El memorioso

                           A 50 años de Sgt. Pepper’s

 

Pepper en el cielo con diamantes

por Sergio Pujol

Se cumplen 50 años de la aparición de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band La persistencia del álbum que los Beatles grabaron en 1967 es resultado, más allá ele su indudable talento, de haberse transformado en un cruce decisivo para la música popular. Allí nacen la división entre un pop convencional y otro de riesgo, la idea de adecuar la orquestación a cada tema, grabaciones extendidas en el tiempo y una etapa mítica en la que muchos han leído el entierro de la modernidad

Exceptuando los magros festejos de sus primeros diez años -en 1977, el mundo punk no era el más propicio para la exégesis de los sesenta y su obra testigo-, al menos desde 1987 se viene repitiendo el ditirambo de número redondo de Sgt. Pepper’s Lonely Heart Club Band. Los cuarenta años fueron tal vez los más sabrosos, con algunos análisis realmente originales, como los de Clinton Haylin y Alian Moore[1]. Finalmente llegaron las bodas de oro, y nada indica que alguien pueda destronar al Sargento Pimienta de su reinado sobre la imaginación artística de varias generaciones. En este tiempo obsesionado por las antologías y podios históricos -no se muera sin escuchar, ver o saborear tal o cual pieza clave del patrimonio de la Humanidad-, la obra cumbre de los Beatles ha logrado ser, finalmente, y tal como lo predijo Lennon en una controvertida declaración de 1966, tan mentada como la del nativo de Nazaret.

No todas las obras del canon occidental gozaron de prestigio continuo a lo largo de la historia y hubo cambios de perspectivas, modos diferentes de valoración. Se dirá -y se dirá bien- que los Beatles pertenecen a la era de la reproductibilidad técnica del arte. No sería entonces pertinente la comparación con músicas que, para decirlo con palabras de Jacques Attali, fueron concebidas para ser representadas, no repetidas. Concedido. Pero, en tal caso, la situación de la perennidad beatle resulta más sorprendente aún: el disco debió competir, en plena aceleración del ritmo histórico, con un corpus de música grabada de enormes dimensiones. Y contribuyó, más que cualquier otra obra de aquellos días, a que la música pop fuera tomada en serio. Hoy podemos sonreír frente a la absurda demanda de “seriedad”: los propios Beatles se sonrieron en su momento. Pero nuestras sonrisas no ayudarán a entender qué significaba en 1967 ser un músico popular dispuesto a rebasar las barreras entre géneros y categorías. Todavía imperaban el arriba y el abajo; el adentro y el afuera; lo viejo y lo nuevo; la academia y la calle.

Admiramos de los Beatles su capacidad para producir desde las entrañas de la industria cultural un objeto de calidad artística capaz de “llegar” a todos, incluyendo, en esa recepción indiscriminada, tanto a las masas juveniles en busca de banderas de afirmación generacional como a los extrapartidarios más desconfiados. Los historiadores culturales se regodean al recordar que entre los defensores cultísimos de Sgt. Peppers se alistaron compositores académicos de avanzada como Luciano Berio y Gyórgy Ligeti, y, entre los argentinos, el indomable Juan Carlos Paz. Con el tiempo llegarían muchos más, claro.

Si puede seguir asombrando la buena salud de aquellas doce canciones y un reprise, debe decirse que pocos discos nacieron en tan buenas condiciones de recepción. Se lo esperaba con enorme interés, aunque nadie supiera exactamente qué forma o qué sonido tendría. Los Beatles habían dado mucho, rompiendo la maldición del engendro pop de un verano, pero aún debían dar más. Lógicamente, se cuidaron de que nadie ajeno al círculo estrecho de sus colaboradores pudiera fisgonear las sesiones de grabación, con la excepción de los promisorios Pink Floyd, que estaban labrando su primer disco en el estudio de al lado. También hubo una excepción para el caso de “A Day in the Life”, en cuya sesión con “40 músicos sinfónicos” fueron especialmente invitados Los Rolling Stones, Donovan y Graham Nash. Por más que se sospechara que el álbum sucesor del simple “Strawberry Fields Forever”/”Penny Lañe” sería algo grande, más grande que la vida, siempre estaba la posibilidad de una frustración. No bien estuvieron listos los primeros acetatos, Paul corrió a los Estados Unidos para mostrarle a sus pares norteamericanos que la espera no había sido en vano.

Sgt. Pepper’s formó parte de una carrera de creatividad joven en la que participaron varios: con los Beach Boys Smile debía salir ese mismo año, pero la mente de Brian Wilson no pudo seguir aquella locura-, Bob Dylan, los Rolling Stones, Cream o Jimi Hendrix (fan confeso de los Beatles) con chances de tomar la punta. En ese sentido, cuesta pensar en el disco como una irrupción sorprendente. ¿No había en el brillante Revolver suficientes elementos para preanunciar un inmediato incremento de apuesta artística? A mediados de 1966, ya estaban en sus puestos la cítara de Harrison, los juegos de cintas invertidas del vanguardismo a la Stockhausen, la música de cámara dosificada por la sapiencia siempre oportuna de George Martin y el gusto por el music hall y el estilo swing de Paul. Lo pendiente no era del todo imprevisible, pero sin duda faltaba. Antes que romper un molde que ellos mismos habían contribuido a fabricar, los Beatles de 1967 confirmaron de un modo espectacular (dicho esto en sentido literal: todo el disco es un virtual espectáculo) el nivel de consenso que su propia grandeza había alcanzado.

Es cierto que el álbum introdujo novedades: la sucesión indivisa de canciones, las letras “para leer” en el sobre interior, la tapa de superproducción, el uso extensivo de los procedimientos de la música electroacústica al campo de la canción popular y los guiños al ácido en un contexto de psicodelia recargada. Por más buenas (¡muy buenas!) canciones que los Beatles aún tuvieran en sus alforjas, la impresión de haber alcanzado la cima se hizo carne en todos: músicos, público y medios. Obviamente, la influencia del disco fue monumental, tanto en el arte de hacer canciones como en el de producirlas y grabarlas, etapas que a partir de aquel momento tendieron a fusionarse. Algunas cosas que en aquel momento parecían raras o incluso equívocas -como ralentizar casi un tono la pista rítmica de “Lucy in the Sky with Diamonds”, por ejemplo- se volvieron relativamente usuales. Cuenta Martin en su libro de memorias que, en comparación con los estudios de Los Ángeles, los de Londres eran algo obsoletos desde un punto de vista técnico. Este dato exquisito nos predispone a valorar aún más los hallazgos de un puñado de jóvenes ingleses decididos a concretar una proeza[2].

Si aceptamos la idea de Sgt. Pepper’s como cumbre cuyo escalamiento se había iniciado un tiempo antes, resulta interesante la tesis del crítico literario Henry Sullivan en su libro Los Beatles y Lacan. Allí Sullivan afirma que los Beatles, y en especial su disco fetiche, deben ser vistos como el canto de cisne de la modernidad, y por lo tanto como el inicio de la posmodernidad. “No es Sgt. Pepper’s quien se encuentra enterrado bajo las flores”, razona Sullivan al analizar la carátula del disco, “sino el período que él representaba. La tapa del disco es un funeral o un réquiem para la cultura que los Beatles reemplazaron: estamos observando el final de la Edad Moderna”[3]. Esta hipótesis está en sintonía con lo que el exigente Times publicó oportunamente: “Un momento decisivo en la historia de la civilización occidental”.

Terminar de delimitar el campo de la música pop como obra de arte duradera: ese parece ser el mayor aporte de Sgt. Pepper’s a la autoconciencia de los músicos de rock. “Antes de Sgt. Pepper’s, Engelbert Humperdinck se movía en el mismo universo pop que los Rolling Stones”, escribe Clinton Heylin[4]. Es verdad. En la microhistoria de aquellos años, la distancia entre el pop ordinario y el pop creativo no era evidente para todos. Por supuesto, estaba el don musical, esa apreciación infalible de qué cosa debía tocarse y cómo hacerlo. Pero luego entraban en juego factores tan poco espirituales como el tiempo que un músico o grupo disponían para trabajar en un estudio de grabación. Una cosa era el concierto en vivo, allí donde, en gran medida, el intérprete se movía con libertad, y otra cosa diferente el desenvolvimiento en los estudios de grabación. En ese sentido, Abbey Road tenía una estructura jerárquica que ningún intérprete podía alterar, por más célebre que fuera. Lejos del griterío histérico de sus fans, los Beatles debieron emprender una disputa en torno a decisiones para las que no estaban del todo preparados, según creían “sus mayores” (aquellos técnicos y empleados de la EMI con sus trajes de pingüino, ¿no simbolizaban el mundo adulto contra el que se habían levantado los Beatles?).

Un ejemplo fuerte de aquella clase de disputas fue la decisión de Paul de encargarle el arreglo de cuerdas de “She’s leaving home” a Mike Leander, dado que ese día George Martin tenía que grabar con la cantante pop Cilla Black. Pieza clave en el rompecabezas beatle, Martin se sintió dolido por aquel cambio. Esa clase de arreglos era lo que mejor hacía, y los Beatles, que respetaban su trabajo, lo sabían perfectamente. Pero se había producido una pequeña desavenencia, y Paul decidió resolverla haciendo valer la autoridad del músico popular emancipado de la “alta cultura”. “A mí también me dolió que él no tuviera tiempo para dedicármelo a mí, pero sí a Cilla”, le contaría Paul a su biógrafo Barry Miles[5].

Ciertamente, la elaboración de la famosa tapa, luego objeto de inacabables citas y parodias, fue otra prueba del poder Beatle. Si bien hubo que dejar de lado a Hitler, Jesús y Gandhi, el resto de los “invitados” conformó un quién es quién de la Historia, puestos a convivir como las piezas de un cambalache. Con arte de tapa de Peter Blake y fotografías de Michael Cooper, allí estuvieron, entre muchos otros, Albert Einstein, Lewis Carroll, Karl Marx, Marión Brando, Edgar Allan Poe, Stan Laurel y Bob Dylan (siempre Dylan, en todas partes). Y también Mae West, que al principio se negó a participar, aduciendo que ella nada tenía que ver con un club de corazones solitarios. El propio Paul decidió escribirle en persona para convencerla. Finalmente, la vieja diva de Hollywood autorizó el uso de su imagen. Los Beatles eran irresistibles.

En virtud de su fama planetaria y su acumulación de capital, cuatro veinteañeros pudieron prácticamente adueñarse del estudio 2 de Abbey Road durante un tiempo inusualmente extenso: aquello fue la toma de la Bastilla de la cultura popular contemporánea. Muchas sesiones se hicieron de noche, otra concesión de la industria al capricho beatle. La primera sesión se realizó el 24 de noviembre de 1966. La última, 128 días después. Mientras Please Please me había demandado 585 minutos, para Sgt. Peppers se dispuso de 6 meses, con 700 horas de grabación, según las cuentas que sacó el técnico Geoff Emerick. Algo así como 29 días completos. Solo la grabación de “A Day in the Life” demandó 8 sesiones. La historiografía rockera atribuye la obsesión por el trabajo meticuloso hasta extremos crueles a Paul McCartney. John se movía más a gusto en el viejo modus operandi de dos discos por año, cuando el grupo todavía tenía tiempo para tocar sus estrenos en grandes giras. Cabe suponer que, de haber tenido todo el poder de decisión en sus manos, seguramente no habrían existido tantas tomas de un mismo tema. Sin embargo, no cometemos una injusticia con Paul si afirmamos que lo mejor de un disco que quizá no hubiera existido sin su ambición provino de la inventiva de John, por entonces estimulado por el consumo de LSD y otras drogas. Algo incómodo con los atuendos del viejo ejecutante de tuba con anteojos de abuela -al margen de la teatralización de los corazones solitarios, en 1967 los Beatles cambiaron radicalmente de look-, John deslumbró en las enigmáticas “Lucy in the Sky with Diamonds” y “A Day in the Life”. Esta última era de autoría compartida con Paul, aunque la mejor parte fue la primera, con el pulso en la guitarra y sus primeros versos, sacados de una noticia del diario, en la voz de Lennon: “I read the news today, oh boy...”. Como ya lo había demostrado en la perfecta “Strawberry Fields.. ”, quedaba claro que, si de “viajar” se trataba, Lennon podía llegar, en tempo aletargado y con un estilo de canto único, a lugares nunca antes visitados.

III

La ironía de que el disco “más Paul” hasta ese momento fuera el mejor de John debe entenderse como una lección de la moral beatle: el grupo como alianza potente, más allá de cómo se distribuyeran los roles y cuan álgidas pudieran haber sido sus reyertas internas. Se trató de una lección muy prolífica. Si, desde entonces, algo han perseguido las sucesivas bandas de rock, eso ha sido el élan vital del grupo perfecto, capaz de hacer de la amistad y la colaboración un modo de producción artística.

Sgt. Pepper’s tuvo la colosal pretensión de inventar una personalidad vicaria, un otro de los Beatles que tocara por ellos y que, hasta cierto punto, los liberara de la presión del público, los contratos, los mánagers de ruta y las agendas excesivamente cargadas que les armaba el bueno de Brian Epstein. Y en alguna medida lo lograron: las nuevas canciones eran irrepresentables en un escenario. ¿Cómo reunir una orquesta sinfónica para que solo ejecute un largo crescendo, de la nota más grave a la más aguda, que rubricará en un brillante acorde de Mi mayor al piano? ¿En qué parte del escenario se pueden colocar el melotrón, el órgano Hammond, una colección de guitarras, diversos instrumentos indios, baterías “preparadas”, osciladores para modificar la velocidad de las voces y los instrumentos, grabadoras con cintas del derecho y del revés?

De genealogía inequívocamente inglesa -el poder del music hall, la cuna de Chaplin-, aquella teatralización con la que los Beatles enterraron la modernidad no tuvo, sin embargo, una verdadera forma “conceptual”. Los temas no fueron concebidos como piezas de un todo. ¿Qué tenía que ver la gozosa fanfarria de un sargento inglés de 1947 -“It was twenty years ago/ Sgt. Pepper tough the band to play”- con la profunda y desconcertante “A Day in the Life”, ese experimento finalmente convertido en el Ulysses de la cultura rock?

El orden de edición se decidió sobre la marcha, y ciertamente no fue el mismo que se había dado a la hora de grabar y mezclar. “When I’m Sixty-Four” se registró dos meses antes de “Lovely Rita”, en los mismos días en que “Within you Without you” solicitaba los servicios musicales del Asian Music Circle. La gran melodía del disco, la narrativa “Shes Leaving Home”, fue abordada como una pieza clásica, con los Beatles despojados de sus instrumentos y un octeto de cuerdas más un arpa en su lugar. “Lucy in the Sky with Diamonds” fue largamente ensayada, siempre en torno a la lectura de Alicia en el país de las maravillas, y su título se inspiró más en un dibujo que el pequeño Julián Lennon hizo de su compañera Lucy O’Donnell que en el LSD.

Ninguna de estas canciones -salvo el tema de apertura y la optimista “With a Little Help from my Friends”-fue concebida como capítulo de un texto mayor. En fin, nada tenía el Sargento Pimienta para decir de sus invitados, ni siquiera del personaje de “Being for the Benefit of Mr. Kite”. Si la pretensión fue que un significado trascendente uniera con firmes lazos tan bellas canciones, podemos afirmar que Sgt. Peppers fue un fracaso estrepitoso. Aquellos temas podrían haber sido editados como discos simples, un poco antes o un poco después de la salida del LP. Pero así salieron, como canciones de una banda fantasmal. Y así fueron escuchadas, en aquel azaroso encadenamiento. En definitiva, ¿cómo negarle a Sgt. Peppers, en tanto envase de lujo, su poder aglutinador?

El musicólogo Walter Everett creyó encontrar una unidad “conceptual” en las tonalidades de las canciones: “Su unidad musical resulta de las relaciones motívicas dentro de las áreas clave, particularmente las que involucran a Do, Mi y Sol”[6]. ¿Alcanza la familiaridad armónica para considerar “conceptual” un álbum integrado por canciones tan diferentes entre sí? Por otro lado, ¿qué rol jugaron las letras, que iban de la zumbona reflexión sobre la edad de “When I’m Sixty-Four” a los devaneos de una mente estimulada por las drogas de “Fixing a Hole”? Ready-made, surrealismo, psicodelia: las categorías que podemos aplicar al disco son extensivas a la década de los sesenta. Desde luego, los Beatles tuvieron el enorme mérito de fijar todos esos procedimientos en 39 minutos y unos pocos segundos. El mérito de hacer de un disco el índice de una época.

Si la década rebelde tuvo un manifiesto, este se llamó Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band. Retomando la hipótesis de Sullivan, agreguemos que, como clausura de la modernidad, el álbum logró despejar la tristeza y el desánimo de la posguerra, el tiempo en que el Sargento Pimienta armó su banda y presentó su show. La felicidad, que más tarde sería “un revólver caliente”, en 1967 parecía estar toda alojada en el mundo musical y poético de los Beatles: “Enjoy the show!”, grita el sargento en la apertura del disco. Cincuenta años más tarde, cierta nostalgia por los tiempos modernos empaña, de vez en cuando, nuestra mirada del presente, por más que sepamos que siempre tendremos a los Beatles de nuestro lado.

Notas:

[1]   Clinton Heylin, Vida y milagro de Sgt. Pepper’s. Un disco para una época, Global Rhythm Press, Barcelona, 2007; Alian Moore, The Beatles. Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band, Cambridge, 2007.

 

[2] George Martin, Allyou Need is Ears, St. Martin’s Griffin, London, 1994.

 

[3]  Henry W. Sullivan, Los Beatles y Lacan. Un réquiem para la Edad Moderna, Galerna, Buenos Aires, 2013, p. 275.

 

[4] Heylin, op. cit., p. 55.

 

[5] Barry Miles, Hace muchos años, Emecé, Buenos Aires, 1999, p. 236.

 

[6] Walter Everett, Los Beatles como músicos, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2013.

 

por Sergio Pujol

Ensayo de Angélica García-Manso

Universidad de Extremadura

angmanso@unex.es 
 

Publicado, originalmente, en: Revista Marca de agua Año I Nº 2 abril 2017

Marca de agua es una revista digital de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno de la República Argentina

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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