Fernando del Paso

Premio Cervantes 2015

por Elena Poniatowska

Fernando del Paso recibió el pasado 23 de abril el Premio Cervantes de Literatura 2015, el mismo que antes obtuvieron Octavio Paz, Carlos Fuentes, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco y Elena Poniatowska. Es precisamente la autora de La noche de Tlatelolco quien lo homenajea ahora, rememorando diálogos que han entablado durante su larga amistad, en los que destacan al mismo tiempo el humor y la erudición de dos de los grandes escritores de nuestra lengua.

Cuando Fernando del Paso lanzó a la calle su libro José Trigo, el primero de la colección de la nueva editorial Siglo XXI, dirigida por Arnaldo Orfila Reynal, en esa época los críticos se mostraron escépticos y algunos dijeron que Fernando del Paso había escrito un ladrillo, un diccionario, una delirante avalancha de sinónimos. Otros alegaron y siguen alegando que Del Paso es un tipazo que conoce profundamente su ciudad, la ama y la entiende como nadie. Otros más opinaron que nos hallamos frente al James Joyce mexicano, el innovador del lenguaje, el que le da forma y coherencia. Y todavía más. Hoy por hoy, los últimos piensan que frente a toda esa literatura de la Onda, venida de Estados Unidos y trasladada al valle, la de Fernando del Paso se yergue como una columna sólida, bien enraizada, fascinante por su pureza, por el esfuerzo siempre mantenido; por su inexorable fidelidad a sí mismo, a su lenguaje barroco, auténtico, abigarrado, trabajoso, irritante, mágico y deslumbrador.

¿Y quién es Fernando del Paso? Lo conocí siendo un muchacho cachetoncito, muy joven, de 31 años, que trabajaba en una casa de publicidad. Tímido, no llegó nunca a ser tan hosco como Juan Rulfo; respetuoso, inquieto, Fernando del Paso ha elaborado —todos sus instrumentos a mano, artesano de sí mismo— y ha sabido producir, a las primeras de cambio, una obra maestra.

Leer José Trigo es difícil. A veces dan ganas de aventar el tomo de Siglo XXI —grueso, por cierto: 536 hojas—, pero leerlo es una experiencia indispensable, porque de ella sale uno enriquecido, amoroso, abierto a esta ciudad aterradora y maravillosa que es la capital de México.

No sé si Fernando del Paso siempre se pone colorado, pero tiene un color sonrosado que le da un aspecto de manzana, de esas que llegan cada año de Zacatlán, para desparramarse en la Feria de la Manzana. Serio, contesta a las preguntas con todo cuidado, así como fue hilvanando una por una las cuentas de ese rosario profano e inmaculado, blasfemo y sagrado que es José Trigo.

—Fernando, ¿qué es José Trigo?

—Es y no es una novela.

—¿Por qué?

—Porque creo que en muchos sentidos es un poema...

—¿Es un poema, Fernando?

—Es lo que creo, o por lo menos esa fue la intención.

—¿Por qué quisiste hacer un poema y te salió una inmensa novela?

—Fue el resultado a partir de un momento y a partir de este momento se volvió intencional.

—Muchos dicen que es chocante la novela.

—No sé, otros lo juzgarán, no lo sé.

—Pero es que utilizas palabras que nadie utiliza nunca. Por ejemplo, en vez de calle dices rúa.

—Mira, cuando me dijiste eso, hace mucho, me fijé que en el editorial de un periódico de gran circulación mencionaban las rúas que había hecho Uruchurtu. Así, ya somos dos.

—¿Por qué al hablar de tu novela se dice continuamente que has renovado el idioma? ¿Es una reestructuración del lenguaje?

—Mira, hace un momento, Elena, decías de alguien que tenía una cara de una melancolía atroz. Me llamó la atención porque “melan” quiere decir negro en griego, y “ater”, de donde sacaste atroz, es negro en latín; dos veces dijiste “negro”. He estudiado raíces griegas y latinas y me he soplado el Corominas completo, con sus seis mil palabras. Todo el día leo diccionarios. Son libros que no consulto sino que leo con verdadera fruición; todo, las etimologías de García de Diego y los estudios de Dámaso Alonso, aunque el señor es muy pedante, pero me apasiona el idioma. Leo hasta que las palabras quedan totalmente lúcidas; me las trago, las mastico, luego las echo fuera, y así fui ensartando el José Trigo, durante siete años.

—Pero ¿cómo se te ocurrió hablar de Nonoalco, de Santiago Tlatelolco, de las vías del tren, los durmientes, el sindicato, los ferrocarrileros, las pulquerías, la vida de los furgones abandonados, todo ese mundo que va desde Peralvillo hasta la Nueva Santa María?

—Un día pasé por Nonoalco en camión, quise hacer un cuento. Iba los sábados a tomar notas y apuntes.

—¡Ah, entonces hablabas con la gente como Oscar Lewis!

—No. No quise hablar con ningún ferrocarrilero. No hablé jamás con personaje alguno. Yo quería crear un mundo artificial.

—Pero te salió un mundo real. Todo lo que dices es real, pero llega más hondo, está más trabajado que cualquier tratado de antropología. ¿Por qué?

—Es que Oscar Lewis, que mencionabas hace un momento, no llega a la creación. Recopila datos.

—¿Y tú, Fernando? ¿No hiciste un diccionario de caló o de mexicanismos? Algunos críticos apuntan que un capítulo está escrito a lo Juan Rulfo, otro a lo John Dos Passos con su Noticia histórica como en el Manhattan Transfer, otro a lo Faulkner, que todo es una elaboración artificiosa sin una trama, sin un verdadero soplo interior, ese viento que todo lo arrastra y que hace la obra de creación y que es también el amor, porque el amor también es un viento que todo lo arrastra, ¿o no?

—Tu pregunta es casi tan compleja como José Trigo, porque no he logrado entender lo que quieres decirme. A la novela la divide el puente de Nonoalco y los capítulos son de contrapartida, el este y el oeste.

—Pero no des explicaciones técnicas porque eso a todo el mundo le aburre, salvo a los especialistas. ¡No me platiques cómo armaste los capítulos! Sólo te repito lo que he oído decir aquí y allá de varios envidiosos que piensan publicar artículos acerca de ti. Di, Fernando, ¿te va a tragar la mafia?

—No, no creo en la mafia ni soy un foco en las fiestas.

—¿Un foco de luz, un foco de interés o un foco de infección?

—No soy nada; además, voy poco. No creo en las mafias. Simplemente creo que en México la gente se junta como gremios y actúa como una cofradía: zapateros, plateros, etcétera. Y se han juntado los escritores para no sentirse tan solos. Es como en los balnearios. Aunque todo el mundo está en la misma agua, la gente se va separando por condición social, costumbres, gustos, intenciones; así sucede en todas partes y no podía dejar de suceder entre las elites intelectuales a las que no tengo por qué temerles.

—¿Y piensas hacer otra novela?

—Sí, he tomado notas para otro libro donde no buscaré de propósito el juego lingüístico como en José Trigo, sino que será más bien una novela de experiencias personales. Quise estudiar medicina y en mi próxima tarea, mi personaje será un estudiante de medicina.

—¿Y hacer esta novela depende del éxito de José Trigo?

—No, de ninguna manera.

—Pero ¿cuál ha sido tu experiencia con José Trigo?

—Mira, las personas a quienes yo quería que les gustara, les gustó. Y eso me basta. Sé que el libro es muy difícil de leer y necesita la colaboración del lector, pero así me salió. No hice otro libro. Hice José Trigo. Tardé siete años. Obtuve una beca del Centro Mexicano de Escritores. Ahorré todo el dinero de la beca junto con otros ahorros para poder encerrarme siete meses en mi casa a terminar el libro.

—¿Y te produjo una gran alegría terminarlo?

—Sí, pero no tan grande como yo imaginaba.

—¿Y qué piensas de que ya quieran traducirlo al francés, al inglés, al alemán, al portugués y al italiano?

—Me da alegría.

—¿Y de que lo vayan a llevar al cine?

—No sé. Yo nunca voy al cine, por pereza. Las películas envejecen demasiado rápido. A mí no me interesa hacer cine. Yo no creo que el cine adquiera jamás la extraordinaria libertad que tiene la literatura.

—Pero tú eres joven...

—Yo ya me siento viejo. Tengo 31 años, tres hijos. Me casé a los 22 años. Me casé sin experiencia. Aunque sea un lugar común, al final de cuentas, siempre le falta a uno experiencia.

—¿Hasta para escribir?

—Sí, hasta para escribir.

—Y del Premio Villaurrutia, ¿qué opinas?

—Estoy muy contento.

(Y sonríe, junto con toda su cara redonda, bien joven, de manzana de Zacatlán de las Manzanas).

Fernando del Paso es posiblemente el más extraordinario de los escritores mexicanos. Autor de dos novelas de primera: José Trigo y Palinuro de México (ganadora del Premio Novela México) se ha distinguido siempre por su erudición, su tenacidad y su don de investigador: nada deja al azar, nada a la Divina Providencia. Cuando pienso en Fernando del Paso, me invade siempre un sentimiento de asombro y de admiración; todas sus novelas están infinitamente documentadas y si los editores no se las arrebataran, Del Paso estaría probablemente investigando el día de hoy acerca de cómo debe de llevarse a cabo una huelga ferrocarrilera para insertarla en su José Trigo, publicada por la editorial Siglo XXI, en el año de 1966. Por cierto, esta novela prestigió la colección literaria “Siglo XXI”, además de iniciarla, y causó el mismo revuelo que habría de causar más tarde Palinuro de México, novela de 647 páginas.

Trabajar en otra extensa y documentadísima novela, Noticias del Imperio, sobre Maximiliano y Carlota, es otra tarea titánica que Fernando del Paso se impuso.

—Lo que hago en general es leer y subrayar, una buena parte de los libros los saqué de las bibliotecas de Inglaterra en donde viví diez años, de la London Library, por ejemplo, que es una biblioteca privada y me tomo el trabajo de subrayar con lápiz muy ligeramente para después borrar (porque me parece un crimen dejar un libro subrayado), y mi esposa Socorro, mi máxima ayudante, hace fichas de mis subrayados. Es la primera vez que trabajo con este método. Toda esta cantidad de fichas después la voy utilizando según creo conveniente, pero, en realidad, de ese enorme, enorme caudal de material, sólo utilizo el 10 por ciento, a veces ni el 10 por ciento.

A la postre no sé cuál va a ser ese 10 por ciento que pienso utilizar, pero eso sí estoy cargando mis baterías, como tú dices, Elena. Viene entonces el momento de la creación. Partes de la novela son prácticamente narración de ciertos hechos básicos e históricos que ocurrieron desde que se planeó el Imperio hasta la Intervención francesa, la llegada de Maximiliano, el derrumbe del Imperio, el retiro de las tropas francesas y la locura de Carlota, pero otras muchas páginas son pura imaginación —o creación, como debe llamársele— y son las que he escrito hasta ahora, doscientas cincuenta páginas.

—Mi madre me ha contado, Fernando, que a la hora de morir, Maximiliano fue extraordinariamente valiente, incluso dijo con voz de mando: “Soldados, apunten al corazón”. Lo cierto es que Egon Corti dice que esa mañana del 19 de junio de 1867 fue radiante, sin una sola nube, que el emperador mismo se detuvo a exclamar, él ya vestido con un traje negro: “Qué día más hermoso, siempre había deseado morir en un día como este”. Y a la hora del fusilamiento indicó con voz de mando: “Soldados, disparen al corazón”.

—Sí, fue valiente, pero hay que reconocer que Maximiliano se portó a veces con cierta cobardía durante el sitio de Querétaro. A la hora de su muerte fue de una valentía extraordinaria. A la hora en que lo iban a fusilar se echó un discursito que acabó diciendo: “¡Viva México!” y le dio una moneda de oro a cada uno de los soldados del pelotón pidiéndoles que no tiraran a la cara, que le apuntaran al corazón. No sé las palabras exactas, porque además no había grabadoras —como la tuya— en aquella época y hay diversas versiones de sus últimos momentos, pero el hecho de que pidió que no le apuntaran a la cara sino al corazón es verídico, e incluso se separó las barbas rubias y largas para dejar su pecho al descubierto. Cuando cayó, dijo dos veces la palabra “hombre, hombre”. Después le dieron un tiro de gracia de tan cerca que se incendió el chaleco.

—¿Qué más sabes de esos momentos?

—Había tres cajas de madera de pino ordenadas allí para los tres, pero eran tamaño standard y si Miramón y Mejía cupieron, no pensaron que Maximiliano medía 1.85, una altura que para aquella época debía de ser desproporcionada, así es que los dos pies se le salían del cajón, como dice el corrido. Después lo embalsamaron, pero, una hora después de permanecer en la morgue, ya no tenía barba ni pelo, porque unos cirujanos se los cortaron para vender los mechones rubios como souvenirs. El corazón también se lo cortaron en pedacitos y lo pusieron en frasquitos para venderlo a sus admiradores, bueno, unas cosas de una truculencia espantosa. Para colmo, como no había ojos, y tú sabes que a toda persona embalsamada le ponen ojos de vidrio (me imagino que ahora serán de plástico), como no había ojos de vidrio azul en Querétaro, le arrancaron unos ojos negros a una Santa Úrsula y se los colocaron a Maximiliano. Otros biógrafos describen otra serie de detalles increíbles, indudablemente ciertos. Todo esto que te cuento está relatado en los libros de Blasio, el de Corti, el de Bertita Harding, el de Joan Haslip y en los documentos de la época.

—¿Y no te parece que Maximiliano, como personaje novelístico, es un ser encantador?

—No, no, pues en algunos aspectos... yo no diría encantador, a mí me parece...

—Baboso...

—Baboso, sí, naíf, y un poco despreciable.

—¿ Despreciable?

—Sí, despreciable. Era un déspota ilustrado en el sentido de que era un déspota liberal, pero creía en el derecho divino a gobernar de la Casa de los Habsburgo, creía que Dios le había dado ese derecho, entonces en algunos aspectos me parece a mí patético.

—Pero todos los gobernantes europeos, todos los reyes y los príncipes se creían representantes de Dios sobre la Tierra.

—Sí, pero la figura de Maximiliano dedicado a cazar mariposas o lagartijas en los Jardines Borda, pues a mí me parece irrisoria. Claro que él leía mucho y tenía gran interés por las ciencias naturales, la botánica y la entomología, pero me resulta patético que un príncipe se evada de sus obligaciones cazando mariposas y lagartijas.

A propósito del Castillo de Chapultepec y de Miramar —continúa Fernando del Paso—, Maximiliano quiso bautizar al Castillo de Chapultepec como “Castillo de Miravalle”, puesto que desde sus ventanas miraba el valle, pero la idea no progresó.

—¿Es cierto que Carlota sólo se sentía protegida dentro del Castillo de Chapultepec y bajaba al valle con un gran temor?

—Es cierto. En cambio, Maximiliano se vestía de charro y le gustaba mucho estar entre la gente, saludar, compartir. Hizo además varios viajes por la República, participó en muchos encuentros con “el pueblo”, esto a él lo exaltaba. Carlota, mucho más realista y lúcida, percibió que por más sonrisas que les hacían, no los amaban y sintió miedo.

—¿Y el envenenamiento? ¿El toloache?

—Su locura empezó a manifestarse por el miedo al envenenamiento, no tomaba nada, en ninguna parte, ni siquiera ante Napoleón III, si antes no lo había probado una fiel sirvienta, y también pedía que se lo echaran a los gatos antes de dárselo a ella como prueba de que podría ingerirlo.

—¿Eso fue en el castillo de Miramar?

—No, en París, en todas partes, en Miramar se refugiaron Maximiliano y Carlota después de su primer gran fracaso, porque como sabrás, Maximiliano fue virrey de las provincias Lombardo-Vénetas, que en aquel entonces eran dominio de Austria pero Maximiliano fue un gobernante demasiado liberal que no le convenía ni a Austria ni a los habitantes de las provincias Lombardo-Vénetas, porque no deseaban un príncipe austriaco liberal y de nobles intenciones, sino expulsar a los austriacos de lo que consideraban su territorio, y claro, Francisco José, emperador de Austria, se dio cuenta de que su hermano no era un buen gobernante y lo destituyó.

—Por eso Maximiliano y Carlota se refugiaron en Miramar.

—Sí, primero vivieron en el Castelleto, después construyeron su castillo en donde Maximiliano escribía unos versos muy cursis y Carlota pintaba acuarelas también muy cursis. Los dos eran muy malos y muy cándidos. Se dedicaban a tocar el piano y a pasear por los jardines y a aburrirse como ostiones.

—¿No hacían el amor?

—No, ni siquiera eso.

—Y tú, ¿cómo sabes?

—Porque esto se sabía; dormían en recámaras distintas y frente a cada puerta había guardias. En un castillo, todo se sabe, los guardias hubieran visto al archiduque entrar a la habitación de la archiduquesa.

—¿Pero cómo sabes —insisto asombrada—, cómo sabes, por ejemplo, que a Carlota no le dieron toloache?

—No —ríe—, pues lo del toloache es una de las teorías, pero los investigadores serios descartan esa posibilidad porque los síntomas de la locura de Carlota no corresponden a una intoxicación de toloache. Lo que sí podría, en cambio, haber provocado su locura es que Carlota haya llegado embarazada a Miramar.

—¿De Maximiliano?

—No, claro, de Maximiliano no, aunque, claro, tuvieron relaciones amorosas que después se enfriaron, en Miramar y en Chapultepec. En México, se cuenta que Maximiliano se enamoró de Concepción Sedano... Y Carlota, del coronel Van der Smissen.

—Mi abuelo era muy amigo del general Weygand, incluso yo llegué a verlo en Speranza, en el sur de Francia, y se decía que era el hijo de Carlota. Era chaparrito, apiñonadito, o a lo mejor su color se lo estoy inventando...

—No, Weygand, es verdad, era exacto a Van der Smissen. Ahora, es un hecho público y notorio, un secreto a voces que Maximiliano y Carlota nunca tuvieron relaciones maritales desde que llegaron a México.

—Ay, ¿y por qué?

—Una posible razón de la locura de Carlota es que todo el mundo hubiera sabido que el hijo de Carlota no era de Maximiliano. Cuando perdió totalmente la razón, la reina de Bélgica y el conde de Flandes la recogieron en Miramar.

—¿Embarazada?

—No sé. Es una de las explicaciones de la locura de Carlota: su posible embarazo. Lo que sí es un hecho es que al general Weygand le remitieron una fotografía de Carlota el día de su muerte, una fotografía autografiada por ella.

—¡Hijos! La realidad va mucho más allá que cualquier imaginación calenturienta, ¿verdad? ¿Y la foto decía que Carlota era su madre?

—No, eso no lo sé y no lo creo. Mira, todavía no me explico la locura de Carlota, pero ningún historiador se la ha explicado totalmente, no parece haber razones suficientes para su locura, porque ella enloquece mucho antes del derrumbe del Imperio. Lo que sí está comprobado es su fuerza de carácter, su capacidad de mando.

—Su inteligencia.

—Tal vez no era muy inteligente, pero sí hay muchas pruebas de su fuerza de carácter. Después de una breve luna de miel, cuando ella se atrevió a quitarse la venda de los ojos, demostró ser una persona lúcida perfectamente consciente y al corriente de todo lo que estaba sucediendo en México. Supo muy pronto que el imperio no iba a funcionar, porque no contaban con el apoyo de los conservadores, porque Maximiliano finalmente actuó como un liberal. ¿No lo había demostrado declarando que él comprendía a Juárez y que él mismo sentía que tenía sangre mexicana y rebelde en las venas? Y no contaba tampoco con el apoyo de los liberales, porque él era un monarca y los liberales querían una república.

—Les sucedió lo mismo que con las provincias Lombardo-Vénetas. A él no lo querían porque su pensamiento era mucho más generoso del que corresponde a un monarca, Fernando.

—Mira, no creo que Maximiliano haya sido el ser generoso que tú describes, Elena. Todo estaba derrumbándose en torno a ellos y la única en verlo fue Carlota. Maximiliano por lo demás era un ser sumamente indeciso; se iba de viaje por el territorio nacional y se olvidaba de todo, hizo varios viajes y dejaba a Carlota al frente del gobierno y hay documentos que demuestran que ella tomaba decisiones mucho más rápidas y eficaces que él.

—Deduzco, Fernando, que Maximiliano fracasó en México, porque tanto él como Carlota eran sumamente frívolos y venían ante todo a ser emperadores, es decir, a llevar una vida fastuosa de carruajes, fiestas y corte, que nada tenía que ver con la realidad del país al que ni siquiera conocían.

—Sí, en parte tienes razón, porque te imaginas lo que son en el trópico, los húsares y las carrozas doradas, el batallón egipcio y el batallón de los sudaneses enviado por el Virrey de Egipto, la Legión Extranjera, y sobre todo tanta gala, tanto adorno, tanta pompa, todo esto resultaba totalmente fuera de contexto, totalmente surrealista. Maximiliano, además, le dio una enorme importancia al ceremonial de la corte, al protocolo desde que venía a bordo de la Fragata Novara en su viaje de Trieste a México. Maximiliano redactaba a veces de su puño y letra todo lo concerniente al ceremonial de la corte y lo siguió dictando aquí en el Palacio Nacional, en el Castillo de Chapultepec, hasta que lo mandó imprimir en el mismo año en que llegó a México. Inspirado en el ceremonial de la corte austriaca y en parte en el ceremonial de la corte francesa, hizo una combinación para México y se preocupó por detallar cada uno de los pasos en cada una de las ceremonias del 16 de septiembre, el cumpleaños de la emperatriz, el cumpleaños del emperador, del Día de Corpus, el lavado de los pies de los ancianos y las ancianas el Jueves Santo; Maximiliano le lavaba los pies a doce mendigos y la emperatriz a doce mendigas, y aunque este es un rito religioso, todos los soberanos católicos lo practicaban.

Uno de los escritores con quien más largo he platicado ha sido Fernando del Paso, quizá porque la editorial Siglo XXI se inició en la Morena número 430, mi casa transformada en casa de libros en manos de Arnaldo Orfila Reynal. También él, si resucitara, estaría feliz y muy emocionado de ver que al escritor a quien le apostó, Fernando Del Paso, recibe en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares el llamado Premio Nobel de la Lengua Española, el Cervantes que le ha sido concedido a Paz, a Fuentes, a Pitol y a José Emilio Pacheco.

 

 

Elena Poniatowska

 
Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  147 / artículos / Mayo de 2016

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/00473a8d-330e-44df-8069-6f9de4e74c08/fernando-del-paso-premio-cervantes-2015-artesano-de-si-mismo

 

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