Coleccionista, artista, monstruo: El Duque de Bomarzo en La Boca del Infierno de María Negroni [1] Ensayo de Rayen Daiana Pozzi Profesora en Letras (UNCo), Especialista en Literatura Hispanoamericana de siglo XX (UNCo) y Doctoranda en Letras (UNS), posgrado financiado con beca doctoral CONICET. Docente ayudante en las cátedras Literatura argentina I y II en Profesorado y Licenciatura en Letras (UNCo). |
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Resumen: Ante el pronunciado vínculo entre Bomarzo (1962) de Manuel Mujica Láinez y La Boca del infierno (2009) de María Negroni, este artículo propone una lectura atenta a las significaciones actualizadas por la reescritura que realiza Negroni, quien ya había realizado una rescritura de alguna zona de la tradición en otras obras anteriores. Esta sostenida estrategia de reelaboración habilita una lectura atenta a los caracteres que definen una estética radicante. En este trabajo, el examen de la correspondencia del sujeto hablante de ambas obras pone en relieve tanto los rasgos sobresalientes de la singularidad de este sujeto (huérfano, coleccionista, artista y monstruo ) como algunas diferencias en la figuración que cada texto construye. Así, la boca/gruta/cripta del infierno creada por Negroni se abre a las tensiones singularidad/otredad y prolifera a partir de la historia de Bomarzo prestándose a nuevos arraigos que desenvuelven una poética radicante. PALABRAS CLAVE: poesía; reescritura; coleccionista; monstruo; estética radicante Abstract: Considering the pronounced link between Manuel Mujica Láinez s Bomarzo (1962) and María Negroni s La Boca del infierno (2009), this article proposes a reading centred in the updated significations carried out by Negronis rewriting operation. She has already performed this rewriting strategy of a certain zone of tradition in previous works, operation that allows the examination of the characters that defines a radicant aesthetics. This paper examines the correspondence of the speech subject in both books, remarking both the subject s particular traces (orphan, collector, artist and monster ) and some differences concerning his representation in each text. Thus, the mouth/grotto/crypt of hell created by Negroni opens up to the singularity/otherness tensions and proliferates from Bomarzo s story propitiating new roots that develops a radicant poetics. KEYWORDS: poetry; rewriting; collector; monster; radicant aesthetics Una y otra vez, entre las cosas de la tierra lasciva y un más allá problemático, el hilo de mi vida alucinada. (María Negroni, La Boca del Infierno) Bomarzo y su Sacro Bosque En 1962 Manuel Mujica Láinez publicó Bomarzo, una apócrifa (auto) biografía[2] del histórico Pier Francesco Orsini (conocido como Duque de Bomarzo o Vicino Orsini). Este personaje, según la recreación de Mujica Láinez, nació en Roma en 1512 en el seno de una familia de extendido linaje y bajo el auspicio de un increíble horóscopo que le predijo una vida ilimitada, pero con una malformación física que muchos pesares le acarreó desde su temprana infancia. La muerte de su hermano mayor y su padre en extraños episodios le abrió camino como cabeza de familia -con el título de Duque de Bomarzo- y le permitió desatar su temperamento que oscilaba entre el desenfreno y los celos, la fragilidad y el autoritarismo, la humillación y el orgullo. Su impotencia frente a sus deseos más ardientes se sosegaba con la violencia y la crueldad, obligando a este ambiguo personaje a revolverse en torno a un centro vacío (su propia carencia constitutiva), reprochando a los otros las consecuencias de su imposibilidad de mirarse a sí mismo: Yo, que me odié tanto, que rehuía mi imagen en el espejo al cual asomaba la mueca del Demonio [...], que despreciaba mi joroba, mis piernas, mi caricatura, ¿habría sido el solo objeto de mi amor egoísta y, Narciso horrorizado, habré mendigado en los otros, en hombres y en mujeres, lo que me rehusaba mi espejo, buscándome siempre a mí mismo, al Pier Francesco perfecto que adoré? ([1962] 1967, p.616) En esta revelación hacia el final de su vida, el Duque descubre su mezquindad, su egoísmo y su desesperado miedo a la soledad que lo conminaba a enfrentarse consigo mismo a través de la imagen deforme, monstruosa, que le devuelve el espejo. Esa vida ególatra y mezquina, cuyos hitos fueron simbolizados por el Duque en los monstruos tallados en las rocas del bosque de Bomarzo, finaliza en la boca del temible demonio entrevisto en el espejo y luego transformado en una horrible escultura -la última- del Sacro Bosque. Allí, en la Boca del Infierno, Pier Francesco Orsini se internó para redimirse mediante una ascética penitencia asegurada por el elixir de la inmortalidad que, como comprobó inútilmente después, bebió mezclado con veneno. Esta escena ponía fin -en la novela Bomarzo-a la ajetreada vida del Duque y esa boca monstruosa se convierte en el espacio de escritura del que emerge la voz poética que hila los cuarenta y tres poemas en prosa que constituyen La Boca del Infierno (2009) de María Negroni. “Dentro de tanto tiempo que no lo mide lo humano, el duque se mirará a sí mismo” ([1962] 1967, p.344, cursiva en original) le escribe a Pier Francesco una monja visionaria y ese mirarse a sí mismo se realizará mediante la escritura de la prodigiosa (auto)biografía Bomarzo, emprendida siglos después por un otro que recibe inesperadamente la memoria del Duque. La Boca del Infierno se alimenta de esta obra, depurando la voz del Duque hasta llegar al hueso de lo poético trazado en imágenes fragmentarias y superpuestas que concentran sus deseos, miedos, perplejidades y contradicciones, posibilitando escasas distinciones en las referencias a los episodios dilatadamente narrados en Bomarzo. De allí que la autofiguración del sujeto poético se diferencie del narrador de la novela por la síntesis que acentúa su fragilidad e incertidumbre: “¿Sabemos algo, nada, de nadie? Voy y vengo, de mí a los objetos apenas despierto, clavado a inventarios de rigor y aspereza. Nada veo en esos páramos de intimidad y destierro” (Negroni, 2009, p.38). El interrogante inicial, transcripción directa de Bomarzo, remite a las cavilaciones del Duque en torno a la figura de su padre pero, al mismo tiempo, desmarcado del texto original, se abre a otras resonancias que profundizan la introspección del sujeto poético en su orfandad. Despojado de las vicisitudes del relato, el sujeto poético queda arrojado a la intemperie del ser, rodeado de objetos como refugios que encierran, paradójicamente, su propio destierro. En ese tránsito desesperado del sujeto a los objetos y viceversa, el Duque deviene en un excéntrico coleccionista: “sentí desde la niñez la atracción de lo singular [...] tuve yo, en Bomarzo, mis habitaciones casi secretas en las que el tiempo fue superponiendo la más diversa, la más desconcertante y fascinante acumulación de creaciones sugestivas” ([1962] 1967, p.461)[3]. Desde reliquias de la necrópolis etrusca sobre la que se erigía Bomarzo hasta amuletos y autómatas, Pier Francesco reunió un intrincado catálogo, desatando su pasión por los objetos. En La Boca del Infierno, esa pasión aparece junto con “la euforia” (2009, p.20), que connota aquel enlace entre pasión y caos que señaló Walter Benjamin: “Toda pasión, sin duda, confina con el caos, y la pasión del coleccionista confina con el caos de los recuerdos” (2012, p.33). En Bomarzo, el narrador ancla su relato en ciertos objetos amados que condensan el sentido de episodios centrales de su biografía, previos a su proyecto del Sacro Bosque; pero, si bien ese caos de recuerdos no desbarata el relato minuciosamente ordenado de Bomarzo, sí rige el desorden en La Boca del Infierno, en cuyos poemas desaparecen, en cambio, los objetos[4]. No obstante, esa saturación de objetos que el coleccionista procura implica también, como sugiere María Negroni en un ensayo, “un modo de hablar del vacío” (1999, p.88) y, por lo tanto, no puede sino señalar la carencia. Siguiendo a Julia Kristeva, esa carencia, en tanto constitutiva del sujeto melancólico, supone una pérdida originaria -de lo que denomina “Cosa”, es decir, aquello real “rebelde a la significación, polo de atracción y repulsión, morada de la sexualidad de la que se desprenderá el objeto del deseo” (Kristeva, [1987] 2015, p.18)- que no puede superarse a través de un proceso de duelo. El sujeto se siente desheredado de un arcaico bien supremo innombrable e irrepresentable. Por lo tanto, ese duelo imposible arroja al sujeto a una espiral donde el deseo no puede ser satisfecho (porque, como sugiere Kristeva, la Cosa quizás sea el vientre materno al que es imposible regresar), forzándolo a girar en torno a sí mismo aferrado a su carencia como única patria posible (porque el primer exilio sería el del cuerpo materno). De allí que, acuciada por su orfandad, la búsqueda del Duque, en las cosas y en los otros (que ama u odia), sea siempre infructuosa: “necesitaba dolorosamente que me amaran -mucho más que amar yo mismo” ([1962] 1967, p.296) afirma el narrador de Bomarzo; “He aquí mi falta: quisiera que me amen mucho más que amar. Un desajuste tal no tiene cura” (2009, p.40), enuncia el sujeto poético de La Boca del Infierno, jugando con la ambivalencia de la palabra “falta”, como carencia, como error y también como transgresión que no tiene/quiere cura. En este sentido, las imponentes esculturas del Sacro Bosque no hacen sino exacerbar su búsqueda de amparo en esos objetos en los que reconoce algo de sí mismo[5], puesto que, como sugiere Benjamin, para el coleccionista “la posesión [es] la relación más profunda que se pued[e] mantener con las cosas: no se trata, entonces, de que las cosas estén vivas en él; es, al contrario, él mismo quien habita en ellas” (2012, p.55-56). Si para el Duque la colección tuvo su origen en los restos de una armadura etrusca que su abuela le regaló cuando, niño, se refugió en su regazo, aquella impaciencia de acumulación de objetos singulares -como amparo de/para sí- alcanza su punto culminante en la creación de los monstruos de piedra de su Sacro Bosque. En efecto, esas esculturas alegóricas contarían por centurias su historia, inmortalizado así por ese colosal libro de rocas: “Lo que me había estremecido de dolor, de ansiedad, la poesía y la aberración, el amor y el crimen, lo grotesco y lo exquisito. Yo. En un libro de rocas. Para siempre” ([1962] 1967, p.442). Sin embargo, el Sacro Bosque, que le aseguraría un lugar en el Parnaso de su estirpe, no sólo perdería sentido una vez desaparecido su creador[6], sino que también descubre su faz siniestra en tanto testimonia eternamente su monstruosidad: “Allí estaban, acusadores, los grandes testigos. Yo mismo los había emplazado, les había transmitido mi imperio. Ahora era yo el vasallo suyo” ([1962] 1967, p.589). De allí que el sujeto poético de La Boca del Infierno se configure atravesado por esa contradicción, desterrado hacia su propia incertidumbre: “Largo territorio que insiste entre dos mares azules: mi biografía, mi parque de monstruos que odié, envidié, admiré, amé, en el fondo, tanto” (2009, p.38). En la boca/gruta/crípta El Sacro Bosque de Bomarzo se completa con la boca del demonio, en la que el Duque ordena la construcción de una ascética habitación para su eterna penitencia; sin embargo, esa muerte simbólica del enclaustramiento deviene en una muerte literal. Allí, internado en la caverna, el Duque por fin se mirará a sí mismo comprendiendo, como destaca Jorge Monteleone, que “el sentido completo de su vida podría ser alcanzado en la muerte” (2009, p.8). La boca/gruta deviene cripta[7]. y la voz de ultratumba se materializa en escritura. Como señala Monteleone siguiendo a Gaston Bachelard, la gruta representa “la primera morada y la última, la sepultura en la caverna y el retorno a la madre” (2009, p.9). En palabras de Bachelard, quien se interna en la gruta “se encuentra en una materia de penumbra vivida en la más fundamental de las ambivalencias, la ambivalencia de la vida y de la muerte” ([1948] 2014, p.230) que, en el caso del Duque de Bomarzo, sintetiza, por un lado, la paradoja de su moverse entre espectros en sus años finales y su apuesta por el fatal elixir de la inmortalidad; y por otro, el fantástico hecho de escribir su autobiografía después de la muerte, por la pervivencia de su memoria en un otro que escribe, como explica escuetamente el narrador hacia el final de la novela: Yo he gozado del inescrutable privilegio, siglos más tarde —y con ello se cumplió, sutilmente, la promesa de Sandro Benedetto, porque quien recuerda no ha muerto-, de recuperar la vida distante de Vicino Orsini, en mi memoria, cuando fui hace poco, hace tres años, a Bomarzo, con un poeta y un pintor, y el deslumbramiento me devolvió en tropel las imágenes y las emociones perdidas. En una ciudad vasta y sonora, situada en el opuesto hemisferio [...] rescaté mi historia, a medida que devanaba la áspera madeja viejísima y reivindicaba, día a día y detalle a detalle, mi vida pasada, la vida que continuaba viva en mí ([1962] 1967, p.648-649; destacado nuestro). En este aspecto se descubre una diferencia central entre las dos obras: en la novela el lugar de enunciación se ubica en otro tiempo y espacio mientras que en el poemario la situación enunciativa parece remitirse al instante del deslumbramiento en el que sólo la poesía podría encauzar el tropel de imágenes y emociones exhaladas de aquella Boca del Infierno, gruta que, precisamente, favorece las “ensoñaciones de la resonancia” (Bachelard, [1948] 2014, p.218). Es decir, en el Sacro Bosque, la gruta deviene metafórica y literalmente una boca, que, según Jean Chevallier, en tanto “abertura por donde pasa el soplo, la palabra y el alimento” (1986, p.193), simboliza “la potencia creadora y, más particularmente, [...] la insuflación del alma” (1986, p.193) así como también su opuesto, es decir, “destruye tan deprisa como edifica sus castillos de palabras” (1986, p.193). Nuevamente, emerge la ambivalencia que señalaba Bachelard en la penumbra de la gruta: vida-palabra-creación / muerte-silencio-destrucción, dicotomías que se desdibujan y tensionan en ese espacio de penumbra que reproduce reducidamente al cosmos (Bachelard, [1948] 2014, p.226). Además, en la gruta/boca, la oscuridad amplifica la percepción auditiva de las voces subterráneas: “El oído es entonces el sentido de la noche, y sobre todo el sentido de la más sensible de las noches: la noche subterránea, noche cerrada, noche de la profundidad, noche de la muerte” (Bachelard, [1948] 2014, p.217). De allí que el oído nocturno de la poeta se revele en el epígrafe, cita de Bomarzo, que abre La Boca del Infierno: “De noche estamos más cerca de Dios ’ (p.11; cursivas en original).
No obstante, la boca/gruta es, ante todo, un
umbral
(Bachelard, [1948] 2014, p.223; Chevallier, 1986, p.193), que, como zona de pasaje (de vida a muerte en
Bomarzo), se representa en el primer poema de
La Boca del Infierno como “una inmensa puerta, franqueable e infranqueable, como las áreas glaciales de un alma” (2009, p.13), dando inicio a la lectura/escritura/ descenso. Situado en la selva oscura en la que comparece un edecán para “remontar el río de la sangre” (2009, p.13), el pórtico literario/infernal concentra alusiones a tres obras, que se refieren entre sí y que reelaboran el tópico de la “catábasis”[8] Por lo tanto, se atraviesa el umbral como un modo de rozar el misterio que sólo se revela al ser en la muerte/descenso. En la novela Bomarzo no se refiere la travesía por el inframundo, sin embargo, se registra el descenso (muerte) y el ascenso (resurrección como memoria que se apropia de la voz de otro para hablar de sí) que sumados a la alusión a La divina comedia permiten recuperar la tradición de la catábasis. En La Boca del Infierno la catábasis tampoco incluye esa travesía, sino que el descenso es interior: “se desciende, es decir, se sube al pabellón de lo que fuimos, antes de haber sido” (Negroni, 2009, p.51). Movimiento de catábasis y anábasis, el despojamiento se traduce como descenso[9] hasta alcanzar, como cumbre, la intemperie del ser donde toda pérdida puede cifrar un aprendizaje: “Celebrar el naufragio, ese oasis blanco que nos ciega con su brusca claridad” (2009, p.48) enuncia el sujeto poético en un poema, “Mi sola ambición es perder. Mi testamento un libro donde figura la frase: Aún aprendo” (2009, p.32; cursiva en original) confiesa en otro. La voz del monstruo El fracaso deviene en deslumbramiento y el sujeto poético sólo puede inscribirse en la incertidumbre: “Allí donde los miedos se empluman como faisanes yo, el hombre quebradizo, el tenebroso, el viudo sin consuelo, me sumerjo en lo incierto” (2009, p.14). En esta cita, el sujeto poético se apropia del primer verso del poema “El desdichado” de Gérard de Nerval, “Yo soy el tenebroso -el viudo- el sin consuelo” (Nerval traducido por Paz, 2000, p.21), verso que también recupera el narrador de Bomarzo[10]. La autofiguración del sujeto poético del poemario de Negroni subraya su oscuridad y carencia pero insiste más aún en su precariedad, en su incertidumbre, eludiendo explicaciones justificatorias. El sujeto poético se sumerge así a explorar su interioridad -como ser singular- en la que se debate entre contradicciones y paradojas frente al desamparo por el siempre diferido cumplimiento del deseo: “avancé como un necio por el descontento, exterminando aquello que deseaba y que probablemente no exista” (2009, p.55). Revolviéndose en torno a un centro vacío y exiliado de sí mismo (por esa imposibilidad de mirarse), el sujeto poético alimenta el deseo sofocando su objeto para que ese deseo siempre insatisfecho, como fracaso luminoso, se transforme en una patria: “He de morir así, sin más patria que esta versión del deseo, sin más promesa que su incumplimiento” (2009, p.42). De allí que el encuentro amoroso sea siempre infructuoso y que, a pesar de su perseverancia (“No se da por vencida la esquirla enamorada” [2009, p.54]), el amor y la muerte supongan un mismo misterio irresoluble: “En esta orgía paupérrima cambian los actores pero no el suplicio, no el museo indescifrable del amor y la muerte. Lo puede todo la nada que me habita” (2009, p.15). La nada -como aquello innominado e innominable-, instalada en el centro de su carencia, desbarata cualquier inscripción de sentido arrojando al sujeto a la intemperie, pero otorgándole, al mismo tiempo, un singular punto de vista para comprender la naturaleza humana. En este sentido, si bien el sujeto poético se inscribe en primera persona, en varios poemas se desdibuja en la impersonalidad para reflexionar sobre las inútiles tentativas de los hombres (“Desde la altura de sus nichos, los hombres catalogan la nada como quien llena las hojas de un árbol ilustre” [2009, p.20]) y recuperar imágenes de ciudades, guerras, mujeres (entre otras) que remiten confusamente a escenas y lugares de la novela Bomarzo. No obstante, aunque el sujeto poético no asuma la primera persona, la voz del Duque se oye por su particularísimo punto de vista: Colmo de las contradicciones, habituados a golpear y malherirse, los hombres componen un tríptico de nacimiento, copulación y muerte y así consiguen, de paso, someterse a aquello que los hiere. Ninguna otra comedia los llevaría más rápido al destino que escriben sin saberlo. Ninguna otra vía, así de espiralada, al laberinto de su propia sombra (2009, p.44)
Así, el sujeto poético que enuncia desde la boca/gruta/cripta habla de otros, pero también de sí, de sus contradicciones y carencias, trazando una frontera entre lo humano y no-humano (o monstruoso). Contenido y separado del colectivo de los hombres, el Duque/sujeto poético se ubica en ese umbral como límite difuso entre el hombre y el monstruo, que aniquila aquello que desea para seguir girando en torno a su centro vacío: “Torpeza de quien medra mientras lo humano se atrofia y después se protege en un parque de piedras” (Negroni, 2009, p.55). Allí, en el límite de lo humano acontece el borramiento del yo porque el monstruo, precisamente, es quien “marca la frontera y al mismo tiempo representa el otro lado” (Ludmer, 1999, p.488). El yo queda reducido[11] En Bomarzo el Duque percibe su monstruosidad por la mirada de los otros[12], dudando sobre su propia condición: “¿Quién era yo, quién era a los catorce años?, ¿un monstruo? ¿La deformación que torturaba al cuerpo se había infiltrado hasta mi alma, retorciéndola?” ([1962] 1967, p.161). La insinuación de una correspondencia entre la deformidad física y la deformidad moral presenta concordancia con la etimología de la palabra monstruo que Joan Corominas asocia con monstruum (alteración) pero también con monere (avisar) “por la creencia en que los prodigios eran amonestaciones divinas” (Corominas, 1976, p.402). Sin embargo, Monteleone (siguiendo a Michel Tournier) señala otra etimología de la palabra, asociada con mostrar: El monstruo es aquello que se muestra, aquello que se señala con el dedo, tanto en las ferias como en la historia. Buena parte de la obra de María Negroni consiste en esta mostración, como si la póiesis fuera una y otra vez el despliegue de un museo negro. El sujeto imaginario de La Boca del Infierno es el duque Orsini hablando desde su propia monstruosidad (Monteleone, 2009, p.8). Ese acto de mostración abre un espacio para la materialización de una voz monstruosa que, superando la correspondencia entre deformidad física y deformidad moral trazada por Mujica Láinez, explora sus “potencias desconocidas” (Giorgi, 2009, p.324)[13] a partir de una fragmentada modulación poética. Ese acto de mostración atañe, en Bomarzo, tanto al artista como a su creación: “Inventor de monstruos simbólicos, en el parque de Bomarzo, no me percaté de que yo mismo me había convertido en un monstruo, al tratar de realizar la síntesis astuta de las contradicciones” ([1962] 1967, p.632). Negroni se interesa por la singularidad de este personaje que lo acerca a otros personajes excéntricos que ha examinado en sus obras ensayísticas: “seres errantes, aliens, desamparados, es decir eternos niños-viudos aferrados a un mundo de catálogos, de objetos perdidos” (Negroni, 1999, p.11)[14]. El Duque de Bomarzo, huérfano, coleccionista, artista, exiliado de sí, habla desde la boca/gruta/cripta para lograr a través de otro/a mirarse a sí mismo en un acto de mostración de su monstruosidad. Al mismo tiempo, la poeta, cuya presencia se sugiere a partir de las fotografías incorporadas al poemario, también se muestra habitando ese umbral de la Boca del Infierno que le abre la palabra de un otro. Hacía una estética radicante La Boca del Infierno, aunque constituye una obra autónoma, despliega significativas facetas de su profunda riqueza a partir de la lectura en filigrana de Bomarzo. Los restos de la novela, que permiten cierta ambigua reposición de su trama, operan como puntos de partida para un devenir poético que avanza a través de paradojas, yuxtaposiciones, interrogantes e imágenes fragmentarias. Como sugería Maurice Blanchot, “Lo fragmentario, más que la inestabilidad (la no fijación), promete el desconcierto, el desacomodo” ([1983] 1990, p.14), por eso en La Boca del Infierno las frases extraídas de la novela y la fragmentación que presentan los breves poemas en prosa confluyen en un “desacomodo” de la identidad del narrador de Bomarzo al que remite el sujeto poético, hilo conductor del poemario. Sin embargo, la dependencia (en términos de hipertexto) de La Boca del Infierno con respecto a la novela (el hipotexto) y, por lo tanto, la correspondencia entre el sujeto hablante de cada obra, se expresa con claridad en el prólogo escrito por Jorge Monteleone, mientras que el poemario apenas incluye dos guiños (su título y el epígrafe de Manuel Mujica Láinez) que habilitan dicha lectura. En otras palabras, es la lectura del crítico -que oficia de antesala a la obra- la que permite restituir con exactitud el hipotexto. María Negroni ya había ensayado el ejercicio de reescritura en, al menos, dos obras anteriores:[15] Islandia (1994) y El sueño de Úrsula (1998). El poemario Islandia (1994) se organiza en dos series entrecruzadas, identificadas una con cursiva y otra con imprenta, que reescribe la primera, fragmentariamente, episodios de la saga medieval islandesa y la otra contrapone escenas de una itinerante “sosías” contemporánea (cuya movilidad no es sólo geográfica sino también lingüística). En la novela El sueño de Úrsula (1998), en cambio, lo que reescribe -en clave onírica- es la leyenda medieval de Santa Úrsula, entrelazando en su factura elementos de diversos géneros literarios como el cuento de hadas, las andanzas de caballería, la epopeya y el relato de viajes (Secreto, 2008). Si bien no es objeto de este estudio indagar en esas obras previas, cabe apuntar que en esos ejercicios de reescritura el hipotexto no constituye una obra, sino que se compone de una tradición oral vertida en la escritura de textos que ofrecen variadas versiones, la mayoría anónimos. En otras palabras, se trata de textos significativos para una cultura, vinculados a un amplio periodo histórico, la Edad Media, que Negroni escogió para ensayar una reescritura que permitiera poner en relieve voces o perspectivas silenciadas por esas tradiciones. En este sentido, la elección de Negroni de la novela de Mujica Láinez como hipotexto para La Boca del Infierno se alinea con sus ejercicios de reescritura anteriores, en particular por el periodo histórico al que remite (el Renacimiento italiano), aunque con diferencias notables. En el caso de La Boca del Infierno, su hipotexto es una obra literaria contemporánea y de clara autoría y su autonomía con respecto al original del que deriva se acentúa por la inclusión de cuatro fotografías de Lucía Warck Meister. Simulando negativos, estas fotografías muestran el torso, brazo y mano desnudos de un sujeto cuyos rasgos parecen femeninos y cuya identidad queda fuera de cuadro. No habría correspondencia entre el sujeto fotografiado y el sujeto poético más allá de su desnudez literal y metafórica. Situadas al inicio, al medio y al final del poemario, estas imágenes pueden leerse como un remedo de las esculturas del Sacro Bosque, que en la novela duplicaban eternamente a Pier Francesco Orsini, o quizás, también, metaforicen la desnudez de la propia poeta, oculta bajo la monstruosa voz del Duque de Bomarzo. En este sentido, la propuesta estética de María Negroni en La Boca del Infierno puede leerse desde la noción de “radicante” de Nicolas Bourriaud: “En términos estéticos, lo radicante implica de antemano una decisión nómada cuya característica principal sería la ocupación de estructuras existentes: aceptar ser el inquilino de las formas presentes, con el riesgo de modificarlas en menor o mayor medida” (2009, p.63). El arte radicante (vocablo proveniente de la botánica), lejos de cortar de raíz la tradición para instaurar un nuevo orden como el programa emprendido por las vanguardias estéticas de principios de siglo XX, propone “hace[r] crecer sus raíces a medida que avanza” (Bourriaud, 2009, p.22). De allí que la figura del errante sea central para el arte contemporáneo que, soltando amarras a un único origen, prolifera en múltiples arraigos, echando raíces en diversos contextos. La errancia ya se perfilaba temáticamente en los ejercicios anteriores de reescritura de Negroni, a partir de la problemática del exilio: en Islandia, los vikingos exiliados del reino de Noruega arriban a una isla desconocida en la que fundan Islandia y la “sosías” se figura en constante tránsito geográfico y lingüístico; en El sueño de Úrsula, la protagonista junto a once vírgenes peregrina a Roma a fin de aplazar un matrimonio concertado. Asimismo, ese movimiento referido se transforma en un modo de escritura que transita por diversos géneros y estilos. Aunque en La Boca del Infierno el viaje sólo podría comprenderse como un descenso hacia la interioridad de un ser singular, persiste en cambio ese proyecto de escritura que ocupa “estructuras existentes” para modificarlas en un ejercicio de traducción: El arte contemporáneo provee nuevos modelos a este individuo en perpetuo desarraigo, porque constituye un laboratorio de las identidades: de este modo, los artistas de hoy expresan menos la tradición de la que provienen que el recorrido que hacen entre aquella y los diversos contextos que atraviesan, realizando actos de traducción. (Bourriaud, 2009, p.57; cursiva en original) En otras palabras, la estética radicante no se reduciría a un ejercicio de reescritura ni al entrecruzamiento de diversos géneros literarios, sino que implica para la poeta situarse en ese umbral en el que oye las voces de la tradición (acto de lectura) y las traduce (acto de reescritura) en su propia clave estética. Ese pasaje supone un descenso hacia una intemperie cultivada por el ejercicio del “perpetuo desarraigo” con respecto a las formas establecidas, al sentido unívoco, a la identidad monolítica. Precisamente, el problemático vínculo entre figura autoral, sujeto fotografiado y sujeto poético en La Boca del Infierno abona ese “desacomodo” que refería Blanchot, que aquí se lee en términos de estética radicante. En este sentido, la traducción no sólo operaría entre dos poéticas (la de Mujica Láinez y la de Negroni) y entre dos géneros (narrativa y poesía) sino, particularmente, entre el lenguaje del monstruo y el lenguaje estético: los lenguajes estéticos apuntan hacia lo singular, hacia lo que en la serie de los cuerpos disloca las clasificaciones y las sintaxis, y deja ver lo que en ellos desborda los modos de inscripción social, jurídica y política de lo humano. El lenguaje del monstruo es un lenguaje sin lugar, como su cuerpo es un cuerpo ajeno, o disruptivo, respecto de las gramáticas del pensamiento y de la vida social (Giorgi, 2009, p.324) El lenguaje del monstruo encuentra un lugar en una poética como la de Negroni que, alejada de una lectura que identifica la deformidad física con la moral, se aventura a explorar esas potencias desconocidas a partir de una modulación poética fragmentada que acoge aquel torrente de imágenes y emociones de quien recibe la memoria del Duque.
“Quien recuerda no ha muerto” ([1962] 1967, p.648) afirma Pier Franceso, quien pervive gracias a otro/a que escribe. A su vez, la poeta habita esa otra voz, echando raíces sobre esa singularidad[16] Por lo tanto, la boca del infierno se abre para que el coleccionista/ artista/monstruo, cruzando el umbral de la vida-muerte y portando en sí la frontera de lo humano, descienda hacia la intemperie de su ser que, como las esculturas del Sacro Bosque, sólo puede ser referida mediante la figuración monstruosa del acto creador. De este modo, materializando ese acto de mostración, los poemas y las fotografías desbaratan las rápidas identificaciones para señalar la intemperie de ese ser (¿el Duque? ¿el sujeto poético? ¿la poeta? ¿otro/a?) que, situado en la boca/gruta/cripta, exhibe, inclasificable, su singularidad: “Una y otra vez, entre las cosas de la tierra lasciva y un más allá problemático, el hilo de mi vida alucinada” (Negroni, 2009, p.27). Referencias bibliográficas Alighieri, Dante. La divina comedia. Buenos Aires: CEAL, 1970. Traducción: M. Aranda Sanjuan. Bachelard, Gaston. La tierra y las ensoñaciones del reposo. Ensayo sobre las imágenes de la intimidad. México: Fondo de Cultura Económica, [1948] 2014. Traducción: Rafael Segovia. Benjamin, Walter. Desembalo mi biblioteca. El arte de coleccionar. Barcelona: Centellas, 2012. Traducción: Fernando Ortega. Blanchot, Maurice. La escritura del desastre. Caracas: Monte Ávila, [1983] 1990. Traducción: Pierre de Place. Bourriaud, Nicolas. Radicante. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009. Traducción: Michele Guillemont. Chevallier, Jean. Diccionario de los símbolos. Barcelona: Herder, 1986. Traducción: Manuel Silvar y Arturo Rodríguez. Corominas, Joan. Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid: Gredos, 1976. Giorgi, Gabriel. “Política del monstruo”. En Revista Iberoamericana, Vol. LXXV, N° 227, 2009, p.323-329. González Serrano, Pilar. “Catábasis y resurrección”. En Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, Historia Antigua, N° 12, 1999; p.129-179. Kamenszain, Tamara. La boca del testimonio. Lo que dice la poesía. Buenos Aires: Norma, 2007. Kristeva, Julia. Sol negro. Depresión y melancolía. Buenos Aires: Waldhuter, [1987] 2015. Traducción: Víctor Goldstein. Ludmer, Josefina. El cuerpo del delito. Un manual. Buenos Aires: Perfil, 1999. Monteleone, Jorge. “La gruta del poeta”. En Negroni, María. La Boca del Infierno. México: Mantis, 2009, p.7-10. Mujica Láinez, Manuel. Bomarzo. Buenos Aires: Sudamericana, [1962] 1967. Negroni, María. Islandia. Caracas: Monte Ávila, 1994. _. El sueño de Úrsula. Buenos Aires: Seix Barral, 1998. _. Museo negro. Buenos Aires: Norma, 1999. _. La boca del infierno. México: Mantis, 2009. Nerval, Gérard de. “El desdichado”. En Paz, Octavio. Versiones y diversiones. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2000; p.21. Secreto, Cecilia. “La travesía de los géneros. El espacio de la reescritura”. En Piña, Cristina (ed.). Literatura y (pos)modernidad. Buenos Aires: Biblos, 2008; p.87-119. Virgilio. Eneida. Buenos Aires: Losada, 2006. Traducción: Eugenio de Ochoa. Notas: [1] Este trabajo se ha realizado en el marco de la investigación para una tesis doctoral sobre las obras de Tamara Kamenszain, María Negroni y Alicia Genovese, desarrollada para el Doctorado en Letras de la Universidad Nacional del Sur. [2] La inscripción genérica de esta obra reviste un carácter problemático puesto que enlaza diversos géneros (novela histórica, relato fantástico, autobiografía y biografía) a partir de la compleja figura del narrador. Esa problematización no será indagada en este trabajo, pero sí señalada mediante la referencia a la novela como (auto)biografía. [3] El relato sobre la afición por coleccionar sugiere que la peculiaridad de los objetos coleccionados interpela al sujeto que procura resguardarlos bajo su posesión y así liberarlos, al modo en que Walter Benjamin refiere: para el coleccionista “la verdadera libertad de los libros [o de los objetos que colecciona] se encuentra en algún lugar de sus estanterías” (2012, p.46). [4] Si en Bomarzo se destacan objetos como los restos de la armadura etrusca, el retrato del Duque pintado por Lorenzo Lotto, el anillo regalo de Benvenuto Cellini y el esqueleto coronado de rosas, en el poemario, en cambio, sólo es posible identificar a este último, que se revela como una imagen obsesionante pero entrelazada a otra, femenina, indistinguible: “Fui y vine por años, entre ella y su imagen, con tal de no perderla. Rígida muñeca, figura que no cesa, como si fuera un esqueleto coronado de rosas” (2009, p.36). En Bomarzo, de terrorífico compañero de encierro a mensajero de ultratumba que custodia un arcano y a un objeto sacralizado, confluyen en ese esqueleto la muerte y la inmortalidad, el terror y el deseo, lo sacro y lo profano, sentidos que Negroni preserva en su reapropiación poética y que tensiona el diálogo entre las dos obras.
[5] Afirma el narrador de Bomarzo sobre sus los objetos de su colección: “Eran mi fiel reflejo, por absurdas, por intrincadas, quizás por monstruosas, también por frívolas” ([1962] 1967, p.461).
[6] Walter Benjamin apunta que “el fenómeno de la colección, al perder al sujeto que es su artífice, pierde su sentido” (2012, p.53).
[7] Según Joan Corominas, gruta proviene “del napolitano antiguo o siciliano grutta [...], que viene del latín cmpta [.] y éste del griego krypte ‘bóveda subterránea, cripa’, derivado de kryptó ‘yo oculto’” (1976, p.305).
[8] Pilar González Serrano propone que en las creencias funerarias de la Antigüedad la catábasis (el descenso al infierno o inframundo) se seguía de una anábasis (el ascenso/salida del inframundo como una resurrección) y conllevaba un aprendizaje: “Creencia generalizada en la antigüedad, era que los difuntos que habían vivido y sufrido mucho, estaban tan llenos de experiencia que, para recabar sus enseñanzas o una información precisa, era necesario descender a los infiernos y tener con ellos un encuentro personal” (González Serrano, 1999, p.131).
[9] Para el Duque “Vivir era eso: perder, ir dejando atrás, en la senda andada, despojarse. Y ser inmortal equivaldría a terminar más desnudo, por fuera y por dentro” (Mujica Láinez, [1962] 1967, p.339).
[10] Para el narrador de Bomarzo la identificación con ese verso de Nerval es una expresión de deseo: “Me encanta, todavía hoy, buscar similitud de ese tipo, posibles afinidades mías con héroes misteriosos y desventurados, con individuos ‘interesantes’, pues [...] me percaté desde que empecé a andar por la vida, de que debía compensar con una atracción imponderable las desventajas de mi giba y de mi pierna” ([1962] 1967, p.24).
[11] Afirma Tamara Kamenszain a propósito del sujeto poético de Poemas humanos de César Vallejo: “Lo mío es lo que queda, no yo. Queda la presencia de mis cosas, su testimonio” (2007, p.24).
[12] El padre de Pier Francesco había escrito junto a la profecía de su inmortalidad “Los monstruos no mueren” ([1962] 1967, p.217).
[13] Gabriel Giorgi afirma que el monstruo “materializa lo invisible, y por eso indica otro umbral de realidad de los cuerpos, sus potencias desconocidas pero no por ello menos reales” (2009, p.324).
[14] Por ejemplo, en Museo Negro Negroni se interesa por personajes como Vathek, Drácula, el Capitán Nemo, entre otros, que examinados desde la estética del gótico se asemejan en sus características al Duque de Bomarzo: seres desamparados, huérfanos, cuya intemperie devela para la autora “la imperiosa relación que existe entre la infancia y lo atroz, el arte y el crimen, la pasión y el miedo, el deseo de fusión y la escritura” (1999, p.12).
[15]
El ejercicio de reescritura es una operación asidua de esta poeta pues uno de los rasgos distintivos de su poética es el trabajo intertextual con diversas obras de la tradición literaria. Aquí sólo señalamos dos obras en las que la operación de reescritura ocupa un espacio preponderante en el proyecto de escritura. [16] Bourriaud entiende que la singularidad pertenece al “orden del acontecimiento, porque abre el camino a réplicas, a variantes; pero también retoma el hilo de la modernidad, puesto que constituye siempre una ruptura, una discontinuidad en el paisaje liso del presente” (2009, p.82).
[17] “Por su significado a la vez dinámico y dialógico, el adjetivo radicante califica a ese sujeto contemporáneo atormentado entre la necesidad de un vínculo con su entorno y las fuerzas del desarraigo, entre la globalización y la singularidad, entre la identidad y el aprendizaje del Otro. Define al sujeto como un objeto de negociaciones” (Bourriaud, 2009, p.57; cursiva en original). |
Ensayo de Rayen Daiana Pozzi
Profesora en Letras (UNCo), Especialista en Literatura Hispanoamericana de siglo XX (UNCo) y
Doctoranda en Letras (UNS), posgrado financiado con beca doctoral CONICET.
Docente ayudante en las cátedras Literatura argentina I y II en Profesorado y Licenciatura en Letras (UNCo).
Publicado, originalmente, en:
Caracol, Sao Paulo, N.
17, IAN./1UN.2019
Caracol es una publicación semestral del Área de Lengua Española y Literaturas Española e Hispanoamericana del https://www5.usp.br/
Departamento de Letras Modernas de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas de la Universidad de São Paulo.
Link del texto: https://www.revistas.usp.br/caracol/article/view/159129
Ver, además:
María Negroni en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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