La gran escalera del Palacio legislativo

Cuento de Virgilio Piñera

El libro que leo se me cae de las manos, la música que escucho parece materia pegajosa y densa que obturara mis oídos; hablo con mi madre y siento que las palabras se me congelan en el borde de los labios, escribo una carta a M. —tengo mucho que contarle— pero a las dos líneas interrumpo la escritura. Me detengo a la puerta del cine: no saco la entrada, tampoco asisto al viernes de la seductora Eva ni al té de la frívola Elena. Sobre mi mesa de trabajo han dejado ellas, con sus propias manos, la invitación. Se pasmarán de asombro cuando sepan que no asistiré. ¡Cómo! No asistir yo, el ornato de sus salones, la sal y la pimienta de sus veladas; yo, que disipo la tristeza, que electrizo a la concurrencia, que ahuyento las sombras de las caras y que dilato los pechos oprimidos.. . Y ni siquiera siento, ni siquiera me apena esta inasistencia. Como un criado al que le falta tiempo para llegar rendido hasta su cama, voy cerrando, una tras otra, las puertas del mundo.

¿Será que voy a morir muy pronto? Pero si me siento lleno de salud, nada me duele, mi pulso es normal, no tengo fiebre; por lo demás, no soy un anciano: apenas tengo treinta años. Sin embargo, todo se me cae de las manos, lo poco que hago es automático, maquinal, falto de vida y calor. Me miro con indiferencia, me aburre mi propio ser, quisiera verlo muy lejos de mí. De mañana, es atroz el espectáculo: saco una pierna de entre las sábanas y su vista me produce el efecto de un animal de presa. Llego al colmo del horror cuando al hacer mis abluciones matinales veo reflejarse mi cabeza en el espejo. Esa cabeza... en otro tiempo admiración de mis ojos, orgullo de mis sentidos.

Conozco al causante de mi extraña libertad. Es —no quiero demorar más esta confesión— la gran escalera del Palacio Legislativo. El jueves pasado tuve que ir al Palacio. Estaba bien atrasado en el pago de unos impuestos. Las oficinas de dichos impuestos se ubican en el tercer piso. Empecé a subir la gran escalera. De pronto me quedé clavado en su quinto escalón. Sentí que me absorbía y que al absorberme me libraba del resto. Era ella, pues, lo único que me interesaba. Subirla y bajarla. Descendí los pocos escalones subidos y una vez en el arranque de la escalera me puse a contemplarla largamente. Hice el sensacional descubrimiento de que un escalón se compone de una losa acostada y de una losa parada. Entonces se me reveló con perfecta claridad que si subimos veremos primero la losa parada y, en seguida, la losa acostada; y que, del mismo modo, si bajamos veremos primero la losa acostada y después la losa parada. Otra revelación: como a cada escalón corresponde un paso de nuestras piernas, ocurre que acabamos por no saber si son nuestros pasos los que suben por los escalones o si los escalones suben por nuestros pasos. Algo más y de máxima importancia: los rellanos. En ellos no se mira la vida desde lo alto, no lanzamos miradas de desprecio a los viles mortales; estos rellanos no son una meta y opuestamente no vamos a detenernos en los mismos a conmovernos con nuestras penas. No, sería bien infantil, bien miserable encarar el rellano desde el punto de vista de nuestros sufrimientos. Por el contrario, debemos encararlos como puros rellanos que son. ¿Y qué se mira desde ellos? Pues sólo escalones... que bajan si la vista se despeña en rumorosas cascadas desde lo alto del rellano hacia la base de la escalera; que suben si los ojos, armados de zapatos herrados y de gruesas cuerdas, emprenden la fatigosa ascensión en pos del próximo rellano. Y hablando de ellos: son doce los de esta gran escalera de mármol rosa del Palacio Legislativo, sombrío edificio cuya construcción es muy anterior al descubrimiento del ascensor.

Ahora bien, si como he dicho el primero y el segundo de tales rellanos nos permite contemplar, de acuerdo con el capricho del ojo, el juego ya ascendente ya descendente de los peldaños, no ocurrirá igual cosa si nos encontramos situados en el tercer rellano de cada piso. El arquitecto que diseñó esta escalera los situó en un abrupto recodo, de ángulo tan agudo, que no permite ver, ni por asomo, tramo alguno de la escalera. Efecto desconcertante y diría que hasta desmoralizador del ánimo. Cuando por vez primera llegué a ese rellano caprichoso en el primer piso, como no viera las escaleras que había dejado a mis espaldas así como las que me llevarían al segundo piso del Palacio, sentí que mis piernas se encabritaban como caballos plantados ante el abismo. Desazón, angustia, inestabilidad se apoderaron de mí, en tanto que los ojos, faltos de un punto de referencia, giraban locamente en sus órbitas como vanas ardillas en su rueda. Pero no podía volverme atrás: aún me faltaban dos pisos. Hice un enorme esfuerzo de voluntad y seguí adelante. Brutalmente, como el zarpazo de un tigre se me presentó de nuevo la escalera en toda su grandiosa majestad. ¡Ay, cuán vana alegría! Al instante volví a caer en el mismo abatimiento y desesperanza: habiendo subido unos pocos escalones se me ocurrió mirar lo que dejaba a mis espaldas. Ni rastro de rellano pudieron descubrir mis ojos.

Como es de suponer no pagué el impuesto. En cambio, tres veces seguidas subí y bajé la gran escalera. La hora me era propicia, había mucho público, yo era uno más que pisaba aquellos sublimes escalones y nadie se detendría a señalarme con dedo acusador. Además, ¿qué sabía yo si parte de ese público estaba allí por mis mismas razones? Pero esto me tiene sin cuidado. La escalera es monumental, su gran anchura permite que suban y bajen por ella cómodamente hasta diez personas, las cuales, dicho sea de paso, no me dan ni frío ni calor. Ahora recuerdo que un suicida se despeñó por ella hará cosa de un año. No voy a enjuiciarlo ni mucho menos voy a maldecirlo por haber manchado con su sangre los hermosos escalones. Igualmente no voy a reírme del triste loco al que se le antojó defecar sobre sus mármoles. Para uno y otro la escalera tenía un sentido muy preciso. Esto tiene de singular la escalera: es siempre ella misma y al propio tiempo es también la libertad de quien la elija.

¡Mi libertad! He alquilado una casa frente al Palacio. Desde mi ventana la atisbo como un amante y, en silencio, agradezco la friega que por las noches le da un empleado. ¿Acaso ha elegido, él también, su libertad? Una contrariedad, pero fácilmente salvable: sábados y domingos el Palacio está cerrado. Recurro entonces a la escalera del Liceo; más modesta, cuatro rellanos simples y mármoles grises, pero, con todo, calma mi ansia de libertad y mantiene elásticas mis piernas para las grandes jornadas del Palacio Legislativo.

En cuanto a la seductora Eva y a la frívola Elena, en cuanto al amigo, a la música, al libro, la ida al cine, los encuentros eróticos, las vacaciones en la playa, los granos en la cara, los pésames, los catarros crónicos, el tranvía... olvidados. Sólo me interesa la gran escalera del Palacio Legislativo. Mi libertad depende de ella. ¿Que pueden echar abajo el Palacio y con él esta hermosa libertad? ¡Qué más da! —diría. La Ciudad tiene otros palacios y otras escaleras. Por ejemplo, las del Palacio de Justicia: monumentales, con mármoles jaspeados, con sesenta rellanos y recodos laberínticos. Creo que ganaría con el cambio. ¿No les parece?

 

Cuento de Virgilio Piñera

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur" Nº 251 marzo - abril de 1958 Buenos Aires, República Argentina

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/F/?func=direct&doc_number=001218322&local_base=GENER

 

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