La crisis en el habla cotidiana de los argentinos 
Por Silvia Plager

Las crisis en mi país son como eslabones de una cadena.  Y con frecuencia, cuando creo descubrir algo nuevo,  el presente, ese habiendo sido que se va presentando, termina convenciéndome que es más de lo mismo.

Comencé a recorrer la crisis en mi barrio de infancia, donde los inmigrantes judíos, italianos y gallegos (al Once aún no habían llegado los coreanos) se intercambiaban sus dramas cotidianos  a viva voz. La guerra y el hambre que habían dejado atrás hacía que la escuela pública, el pan diario, y los humildes paseos domingueros, representaran un lujo. Lujo que hoy para la gente humilde sigue vigente pero que, para la mayoría de la clase media, representada por los hijos de aquellos hombres y mujeres que bajaban de los barcos con la ambición de una cama y un plato caliente,  significa una especie de descenso a los infiernos.

 En su libro “No somos tan buena gente”, José Abadi y Diego Mileo dicen: La clase media se instala en el territorio de la posesión de las cosas, del tener y del disfrutar. Pero la otra cara de este goce sería un recuerdo genético donde lo que imperaba era la necesidad. Es como si no deseara recordar sus orígenes, sus raíces, aquellos parientes que llegaron en estado de total precariedad y que sufrieron múltiples privaciones”( fin de cita).

Nuestros antepasados, sin embargo, parecen estar recordándonos desde nuestro torrente sanguíneo una sucesión de catástrofes que parecían haber llegado a su fin con el arribo a una tierra donde la carne que se asaba en las parrillas de los obreros de la construcción, perfumaba las calles con sus buenos augurios.

Por aquella época escaseaban las palabras en inglés, salvo las enraizadas en el deporte (en su origen casi todos los clubes eran ingleses), y  en nuestros oídos resonaban con naturalidad las elegantes y afrancesadas maisons en las que se vestía la clase alta: Madame Finesse, Marilú Bragance, etc.

En un tango,  la “madame que chamuya en francés” muestra que el lunfardo- lenguaje de ladronía que después ascendería hasta formar parte del ser nacional- pudo adecuarse al que, en los orígenes de nuestra patria ( un no tan lejano siglo XIX) fue signo de linaje y distinción.

El idioma de los argentinos ha ido evolucionando. Hubo una época en que en los salones, para estar a tono, había que matizar el correcto español con palabras en francés. Y los universitarios y profesores apelaban, también con similar intencionalidad, al latín. El inglés, a pesar de la cercanía con Inglaterra y con la admiración por el sistema escolar norteamericano, no tenía, por entonces, mucho que hacer con nuestro idioma.

Cuando la gran inmigración, se fueron agregando gran cantidad de italianismos y palabras en idish y en árabe. Ese lenguaje tenía que ver con la dificultad del aprendizaje y con el deseo de asimilarse.

Pero el inglés se tomaría la revancha y hoy son innumerables los términos que reemplazan a los vocablos en español, no sólo los que pertenecen a ciencias o tecnología sino palabras comunes: Liquidación- sale; gimnasia- gym; homosexual- gay; fiesta- party. Antes se hacían negocios, y revisación ha derivado en chequeo. Pagar al contado es cash y estar fuera de la casa es out. Los locutores dicen ok a cada rato.

Según Joge Aulicino, cuando Domingo Faustino Sarmiento pronunció Shakespeare como saquespeare y terminó su conferencia en un correctísimo inglés, la batalla por el afianzamiento de las naciones occidentales comenzaba a cambiar de rumbo. Sarmiento pronunció saquespeare, tal vez, para librar también su batalla contra la Real Academia de la ex metrópoli española, justamente para acentuar la independencia frente a la monarquía, símbolo no sólo de dominación imperial sino también del pasado feudal. Es cierto que los que hoy están en la edad adulta en la Argentina difícilmente recuerden haber usado otras palabras para decir short, y es cierto que los chicos de hoy nunca sabrán si existe un equivalente para decir on line.

Como contrapartida de esta globalización del idioma anglosajón, otra globalización logra que haya en los subterráneos de Nueva York avisos de seguridad y de publicidad en español.

 Hay una ofensiva europea contra la invasión del idioma inglés, dice Araceli Viceconte en su artículo del diario Clarín. “Guerra a los anglicismos!, declararon puristas y defensores del idioma, alentados porque el 2001 es el “año europeo de la lengua”. “Nuestro idioma merece protección pública, porque es la base cultural más importante de nuestra sociedad”, insiste la Asociación de la lengua alemana. “Se está produciendo una degradación lingüística insoportable, opinó el presidente del Parlamento alemán, el social demócrata Wolfgang Thierse. “Si fuera un dictador, prohibiría la enseñanza del inglés en la escuela primaria, declaró en un exabrupto el ministro francés de Educación, Jack Lang, alarmado porque el 89,7 por ciento de los alumnos galos eligen aprender inglés.

En un seminario sobre “Lengua e identidad en Europa”, organizado por el Instituto Goethe el año pasado en Munich, Florian Coulmas, profesor de la Universidad de Duisburgo, subrayó que la era del nacionalismo lingüístico se ha acabado y abogó por las palabras elegidas libremente.

Si Galileo escribía en latín, los científicos de hoy lo hacen en inglés, “la lingua franca” de los negocios y la ciencia. El problema- dicen los filólogos- es que la mayoría habla en un inglés malo y simple: “El Bad Simple English”.

Lo cierto es que el inglés hasta tiene el monopolio universal de los neologismos. En la Argentina, desde hace unos años hay “delivery” (entrega a domicilio) y heladeras “no frost” ( que no producen escarcha) y moda “casual”(informal).        

Pero no todo es importado. Entre las creaciones de los últimos años figura el  prefijo “re”. Y todo es relindo, nos requieren y lo bueno está rebueno.

Cuenta Marcos Aguinis que le preguntó a su hija, cuando era chica, que era rebaño, y ella le respondió: te bañas dos veces. Así un retirado no es un jubilado sino alguien que está muy en la mala, y un repollo es un ave de cuya condición de pollo no puede dudarse. Hay palabras clave como boludo, loco, chabón, que han venido a reemplazar el nombre propio. “Hola, boludo, escuchaste lo que me dijo ayer aquel chabón? Pero no, loco, estás confundiendo al chabón que te digo con el boludo de la otra cuadra”.

Carlos Ulanovsky titula Trucholandia el capítulo de su libro que se refiere al vocablo trucho: En un mundo acosado por la impostura no parece asombroso que una de las palabras estelares de los últimos años haya sido el adjetivo trucho, presente en el diccionario como un americanismo que quiere decir vivo, ladino, taimado y astuto. En su renovada acepción, trucho es falso.”

 En los tiempos de consumo, las marcas famosas de jeans, relojes, zapatillas, se duplican y triplican. Hay taxis que tienen su reloj adulterado, abogados con diplomas dibujados. Hasta tuvimos billetes truchos con la efigie de Menem y un diputado trucho cuya función en el recinto era dar quórum.

Zafar es otro de los términos favoritos, significa esquivar una situación y ha sido aceptado con esa acepción por la Academia Argentina de Letras, al igual que mina, palabra nacida en el lumpen para referirse a mujeres de mala vida y que ahora es una de las maneras de decir mujer. Hoy, una mina que te banca, es una mujer que te apoya, que cree en vos. Y una chabona refuerte, es una chica muy atractiva.              

Hay sustitución de vocablos por formas que se creen más eufemísticas y elegantes. Borges decía: “Yo creía que era ciego pero soy no vidente”. Así el español culo ha sido reemplazado por cola, que no alude a la función anatómica, y el busto, más proclive al mármol, que a la carne, desplazó en algunos lugares  a la teta. 

Hacer un listado de palabras de ayer y hoy esa sería la extensa labor de un especialista.  Los escritores generalmente llevamos el sello de nuestro lenguaje y lo adaptamos al texto que estamos trabajando. Somos observadores atentos que echamos mano a lo que nos sirve.

Si bien estoy escribiendo contra reloj para desarrollar en pocas páginas un tema que daría para un extenso trabajo, pienso en algo escrito por Beatriz Sarlo: “Se vive en la contradicción entre la necesidad del tiempo y la rapidez magnética de lo que está sucediendo ya mismo. La velocidad de la coyuntura arrastra a quien escribe en esta situación: escritura de sobrepique.” (fin de cita)

La palabra sobrepique a la que alude el artículo de Sarlo fue marcada en mi computadora como incorrecta, entonces fui al diccionario y, entre las muchas definiciones de “pique o “ irse a pique”, me quedé con ésta: “Pique”: “Acción y efecto de picar poniendo señales en un libro”. Para mi desgracia, a  las señales en los libros se suman, provocativas, las notas de los diarios y las  informaciones radiales y televisivas y todas me tiran a la cara la evidencia de que antes de que yo pueda saber algo de lo que quiero o necesito saber para esta nota,  nos estamos yendo a pique, y que lo que ahora mismo estoy escribiendo ya pertenece al pasado. A esa terrible sensación de estar hundiéndome se le agrega mi libre interpretación de por qué solíamos y solemos decir, cuando estamos apurados, que andamos “a los piques”. Y encima de la zozobra relativa a  las embarcaciones, tengo la zozobra de los humanos que andamos haciendo todo “a los piques”, como si con ese ir y venir a la carrera para “ganarnos el mango”, pudiéramos huir de la congoja y del deseo de zafar. Debo reconocerle a este verbo, puesto en órbita por la  filosofía del menor esfuerzo, una vigencia indiscutible. La cuestión no es hacer las cosas bien, sino zafar. Y después, si el enfermo no zafó, como su médico que se recibió porque zafó en los exámenes, y el conductor del automóvil no zafó como el mecánico que le arregló los frenos del auto, no se debe culpar a nadie. Yo, en este momento, pienso en cómo zafar con mi nota que denota que mi especialidad no está en el estudio de la lengua sino en el uso de la misma, y hasta por ahí nomás, como diría mi espíritu irónico.      

Así como  tiempo atrás se echaba mano al latín, y después al francés, para hacer gala de erudición, hoy dejamos que las voces coloquiales ganen espacio, y a mi se me filtra Minguito, un cómico que con indumentaria pobre y pobre vocabulario, simplificaba toda argumentación en su contra con dos palabras: “Shé igual”. Para Minguito ,el Partenón y un camión eran iguales porque sonaban parecido y, además, porque era un modo de zafar en las conversaciones en las que su desconocimiento  no le permitía intervenir. Minguito se encerraba en su ignorancia como otros se encierran en los walkman, en las computadoras, en los teléfonos celulares, en la pantalla del televisor, en los contestadores telefónicos, en la información múltiple y simultánea que crea la ilusión de ser parte de un todo cuando, en realidad, como diría cualquier vecina: “No somos nada”. Minguito hubiera dicho “ando seco”, y el erudito ministro de economía no está muy lejos de su definición descriptiva cuando, para decir que todos “estamos secos”, habla de iliquidez.

Ya casi nadie dice “viyuya”, “vento”, “morlacos”, “guita”, para referirse al dinero, pero la mayoría sigue diciendo “mango”. 

“¿Dónde hay un mango, viejo Gómez? ”, preguntaba un tango que cantaba otra crisis. En los últimos años, todos nos unimos al coro del que pregunta, salvo aquellos que nos han embarcado en la crisis, y tienen sus “verdes” bien guardados en el exterior. Porque el verde, durante las crisis, deja de ser un color para ser un billete con la cara de George Washington. 

 “Todos los fuegos el fuego”, diría mi amado Julio Cortázar. Todos los mangos el mango, diría Minguito a través de mi voz. Pero yo no igualaría la honesta ficción de Cortázar con la deshonesta realidad de los que urden el sufrimiento de muchos para el disfrute de unos pocos.      

El tango Cambalache refleja, tal vez como ninguno, esa deshonesta realidad : “ Siglo XX cambalache problemático y febril, el que no llora no mama, y el que no afana es un gil... ”

 A comienzos de la década de los 30, el país sufría una grave crisis política, económica y social.  Enrique Santos Discépolo fue uno de los mayores intérpretes de esa sociedad en crisis. Sus versos, lamentablemente, parecen haber sido escritos hoy.

Discépolo, a pesar de su : “el que no afana es un gil”,  veía el “afano” con mirada crítica.

Nuestros grandes músicos y poetas del pasado construían con los delincuentes personajes dramáticos que podríamos emparentar, algunas veces, con los de Zola o Victor Hugo. 

  “Cuando rajés los tamangos, buscando ese mango, que te haga morfar...”, dice Discépolo en “Yira, yira”.

 La decepción de aquellos que habían creído en la cultura del trabajo se expresa, también, en Cambalache: “Lo mismo un burro que un gran profesor”.

Ultimamente, ha surgido la “cumbia villera” que, con ritmo tropical pero letra propia retrata, ya no metafóricamente, sino de manera directa, al “chorro”. Sus creadores son herederos de aquella gente de campo que dejó su provincia con la convicción de que Juan Domingo Perón, el líder que los llamaba “mis cabecitas”, los sacaría de la miseria.  Pasaron años de aquella incumplida promesa de reivindicación social y las villas miseria en vez de desaparecer, crecieron: “Aguante el chorro”, vociferan los autores de la cumbia villera, a enorme distancia de los poetas y músicos de entonces.

“La difusión de la palabra aguante- Ulanovsky en “Los argentinos por la boca mueren”- es cuanto menos curiosa en una sociedad a la que se reconoce por su intolerancia. Este estilo de aguante tiene más parentesco con la resignación  que con resistir desde la fortaleza. Si esto no es vida lo que queda es aguantar. Y si el espacio vital es el del aguante,  la existencia- no hay otra- semejará un aguantadero...

Un hecho muy interesante es el uso del término entre los adolescentes y jóvenes. La vida de los chicos se convirtió en un permanente aguante. Aguante frente a la falta de dinero, a la incomprensión de los padres, aguante para colarse en un recital o para resistir la agresión policial: no es rebelión propia de la edad sino recurso para zafar”.

“Aguante Rácing”, escriben los seguidores de ese equipo. Y en los carteles callejeros instan al aguante a conjuntos musicales, a pandillas barriales, a colegios, a políticos, etcétera.    

La cumbia villera, que refleja en su cadencia y su decir, a algunos programas de la televisión, y difunde  una ideología abaratada por lo light ( palabra que ya es moda hace décadas) también tiene quienes la alienten con pintadas callejeras: “Aguante la cumbia villera”.

 Dentro de la clase media en decadencia, hay jóvenes que consumen cumbia villera identificándose, paradójicamente, con aquellos que temen y de los que, en la práctica, se resguardan.

Esos chicos necesitan  vestirse con letras y actitudes  que están fuera de la ley como una forma de protestar, tal vez, contra un lenguaje que la economía de mercado ha ido instalando de manera tal, que aquí no se espera sino que se hace lobby y se intenta ser fashion aunque se compre en un outlet. No importa que el negocio que ostenta sus carteles publicitarios en inglés esté en el barrio de Recoleta, donde la mayoría tiene un conocimiento aunque sea elemental del idioma inglés, o en zonas del gran Buenos Aires donde muchos de sus pobladores no han tenido la oportunidad de completar sus estudios primarios. Ahora hay combos de cualquier cosa, ya no hace falta entrar a Mc Donald’s para entender que se trata de una oferta.

Al escritor Jorge Asís, cuando fue secretario de Cultura del gobierno de Menem, se le ocurrió proponer la prohibición del uso excesivo del inglés sin tomar en cuenta que la administración de la que formaba parte alardeaba de tener relaciones carnales con el gran país del norte. Como es obvio, fue destituido.                           

 En un cuento de Ray Bradbury, dos caballeros medievales se disponen a velar sus armas para vencer al dragón. El maquinista del tren que los arrolla mira, azorado, los restos diseminados de personas y armaduras. En la actualidad, nosotros, como aquellos caballeros, sabemos que lo que aguardamos es peligroso. Que termine siendo de apariencia diferente, no cambiará su peligrosidad.

Durante la dictadura militar, se hablaba de aniquilar a los subversivos. La misma detestable palabra se usa en democracia para intimidar a los evasores de impuestos que, por supuesto, son los pequeños contribuyentes, ya que los grandes evasores son amigos de los que proponen la aniquilación y, por lo tanto, zafan.

La propuesta de aniquilar la subversión mató a 30.000 personas, y le dio a la palabra desaparecido una connotación que hizo que gran parte de los argentinos la evitemos, salvo para referirnos a las víctimas de la represión. A muy pocos se les ocurriría preguntarle a un amigo por qué anduvo desaparecido o decirle al hijo que acaba de hacer una travesura: “ ¡Desaparecé de mi vista!

 Las palabras son etiquetadas según las circunstancias. Y hoy, hablar de violencia, ya no nos remite a allanamientos, torturas, vuelos de la muerte.

La violencia urbana puede surgir en cualquier lugar y se habla de custodios, de alarmas, de circuitos cerrados, de puertas blindadas, de barrios cerrados, de la conveniencia o no de armarse, de las estrategias para entrar o sacar el coche de la cochera...

Pero la palabra seguridad, después del atentado a las torres gemelas- y eso que ya tuvimos nuestra terrible experiencia, desgraciadamente aún sin resolver, con los atentados a la embajada de Israel y la AMIA - ha cobrado otra dimensión, como la palabra terrorista, guerrillero, guerra.

Hasta hace muy poco Afganistán era un país exótico, y se desconocía quiénes eran los talibán. Pero en los últimos tiempos decir talibán es utilizar un sinónimo de retrógrado, de asesino. Y ese país remoto parece estar a la vuelta de casa, igual que New York.

La crisis mundial invade nuestra crisis . Lo más probable es que se sumen otras palabras y nuestro lenguaje cotidiano cambie. Lo que no creo que cambie es el espíritu del ser humano.   

Los argentinos, por más que intentamos parecer cool por una cuestión de pride, sentimos que ya no podemos transar con los que nos hacen el verso antes de las votaciones y después resultan ser unos chorros. La transa, ese neoverbo que resume si hay o no trato, nos hace afirmar. No hay transa, man. Lo que no podemos decir es: “quedáte piola, que acá no pasa one”, porque aunque estemos al sur, chabón, no comemos vidrio y si a los de arriba les toca la pálida, nosotros, fuimos.  

Silvia Plager

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