Escritores norteamericanos

por Ricardo Piglia

Los ecos de una fervorosa ebullición de la vida aún son objeto de recuerdo y discusión. La zaga que comienza con la traducción de Juan B. Justo de El Capital de Marx, continúa hasta nuestros días con la difusión de autores y debates; traducir, compilar y difundir son las marcas que, quizá evocando el incesante trabajo de José Aricó, hoy reconocemos como legado y singularidad. No había en ese entonces ninguna “teoría de la recepción” que alojara esta actividad, ya que -y basta recordar el modo en que se “consumían” literaturas, filosofías y esquemas psicoanalíticos- las modas siempre fueron la parte más banalizada de una inteligencia recreada por estos impulsos y curiosidades.

En 1967, Jorge Álvarez le solicitó a Ricardo Piglia un conjunto de textos que acompañaron una antología de cuentos de escritores norteamericanos, titulado Crónicas de Norteamérica. Allí, el autor de las notas que siguen, no solo rodea los nombres con finas semblanzas sino que va tejiendo delicados pensamientos acerca de sus obras, lo que en Piglia ha significado la construcción de su propio método crítico, bajo la intuición de que toda literatura requiere de un diálogo y una experimentación abierta y activa que no se contenta solo con “recibir” novedades o las voces que llegan de otros confines del mundo.

Índice

1.    Nota a la edición

2.    Jugando al bridge [Ring Lardner, Corte de pelo]

3.    Caminar por tierra seca [Sherwood Anderson, Manos]

4.    Un sueño americano, [Thomas Wolfe, Solo los muertos conocen Brooklyn]

5.    Faulkner, profeta del pasado

6.    Un Rolls-Royce grande como el Ritz [F. Scott Fitzgerald, Domingo loco]

7.    Vivir el código [E. Hemingway, Una carrera de persecución]

8.    La marcha de los bárbaros [Erskine Caldwell, Pasión del pleno verano]

9.    La corte de los milagros [Nelson Algren, La cara contra el suelo]

10.    Otras fotos, otras guitarras [Truman Capote, Una guitarra de diamante]

11.    En la cuerda floja [James Purdy, ¿Por qué no pueden decirte el porque?]

12.    El paraíso perdido [John Updike, El Indio]

13.    Viaje al fin de la noche [James Baldwin, Esta mañana, esta tarde, tan pronto]

14.    Cuentos policiales

1. Nota a la edición

Escribí estas notas en 1967, para acompañar los cuentos de escritores norteamericanos que se publicaron con el título Crónicas de Norteamérica en la serie de antologías que editaba Jorge Álvarez y dirigía Piri Lugones. El libro tenía un prólogo de Alberto Ciria y no recuerdo si fui yo el que seleccionó los cuentos. Transcribo aquí los apuntes en mi diario donde anotaba la marcha del trabajo y sus condiciones materiales. Espero que el interesado, o el precavido, lector encuentre ahí el clima de esos tiempos a la vez alegres y fervorosos.

Martes 21 de febrero de 1967 Trabajo en divertidas y eruditas semblanzas de escritores norteamericanos del siglo XX, casi un panorama de la narrativa actual. Empecé con Truman Capote. En una rápida visita a Jorge Álvarez cobré quince mil pesos por esas notas. Le propuse traducir In our time, el libro de Hemingway que no se encuentra como tal en castellano.

The Sun Also Rises es de lejos la mejor novela de Hemingway pero no alcanza el esplendor de Macomber, de Kilimanyaro. Del mismo modo que su novela sobre el pescador cubano es una pálida versión del cuento “After the Storm”.

Jueves 23

Me descubro un talento natural, digamos así, para escribir retratos de escritores a los que admiro. Tienen algo de lo que busco en los ensayos (son narrativos), pero están amenazados por la rapidez y tienen ecos de la prosa de Borges. Escribí sobre Truman Capote, Hemingway y Scott Fitzgerald.

Jueves 2 de marzo

Trabajo horas y horas sin parar, la literatura norteamericana tiene demasiados escritores. He escrito ya sobre cinco autores y tengo aún siete u ocho en espera.

La imaginación tiene también su costado tenebroso, suelo imaginar calamidades con la misma austera facilidad con la que imagino argumentos o biografías de escritores hechas por encargo.

Jueves 9

Trabajé entonces durante un mes en los retratos breves de los narradores norteamericanos. Son textos de mil quinientas palabras, en los que sintetizo parte de lo que sé y lo que he leído en estos últimos diez años.

Posdata del 2 de mayo de 2015 He agregado al conjunto de retratos de escritores norteamericanos el prólogo a una antología de cuentos de la serie negra, que escribí unos meses después para la colección de libros policiales que empecé a dirigir al año siguiente en la editorial Tiempo Contemporáneo. Siempre he visto a los escritores del género como parte de la tradición de la literatura norteamericana y por eso los incluyo aquí.

2. Jugando al bridge

El 24 de septiembre de 1933, Ring Lardner se despertó con ganas de jugar al bridge. Tenía 48 años, la morfina lo ayudaba a soportar la cirrosis, pero cada tanto lo encontraban cara al techo con los ojos vacíos, pálido de dolor. Esa mañana, Ellis, su mujer, Scott Fitzgerald y Grantland Rice, sus mejores amigos, se preocupaban, demasiado torpemente, por parecer interesados en el juego: de todos modos ninguno supo nunca el resultado de aquella partida. Un poco antes de la mitad, Lardner sufrió el primer ataque, una hora después, estaba muerto. Nacido en mayo de 1885, en Niles, Michigan, a él también lo había consumido la locura de los twenties: entre porrones de ginebra holandesa y fiestas hasta el medio día, su vida se gastó, como en un vértigo.

Cuando murió pareció dar una voltereta hacia el olvido.

Había sido uno de los más populares y exitosos escritores norteamericanos. Cronista deportivo del Chicago Tribune, en 1910 empezó a publicar sus primeros cuentos. Parecía un sucesor de los naturalistas (Dreisser, U. Sinclair), que estaban de moda en su tiempo; pero en seguida mostró su fibra de humorista sutil y filoso, y un singular manejo de las estructuras narrativas: admirador de Jonathan Swift (uno de los primeros libros de Lardner se llamó Gulliver’s Travels, 1917) y de Mark Twain, en el humor negro y el absurdo encontró un camino original. Maxwell Geismar, crítico y compilador de su obra, ha titulado Native Dada (un dadá americano) una de las secciones de su antología de trabajos de Lardner (The Ring Lardner Reader); para Geismar “ese conjunto de sketches, artículos y obras teatrales son una brillante muestra del talento humorístico de Lardner que lo emparenta con las experiencias surrealistas de André Breton; muchas de ellas anticipan las obras de Beckett, Ionesco y Edward Albee. Posiblemente las intenciones de Lardner eran más humildes; escribía estas piezas simples y llenas de humor para divertirse”.

Más que en esa visión amarga y satírica de la sociedad norteamericana, en esa corrosiva crítica de costumbres, los méritos de Lardner nacen de su contribución al perfeccionamiento formal de la moderna short story: toda esa serie de cambios (que habían comenzado con Stephen Crane y Henry James), que fueron concentrando el relato en el cuento, sustituyendo el argumento por el estilo, valorizando, cuidadosamente, el punto de vista.

“Toda la intrincada cuestión del arte de novelar está gobernada, a mi juicio, por la cuestión del punto de vista, es decir, de la posición en la que el narrador se encuentra respecto a la historia”.

En Lardner ese Narrador es una presencia esquiva y constante, definido a través de un tono y una perspectiva que lo delimitan como personaje (incluso si la historia está narrada en tercera persona); sirve para romper la ilusión, quebrar las convenciones de la historia, avisando que se trata de una ficción, un cuento y que hay alguien concreto que la está narrando, un Narrador ambiguo y escurridizo que selecciona y define el material. Algunos de sus cuentos (“Champion”, “Cortando el pelo”, casi todos los del volumen The Love Nest, 1924) son pequeñas obras maestras que sintetizan el desarrollo posterior del género, desde Katherine Anne Porter hasta J. D. Salinger.

Su lenguaje ceñido, coloquial, de ritmo fluido y espontáneo, muy atado a la acción (“No puedo imaginar un pasaje de descripción que no tenga una intención narrativa”) es otro de los pilares de un arte que anticipa en su totalidad los hallazgos del mejor Hemingway.

Lardner (junto con S. Anderson) ha contribuido más que nadie a la definición de lo que se ha dado en llamar la estética americana. De todos modos, es difícil individualizar y valorizar desde el presente el aporte de su técnica: aplastado por el peso de los narradores que, a partir de Hemingway, siguieron el camino abierto por él, sus méritos reales se fueron apagando; termino arrinconado en un incómodo sitial de “precursores”: el éxito de sus continuadores se justifica pero, al mismo tiempo, sirve para olvidarlo, para hacer ver más nítidamente sus limitaciones. Como un general que viene de ganar un combate que ha servido para debilitar definitivamente al adversario, tiene que asistir, mezclado con el público, a los homenajes rendidos al vencedor de la última batalla.

Que su obra permanezca totalmente inédita en castellano es una prueba de este olvido: la publicación del admirable Cortando el pelo ( uno de los mejores cuentos de la literatura norteamericana) quiere ser —más que una reparación— una prueba del vigoroso talento de Ring Lardner.

3. Caminar por tierra seca

La secretaria, alarmada, levantó la cabeza.

“Los productos por los que se interesa son los mejores de su clase en...”, volvió a dictar el gerente, y se detuvo, una vez más.

La secretaria lo miró ahora sonriendo. —¿Le sucede algo señor? —preguntó.

El gerente se sobresaltó y fue el primero en desviar los ojos.

Después empezó a retroceder hacia la puerta.

La secretaria, desconcertada, se incorporó.

—¿Necesita algo? ¿Se siente mal?

—No. No —Le contestó el gerente, mientras se alejaba sin darle la espalda. —Estuve vadeando un río y mis pies están mojados —dijo atropellándose—. Mis pies. Mis pies están húmedos y fríos y pesados por el largo cruce del río —cada tanto sonreía distraídamente, como pensando en otra cosa—. Pero ahora voy a caminar por tierra seca.

Algunos empleados de expedición lo vieron pasar, siempre sonriendo y hablando solo, “y cruzar la puerta de salida, bordear la línea férrea cruzar un puente, salir de la ciudad y abandonar aquella fase de mi vida”.

“Un hombre de negocios desaparece misteriosamente”:

“Mr. Sherwood Anderson, conocido hombre de negocios de nuestra cuidad, ha desaparecido misteriosamente. No se le conocen dificultades o deudas que puedan haber...”, decían, a la mañana siguiente, los diarios de Elyria, en Ohio.

¿El gerente se había vuelto loco?

Había fracasado en el esfuerzo de acomodarme, a los sueños normales de los hombres de mi época, y en medio de mis desgracias y de mis perspectivas, en general, desesperanzadas, de encontrar un medio de ganarme la vida, no dejó de llenarme de alegría que todo eso terminase. Esa mañana había dejado el lugar a pie, abandonando a mi pobre fabriquita, como un hijo ilegítimo, en la puerta de otro hombre. Y me había marchado sin más dinero que el que llevaba en el bolsillo, unos ocho o diez dólares. Prototipo del self-made writer, Anderson (nacido en Ohio en 1876) abandonaba las respetables seguridades que él mismo se había construido y se lanzaba, de un modo incierto y atropellado, a la aventura de la literatura: establecido en Chicago, a partir de 1914 empieza a publicar cuentos en diarios y revistas.

Esta huída, este abandono del “orden burgués” (que define su vida), será el tema central de su obra.

Casi todos sus personajes, hombres simples y naturales que asisten, espantados, al afianzamiento de la sociedad capitalista, escapan, como si buscaran recuperar la inocencia, la pureza, perdidas entre las nuevas máquinas que estropean el paisaje y la vida de los hombres.

George Willard (eje de los cuentos de Winesburg Ohio, 1919) abandona su pueblo. Sam McPherson (en Windy McPherson’s, 1916) deja bruscamente el mundo comercial, John Webster (en Marry Marriages, 1922) huye de su negocio y de su fábrica: todos tratan de sobrevivir al holocausto de la vieja sociedad. Intentan escapar; pero es inútil: están atrapados. Llevan la trampa con ellos.

Como un lejano discípulo de Thoreau, Anderson reconstruye la leyenda del salvaje y feliz Pionero americano: expulsado de su morada primitiva, trata de sobrevivir con los “antiguos valores de la vida, destruidos por la sociedad capitalista”.

Sobre esta metafísica de la pureza y la simplicidad, Anderson construyó su Poética: un nuevo modo de entender la literatura que es también un encuentro con la mejor tradición de la narrativa norteamericana (desde Melville a S. Crane).

Durante mucho tiempo he abrigado la convicción de que la aspereza es una cualidad inevitable en la producción de una literatura norteamericana auténticamente significativa para nuestro tiempo. ¿Cómo podemos eludir, en efecto, el hecho obvio de que no hay entre nosotros ninguna clase de refinamiento natural en el pensamiento o en la vida? Y si somos un pueblo tosco e infantil, ¿cómo puede esperarse que nuestra literatura escape a la influencia de este hecho?

Sobre estas bases, Anderson inaugura la narrativa norteamericana del siglo XX: en su obra se encuentran algunas de las pautas que definirán a la futura generación de narradores: un lenguaje coloquial fundado en las palabras americanas nativas, una escritura simple y directa, de tono autobiográfico, una técnica narrativa cuidadosa del punto de vista y la perspectiva desde la que se narra la historia, y sobre todo un auténtico rigor por la disciplina del cuento, por su forma entendida como un nuevo modo de comprender la realidad.

Había una idea difundida entre todos los cuentistas norteamericanos de que debían ser construidos alrededor de una trama y la absurda noción anglosajona de que debían tener una moraleja, elevar al pueblo, hacer mejores a los ciudadanos, etc. Lo que yo creía que se necesitaba era forma y no trama, que era algo mucho más evasivo y difícil de alcanzar.

Esa búsqueda y los motivos fundamentales de su arte están sintetizados en este cuento admirable, tan elusivo, tan sutilmente profundo.

4. Un sueño americano

Los méritos más perdurables de Thomas Wolfe nacen de una (aparente) incapacidad. Atrapado por su poderosa imaginación, por su tempestuosa energía verbal, era inútil que intentara ceñir sus novelas, encerrarlas en una estructura rígida: se alargaban todavía más, las continuaba en vez de corregirlas. Necesitaba la ayuda de sus amigos, de su editor, para ordenar y rescatar del río de palabras, una estructura narrativa coherente y homogénea: terminó por dejar esta responsabilidad a los correctores, a su editor, Maxwell Perkins, “sin cuya devoción y cuidado extremo este libro no hubiera podido ser escrito” (dice la dedicatoria de El tiempo y el río.)

En esa dificultad se funda y se define la poética de Thomas Wolfe; allí nace toda una corriente de la literatura norteamericana que irá a desembocar en Henry Miller y Jack Kerouac.

Dices (le escribía a Scott Fitzgerald) que el gran escritor, Flaubert, por ejemplo, es el que saca y deja fuera de sus obras lo que un Fulano cualquiera metería en ellas. Bueno sí, tal vez, pero no olvides Scott, que un gran escritor no es solo un sacador (“a leaver-outer"), sino también un metedor (“a putter-inner") y que Shakespeare y Cervantes y Dostoievsky eran grandes metedores, mejores metedores, después de todo, que sacadores; y que se les recordará por lo que metieron, se les recordará, me atrevo a afirmarlo, tanto tiempo como pueda recordarse a Monsieur Flaubert por lo que sacó.

Afirmado en su increíble capacidad creadora de materia prima temática, Wolfe llevo esta estética de la inclusión, de la “escritura automática”, hasta sus límites.

Encerrado en su piso de Nueva York cubría con su letra torcida y arrimada, pliegos y pliegos de papel color rosa, el lápiz iba y venía sin parar, durante horas: se dejaba arrastrar en el torbellino de esa prosa encendida y magnética, sin resistirse, en dilatadas iluminaciones líricas: su propia vida quedaba atrapada en esa tormenta como si narrar fuera (sobre todo) un modo de encontrarse a sí mismo. Según he declarado ya, mi convicción es que toda obra creadora responsable debe tener un fondo autobiográfico, y que no tenemos mas remedio que utilizar los materiales proporcionados por nuestra experiencia, si queremos crear algo que posea valor sustantivo. Desmesurada y lírica, fuertemente autobiográfica, su obra venía a inaugurar un nuevo modo de entender la realidad norteamericana.

Un poco mas joven que Hemingway y Faulkner (había nacido en 1900), estaba deslumbrado por las experiencias verbales que precedieron y acompañaron a la Primera Guerra: él también, como ellos, buscaba definir una nueva expresión, una nueva representación verbal de la realidad.

Debemos llegar a descubrir la lengua, el lenguaje y la conciencia que, en cuanto hombres y en cuanto artistas, debemos tener. También puede suceder que no tengamos más de lo que tenemos, ni sepamos más de lo que sabemos, ni seamos más de lo que somos, por lo cual debemos encontrar nuestro país. Aquí, en esta hora y en este momento de mi vida, yo busco el mío.

Su país y su vida eran la misma cosa: un mismo sueño loco, un torbellino, un río en el que se zambulló afiebradamente.

Fausto moderno, intentaba lo imposible: hacer entrar el mundo entero en esas grandes sábanas de papel, convertir la masa amorfa de sus temas en una valoración cualitativa de toda la vida norteamericana. La muerte lo paró a mitad de camino, pero sus libros son los más ambiciosos, los más voluminosos, los más insolentes, originales y retóricos de la historia de la literatura norteamericana.

Sus cuatro obras principales (Look Homeward, Angel, 1929; Of Time and the River, 1935; The Web and the Rock, 1939; You Can’t Go Home Again, 1940) son regiones de una misma novela: la de un norteamericano del Sur decidido a encontrar su país. La historia de Thomas Wolfe en el país de las maravillas.

Quizás su empecinamiento era un símbolo, acaso adivinó que iba a morir joven, a los 38 años, con su obra inconclusa: los dos baúles repletos de manuscritos a lápiz encontrados después de su muerte son una cifra: allí dejaba nuevas y confusas epopeyas de la vida americana, otros capítulos de su esplendida “Mil y Una Noches” sin fin.

En algunos de esos baúles fue encontrado Solo los muertos conocen Brooklyn: es una muestra de su escritura fluida, coloquial, espontánea, que aquí, paradójicamente, aparece estructurada con rigor y cautela. Un rigor que, para ser fieles a T. Wolfe, es también espontáneo y natural.

5. Faulkner, profeta del pasado

Una Biblia desvencijada y de cuero negro esta en el centro de la literatura norteamericana: acaso la misma que el primer Hawthorne o el primer Faulkner trajo desde Inglaterra, con una espada.

Durante años, mientras crecía el tabaco, mientras el indio y el bisonte eran arrastrados hacia el Oeste y hacia el Norte, los hijos de los hijos de los Pioneros iban aprendiendo a leer en ese Libro estropeado y eterno, se metían en él a ciegas, con fe, como quien entra en una pieza oscura, pero familiar: un cuarto que se puede descifrar a tientas. Toda la obra de William Faulkner está como clavada en esa tradición: él es otro viejo profeta que viene a recordar los mitos de la estirpe.

De no haber existido yo, alguien habría escrito lo mío: lo mismo vale para Hemingway, para Melville, para cualquiera de nosotros. El artista no importa. Sólo lo que él deja a los otros hombres es importante, ya que no hay nada nuevo que decir.

Nacido en 1897, sus mejores libros (El sonido y la furia, 1929; Mientras agonizo, 1930; Luz de agosto, 1932; El Villorrio, 1938; Los invictos, 1940; En la ciudad, 1943; La mansión, 1947; El oso, 1950); son un réquiem, lírico y feroz, a las viejas leyendas del Sur; todos respiran el misterio de esas historias que flotan en el tiempo, impersonales y eternas, transmitidas de generación en generación.

Quiero que todo sea narrado para que la gente que nunca te verá y cuyos nombres nunca escucharás y que nunca han escuchado tu nombre lo lean y sepan por fin por qué Dios nos permitió perder la Guerra: que sólo a través de la sangre de nuestros hombres y de las lágrimas de nuestras mujeres pudo Dios dominar nuestro demonio y borrar su nombre y su linaje de la tierra, dice la vieja Rosa Coldfield en Absalom, Absalom.

Las historias (como en la Biblia) son un recuerdo; Faulkner no las “inventa”, las reconstruye. Busca los hechos, como un arqueólogo entre el espesor del pasado: todo su estilo, toda la deslumbrante estructura de sus novelas están reconstruidos para hacer de esa búsqueda el tema del relato. Por eso la obsesiva presencia de sus narradores múltiples que van acorralando los hechos, los fragmentos de la historia que han vivido o escuchado, una historia reconstruida a los tirones, con escamoteos y rincones oscuros, desconocidos.

En ese intrincado laberinto, todo ha sucedido, todo está sucediendo: el futuro no existe; Faulkner recupera el espesor del tiempo de un solo golpe, en bruscas iluminaciones. Por eso (al revés de Proust) el tiempo nunca se pierde: es siempre presente, obsesión. La historia no progresa ni retrocede, es, está: el pasado y el futuro flotan quietos, como en un lago.

En esa lucha entre la memoria y el presente, entre la fatalidad y el olvido, nace la prosa de Faulkner. Un estilo aprendido en Conrad, en Lawrence Stern, en Joyce, pero sobre todo en el Viejo Testamento. Una deslumbrante construcción verbal que unifica todos los temas, todas las significaciones del arte de Faulkner; allí en ese vértigo de palabras, en esa música, se dibuja el perfil de sus Mitos, se vislumbra (sobre todo) una visión del mundo.

Faulkner escribe como si predicara, un enardecido pastor puritano para quien el ámbito de la literatura es el de un Tribunal en el que se han borrado las distancias entre los criminales y los jueces; su leyenda es atroz y brutal: todos los hombres son culpables, no hay diferencia entre pureza y corrupción. El suyo es un nuevo universo legislado por el Dios implacable del Viejo Testamento, no hay redención, ni inocencia: solo la Culpa y el Pecado. “La conciencia moral —había escrito— es la maldición que el hombre tiene que aceptarle a los dioses para obtener de ellos el derecho de soñar.”

Quizá dentro de algunos años, cuando el tiempo haya sepultado la memoria de sus borracheras y el color de sus ojos gastados, alguien (un viejo puritano, un sobreviviente, algún Sartoris) leerá sus libros como el predicador bautista analfabeto leía la Biblia: con fe.

Ese día (cuando sus libros formen parte del Libro, cuando todas sus historias sean un capítulo más, perdidas entre las historias de Job y de Jonás) su obra encontrará, por fin, todo su sentido: entonces William Faulkner podrá descansar.

6. Un Rolls-Royce grande como el Ritz

En el delirante París de los twenties, entre los uppercut de George Carpentier y los saltitos de Josephine Baker, el que más se divierte es ese norteamericano de ojos tiernos y un aire a John Barrymore: cada dos por tres se lo ve aparecer en el Ritz, el rostro levemente congestionado, vestido de frac y caminando con las manos; junto a él, pero dada vuelta, se desliza una hermosísima mujer de mirada obsesiva y azul.

El norteamericano quería estar a la altura de la época que él había ayudado a inventar: joven y brillante, era más famoso que James Joyce y tan conocido con Django Reinhard. Ese año había ganado 38.000 dólares escribiendo cuentos: alborozado se compró un Rolls-Royce con chofer incluido, y los embarcó para Minnesota.

A la semana de andar espantando campesinos, el chofer lo encaró, en su mejor estilo de Lancashire, estrujando en las manos la gorrita de lustrina. Entre deslumbrado y ofendido, el norteamericano se negó rotundamente: —Usted está en un error —le dijo—. Este auto es inglés. Vino así de fábrica. ¿Cómo lo voy a manchar con grasa norteamericana?

Dos días después, fundido, el Rolls Royce se calentaba al sol, inmóvil en la Plaza Central de St. Pail. Era otra estatua al lado de la austera silueta del fundador Lim O’ Brian.

Quizás tendrían que haberle grabado una inscripción, un epitafio como a todas las estatuas: “Hay que admitir que si bien aquello no era vivir, era magnífico”, para que se convirtiera en un símbolo: a la vez la estatua del Gran Scott y de los años locos.

Porque esta frase de This Side of Paradise define, al mismo tiempo, el cautivante ritmo de los twenties y la obra de su mejor cronista: el melancólico y romántico Francis Scott Fitzgerald.

“Creo de verdad que nadie podía haber escrito con mas penetración que yo la historia de la juventud de mi generación.”

Él la conocía mejor que nadie, la historia de su generación era su propia vida: amores desdichados y baldes de champagne, la pasión del dinero y el terror al fracaso entre las pataditas del charleston y la corneta melancólica de Bix Beiderbecke.

Todos sus libros parecen el diario de su vida: maliciosas o cándidas páginas de la biografía de un adolescente deslumbrado que descubre el mundo en las fiestas, en los pasillos de Princenton, entreverado con alguna de aquellas perversas y aniñadas muchachas de los años veinte: una Zelda o una Temple Drake “indefiniblemente hermosa y fatalmente destinada a acarrear miserias sin fin a un gran número de hombres”. Sumergido en el presente, Fitzgerald lo narró como venía: lo más perdurable de su estilo es esa misma inmediatez que enciende su prosa con fervor y nostalgia.

“A veces no se si soy real, si existo o si soy un personaje de alguna de mis obras”. Girando en ese baile loco, su talento se las arregló para rozar alturas esplendidas, para morir con fuegos de artificio. Como dijo Hemingway:

Su talento era tan natural como el dibujo que forma el polvillo en el ala de una mariposa. Hubo un tiempo en el que el no se entendía a sí mismo, como no se entiende la mariposa, y no se daba cuenta cuando su talento estaba magullado y estropeado. Más tarde, tomó conciencia de sus vulneradas alas y de cómo estaban hechas y aprendió a pensar, pero ya no supo volar, porque había perdido el amor al vuelo y no sabía hacer más que recordar viejos tiempos en los que volaba sin esfuerzo.

Magullado por volar tan arriba, por llegar hasta las lámparas y golpear contra ellas, Scott Fitzgerald nos trajo un poco de aquella luz que había tocado. The Great Gatsby (1925), algunos cuentos, ciertas páginas de Tender is the Night (1934) son una prueba de la colosal vitalidad de su ilusión.

Son también, una premonición de su destino. El fracaso (viene a decirnos Fitzgerald) está en el corazón de la esperanza, en lo mas ahincado del amor se agazapa la pérdida y el olvido: “toda vida es un proceso de demolición”.

Él pareció manejar la suya para demostrarlo: en la década del treinta, después del crack de Wall Street, con el fin de la era del jazz, empieza su holocausto. Los jóvenes de su generación, ocupados en reconstruir la Gran Nación Americana, lo han dejado solo, en la miseria. Desde 1933 trata de sobrevivir en Hollywood, escribe guiones que nadie filmará; se aferra al whisky, a los somníferos, es una sombra; cada tanto se deja arrastrar por fugaces relámpagos de felicidad: ha empezado una novela, The Last Tycoon. Se sostiene de ella con desesperación: nunca había confiado en un libro tan empecinadamente.

El final tiene el mejor estilo de sus novelas; como siempre, la esperanza es la condena más feroz: en 1940 la muerte lo derrumba sin que haya podido terminarla.

Como Gatsby, como Dick Diver, el también ha pagado muy alto precio por vivir toda la vida con un solo sueño.

Los seis (brillantes) capítulos de su novela inconclusa son una nueva metáfora del fracaso. Otra prueba de la perversa coherencia de su mundo.

7. Vivir el código

Un atardecer de julio de 1918, en Fossalta di Piave, sobre la izquierda de la avanzada italiana en territorio austriaco, un camillero norteamericano recibió una lluvia de acero cuando un obús minerwefer le estalló casi en la cara. “Yo morí entonces”, dijo. Contra él estaban las piernas atrozmente mutiladas, casi separadas del cuerpo, de los tres soldados italianos de su destacamento. Dos de ellos, muertos. El tercero apretaba los dientes y aullaba. El camillero consiguió incorporarse y empezó a arrastrar al soldado hacia las trincheras. Un reflector austriaco lo sorprendió a mitad de camino. Una ametralladora empezó a tirar desde la oscuridad y el camillero se aplastó contra el piso, pero las balas lo alcanzaron en un pie y en la rodilla izquierda. “Me incliné hacia adelante y me busqué la rodilla tanteando con la mano. Mi rodilla no estaba allí. Mi mano siguió buscando y encontró la rodilla en la tibia”. Cuando consiguió llegar, con el italiano colgando de la espalda, hasta el hospital de campaña, le arrancaron, solo de su pierna derecha, 237 fragmentos de acero. Y el italiano estaba muerto.

“Esa noche, contó después, yo descubrí que solo se puede morir una vez y el que muere este año esta libre de morir el siguiente”. Bajó un poco la cabeza y se limpió el sudor con la manga, cuando destapo los ojos, estaba sonriendo: “Por eso hay que ser cuidadoso; lo mejor es un balazo en la boca. Un balazo en la boca es infalible”.

El camillero norteamericano se llamaba Ernest Hemingway, tenía 19 años y acababa de descubrir el Código: un modo de vivir probándose, peleando contra el miedo. “El mundo nos hiere a todos, pero algunos aguantan y se fortalecen en los lugares vulnerables”. Endurecerse es un oficio como cualquier otro: hay que ensayarlo y aprenderlo. Es arduo pero vale la pena: elegir un papel es quedar oculto, cobijarse en los gestos vacíos. Los hombres de Hemingway son lo que hacen: si consiguen disimular el miedo, ese mismo acto los definirá para siempre. Ser un valiente o parecerlo: en el fondo es lo mismo, cuando se trata de sobrevivir. Todo su estilo, despojado y sutil, esta construido para reproducir esa ambigüedad: un hombre regresa o está por lanzarse a la acción. Hemingway lo congela, lo inmoviliza en ese tiempo muerto. Pescando como en “El río de los dos corazones”, mirando vivir a la gente como el Cabo Kreeb en “El regreso del soldado”, tirado en la cama, borracho y dopado como el William Campbell de “Una carrera de persecución”: los personajes de Hemingway están enfrentados con su propia máscara, viven el esfuerzo por reencontrar la realidad que se ha extraviado en una acción ciega y violenta. Nosotros compartimos fugazmente esas encrucijadas: como alguien que cruzara frente a una ventana y sorprendiese la forma de alguna cara, fragmentos de un diálogo que se va apagando mientras nos alejamos. Nos queda la sensación de haber presenciado una comedia trunca: con esos datos leves y ambiguos tenemos que reproducir el resto de la historia, la calidad de esos destinos.

Ese tiempo de espera, cargado de presagios y de recuerdos muertos, ese presente que por un momento coincidió con el nuestro, es la única anécdota que Hemingway ha querido narrarnos: por eso sus mejores creaciones son cuentos, una breve y dinámica percepción de la realidad, llena de matices y sentidos ocultos, envuelta en un estilo riguroso y tenso que reproduce el espesor del mundo. Veinte años después de la retirada del

Piave, la aventura de Hemingway ha terminado: está en España, aún no ha rozado la cúspide de su fama, pero ya ha dado lo mejor de sí mismo: ha inventado un estilo, un nuevo modo de entender la realidad. Es el mejor cuentista del siglo XX, está muerto y lo sabe.

A partir de allí, en los otros veinte años de su vida, se distrajo siendo más famoso que sus libros: con el truco inteligente de El viejo y el mar (pálida versión del formidable Después de la tormenta) ha conseguido el Premio Nobel y la gloria. En 1938 reúne todos sus cuentos en el volumen The first forty-nine stories; en el prólogo dice preferir algunos: La corta vida feliz de Fracis Macomber, Las nieves del Kilimanjaro, La luz del mundo, Algo que vos nunca serás, Un lugar limpio y bien iluminado, Colinas como elefantes blancos, Una carrera de persecución. Esta dictando su testamento. Nunca mas volverá a escribir nada de ese valor; seguirá representando, viviendo en el Código: la guerra, Marlene Dietrich, los elefantes, los daiquiris con Fidel en el Floridita; con seguridad se distrajo más talentosamente que nadie, pero en el medio del pecho se le agazapaba la tristeza: “Desde chico me gusto pescar y cazar. Si no hubiera perdido tanto tiempo habría escrito mucho más. Pero quizás me hubiera pegado un tiro”.

Tal vez lo recordó, cargando el Springfield de los búfalos, mientras el sol iba saliendo de a poco entre las colinas de Ketchum, alumbrando los montes y sus ojos gastados.

“Un balazo en la boca es infalible”, había dicho.

Se mató cuando ya no pudo soportar el Código: “De que sirve vivir, si no se puede escribir, si no se puede hacer el amor”.

Pero se mató según el Código: recupero lo mejor de su estilo (pudoroso y viril) para terminar austeramente con la vida del mas entrañable de sus personajes.

A nosotros, solo nos queda juzgarlo con la moral que él nos propuso.

8. La marcha de los bárbaros

Los habitantes de White Oak, en Georgia, al sur de los Estados Unidos, miraban con mala cara al joven Erskine Caldwell: obcecado y arisco, tenía 25 años y una trayectoria displicente. Había sido, sucesivamente: guardaespaldas del dueño de un café-cantante de Filadelfia, mozo, peón en un aserradero, jugador profesional de fútbol, cocinero en un restaurante especializado en comidas húngaras de la estación Wilkes-Barre, barítono en el coro de la escuela dominical, lector de la Universidad, y guardaespaldas del (otro) dueño de un café-cantante de Filadelfia; para colmo, en agosto de 1928 se le había ocurrido, de repente, escribir cuentos.

Su explicación era, sobre todo, distraída: “Contrariamente a la opinión general, una persona no se convierte en escritor porque haya obtenido una gracia divina del cielo, sino porque cree que recibirá correspondencia muy interesante”. Desconfiados, los campesinos de White Oak lo trataban con la misma irónica y distante solemnidad que usaban con los enfermos incurables, con las mujeres y los gatos: lo compadecían, lo dejaban hablar y de vez en cuando le pagaban el whisky. Paradójicamente, compartían el asombro, la piedad y las amabilidades de cerca de 300 profesores de literatura y estilística de toda Europa que (poco después) empezaban a estudiar la obra de E. Caldwell, J. Steibeck, James Cain y demás integrantes de la generación de escritores norteamericanos “duros” de la década del treinta, sucesores de Hemingway y Faulkner. El estupor de los campesinos de Georgia era explicable: el de los europeos, también.

Acostumbrados a una retórica estéril, intelectualizada, los cautivó la simplicidad de esos “primitivos” que se ahorraban la lectura de Descartes y Pascal, los años de academia y los títulos universitarios para saltar, alegremente, de las cosechadoras de algodón al discurso indirecto: que asumían la literatura, no como un “sacerdocio”, sino como un oficio más. Escribían libros como antes habían paleado carbón, traficado whisky o piloteado avioncitos de prueba de una sola hélice. Se sentaban a narrar sus experiencias sin muchas complicaciones, sin grandes armazones intelectuales pero (casi todos ellos) con talento.

Para los europeos eran los nuevos bárbaros que venían a voltear los imperios cansados. Como buenos cartesianos, se extasiaban frente al desenfado y la acción: aficionados a los libros, se deslumbraban con “la vida”. Los mas lúcidos (Pavese, Sartre) pusieron entre paréntesis esta loca poética de la experiencia vivida y empezaron a valorar los resultados. Cuando olvidaron la puesta en escena, la seducción de esas biografías escandalosas, les quedaron los libros para comprobar una revolución. Un nuevo modo de narrar (es decir de entender la realidad) directo y coloquial, enderezado a remarcar las situaciones más que los caracteres, fue lo que influyo y sedujo a los más importantes narradores europeos de la segunda pos-guerra; desde Pavese y Vittorini, hasta el Camus de El extranjero (cuya deuda con El cartero llama dos veces, es innegable); y el Sartre de Los caminos de la libertad (que arranca de las experiencias de J. Dos Passos).

De toda esa camada de tough writers (J. Steinbeck, J. Cain, D. Hammet, R. Chandler), el más representativo, el que menos ha desmoronado el tiempo, es Erskine Caldwell. Algunos de sus cuentos y dos de sus novelas (El camino del tabaco, 1932; La Chacrita de Dios, 1938) se salvan del naufragio por su fuerza narrativa, siempre carente de retórica, por la obsesiva fidelidad de su mundo: pasar con él de novela en novela, de cuento en cuento es como caminar por el campo, de chacra en chacra. Se encuentra gente nueva, pero siempre la misma vida: el hombre y su trabajo en lucha con la naturaleza; la pasada inmovilidad del tiempo; la intensidad inflexible del clima, la inmensidad de los campos sembrados: allí se mueven sus personajes; la naturaleza es el marco y el conflicto para esos seres activos y brutales que jamás conocen las tormentas interiores.

Todas sus historias flotan fuera del tiempo: Caldwell no remata, no resuelve nunca la situación, la deja en suspenso, como si fuera imposible abarcar la inmensidad del universo y solo fueran posibles algunos trazos, ciertos signos a partir de los cuales se pueden reconstruir los destinos.

Eso explica, quizás (más que una elección cuidadosa del cuento como forma, como estructura significativa de la realidad) el sentido de la frase que Erskine Caldwell incluyó como acápite a Pasión de pleno verano, cuando en 1940 lo reunió con el resto de sus cuentos en el volumen: Jackpot. “Me gusta más escribir un cuento como este que una novela de 300 páginas”.

9. La corte de los milagros

De lejos parece una muchacha: camina a los saltitos, recortada contra los edificios de la Wabansia Avenue, en el barrio polaco de Chicago. Su cabello brilla, adornado con una gran cinta roja; de vez en cuando se demora y alza la cara hacia la estructura de fierro del elevado que acompaña la calle de Este a Oeste: las vigas, sacudidas por el paso de los trenes, llenan el aire de lamentos. La silueta de la mujer se tambalea, aplastada por ese cielo raso de metal, como si estuviera hundida en un túnel sombrío. La sombra que baña el asfalto de la calle tiene el mismo color nocturno de las viejas paredes carcomidas, como si los edificios retuvieran grandes sombras fijas, incrustadas entre sus piedras. La avenida se tuerce en pequeñas cortadas; a derecha e izquierda las paredes parecen tatuadas por las escaleras de incendio. De arriba a abajo de esas brechas la oscuridad es una enorme polvareda temblorosa. El viento levanta torbellinos de polvo terroso, grisáceo; arroja contra los ojos de la mujer pedacitos de carbón y copos de ceniza, viejos papeles grasientos se le enredan en las piernas. Mientras se acerca, alguien la insulta desde arriba y ella vuelve a levantar la cara; cuando la baja parece haber envejecido de golpe, la piel devastada y gris, la cabeza cubierta de estopa blanca: es una vieja, tiene mas de sesenta años. Empina una botella de ginebra y cierra los ojos contra el cielo que se adivina entre las vigas de acero; se cruza la boca con la manga y sigue hablando sola, lanzando gritos de desafío. Cada tanto se para, se levanta el ruedo del vestido y baila: gira y se hamaca en medio de la calle, mirándose los pies. De pronto se detiene, suelta el vestido que le roza los tobillos y escupe contra el cielo. Vuelve a empinar la botella hasta vaciarla y se aleja despacio, con su andar de pato, hacia la West Madison Avenue, el Bowery de Chicago. Allí se pierde, se confunde con otras viejas bellezas arruinadas, borrachos, hombres con cara de náufragos, deambula con ellos entre los desvencijados hoteles de hombres solos, los refugios a cinco centavos el catre, los bares miserables. Vagabundos, prostitutas, ladrones, se arriman los unos a los otros para resistir en manada. No tienen mas amigos que el alcohol, una amistad difícil: con la borrachera, extraños fantasmas se vuelven contra ellos, bestias alucinadas y feroces los acorralan, los encierran en esa selva hostil donde los cazadores son los únicos que tienen rostro humano. Espuma hostil, ceniza de una sociedad donde solo los triunfadores son inocentes, ellos son más sospechosos que nadie: ¿por qué han llegado a ser lo que son? Es preciso que haya sido por su culpa. La policía los acecha, todo los impulsa a convertirse en culpables. Son criminales en potencia, es preciso ocultarlos para no alarmar a las buenas conciencias; los acorralan, los encierran en los límites inviolables de un ghetto: un barrio, una calle, ciudadelas ocultas con tapiales inciertos donde el Mal vive al estado puro para que los buenos espíritus puedan dormir en paz, para que el Bien exista sin mancha, inmaculado y solitario. Conviviendo con ellos, en medio del barrio polaco, cruzando la Wabansia Avenue hacia el oeste, de espaldas al

Chicago de los grandes rascacielos y los supermarkets, junto a un pasaje donde se quema basura y vuelan diarios viejos, en una barraca sin cuarto de baño ni heladera, vive Nelson Algren, cronista del East-Side, de los barrios bajos y los lumpen de Chicago.

Estoy anclado aquí porque mi trabajo consiste en escribir sobre esta ciudad y solo puedo hacerlo desde adentro. Sin quererlo claramente he elegido la vida que mejor convenía al tipo de literatura que soy capaz de hacer. Los intelectuales me aburren, me parecen sin realidad; la gente que frecuento me parece más verdadera: prostitutas, ladrones, drogados, etc.

Ese barrio, esa gente son los personajes de todos sus libros. Algren ha encontrado en ellos la respuesta a la sociedad norteamericana: toda su obra es una negativa a aceptar la moral que convierte a las víctimas en culpables. “Entre nosotros lo bello y lo feo, lo grotesco y lo trágico y sobre todo el Bien y el Mal, se van cada uno por su lado; a los norteamericanos no les gusta que esos extremos puedan mezclarse”.

En los libros de Algren las barreras han sido volteadas, los extremos se tocan: con cierta ingenuidad estilística, con alguna inseguridad en la construcción, pero siempre con lirismo y verdad, Nelson Algren descubre en sus novelas (sobre todo en la admirable El hombre del brazo de oro, 1949) una nueva imagen del hombre americano. Haberla buscado entre los delincuentes y las prostitutas es un desafío: siempre es un escándalo tratar a los criminales, a los drogados, no como a autómatas sirvientes del Mal, sino como a seres humanos, aferrados a una Moral, a un Código inflexible y viril basado en el coraje y el orgullo, en la amistad y la “decencia”.

En este desafío nacen los mayores méritos de Algren y todas sus desventuras: perseguido por el senador McCarthy, privado de sus derechos civiles, acorralado, Algren no vive en los Estados Unidos, no vive en su patria, sino “en un territorio ocupado por norteamericanos”.

Arruinado, engañado, traicionado, esta pagando un precio alto por decir la verdad en una sociedad donde decir la verdad es siempre una provocación.

10. Otras fotos, otras guitarras

En 1948, la foto de un adolescente lánguido, de sonrisa blanda y chaleco bataraz, delicadamente reclinado sobre un diván, los ojos casi borroneados por un mechón de pelo rubio, servía —más que para anunciar una novela-para horrorizar puritanos a lo largo y a lo ancho de los Estados Unidos.

El joven que enfrentaba tan cómodamente la cámara, aún no había cumplido los 24 años, pero ya era famoso: autor de una esplendida novela, ganador (a los 18 y 19 años) del premio O. Henry el mejor cuento del año, el mundito literario de Nueva York se disputaba su presencia con el mismo fervor con el que las revistas le pagaban sus cuentos. Nacido en el Sur, escribía desde los 15 años, se llamaba Truman Capote y estaba contento: “Soy un Paganini semántico. Toda mi vida supe que podía tomar un puñado de palabras y que al tirarlas al aire descenderían en el sitio apropiado”.

Cuando, vestido con su mejor traje pero en pantuflas, se lo dijo a Miss Wood, su vieja profesora de retórica inglesa que lo miraba embelesada, ninguno de los dos sospechaba que iban a pasar casi veinte años, antes de que pudiera volver a probarlo.

Porque después de este comienzo deslumbrante (1948: Otras voces, otros ámbitos; 1949: sus cuentos, reunidos en el volumen Un árbol nocturno) su obra, esperada con fuegos de artificio y premoniciones venturosas, empezó de golpe a crecer con desgano y sin esplendor. Su siguiente obra de ficción la publico recién en 1958 (dos novelas cortas: Desayuno en Tiffany y El arpa de pasto).

El niño prodigio se había empacado. Nacido para suceder a Faulkner, no le disculparon la pedantería de negarse a obedecerlos. El culpable pareció ser el jovencito díscolo: todos (hasta el mismo Capote, a ratos) arremetieron contra él. Primero se habían deslumbrado con su desparpajo; traicionados, pedían lecciones de humildad: Capote les respondía con lucidez: “La tragedia de los escritores norteamericanos es que se queman por no arriesgar, por reincidir en lo que les salió bien. No tienen una segunda oportunidad”.

A primera vista parece una disculpa: A sangre fría (1966) demuestra que no lo era.

Se trataba de su segunda oportunidad: encontrarla le llevo la mitad de su vida. “Fue durísimo, uno se acostumbra tanto a capitular”.

Todos pensaron que la había conquistado a cambio de sí mismo: costaba reconocer en ese hombre gastado y semi calvo al luminoso adolescente del mechón rubio. Sin embargo no lo habían aplastado del todo: se lo adivinaba en esa mirada socarrona que iluminaba su rostro mofletudo, en su orgullosa seguridad.

Se había jugado el todo por el todo, pero había sobrevivido y lo sabía:

No envidio a ningún escritor norteamericano viviente. Pude haber escrito tres novelas en el tiempo que me tomo hacer este libro y las hubiera escrito mejor que cualquiera de ellos. Necesite toda mi imaginación y el coraje del mundo para lanzarme a la aventura.

A Sangre Fría es un reencuentro: fiel a sí mismo Capote ha revolucionado la novela moderna, ha inaugurado la non-fiction pero, sobre todo, ha rescatado lo mejor del universo de sus primeras narraciones: lo ha endurecido y concentrado, pero sin traicionarlo. La inocencia perdida y la culpa siguen siendo las leyes que tejen los símbolos mas profundos de sus obras: en la investigación periodística o en el ritmo tumultuoso de su prosa mórbida y barroca, la historia es siempre la misma: la gratuita eficacia de Perry Smith y Richard Hickok, destroza la bucólica paz de Holcolm; o la cautivante perversidad con que Miriam desbarata el orden prolijo y aséptico de Mrs. Milles, esconden una sola lección: lo que intenta Capote (y con esto se liga a la mejor tradición de la narrativa norteamericana desde Melville a Faulkner) es construir (o descubrir) mitos; iluminar y no copiar la realidad. Por eso, después el crimen, el mundo de Holcomb parece inventado por Capote: esos hombres y esas mujeres que han conocido el Mal y han perdido la inocencia, que han sido expulsados del Paraíso a un mundo de luces perpetuamente encendidas y cerrojos corridos, de terror y recelo, son un símbolo (como lo era Otras voces, otros ámbitos, como lo fueron sus mejores cuentos), un nuevo mito erigido para demostrar que la realidad es siempre más compleja, que en el orden más reconocido y manso se ocultan rincones en los que, al tantear confiadamente, sentimos bullir una araña contra la palma de la mano. Y que cualquier noche, al darnos vuelta en la cama podemos encontrar la mirada loca de ese hombre de cara “compuesta de pedazos mal encajados” y piernas deformadas que nos mira desde el cañon de una escopeta gatillada.

Es esa fidelidad secreta y honda al eje de su obra lo que nos permite presentar esta Guitarra de Diamantes como una metáfora de esa otra, desvastada, brutalmente tallada a navaja, que Perry Smith arrastraba como a un pedazo entrañable de sí mismo, a lo largo de los inhóspitos caminos de Kansas. Porque las dos son -en el fondo- una cifra, una prueba de la fidelidad y la aventura que definen la (admirable) obra narrativa de Truman Capote.

11. En la cuerda floja

Es (con Samuel Beckett, con Gunter Grass, con Julio Cortázar) uno de los cuatro o cinco narradores más importantes de la literatura contemporánea: en su país son pocos los que se han dado cuenta. Su primera novela Malcom, vendió 2.800 ejemplares: una ausencia para los Estados Unidos, donde cualquier best-seller de éxito moderado alcanza los 200.000.

Él es quien menos se preocupa: se sigue negando a asistir a los cócteles literarios sigue rehusando las entrevistas, su número no figura en la concurrida guía telefónica de Nueva York, estima demasiado sus cuentos para dejarlos macerar en las revistas de gran tirada. Vive arrinconado en un departamento cerca del East River, el piso sembrado de libros, con fotos de Melville y de

Joyce en las paredes: allí se encierra casi todo el día, aprendiendo griego y latín en ediciones bilingües (“los profesores son demasiado caros para mí”) escribiendo (“sin plan fijo, sin horario fijo, a máquina o a mano en libros de contabilidad”) , cocinando su propia comida (“la plata no me alcanza para ir a un restaurante”).

Esta soledad y este olvido, todas estas (aparentes) desventuras son, sobretodo, una elección, una prueba de lucidez y rigor.

Me sería más fácil cambiar, coquetear con los directores de revistas. No tengo ganas de traicionarme, quiero hacer solamente lo que me interesa.

Y lo que me interesa es escribir sin que nadie me dirija, ni me compre. En Estados Unidos cuando uno se agacha, no se levanta más.

En un país donde la literatura también se consume, como los hots-dogs, como las medias de nylon, su exilio es un escándalo secreto; el otro de la tradición norteamericana del escritor showman que, entre libro y libro, hace las delicias de las revistas sensaciona-listas de las señoritas con inquietudes de los promotores de publicidad.

“La celebridad excesiva, en vida, mata al artista que no es del todo. Scott Fitzgerald —ejemplifica— terminó siendo una actriz de Hollywood; Henry Miller, un businessman, Salinger, un aviso con talento, James Baldwin, un propagandista”.

James Purdy no parece correr esos riesgos: tiene 44 años, a los 12 escribió A Good Woman, su primer cuento, publicó por primera vez después de los 35.

“El artista es una especie de acróbata sobre la cuerda floja. Así me siento yo cada vez que escribo”.

Purdy es un moralista a contramano. sus cinco libros (Color of Darkness, Malcom, The Nephew, Children is all, Cabot Wright Begins) retornan, una y otra vez, sobre la misma alegoría: el mundo es una pesadilla de horror y crueldad; la pureza es el único camino: pero la pureza es imposible, porque los inocentes y los puros son mancillados, destruidos. Solo la corrupción sobrevive, y triunfa.

Aferrado a la negatividad, la suya es una denuncia mucho más inquietante que la de todos los escritores "sociales" norteamericanos (Farrell, Dreiser, Steinbeck). La injusticia social transcripta literalmente, sin matices, es un llamado a nuestros buenos sentimientos: todo estamos fácilmente de acuerdo con esos reproches.

Siempre se pueden repudiar esas “deformaciones” como si fueran algo distinto de nosotros mismos: nos queda la piedad, las sociedades de beneficencia, para resguardar nuestra buena conciencia.

La obra de James Purdy, en cambio, va más adentro: es un ataque a los fundamentos de esa piedad, de esas cómodas ilusiones.

Viene a socavar, a destruir con rigor y belleza los mitos más profundos del American Way of Life.

Toda su literatura es un exorcismo, una ceremonia feroz: a primera vista su mundo se emparenta con el de Kafka, pero sus raíces más profundas son norteamericanas: ciertos cuentos de Poe, de Hawthorne, y, sobretodo, el Bartleby de Melville.

“¿Por qué no pueden decirse el por qué?” es una muestra de esa soterrada crueldad, de ese descenso a los infiernos que define su obra. Ese chico que gira enloqueciendo apretando contra el pecho las fotos de su padre, es otro de los Puros de Purdy, destruidos por el horror de un mundo atroz: solo y sin redención, “vomita su corazón cargado de amargura”.

12. El paraíso perdido

Laborare est orare, dijo Calvino y casi sin darse cuenta definió la ética del capitalismo.

Hasta ese entonces, los católicos habían condenado todos los intentos de mezclar la Virtud con la Prosperidad. La Revolución Industrial obligó a hacer examen de conciencia, arrimó la Riqueza a la Gracia de Dios: si el trabajo era un modo de adorar a Dios, ¿por qué renegar de sus beneficios? “Creía —ha escrito Scheler— a los norteamericanos hipócritas. Creía que cuando decían Dios, querían decir: algodón. No. Cuando dicen Dios quieren decir Dios. El milagro es que siempre hay algodón”.

Scheler olvidaba que los norteamericanos habían partido de Lutero y Calvino para descubrir una filosofía que veía en la abundancia de algodón, una manifestación de Dios.

Un Código sin fisuras y sin ambigüedad, que no ve distancia entre las intenciones y los actos; los matices se han borrado para siempre y es posible actuar sin remordimientos: Virtud y Prosperidad son una misma cosa, solo los que vencen son Puros.

Contra esa mistificación se levanta la obra de John Updike, un calvinista nacido en 1933 para quien los caminos que conducen al Señor son mas arduos.

Sus libros (The Poorhouse Fair —La feria del asilo— 1959; The Same Door —La misma puerta— 1960; Rabbit Run —Corre conejo— 1961; Pigeon

Feathers —Plumas de paloma— 1962; The Centaur —El centauro— 1963) vienen a proseguir la vieja leyenda puritana inaugurada por Nathaniel Hawthorne y Sherwood Anderson: el hombre recto y puro, desorientado y sin anclaje busca, infructuosamente, el camino del Bien y de la Salvación en una sociedad corrompida y brutal.

Ya no se trata del horror de Hawthorne frente a los primeros comerciantes; o de Sherwood Anderson huyendo de la incipiente sociedad industrial; el de Updike es un nuevo Babbitt y su desolación es mas profunda: el mundo se ha llenado de objetos hostiles, el hombre se extravía entre los supermarkets y las máquinas traga-monedas, entre los aparatos de TV y los ascensores neumáticos; los Objetos son los nuevos Ídolos, el nuevo acceso a la Salvación y la Felicidad. Frente a ese mundo inhumano y abstracto no es posible dudar: hay que aceptarlo o negarlo sin matices, definitivamente. De la negación de la realidad a la búsqueda de Dios hay un solo paso, no es casual que Updike (como Salinger) roce la experiencia mística de los beatniks: más que una Nueva Religión, se trata de encontrar una respuesta para oponer a esa sociedad sin fisuras, donde todo es unánime, donde lo que se hace y lo que se piensa de lo que se hace coincide sin sobresaltos.

La única verdadera negación es la huida, los mejores libros de la literatura norteamericana están poblados por esos abandonos sorpresivos y absolutos: Gordon Pynn entre los hielos blancos, Ismael cazando ballenas, Huckleberry Finn remontando el Missisipi, los aristócratas expatriados de Henry James, George Willard escapando de Winnesburg. Harry Angstron, el Conejo de Updike (en su única novela traducida al castellano, Seix Barral, 1965) sale a comprar cigarrillos, trepa a su Buick 1957 y termina lanzado a 100 km. por hora hacia el Oeste: no irá muy lejos, está girando en el vacío y termina golpeando contra los barrotes de la jaula.

Todo el estilo meticuloso y terso de John Updike se encamina a reproducir este encierro, el espesor agobiante de ese mundo en el que los objetos y las máquinas han expulsado al hombre, provocando una nueva Caída, un nuevo Pecado Original.

Este cuento es una metáfora transparente de esta nostalgia del Paraíso Perdido: el pueblo de Tarbox es un símbolo de esas mutilaciones: la boca del río por donde llegaron los Fundadores tiene ahora una “manufactura de juguetes plásticos”. Los bosques del otro lado de la Colina Lejana, “donde ni siquiera se han entrometido las casas, pero se murmura que el terreno ha sido vendido a un especulador”.

El Indio parece ser el único testigo, el único sobreviviente: ha estado desde siempre, como clavado en la tierra, seguro de su triunfo final.

Es otro de los austeros e íntegros hombres de Updike y en el se esconde su lección más profunda: al final de las locas carreras, de las búsquedas, entre la destrucción y el caos, el hombre sobrevive, exilado pero fiel a sí mismo.

13. Viaje al fin de la noche

Tiene catorce años y el sol le da en la cara: quizás por eso no ha visto al policía que acaba de ocultarse en la penumbra del zaguán; tampoco parece ver al que se le acerca, caminando distraídamente, por mitad de la plaza. Antes de largarse a cruzar la Quinta

Avenida, el muchacho hace una visera con la mano derecha tratando de tapar el reflejo del sol; espera la luz roja y cuando esta por bajar a la calle alguien lo detiene, lo sostiene del hombro. —Y vos qué haces en este barrio -El policía esta parado casi sobre él y parece sonreír, pero le habla con una voz demasiado baja- ...O no sabes que ustedes no pueden... -una especie de silbido que se apaga con el rumor de la avenida.

—¿Cómo? —pregunta el muchacho.

El policía deja de sonreír y sigue hablando suavemente, su voz es un murmullo tenso.

El muchacho ya no se esfuerza por escucharlo: está atento, esperando que afloje el tráfico y se mueve hacia un costado como si buscara mirar de frente al policía, pero de golpe se larga a correr.

No alcanza a llegar al medio de la avenida: el otro policía se cruza en diagonal desde la esquina y lo caza a mitad de camino.

Se divirtieron conmigo, obligándome a dar saltos mortales, aventurando cínicas (y aterradoras) especulaciones con respecto a mi ascendencia y probables proezas sexuales y, para terminar, me abandonaron en un baldío de Harlem, tendido en el suelo boca arriba.

Su crimen es viejo y visible: su propia piel. El mundo lo castiga acorralándolo contra esos limites inciertos: lo identifican con ella hasta tal punto de separarlo de sí mismo; en esa quiebra se reencuentra y se extravía definitivamente: primero debe admitir que es un nigger, en seguida lo obligan a reconocer que eso es un mal. Es preciso que lo asuma, que lo declare y lo confiese: el es culpable de ser negro; ante el mundo este hecho es una maldición, esa piel contingente un destino.

A los negros de mi país se nos enseña desde chicos a despreciarnos a nosotros mismos. Cuando yo trate de evaluar mis posibilidades advertí que no tenía ninguna. Para alcanzar la vida a que aspiraba, se me habían brindado las peores armas. No podía hacerme boxeador, muchos de nosotros lo intentaron y pocos lo lograron. No sabía bailar.

Sus caminos naturales están cerrados: se llama Baldwin, como el patrón blanco que lo raptó de su tribu, en África; hijo de un pastor bautista, se ha educado en la Dewitt Clinton High School: elegirá hacer de su condición un llamado; de la experiencia de su raza una aventura límite.

Yo escribía desde chico, en Harlem, donde nací. Sobre todo canciones, textos religiosos que, a veces, eran cantados en la Iglesia. Pero en 1947 por primera vez la literatura me sirvió para encarar mi propia vida, mi propio país. Se trataba de un ensayo: “A letter from Harlem”.

Sin embargo, las seguridades de la razón nunca resuelven los problemas de la existencia: Baldwin, racionalmente, es un hombre, un escritor. Pero el negro real sigue ahí, adentro de su piel: para los blancos Baldwin es un escritor negro. O mejor, un negro que escribe.

No solo comprendí entonces que la literatura era un quehacer profundamente serio, sino también que, al menos en mi caso, ella entrañaba un peligro físico. Sentirme amenazado me deprimía y me restaba libertad para escribir, así que hice mis valijas.

En 1948, se refugia en Europa, vive en Francia, escribe cuatro libros (Go TellIt on Mountain; Giovanni's Room; Notes of a native Son; Another Country) y está incómodo: la tranquilidad del expatriado es una trampa, olvidar su color un consuelo triste. Su destino se juega en otro lado: “Mis raíces son norteamericanas, mis tormentos norteamericanos, luego, mi campo de batalla esta allí. Uno debe elegir sus combates: el Mío debo librarlo en mi país”.

Baldwin asume su color: quiere ser un hombre a partir de su raza, no pese a ella. Volver a su país es viajar al entro del infierno, pero es, al mismo tiempo, viaja al centro de si mismo.

“Solo podremos ser destruidos el día que aceptemos ser lo que el mundo blanco llama un negro”.

Ese conflicto es el eje central de Esta mañana, esta tarde, tan pronto y en esta nouvelle Baldwin recupera como nunca su experiencia en el mundo, la transforma en un testimonio deslumbrante: la respiración íntima de la primera persona, acorta las distancias, compromete la sangre fría de las ideas en la cálida densidad de lo vivido. Haber canalizado en esta narración espléndida un material tan entrañable es uno de los méritos mayores de James Baldwin.

14. Cuentos policiales

¿Cómo definir ese género policial al que hemos convenido en llamar de la serie negra según el título de una colección francesa? A primera vista parece una especie híbrida, sin límites precisos, difícil de caracterizar, en la que es posible incluir los relatos más diversos. Basta leer The Asphalt Jungle de Burnett, They Shoot Horses, Don’t They? de McCoy, The Postman Always Rings Twice de Cain, The Long

Goodbye de Chandler o The Dain Curse de Hammett para comprender que es difícil encontrar aquello que los unifica. De hecho el género se constituye en 1926 cuando el “Capitán” Joseph T. Shaw se hace cargo de la dirección de Black Mask, pulp magazine fundado en 1920 por el muy refinado crítico Henry L. Mencken. El “Capitán” (personaje digno de un film de Samuel Fuller, típico en la mitología de la literatura norteamericana) campeón de sable, afecto al póker y al whisky de maíz, no escribió nunca una línea pero fue el verdadero creador del género. (Esto es, sin duda, lo que reconoce Hammett al dedicarle Red Harvest, su primera novela). Shaw cumple en la historia de la literatura norteamericana el mismo papel mítico que aquel jefe de redacción del Toronto Star que, según Hemingway, le enseñó a escribir en prosa (un eco de la importancia que tiene el editor en la definición de la narrativa norteamericana lo da en estos años Harold Ross, director del New Yorker. Los cuentos de Salinger, Updike, Cheever, entre otros, llevan en más de un sentido, el sello de la revista). Shaw le dio a Black Mask una línea y una orientación y todos los grandes escritores del género (antes que nada Dashiell Hammett, pero también Horace McCoy, William Burnett, Raoul Whitfield, James Cain, Raymond Chandler) publicaron sus primeros relatos en la revista. De entrada definió un programa: su ambición era publicar un tipo de relato policial “diferente del establecido por Poe en 1841 y seguido fielmente hasta hoy”. Determinado, en el comienzo, por su diferencia con la policial clásica, el género encuentra allí, provisoriamente, su unidad. Así podemos empezar a analizar esos relatos por lo que no son: no son narraciones policiales clásicas, con enigma, y si se los lee desde esa óptica (como hace, por ejemplo, Jorge Luis Borges) son malas novelas policiales.

Lo que en principio une a los relatos de la serie negra y los diferencia de la policial clásica es un trabajo diferente con la determinación y la causalidad. La policial inglesa separa el crimen de su motivación social. El delito es tratado como un problema matemático y el crimen es siempre lo otro de la razón. Las relaciones sociales aparecen sublimadas: los crímenes tienden a ser gratuitos porque la gratuidad del móvil fortalece la complejidad del enigma. Habría que decir que en esos relatos se trabaja con el esquema de que a mayor motivación menos misterio. El que tiene razones para cometer un crimen no debe ser nunca el asesino: la retórica del género nos ha enseñado que el sospechoso, al que todos acusan, es siempre inocente. Hay una irrisión de la determinación que responde a las reglas mismas del género. El detective nunca se pregunta por qué, sino cómo se comete un crimen y el milagro del indicio, que sostiene la investigación, es una forma figurada de la causalidad. Por eso el modelo del crimen perfecto que desafía la sagacidad del investigador es, en última instancia, el mito del crimen sin causa. La utopía que el género busca como camino de perfección es construir un crimen sin criminal que a pesar de todo se logre descifrar. En este sentido, si la historia interna de la narración policial clásica se cierra en algún lado, hay que pensar en El proceso de Kafka que invierte el procedimiento y construye un culpable sin crimen.

Los relatos de la serie negra (los thriller como los llaman en Estados Unidos) vienen justamente a narrar lo que excluye y censura la novela policial clásica. Ya no hay misterio alguno en la causalidad: asesinatos, robos, estafas, extorsiones, la cadena siempre es económica. El dinero que legisla la moral y sostiene la ley es la única razón de estos relatos donde todo se paga. Allí se termina con el mito del enigma, o mejor, se lo desplaza. En estos relatos el detective (cuando existe) no descifra solamente los misterios de la trama, sino que encuentra y descubre a cada paso la determinación de las relaciones sociales. El crimen es el espejo de la sociedad, esto es, la sociedad es vista desde el crimen: en ella (para repetir a un filósofo alemán) se ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones personales hasta reducirlas a simples relaciones de interés, convirtiendo a la moral y a la dignidad en un simple valor de cambio. Todo está corrompido y esa sociedad (y su ámbito privilegiado: la ciudad) es una jungla: “el autor realista de novelas policiales (escribe Chandler en The Simple Art of Murder) habla de un mundo en el que los gangsters pueden dirigir países: un mundo en el que un juez que tiene una bodega clandestina llena de alcohol puede enviar a la cárcel a un hombre apresado con una botella de whisky encima. Es un mundo que no huele bien, pero es el mundo en el que usted vive. No es extraño que un hombre sea asesinado pero es extraño que su muerte sea la marca de lo que llamamos civilización”.

En el fondo, como se ve, no hay nada que descubrir, y en ese marco no solo se desplaza el enigma sino que se modifica el régimen del relato. Por de pronto el detective ha dejado de encarnar la razón pura. Así, mientras en la policial clásica todo se resuelve a partir de una secuencia lógica de hipótesis, deducciones con el detective inmóvil, representación pura de la inteligencia analítica (un ejemplo a la vez límite y paródico puede ser el Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares que resuelve los enigmas sin moverse de su celda), en la novela policial norteamericana no parece haber otro criterio de verdad que la experiencia: el investigador se lanza, ciegamente, al encuentro de los hechos, se deja llevar por los acontecimientos y su investigación produce, fatalmente, nuevos crímenes. El desciframiento avanza de un crimen a otro; el lenguaje de la acción es hablado por el cuerpo y el detective, antes que descubrimientos, produce pruebas. Por otro lado ese hombre que en el relato representa a la ley solo está motivado por el dinero: el detective es un profesional, alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo (mientras que en la novela clásica el detective es generalmente un aficionado, a menudo, como en Poe, un aristócrata, que se ofrece desinteresadamente a descifrar el enigma). Curiosamente es en esta relación explícita con el dinero (los 25 dólares diarios de Marlowe) donde se afirma la moral; restos de una ética calvinista en Chandler, todos están corrompidos menos Marlowe: profesional honesto, que hace bien su trabajo y no se contamina, parece una realización urbana del cowboy. “Si me ofrecen 10.000 dólares y los rechazo, no soy un ser humano”, dice un personaje de James Hadley Chase. En el final de The Big Sleep, la primera novela de Chandler, Marlowe rechaza 15.000 dólares. En ese gesto se asiste al nacimiento de un mito. ¿Habrá que decir que la integridad sustituye a la razón como marca del héroe? Si la novela policial clásica se organiza a partir del fetiche de la inteligencia pura, y valora, sobre todo, la omnipotencia del pensamiento y la lógica abstracta pero imbatible de los personajes encargados de proteger la vida burguesa, en los relatos de la serie negra esa función se transforma y el valor ideal pasa a ser la honestidad, la “decencia”, la inco-rruptibilidad. Por lo demás se trata de una honestidad ligada exclusivamente a cuestiones de dinero. El detective no vacila en ser despiadado y brutal, pero su código moral es invariable en un solo punto: nadie podrá corromperlo. En las virtudes del individuo que lucha solo y por dinero contra el mal, el thriller encuentra su utopía. No es casual en fin, que cuando el detective desaparezca de la escena la ideología de estos relatos se acerque peligrosamente al cinismo (caso Chase) o mejor, cuando el detective se corrompe (caso Spillane) los relatos pasan a ser la descripción cínica de un mundo sin salida, donde la exaltación de la violencia arrastra vagos ecos del fascismo. Asistimos ahí a la declinación y al final del género: su continuación lógica serán las novelas de espionaje. Visto desde James Bond, Philip Marlowe es Robinson Crusoe que ha vuelto de la isla.

2

La transformación que lleva de la policial clásica al thriller no puede analizarse según los parámetros de la evolución inmanente de un género literario como proceso autónomo. Es cierto que la novela policial clásica se había automatizado (en el sentido en que usan este término los formalistas rusos) pero esa automatización (denunciada por

Hammett y Chandler y parodiada en novelas como The High Window y The Thin Man) y el desgaste de los procedimientos no puede explicar el surgimiento de un nuevo género, ni sus características. De hecho, es imposible analizar la constitución del thriller sin tener en cuenta la situación social de los Estados Unidos hacia el final de la década del veinte. La crisis en la Bolsa de Wall Street, las huelgas, la desocupación, la depresión, pero también la ley seca, el gangsterismo político, la guerra de los traficantes de alcohol, la corrupción: al intentar reflejar (y denunciar) esa realidad los novelistas norteamericanos inventaron un nuevo género. Así al menos lo creía Joseph T. Shaw quien al definir la función de Black Mask señalaba que el negocio del delito organizado tenía aliados políticos y que era su deber revelar las conexiones entre el crimen, los jueces y la policía. En 1931 declaró: “Creémos estar prestando un servicio público al publicar las historias realistas, fieles a la verdad y aleccionadoras sobre el crimen moderno de autores como Dashiell Hammett, Burnett y Whitfield”. En este sentido la novela policial se conecta con un proceso de conjunto de la literatura norteamericana de esos años. El pasaje de los twenties al New Deal está signado por la toma de conciencia social de los escritores norteamericanos. El ejemplo más notable es el de Scott Fitzgerald (hay que leer su Notebook donde se define como socialista o analizar en ese marco The Last Tycoon y las notas que acompañaron la redacción de esa novela) pero el proceso alcanza también a Faulkner (basta ver su saga de los Snopes) y por supuesto a Hemingway (que en los años treinta no solo trabaja por la República Española e integra el Comité de escritores antifascistas, sino que colabora en New Masses, periódico del PC). Son los años de la literatura proletaria, de la Partisan Review en la que Edmund Wilson, Lionel Trilling y Mary McCarthy defienden posiciones radicals; los años en que Dos Passos publica su trilogía (U.S.A.), Steinbeck The Grapes Of Wrath, Michael Gold Jews Without Money, Caldwell Tobacco Road, Hemingway To Have and Have Not (cuyo primer capítulo, publicado antes como cuento con el título de “On trip across” es un modelo de thriller); los años en que empiezan a publicar sus libros, desde la misma óptica, Nathaniel West, Katherine Ann Porter, Daniel Fusch, Nelson Algren, John O’Hara. Los escritores de Black Mask están ligados a esa tendencia: el caso de Hammett (también él colaborador de New Masses) es el más conocido y Lilian Hellman lo ha narrado, con cierta incómoda distancia, en el retrato biográfico que prologa Blood Money.

El thriller surge como una vertiente interna de la literatura norteamericana y la constitución del género debe ser pensada en el interior de cierta tradición típica de la literatura norteamericana (lo que podríamos llamar el costumbrismo social que viene de Ring Lardner y de Sherwood Anderson) antes que en relación con las reglas clásicas del relato policial. En la historia del surgimiento y la definición del género, el cuento de Hemingway The Killers (1926) tiene el mismo papel fundador que The Murders in the Rue Morgue (1841) de Poe con respecto a la novela de enigma. En esos dos matones profesionales que llegan de Chicago para asesinar a un ex boxeador al que no conocen, en ese crimen por encargo que no se explica y en el que subyace la corrupción en el mundo del deporte, están ya las reglas del thriller, en el mismo sentido en que las deducciones del caballero Dupin de Poe preanun-ciaban toda la evolución de la novela de enigma desde Sherlock Holmes a Hércules Poirot. Por lo demás en ese relato (y en el primer Hemingway) está también la técnica narrativa y el estilo que van a definir el género: predominio del diálogo, relato objetivo, acción rápida, escritura blanca y coloquial. (No es casual que Chandler haya comenzado por escribir una parodia de Hemingway, The Sun Also Sneezes, “dedicado sin ninguna razón al mayor novelista norteamericano actual: Ernest Hemingway” o que Hemingway se llame uno de los personajes de Farewell, My Lovely). Por lo demás en 1931 aparece Sanctuary de Faulkner que puede ser considerada una de las mejores novelas del género y que tiene un papel clave en su transformación. Porque el desarrollo del thriller hacia formas cada vez más alejadas del relato policial propiamente dicho (como de un modo u otro lo practicaban Hammett o Chandler) está marcado por la primera novela de James Hadley Chase, No Orchids for Miss Blandish (1937) que no es más que una remake de Sanctuary.

El thriller es uno de los grandes aportes de la literatura norteamericana a la ficción contemporánea. Nacido en una coyuntura histórica precisa, literatura social de notable calidad, el género se cristaliza y culmina en la década del treinta: The Long Goodbye de Chandler (1953) marca su final y es ya un producto tardío. Los que siguen, siendo excelentes (como Chester Himes, D. Henderson Clarke, Kenneth Fearing o David Goodis, para nombrar a los mejores) se desligan cada vez más de esa tradición y en el fondo no hacen más que repetir o exasperar las fórmulas establecidas por los clásicos.

En esta antología hemos seleccionado cinco relatos que se ligan al momento de constitución del género. En la narración de Hammett aparece el gordo detective que será protagonista de Red Harvest pero puede encontrarse también el clima que hará famoso el desenlace de The Maltese Falcon. Blackmailers Don’t Shoot es el primer relato de Chandler: publicado en Black Mask en diciembre de 1933, muestra la perfección de la que fue capaz en su debut como escritor. El cuento de McCoy, también publicado en la revista de Shaw, es uno de los escasos relatos breves que escribió el autor de I Should Have Stayed Home. Los relatos de William R. Burnett y de James M. Cain recibieron en 1930 y en 1936 el premio Memorial O’Henry al mejor cuento norteamericano del año, lo que prueba que, en aquel momento, los escritores de Black Mask estaban lejos de ser considerados practicantes de una literatura “menor”.

 

por Ricardo Piglia


Publicado, originalmente, en: Revista "La Biblioteca" Tercera época Año 12 nº 15 Primavera año 2015

Link del texto: https://www.bn.gov.ar/micrositios/revistas/biblioteca/la-biblioteca-tercera-epoca-2

Revista "La Biblioteca"  es editada por Biblioteca Nacional Mariano Moreno de la República Argentina

 

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