

            una sonrisa incolora – levísima –

            lo cubre de vaporosa ironía.

            Quedan los ojos – sólo los ojos en sombra

            asomados a ese libro – levemente iluminado

            donde moran mágicas criaturas escritas. (183)

Como afirma Echavarren, todo el libro “posee un rigor de encuadre”, pues las composiciones presentan cambios de enfoque y perspectiva ante “el escenario restringido” que tiene ante los ojos la poeta anciana (166-167). Aquí su mirada no se dirige a la mesa de trabajo, las plantas o los pájaros que visitan el patio, sino a una foto que le tomaron años antes. Creemos que la descripción que brinda el autorretrato verbal permite identificar la imagen que lo origina: una fotografía donde, por cierto, se la ve a la autora hojeando “un libro blanco”, recortada sobre un “fondo negro impactante / que encuadra el espacio de los rasgos” (Figura2). Pero nuevamente ocurre que la lectura genera más preguntas que certezas. ¿Es que por desconocer quién fue el autor de la foto tendremos que adherir a la hipótesis —que plantea el poema— del “alquimista” o “mago fotógrafo”?

Figura 2.Retrato de Amanda Berenguer. http://www.antoniomiranda.com.br/iberoamerica/uruguai/amanda_berenguer.html

A diferencia de la imagen en el espejo, que ofrece una representación en directo, en el aquí y ahora, la foto presenta una enunciación en diferido, “que siempre remite a una anterioridad … detenida, fijada” (Dubois 16). El poema de Berenguer explota esa distancia espacial, temporal y ontológica entre la foto y el acto que la hizo posible. Se trata de esa brecha insalvable que, en palabras de Walter Benjamin, separa “un espacio elaborado inconscientemente” del espacio del encuadre, “elaborado con consciencia” (Benjamin 67). El discurso poético apunta a esa fisura y, al mismo tiempo, pone el acento en la continuidad del “tiempo real” que la fotografía no pudo apresar y que, sin embargo, garantiza la posibilidad de encuentro entre la retratada y quien-la-contempla-en-el-presente-y-escribe-el-poema[7]. En este último sentido, los versos subrayan el desfasaje que se produce siempre que alguien se ve en una reproducción, pues “los otros me ven, pero yo nunca tendré la menor idea de lo que ven” (Rosset 39)[8].

Este autorretrato verbal de Berenguer propone un juego de contrastes visuales (blanco/negro, figura/fondo) que, al igual que la fotografía que los inspira, remiten a una estética expresionista. La descripción delinea a una mujer de anteojos, con una sonrisa levemente irónica, en el instante en que es acechada por una presencia desconocida que se sitúa detrás de escena, “promoviendo sombra”. Pero la protagonista y esa negrura amenazante se funden hacia el final del poema, cuando se mencionan “los ojos en sombra” que recorren las páginas del libro “iluminado”. Si la poeta se autofigura realizando una tarea habitual, ordinaria de su oficio —leyendo sus textos en voz alta, ante un auditorio—, todo el misterio de la escena “inquietante” parece originarse en las “mágicas criaturas escritas” que emanan del libro abierto. La poesía viene a identificarse, de ese modo, con un poder mágico y oscuro, una fuerza que opera con esa “alucinación de las palabras” que Rimbaud identificaba en la “alquimia del verbo” (429).

5. Para concluir

Como bien señala Nancy, todo retrato convoca a quien lo mira y le propone una cita con “el trazo único de una desunión íntima” (Nancy, Le Regard, 82). Un pensador sutil como François Cheng agrega que el encuentro con un rostro humano, así como el advenir de la verdadera belleza, constituye siempre “un instante único”, novedoso, que “nunca sería asimilable a un estado perpetuamente anclado en su fijeza” (22). Concebidos en diferentes etapas de la trayectoria poética y vital de Amanda Berenguer, efectivamente los tres autorretratos examinados reflexionan sobre la dialéctica de la identidad y el cambio frente al paso del tiempo. Asimismo, hemos comprobado que en ellos se ensayan y contrastan distintas definiciones de la poesía, que según los casos se presenta como una marca única, aunque fugaz, al modo de una escritura sobre el agua; como un ejercicio de focalización, autodescubrimiento y exposición de la propia intimidad, y por último, como un lúdico y continuo lidiar con las fuerzas ocultas que potencian la libertad del lenguaje y la creación artística.

En los avatares de su práctica cotidiana, la poeta contemporánea asume el legado de sus antecesoras —como la citada Delmira Agustini— incursionando en el género del autorretrato poético. Si las escritoras de principios del siglo XX recurrían a figuras mitológicas y objetos fetiche para representarse, la poeta del XXI acude igualmente a la sinécdoque —“la mano que escribe”, “los ojos en sombra”— y recrea diferentes escenas de lectura y escritura para delinear sus rasgos más propios. Como ocurría en los retratos perfilados por las poetas fundacionales del Cono Sur, la mujer que presta sus rasgos fisonómicos a la hablante lírica “se dibuja y desdibuja en imágenes múltiples que emergen para desaparecer a través de procedimientos de sustitución o de borramiento de límites identitarios” (Romiti 260).

Factor decisivo en el engranaje poético, la visualidad atraviesa la escritura de Berenguer tanto en el nivel “temático” como en el “técnico” (De los Ríos). Hemos destacado que, en los poemas examinados, el espejo, el ojo-cámara y la fotografía funcionan como tres “mediadores semióticos” —en términos de Liliane Louvel— que introducen variaciones icónicas en el discurso verbal (Louvel 11). El léxico y las isotopías asociadas a la luz, la mirada y el movimiento refuerzan la analogía con las tecnologías de la imagen, por lo cual los poemas devienen en complejos artefactos capaces de enfrentar a los/as lectores-espectadores/as con las condiciones materiales que rodean y posibilitan la representación, así como con sus límites, impuestos por la niebla, el humo, el fantasma o la sombra. Los juegos con la iluminación, el encuadre y el punto de vista recuerdan, por otra parte, a algunos experimentos fotográficos que realizó José Pedro Díaz, esposo de Amanda Berenguer. Concretamente, pensamos en un retrato donde se puede ver a la poeta joven en posición central, frente al espejo, en el instante en que su marido, junto a ella, dispara la foto (Figura 3)[9].

Como es el caso de tantos otros poemas de la autora uruguaya, los tres autorretratos analizados ponen en evidencia “la búsqueda de un lugar de enunciación tensionado entre un adentro y un afuera que no parece resolverse nunca” (Urli 136). Podemos concluir que estas composiciones no se desgarran en el esfuerzo de procurar una “imagen proyectada” que funcione como “máscara” de la propia subjetividad. Por el contrario, apelando también a dos expresiones de Sylvia Molloy, diremos que los autorretratos en verso de Berenguer oscilan entre la franqueza ostensible del “espejo revelador” y la frustración que provee el “escudo opaco” (Molloy 94). En lugar de intentar ofrecer una imagen (supuestamente) acabada o heroica, la poeta se autopresenta como una auténtica exploradora de su cuerpo, su expresividad y su oficio, de modo tal que en los textos opera, como lo señaló Octavio Paz a propósito de los retratos de Sor Juana, “la metamorfosis del mirar en saber” (Paz 123). Lejos de arribar a un retrato definitivo, ese saber-sobre-sí-misma se traduce como una serie de apuntes o hipótesis provisorias arrojadas a la complicidad silenciosa de los/as lectores/as. Como coda final, nos permitimos sugerir que, en lo que concierne a la ficción de poeta de Amanda Berenguer, el asombro y la magia dela vida le ganan la partida al ego.

Figura 3. Fotografía de José Pedro Díaz, ca. 1944. Archivo Díaz-Berenguer, Biblioteca Nacional de
Uruguay.

Notas:

[1] Amanda Berenguer perteneció a la llamada Generación del 45 o Generación Crítica, de la que también formaron parte José Pedro Díaz, Ángel Rama, Ida Vitale, Idea Vilariño y Mario Benedetti. A lo largo de más de seis décadas, desarrolló una vasta obra poética caracterizada por un constante amor al riesgo y una lucidez incomparable para evaluar el presente personal, social y existencial.

 

[2] El libro mereció el Premio Especial Publicación en el Concurso Extraordinario de Poesía Iberoamericana (Fundación Banco Exterior de España, 1985), el primer premio del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay (1987), el primer premio en el Concurso literario de la Intendencia Municipal de Montevideo (1990) y el Premio Bartolomé Hidalgo (1990). El poema que citamos está dedicado a Luis Bravo.

 

[3] En el lenguaje técnico, “la imagen fantasma” designa una “imagen transparente lograda mediante una doble exposición, una impresión superpuesta de una imagen sobre otra, o el reflejo sobre la escena principal de un sujeto que se encuentra fuera del escenario por medio de un espejo de dos direcciones colocado delante de la cámara” (Konisberg 269). Este recurso se empleaba frecuentemente en los años cuarenta para crear la imagen de un espíritu o un fantasma, sobre todo en películas cómicas.

 

[4] El sintagma bien podría ser una alusión a la trágica muerte de Agustini, sobre cuya obra y figura Berenguer volvió en diferentes proyectos escriturales y editoriales a lo largo de su vida.

 

[5] Se trata de un texto conformado por sesenta y tres fragmentos en prosa que Berenguer compuso en 1986 y luego incluyó en la serie Con el tigre entre las cosas. Manual de aventuras domésticas (1986-1994)

 

[6] El compañero de vida de Amanda Berenguer, el novelista y profesor José Pedro Díaz, falleció en 2006

 

[7] Retomando una idea de André Bazin, David Oubiña señala que la fotografía y el cine nacieron unidos al deseo de “momificar el tiempo”, como respuesta a la experiencia racional y estandarizada de este que impone la vida en las ciudades capitalistas (35).

 

[8] Cabe aclarar que el espejo nos revela una imagen invertida de nosotros mismos (Rosset 38-39), y solo desde el ángulo que establecen nuestros ojos.

 

[9]  José Pedro Díaz fue un acabado fotógrafo, como lo prueban las capturas que realizó durante el viaje de la pareja a Europa a comienzos de los cincuenta. Algunas fotografías suyas fueron exhibidas en una exposición organizada por la Biblioteca Nacional del Uruguay, en 2012.

Bibliografía

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ensayo de Dra. María Lucía Puppo

mlpuppo@uca.edu.ar

Universidad Católica de Argentina - Conicet, Argentina


Publicado, originalmente, en Perífrasis. Revista de Literatura, Teoría y Crítica. Volumen 9, N° 18 (julio-diciembre de 2018)

Perífrasis es una publicación periódica del Departamento de Humanidades y Literatura de la Universidad de los Andes (Bogotá - Colombia)

Link del texto: http://dx.doi.org/10.25025/perifrasis20189.18.04

 

Ver, además:

 

                      Amanda Berenguer en Letras Uruguay

 

                                                             María Lucía Puppo en Letras Uruguay

 

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