A propósito del silencio
Bruno Podestá

Había leído en un cuento de Benedetti sobre los bichicomes montevideanos y también los había visto deambular por la ciudad. Ánimas errantes, andan con su casa a cuestas por así decir, cobijándose en esos huecos que aquí y allí generosamente ofrecen las urbes llenas de edificios, puentes, playas y terrenos baldíos. Me pregunté quiénes serían, de dónde vendrían, si acaso tienen o tuvieron una familia con la cual festejaron sus cumpleaños o pelearon por una herencia por minúscula que fuera, una mesa y dos sillas destartaladas o un viejo reloj despertador.

Y así fue como por casualidad di en un café con la persona que podía dar respuesta a mis inquietudes, un especialista. El especialista me explicó que muchas de esas personas, aunque no todas, en la ciudad de Benedetti y en otras ciudades del mundo también, no son solo pobres sino que viven con el alma mirando para adentro, invadidos por voces (y a veces visiones) que en distintos decibeles, pero en forma siempre persecutoria e implacable, interfieren con las voces de los demás, con la música, con el propio bullicio urbano. Como si todo el tiempo tuvieran dentro de sí una radio encendida, me dijo, perturbando su pensamiento, condicionando sus emociones.

Miembros de una hermandad sin clases que no conoce fronteras, los bichicomes también están en otros lugares, aunque con motes y nombres que varían, sin haber aterrizado en todos los casos en las páginas de la literatura. Son los sin techo, estrictamente urbanos, los homeless de las ciudades norteamericanas, parias invisibles en la era de la gran globalización.

También me dijo el especialista que se trata en muchos de esos casos de una enfermedad con nombre propio, "desorden psicótico polimórfico" en la clasificación internacional de esos males del alma, esquizofrenia para los legos, y que aunque ya ha sido identificado el gen que esconde los secretos de tan mala jugada, sigue siendo incurable. Que tiene formas variadas de mostrarse, que con los años pierde furor aunque nunca se olvida del todo de sus presas, a las que usualmente toma por asalto en la adolescencia o poco después.

Palabra pavorosa si se piensa bien, usada con descuido y con exceso por las películas de terror y el periodismo e inclusive por los políticos y la gente común cuando se quiere enfatizar con calculado dramatismo algo escindido y contradictorio, enloquecido e inclusive peligroso. Miré entonces con otros ojos a estas tribus urbanas que podían llegar a esconder tanto misterio y tanto dolor.

Las explicaciones del especialista echaban por tierra mi idea de que los bichicomes montevideanos eran gente que perdió el empleo, que lo perdió todo, digamos que por las leyes del mercado —hoy por hoy más ley y mejor ley que la ley divina—, o que por motivos más bien existenciales, de excentricidad o filosóficos había optado por ignorar a los demás. Pero estaba equivocado. La presencia de tan fiero mal en sus mentes cambiaba por completo ese supuesto panorama de renegados sociales con un cierto halo de añoso hippysmo.

Acepto a estas alturas que bastante tenemos ya con las guerras que día a día se expanden ante nuestros ojos, con los horrores del terrorismo, con muros que caen y muros que se levantan, con la siempre amenazante gripe del polio y los huracanes, sin que ni el más astuto zapping pueda librarnos de ese rosario de los espantos. Bastante tenemos ya con todo eso como para encima ponerse a escribir y mucho menos a leer sobre seres humanos que andan por ahí llevando consigo la injuria de esa pesadilla sin fin.

Uno puede ver el sufrimiento que una guerra o un terremoto producen a través del vidrio distante y seguro de la tele y ahí quedan las imágenes, enjauladas, congeladas, al lado de hazañas deportivas, algunas bellas piernas y autos de moda, lo que en conjunto nos pone a salvo y nos permite dormir en paz.

Si no, el sufrimiento puede también llegar envuelto en las cifras de una estadística, en las páginas de un semanario o en la sesuda presentación de una conferencia, y los números también en estos casos tienen la virtud de la indiferencia, pues no dejan de ser al fin y al cabo una transitoria abstracción. Otra cosa es, claro está, un ser humano en particular, uno concreto y específico, cuando el dolor pasa rozando o se viene encima con descaro, cosa que algunas veces hace sin siquiera avisar.

Pero volviendo a ellos, y a ellas, los del desorden F23.10 en el certero catálogo de la organización mundial de la salud, están también los que no deambulan por las calles, según me aclaró el especialista. Más afortunados en medio de todo, son los que tienen la atención de sus familiares y algunas veces también de amigos y de las instituciones públicas en algunos pocos países donde se ha entendido el ultraje de esas vidas. Y entonces viven tomando pastillas que a pesar de los daños colaterales que ocasionan, mal que bien ordenan sus mentes y apaciguan ese alboroto de voces y apariciones. En estos casos el camino suele ser (puede suponerse), bastante menos cruel, gracias al afecto y a la bioquímica.

Pero en resumen son personas más bien silenciosas (y llego aquí a la trascendencia y al misterio del silencio), aunque algunas veces se les vea hablando solos. Pero es el silencio lo que más dice de ellos, y lo que encubre el misterio de sus vidas.

Un tiempo después me volví a encontrar con mi amigo el especialista. Le pregunté si era verdad que como dicen los informes, los artículos, las paginas web que había estado revisando y leyendo, muchos de ellos se quitan la vida. Me confirmó que, estadísticamente hablando, así era y que a pesar del aspecto dejado y trashumante de algunos y de cierto alejamiento en la mirada, no son gente violenta ni peligrosa como suelen sostener algunas películas que para hacer más truculenta su trama promueven ese estereotipo. Son solo almas atormentadas, involuntariamente escindidas, me dijo.

Una pregunta permanecía. ¿Por que se quitan la vida los que se la quitan? ¿Porque saben que tienen una enfermedad que no les da tregua? ¿Porque cuando los medicamentos les dan cierto sosiego se dan mas cuenta de la tragedia que son sus vidas y entonces prefieren volver a la confusión de las voces o no seguir viviendo? La verdad, me dijo el especialista, es que no se sabe, pero para mí que se quitan la vida por temor; por temor al abismo al que los asoma ese vergel de voces amenazadoras del que no pueden escapar.

Bruno Podestá
A propósito del silencio
Serie Ficciones NARRATIVA
Pontificia Universidad Católica del Perú
Fondo editorial 2005

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