Los estragos del esplín: Julio Herrera y Reissig y la poesía francesa del siglo XIX

por Luz Aurora Pimentel

 

Julio Herrera y Reissig

 

 

Embalsamados países

 de ópalo y de ventiscos

bruma el esplín de sus discos

Bien sabida es la pasión que tuvo Julio Herrera y Reissig, como tantos otros poetas modernistas hispanoamericanos, por la cultura francesa; como para tantos otros, también para el poeta uruguayo fue ésta una pasión a larga distancia. Pero si París en su poesía no es más que una entelequia del deseo, sin otro referente que el de los libros leídos, no cabe duda que la poesía francesa del siglo XIX fue un poderoso agente de formación y de transformación en la evolución poética de este poeta hispanoamericano.

Un vago idealismo romántico recorre todo su poesía, transformándose y deformándose constantemente. No hay sino recordar, como muestra, ese claro eco hugoliano que se oye en “La realidad espectral / pasa a través de la trágica / y turbia linterna mágica / de mi razón espectral...” (“Tertulia lunática” II).1 Pero ese idealismo acaba por contaminarse con la neurastenia más acabada de los poetas simbolistas y decadentes, aquella que lo hace desear ir “hacia los grises, / vagos, enfermos países / que hay en tus ojos de esplín” (“Ojos grises”). Tampoco faltan poemas de inspiración parnasiana, incrustados de joyas; ni aquellas composiciones sinestésicas tonales y monocromáticas, tan caras a los poetas del siglo XIX, cuyo paradigma ha de encontrarse en la “Sinfonía en blanco mayor” de Gautier. Así, el “Collar de Salambó” de Herrera y Reissig es una joya poética hecha de ojos, femeninos y minerales como en Baudelaire. Cada “ojopoema” constituye una composición tonal y cromática diferente: “Ojos verdes”, “Ojos grises”, “Ojos azules”, “Ojos de oro”, “Ojos negros”. Mas si el poeta explora en serio las posibilidades musicales y sinestésicas del lenguaje, también juega con ellas al burlarse de todas estas composiciones pictórico-musicales que hicieron furor en su tiempo -basta con pasar revista a la infinidad de sinfonías en toda clase de colores, en todas las literaturas europeas e hispanoamericanas finiseculares y de principios de este siglo, para darse cuenta del alcance de esta “moda” poética. Pero el poeta uruguayo la desacraliza, llevando el procedimiento a los límites de lo absurdo en su delicioso y jocoso “Solo verde-amarillo para flauta, llave de U”, en el que la “U” se nos revela de manera insólita como algo lúdico y ridículo (muy apropiadamente en “u”): “Ursula punza la boyuna yunta...”

Aunque todas las modas poéticas del siglo XIX están presentes en la poesía de Herrera y Reissig, con mucha frecuencia, y de manera casi excluyente, la crítica ha asociado su poesía con la de Albert Samain. Cierto es que toda la vertiente bucólica del poeta belga es afín a la poesía pastoril del uruguayo, aunque de hecho ambas formas de producción poética se han abrevado en las mismas fuentes clásicas: la poesía pastoril de Virgilio y Teócrito. Tanto en Samain como en Herrera se observa una preservación de la tradición pastoril, superficial y libresca, en el decorado idílico del paisaje rural y en los nombres clásicos: Lyda, Clydie y Palés, en Samain; Filis, Tetis, Damócaris y Hebe, en Herrera. Ambos celebran la inocencia y sencillez de la vida de campo, aunque con algo más que el simple decorado legado por la tradición. En Samain, sus pastores realizan actividades domésticas que ya no corresponden a la edad clásica sino a la suya: bordan manteles, piden a los niños ayuda para enredar el estambre (“Clydie”). Del mismo modo, en Herrera y Reissig, curas rurales se pasean “gravemente en la huerta” (“El despertar”), y “A la puerta, sentado, se duerme el boticario” (“La siesta”). En ambos la inocencia y la pureza de esta forma de vida queda figurada por una armonía, una verdadera interpenetración poética, entre el mundo humano y el natural. En Samain, si los niños ríen, su risa de cristal se desparrama en el aire y aun la casa matutina responde sonriendo al borde del mar: “Leur rire de cristal s’éparpille dans l’air... / La maison du matin rit au bord de la mer” (“La maison du matin”). En Herrera, la luz se humaniza cuando “La inocencia del día se lava en la fontana” (“El despertar”) y “La tierra ofrece el ósculo de un saludo paterno” (“El regreso”). “Tetis, mientras ordeña / ofrece a Dios la leche blanca de su plegaria” (“El alba”).

Pero más allá de las afinidades superficiales entre los dos poetas; más allá de la celebración de la inocencia, reconocemos la marca de irreductible individualidad en la poesía de Herrera y Reissig: la brutal nota disonante del esplín, ausente de la poesía de Samain. Porque si bien es cierto que “la inocencia del día se lava en la fontana”, también es cierto que “los campos demacrados encanecen de frío” (“La velada”), que “el cielo campesino contempla ingenuamente / la arruga pensativa que tiene la montaña” (“El almuerzo”) y que, de manera ominosa, las agrestes rutas aparecen “Lilas, violetas, lóbregas, mudables como ojeras” (“Las horas graves”). Así, de pronto, en los momentos aparentemente más armoniosos, irrumpen en esta vida idílica contaminándola, la neurastenia y la enfermedad que demacran y surcan de ojeras al paisaje; aun el mismo sol, que en un magistral hallazgo de animación poética trisca por los campos, no es sin embargo un sol sano sino un “sol convaleciente” (“El almuerzo”). Y de esta manera insidiosa el paisaje se tiñe a veces con el color emblemático de la decadencia: el lila. En pleno paraíso bucólico se asoma el rostro desencajado del esplín2, esa enfermedad espiritual del hastío, heredera directa del “Spleen et Ideal” de Baudelaire, que hizo estragos en casi todos los poetas decimonónicos. El esplín: enfermedad verdigris, figurado en Herrera como un “sátiro de ludibrio / enfermo de absinto verde” (“Tertulia lunática” I).

Así pues, tras el aparato convencional de la poesía pastoril se descubre, paralela, una serie de paisajes anímicos. Después de todo si Herrera llamó a este volumen de poesía pastoril, en su vertiente luminosa, “Los éxtasis de la montaña”, el subtítulo, “Englogánimas”, es simbólico de la oscura disonancia espiritual. El paisaje exterior, en apariencia inocente, no es sino la proyección del paisaje interior, pero de un interior marcado por el esplín y la neurastenia: “Con la quietud de un síncope furtivo, / desangróse la tarde en la vertiente, / cual si la hiriera repentinamente / un aneurisma determinativo...” (“La última carta”). Mas estas églogas anímicas no son sino el atisbo de un paisaje interior que hará violenta erupción en la “Tertulia lunática”: “Del insonoro interior / de mis oscuros naufragios / zumba, viva de presagios / la Babilonia interior”.

En “La torre de las esfinges” nos encontramos con nuevos paisajes anímicos —no en vano la proliferación de subtítulos: “Psicologación morbo-panteista” y “Tertulia lunática”. En una especie de noche oscura del alma decadente, desequilibrada y enferma de ira y esplín, los paisajes aparentemente exteriores de esta extraña “psicologación” alternan con violentos exabruptos que son mezcla de impresión y meditación. El poema está dividido en siete secciones; al interior de las dos primeras se observa esta alternancia entre paisaje exterior e interior: afuera el silencio presagia una oscuridad que no es sólo la de la noche—“Duerme, la oreja en acecho, / como un lobo montaraz / el silencio suspicaz / del precipicio en acecho...” —y el paisaje nocturno anuncia ya un ominoso nirvana interior—“Ante el augurio lunático, / capciosa, espectral, desnuda, / aterciopelada y muda, / desciende en su tela inerte, / como una araña de muerte, / la inmensa noche de Buda...”. En este vaivén aterrador el poeta reconoce la dinámica espiritual que anima al paisaje nocturno: “Las cosas se hacen facsímiles / de mis alucinaciones / y son como asociaciones / simbólicas de facsímiles...”.

A partir de la tercera sección se inicia un monólogo dramático marcado por una violencia tal que casi raya en la locura y que caracteriza al resto de las secciones impares. Analicemos con más detalle algunas de estas perturbadoras imprecaciones:

 III.

Tú que has entrado en mi imperio

como feroz dentellada,

demonia tornasolada

con romas garras de imperio,

¡infiérname en el cauterio

voraz de tus ojos vagos

y en tus senos que son lagos

de ágata en cuyos sigilos

vigilan los cocodrilos

réprobos de tus halagos!

 

IV.

Consustanciados en fiebre,

amo, en supremas neurosis

vivir las metempsicosis

vesánicas de tu fiebre ...

¡Haz que entre rayos celebre

su aparición Belcebú

y tus besos de cauchú

me sirvan sus maravillas,

al modo que ¡as pastillas

del Hada Parí-Banú!

 

V.

¡Oh negra flor de Idealismo!

¡Oh hiena de diplomacia,

con bilis de aristocracia

y lepra azul de idealismo!...

Es un cáncer tu erotismo

de absurdidad taciturna,

y florece en mi saturna

fiebre de virus madrastros,

como un cultivo de astros

en la gangrena nocturna.

 

Te llevo en el corazón,

nimbada de mi sofisma,

como un siniestro aneurisma

que rompe mi corazón...

 

VII.

Mefistófela divina,

miasma de fulguración,

aromática infección

de una fístula divina...

¡Fedra, Molocha, Caína,

cómo tu filtro me supo!

¡A tí -¡Santo Dios!- te cupo

ser astro de mi desdoro:

yo te abomino y te adoro

y de rodillas te escupo!

Comenzaremos por indagar en la naturaleza del interlocutor de tan violentas imprecaciones. A primera vista, la interpelada podría ser la mujer amada y aborrecida, con unos “senos que son lagos de ágata” y unas uñas que son felinas “romas garras de imperio”. No obstante, por el grado de violencia, por las diversas referencias a lo abstracto y por el contexto general del poema, entrevemos otras posibilidades en esta figuración de lo femenino, más allá de la referencia a la mujer. Por una parte “ella” es la propia identidad del poeta, su propia vesania proyectada sobre el otro que es siempre el mismo. Ya en la segunda sección la propia interioridad había sido propuesta como proyecto de exploración poética: “¡y hosco persigo en mi sombra / mi propia entidad que huye!” (II); en la tercera sección vuelve a insistir en esta orientación temática: “En la abstracción de un espejo / introspectivo me copio / y me reitero en mí propio / como en un cóncavo espejo...” (IV): Mas “ella” es también la figuración del Ideal, como la “aromática infección / de una fístula divina”, la “negra flor” y la “lepra azul de idealismo”.

Alma, locura, mujer e ideal, en una sola figura de lo femenino que ya está muy lejos del “eterno femenino” de los románticos alemanes. Extraño maridaje poético que perfila toda una visión del mundo, a un tiempo propia del poeta y común a toda una época, cuyos orígenes, entre otros, han de rastrearse hasta Poe y Baudelaire. En un primer momento, la evocación más intensa, en la poesía de Herrera, es a Baudelaire, no sólo por el lugar prominente del esplín o por las escandalosas antítesis, tales como “aromática infección”, característica del poeta de las “Flores del mal”, sino por la concepción ambigua, prácticamente reversible, de la mujer y del ideal.

Para Baudelaire, la mujer es un “ser terrible e incomunicable como Dios”, un “astro” una “divinidad”, un “ídolo que se debe dorar para ser adorado”, pero también un ídolo estúpido. Si los ojos de la mujer son piedras preciosas lo son en tanto que pura superficie mineral, tras de la cual no hay nada más que un “vil animal”, “Máquina ciega y sorda, en crueldades fecunda”, un ser terrible e incomunicable, sí, porque nada tiene que comunicar3. Pero es precisamente esta ambivalencia lo que el poeta más aprecia, la que da pie a significativas antítesis: “O fangueuse grandeur! sublime ingnominie!” (“¡Oh, fangosa grandeza, sublime ignominia!”)4. Por momentos la evocación de Baudelaire en Herrera nos lleva a poemas específicos, en los que encontramos más que similitudes rítmicas o temáticas. No hay sino recordar el poema XXXI, “Le vampire”:

Toi qui, comme un coup de couteau,

Dans mon coeur plaintif es entrée;

Toi qui, forte comme un troupeau

De démons, vins, folie et parée,

 

[Tú que como un golpe de cuchillo / en mi corazón plañidero entraste; / tú que, fuerte como un rebaño / de demonios, viniste, loca y engalanada]

[Cfr. Herrera: Tú que has entrado en mi imperio / como feroz dentellada, / demonia tornasolada / con romas garras de imperio,]

Hay en Baudelarie, como más tarde en Herrera, lo que hoy en día llamaríamos un placer sado-masoquista en el sufrimiento. Pero en el poeta del esplín, los opuestos se tocan, la herida se resuelve en gozo, en el imperio mismo del Ideal, que no es nunca un nirvana sino un vaivén entre el cieloy el abismo, un ideal que roe (“Idéal rongeur”, “L’aube spirituelle” XLVI), un chancro del corazón (V); un ideal que, curiosamente, en nada se diferencia de su concepción de la belleza como “infernal y divina”, misma que a su vez se distingue con dificultad de la imagen que ha dibujado de la mujer, pues como ella, la belleza es interpelada y animada de contradicciones:

Tu marches sur des morts, Beauté, dont tu te moques;

De tes bijoux l’Horreur n’est pas le moins charmant,

Et le Meurtre, parmi tes plus chéres breloques,

Sur ton ventre orgueilleux danse amoureusement...

 

Que tu viernes du ciel ou de l’enjer qu’importe,

O Beauté! monstre enorme, efjrayant, ingénu!

Si ton oeil, ton souris, ton pied, m’ouvrent la porte

D’un Infini quej’aime et n’aijamais connu?

          (“Hymne á la Beauté" XXI)

[Marchas sobre los muertos, Belleza, de los que te burlas; / de tus joyas el Horror no es la menos encantadora, / y el Asesinato, entre tus más queridos dijes / sobre tu vientre orgulloso danza amorosamente... Que vengas del cielo o del infierno, ¿qué importa, ¡oh, Belleza! ¡monstruo enorme, horroroso e ingenuo! / si tu mirar, tu sonrisa, tu pie, me abren la puerta / de un Infinito que amo y nunca he conocido?]

El ideal, figurado por el azul a partir de Baudelaire y con mayor insistencia en Mallarmé, al igual que la belleza -y, por analogía poética, la mujer—es una violenta sacudida, una herida por la cual el poeta se libera del esplín que pesa sobre su vida cotidiana y que ni siquiera la huida o el viaje pueden aligerar, pues

Amer savoir, celui qu’on tire du voyage!

Le monde, monotone et petit, aujourd’hui,

Hier, demain, toujours, nousfait voir notre image:

Une oasis d’horreur dans un désert d’ennui!”

(“Le voyage” VII)

[Amargo saber, el que se saca del viaje / El mundo, monótono y pequeño, hoy, / ayer, mañana, siempre, nos hace ver nuestra imagen: / ¡un oasis de horror en un desierto de hastío]

Pero ese ideal que roe, como la belleza, alardea en el inasequible “azur”. Sólo la brutal caída en el abismo de la herida y la violencia permite un acercamiento, un atisbo al Ideal. Porque Baudelaire no quiere el ideal clorótico de la palidez romántica sino el abismo de su “rojo ideal” (“mon rouge ideal”), que sólo una “Lady Macbeth, alma poderosa en el crimen” puede realizar (“L’Idéal” XVIII).

Plonger au fond du gouffre, Enfer ou Ciel, qu’importe?

Au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau”

(“Le VoyageVIII)

[hundirnos en el fondo de la sima, ¡infierno o cielo, qué importa! / ¡En el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo!]

A Julio Herrera y Reissig el ideal también le roe el alma, y su expresión poética se funde en la imagen de la mujer. Si a la mujer baudelairiana le “hace falta diariamente un corazón en la dentadura”, la de Herrera entra en el suyo “como feroz dentellada”. Así, para Herrera y Reissig, el Ideal es una “lepra azul” y tiene la ferocidad de una “dentellada”; un ideal con figura de mujer fatal, “alma poderosa en el crimen”. Ídolo que exige sangrientos sacrificios del poeta quien los ofrece con ambivalente devoción: “yo te abomino y te adoro / y de rodillas te escupo”.

Como la de Baudelaire, la poesía de Herrera nos sacude con su violencia y nos hace experimentar el horror de escandalosas antítesis y repugnantes imágenes experiencia que nos lleva al cuestionamiento de nuestras jerarquías de valores y sentimientos. Pero en Herrera hay algo más, una fuerte disonancia que pone en peligro el equilibrio tonal del poema: la risa, grotesca e irracional; la risa en la herida que la ahonda al tiempo que la desvaloriza. Hay en la poesía de Herrera una especie de transvestimiento de la herida. Porque si aquella “miasma de fulguración, / aromática infección / de una fístula divina” revuelve nuestra sensibilidad, el inventario de imprecaciones, ¡Freda, Molocha, Caína! es tan excesivo que la violencia se disuelve, sin resolverse, en risa involuntaria, y más cuando que es esa imposible “Caína” la que rima con la “fístula divina”. Aquella “feroz dentellada” degenera en “besos de cauchú”, besos que, por el milagro transformador de la rima, viven en promiscua contigüidad semántica con las maravillas y pastillas de una inesperada Hada Pari-Bamí. En Herrera, al llegar al fondo de la sima baudelairiana, aparece, no la roja flor del ideal ni su imperio azul; se asoma en cambio el rostro literalmente lunático de un funambulesco pierrot a lo Laforgue. Los brutales choques de registros semánticos, de universos de discurso, que son típicos de la poesía de Jules Laforgue, son utilizados en Herrera como vehículos de exploración espiritual, como un medio de descentramiento que lo lleve al corazón de lo irracional, al borde de una locura que deforma todo lo que toca. Esta tertulia “lunática” activa así ambos valores de la palabra, el macro y el microcósmico. Porque si allá afuera la noche se ilumina con “las luciérnagas-brujas del joyel de Salambó” y la luz de la luna perfila la silueta de agrestes molinos, aquí adentro el grotesco desfile de halagos tansvestidos de “cocodrilos réprobos”, “catalépticos fakires”, “hienas de diplomacia”, al lado de fiebres “vesánicas” y “de virus madrastras”, acompañado de la ridícula pompa de absurdas e imposibles Mefistófelas, Molochas y Caínas, todo este “funámbulo guiñol de caleidoscopio” literalmente nos desquicia.

Es quizás esta violencia extrema, esta perturbadora disonancia que se genera al llevar la expresión de la angustia, la búsqueda del ideal, la experiencia del horror y del hastío a los límites de lo irracional y de lo absurdo, a los límites de la coherencia misma.. .todo lo que provoca una risa insana, lo que ha hecho que la critica nunca haya valorado este largo poema de Herrera y Reissig. Pero es ahí justamente donde radica el valor de su poesía; Julio Herrera y Reissig no es sólo el poeta de lo pastoril anímico sino el poeta del desequilibrio, del esplín que todo lo deforma; es la búsqueda poética de la propia identidad que da contra una imagen en el espejo cóncavo que todo lo transforma y deforma, un viaje a la locura donde la risa, filosa como un cuchillo, hace una peligrosa hendedura en el ideal buscado.

Notas:

1 La edición utilizada es la de Poesías completas. Losada, "Biblioteca clásica y contemporánea", Buenos Aires, 1942, 4a. edición.

2 Originalmente del inglés “spleen”, palabra polisémica, cuyo primer sentido es, en anatomía, “bazo”, pero en varias formas de significación, obsoletas ya, designaba un estado de ánimo cultural y temporalmente, presente en el repertorio léxico del siglo XIX como uno de los términos de uso común en varias lenguas, manteniendo o modificando su ortografía. En español fue adoptada modificando su ortografía: “esplín”.

3 Baudelaire, “La Femme", en Peintre de la vie moáeme. Oeuvres completes, vol. II. Gallimard, “Bibliothéque de la Pléiade”, París, 1975, pp. 713-14. La traducción es mía.

4 Baudelaire, Les Jleurs du mal. “Spleen et Ideal” XXV.

La traducción al español de los poemas citados es, con algunas modificaciones, la de la edición bilingüe de la poesía de Baudelaire. Libros Río Nuevo, Colección “Aire fresco” VI, Barcelona, 1986.

 

por Luz Aurora Pimentel Anduiza es una profesora e investigadora mexicana, teórica literaria y profesora emérita de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)

Publicado, originalmente, en la revista "La Experiencia Literaria". 1993-1994. Núm. 2

Revistas académicas de la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM)

Link del texto, en pdf: http://ru.ffyl.unam.mx//handle/10391/2211

 

Julio Herrera y Reissig en Letras Uruguay

 

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