La representación de la maternidad en la

obra de Rosario Castellanos y Elena Garro

Ensayo de María Silvina Persino

Rosario Castellanos

Elena Garro

La posición crítica frente al papel de la maternidad va adquiriendo diferentes matices a través de la obra narrativa y dramática de Rosario Castellanos. Se podría hablar de un proceso cuyo primer estadio es el de Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962), donde se denuncia el estado de opresión en que vive la mujer mediante una voz narrativa que no condena ni ensalza, sino que simplemente expone los hechos. ¿Qué valor se adjudica a la maternidad en el mundo representado en estas novelas?: “La mujer mexicana no se considera a sí misma, ni es considerada por los demás, como una mujer que haya alcanzado su realización si no ha sido fecunda en hijos, si no la ilumina el halo de la maternidad", declara Rosario Castellanos en “La abnegación: una virtud loca” En Balún Canán y Oficio de tinieblas hay personajes femeninos que viven de acuerdo con estos valores. Parecería haber una escala de circunstancias según las cuales la mujer es valorada, que de lo óptimo a lo pésimo serían: 1) concebir un hijo varón, 2) concebir una hija mujer, 3) concebir un hijo bastardo y 4) ser estéril. En las obras literarias referidas se perciben varios tipos femeninos que reaparecen y que se basan en esa suerte de clasificación. Dos son despreciados por la sociedad: la mujer estéril y la mujer soltera preñada, y otro constituye el modelo a seguir: la madre —mejor si es de hijo varón—, que es además esposa.

Así, en Balún Canán, Juana es esposa de un hombre importante de la comunidad, a quien no ha podido darle descendencia: “Juana no tuvo hijos. Porque un brujo le había secado el vientre. Era en balde que macerara las hierbas que le aconsejaban las mujeres y que bebiera su infusión. En balde que fuera, ciertas noches del mes, a abrazarse a la ceiba de la majada. El oprobio había caído sobre ella” (107-108). Juana valora el hecho de que su marido no la haya repudiado: “Ella porque era humilde y le guardaba gratitud, pues no la repudió a la vista de todos, sino en secreto...” (107).

Este tipo de personaje reaparece en Oficio de anieblas con Catalina, también ella una mujer indígena incapaz de concebir y agradecida con su esposo, Pedro Wilkinson, por no haberla repudiado. Esta mujer siente que la comunidad la desprecia o, en el mejor de los casos, la compadece, tal como se percibe en sus reflexiones expresadas por la voz narrativa: “¿Acaso ella era culpable de no tener hijos? ¿A qué medio, por doloroso, por repugnante que fuera, no había recurrido para curarse? Todos resultaron inútiles. Tiene la matriz fría, diagnosticaban, burlándose, las mujeres. Estaba señalada con una mala señal. Cualquiera podía despreciarla’’ (32). Su obsesión por la esterilidad se intensifica a lo largo de la novela hasta hacerla perder la cordura.

La historia de Catalina se enlaza con la de la joven Marcela, quien muy al comienzo de Oficio de tinieblas concibe un hijo al ser violada por Leonardo, un ladino. Ese hijo bastardo resulta providencial para los planes de Catalina, quien, al casar a Marcela con su hermano retardado, se deshace de una vez de la responsabilidad de cuidarlo, le da padre legítimo al niño y se apropia de éste para criarlo como su hijo. Este último hecho y la posterior sacralización de la maternidad son lo que, en última instancia, lleva a Catalina a la demencia y a permitir el sacrificio del niño en la cruz.

Por otra parte, como ya he dicho, según las normas sociales señaladas, la máxima perfección de la mujer se alcanza con el hijo varón. En Balún Canán, Zoraida, la esposa de César, es madre de un niño y una niña. La hija —narradora de la primera parte de la novela— percibe indiferencia por parte de su madre y ha encontrado un cuaderno donde un indio relata la historia de su tribu en relación con la familia Argüello, los patrones. Su madre la sorprende leyéndolo y se vuelve obvio lo que siempre había sabido:

Una sombra, más espesa que la de las hojas de la higuera, cae sobre mí. Alzo los ojos. Es mi madre. Precipitadamente quiero esconder los papeles. Pero ella los ha cogido y los contempla con aire absorto.

—No juegues con estas cosas —dice al fin—. Son la herencia de Mario. Del varón (60).

Más tarde, la nana india anuncia a Zoraida la decisión de los brujos de que su hijo ha de morir. Zoraida siente que perderá su razón de vivir, lo cual no oculta ni disimula siquiera frente a su hija que escucha estas palabras: “Si Dios quiere cebarse en mis hijos... ¡Pero no en el varón! ¡No en el varón!” (250).

Este mismo desprecio por la hija mujer como producto imperfecto se encuentra también —aunque en forma menos explícita— en Oficio de tinieblas. Volviendo a la historia de Marcela, su madre Felipa está castigándola, al fin de la jornada, por retrasarse y volver sin la mercadería para vender ni el dinero de su venta —en verdad no sabe que su hija ha sido violada por Leonardo ese día—. Catalina —quien se sugiere luego que, gracias a sus poderes especiales, ha presentido lo ocurrido a Marcela— intercede y declara su deseo de hacerse cargo de la muchacha. La madre muestra indiferencia y permite que Marcela quede “ajenada”, como se dice en su localidad. Felipa apenas sentirá cierta molestia, algo más tarde, al no obtener ventaja económica de la boda que Catalina organiza para casar a Marcela con su hermano débil mental.

Por otra parte, el mismo ladino que violó a Marcela, Leonardo, es el esposo de Isabel, con quien constituye una familia acomodada y prominente de Ciudad Real. Isabel tiene una hija de su primer matrimonio, Idolina, con la que sostiene una relación conflictiva. La muchacha no perdona a su madre por haberse casado con Leonardo, de quien se sospecha que ha asesinado al padre de la niña para quedarse con Isabel y su fortuna. La hija odia a su madre y a su nuevo marido, al que considera instrumento de merecido castigo para Isabel (76-78). Siendo adolescente, debido a un acceso de rabia contra Leonardo, queda paralizada y postrada en cama. Años más tarde, su enfermedad se revela un mal psicosomático, producto del conflicto emocional que sufre y mecanismo, además, empleado para torturar a su madre y lograr la ruptura del matrimonio. Así ocurre, por lo que, de alguna manera, Isabel sacrifica su matrimonio por su hija. Sin embargo, en cuanto puede, empieza a delegar en otros el cuidado de Idolina, por miedo a sus duros reproches. Isabel abandona todo intento de diálogo con ella y emocionalmente se aleja tanto de su hija como de Leonardo (85). Lo pierde todo, pues ha antepuesto, muy a su pesar, su papel de madre al de esposa.

Hasta este punto de la lectura, hemos visto que los personajes femeninos de Castellanos sufren debido al significado atribuido socialmente a la maternidad. Zoraida y Catalina son mujeres cuya vida cobra sentido únicamente en virtud del hijo varón —biológico en un caso y adoptivo en el otro—. Se trata de la simple descripción de un orden social y no es posible asegurar que la voz narrativa de estas novelas manifieste una crítica o una condena al mismo. Una y otra vez el narrador en tercera persona se fusiona con el pensamiento del personaje y nos transmite, en un libre discurso indirecto, las reflexiones de esas mujeres que están muy lejos de tener conciencia de la injusticia de que son objeto[1]. Es cierto que, en Balún Canon, el cambio de narrador, y por lo tanto de perspectiva, permite crear cierto espacio de crítica indirecta al dar voz al dolor que el desprecio de Zoraida provoca en su hija. Sin embargo, las referencias a la maternidad en las novelas de Castellanos cobran, por supuesto, un carácter diferente al ponérselas en relación con sus ensayos. Éstos proporcionan el contenido ideológico ausente en las novelas. Por ejemplo, los comentarios en "La mujer y su imagen” son lacerantes: “La preñez es una enfermedad cuyo desenlace es siempre catastrófico para quien la padece... [y luego del parto] ¿El precio está pagado? No por completo aún. Ahora el hijo va a ser el acreedor implacable. Su desamparo va a despertar la absoluta abnegación de la madre” (16). La maternidad es, según Castellanos, la única forma de redención que la mujer encuentra —o cree encontrar— en la sociedad patriarcal (“La abnegación: una virtud loca”).

Me referí antes a la relativa neutralidad con que se mostraba un estado de cosas injustas en estas dos novelas. En la obra de teatro El eterno femenino, se advierte un gran cambio al respecto. Mediante un discurso cáustico se busca desmantelar las instituciones y prácticas sociales que llevan a definir la pretendida esencia femenina: la virginidad, el matrimonio, el hogar, la negación de las ambiciones personales y, lo que nos interesa hoy, la maternidad.

Sin embargo, es importante hacer notar que, entre las novelas mencionadas y la obra de teatro, la autora ha dado un paso fundamental: la adquisición del humor y la ironía en Álbum de familia, que luego persistirán y se harán aún más demoledores en El eterno femenino. Asimismo, ya en el volumen de cuentos se abandona el ámbito rural de las novelas y entramos en el mundo de la gran ciudad moderna donde, sin embargo, si bien con un tono muy diferente, la cultura se repite a sí misma. “Cabedta blanca” es, de los tres relatos del volumen, el que se centra en el tema de la maternidad. La protagonista es Justina, una señora de edad cuyos hijos son ya seres adultos. En el cuento se refiere una situación irónica constante, ya que el lector advierte hechos que la mujer del cuento no percibe y así se ridiculiza su miopía interpretativa. Por supuesto que, para representar esta distancia irónica, los razonamientos y planteos de la señora mayor se llevan al extremo de la farsa. Es con el sarcasmo como la crítica mordaz de Castellanos adquiere una voz. En efecto, si, tal como en las novelas, la voz narrativa de “Cabecita blanca” adopta el punto de vista de sus personajes y se fusiona con ellos, la gran diferencia consiste en que en el cuento no “creemos” las palabras del narrador, pero la caricaturización —y ya no el realismo— nos obliga a decodificar su discurso en un registro sarcástico.

Justina encama a la mujer que ha sacrificado todo por sus hijos y su marido, y que ha recibido en respuesta ingratitud. Sin embargo, no en todos los casos, ya que eso no pasa con su adorado Luisito. Una de las hijas, Lucrecia, tiene dos hijos y su marido la ha abandonado; la otra, Lupe, no se ha casado y vive con su madre. Pero, desde la perspectiva esta última, ellas ya no la necesitan, o al menos no la necesitan tanto como Luisito, que no se ha casado: “Porque así como se había desentendido de Carmela y como estaba dispuesta a abandonar a Lupe (eran mujeres, al fin y al cabo, podían arreglárselas solas), así no podía sosegarse pensando en Luisito, que no tenía quien lo atendiera como se merecía” (63). De ese modo, salta a la vista la preferencia por el hijo varón en esta madre paradójica y típica: abnegada y absorbente, nutriente y egoísta. Esto nos recuerda una vez más las palabras de Castellanos en “La abnegación: una virtud loca”: "...la abnegación ¿es verdaderamente una virtud?... He observado en las abnegadas una excesiva complacencia, un evidente disfrute de este estado, lo que hace lícito suponer que sus esfuerzos no se dirigen tan certera y completamente hacia el bien del otro como hacia el propio bien...” (261). Por medio del humor, la escritora nos muestra la vida tragicómica de esta mujer que no se da cuenta de lo que para el lector es obvio: que sus hijas llevan una vida algo promiscua, que su hijo es homosexual y que, en vida, su esposo la engañaba con la secretaria de éste.

Este tono sarcástico se intensifica en El eterno femenino. Como sabemos, esta obra de teatro reúne una sucesión de escenas que presentan distintos aspectos de la vida femenina actual y la del pasado. El texto apela a la sensibilidad del lector-espectador a través del humor y la ridiculización de las situaciones que describe y, lo mismo que en “Cabedla blanca," señala la complicidad de la mujer para que se produzca su condición sumisa. En la representación de El eterno femenino, el código visual de la puesta en escena acabaría multiplicando el elemento fársico y, en consecuencia, la fuerza de la ironía subyacente en el texto, especialmente en “La anunciación” (primer acto), abundante en acotaciones escénicas que incorporan un rico lenguaje corporal y gestual. La escena se concentra en lo que en un principio parece ser un abismo generacional, pero que termina transformándose en una relación de complicidad entre madre e hija, decididas a perpetuar los roles tradicionales. Al mismo tiempo, se hace hincapié en los beneficios que las mujeres reciben a cambio de su abnegación (y que en última instancia provocan su tendencia a asumirla). Lupita y su madre están muy lejos de la dureza y la indiferencia, del lazo cortado entre Marcela y su madre Felipa, o entre Zoraida y su hija, la pequeña narradora de Balún Canán. Seguramente esto tiene que ver con el hecho de que la acción se sitúa en el ámbito urbano de un México moderno, donde la distancia impuesta por el respeto a los padres se ha acortado y, sobre todo, con que la obra obtiene comicidad en el patetismo de las dos generaciones que conservan un mito de autodestrucción. La complicidad entre madre e hija en esta escena de “La anunciación" se sugiere como el único camino que, aunque sea a través del sometimiento, puede crear un vínculo emocional significativo entre ambas.

El abismo generacional queda salvado en el momento en que Lupita se rinde ante la presión de su madre y abraza los valores sociales que ella le impone. Así, la joven convierte su incipiente embarazo en una base de operaciones desde la cual puede hacer a su marido objeto de extorsiones domésticas. Por un instante, la mujer abandona su posición de víctima y aprovecha el ilusorio pedacito de poder otorgado por su “estado”. El precio de ello consiste en asumir la preñez como un estado necesariamente desagradable, que afea a la mujer y la vuelve en contra de su marido, quien tiene la suerte—y la culpa— de no pasar por esos sufrimientos. Gracias a su madre, perpetuadora del mito, Lupita se siente y se ve ciertamente descompuesta, después del vómito provocado por una bebida repugnante, el cabello calculadamente desgreñado y una bata suelta que, al asegurar libre espacio al futuro hijo, borra los provocativos contornos de Lupita. Está clarísimo que, de allí en adelante, su vida sexual, que había comenzado de manera algo promisoria, quedará para siempre postergada y anulada. Una vez que el marido se va desesperado para satisfacer un antojo imposible de Lupita, la escena termina con la madre que sabiamente le dice: “Como ves, no hay felicidad comparable a la de ser madre, Lupita. Aunque te cueste, como en muchos casos, la vida. Y siempre, la juventud y la belleza. Ah, pero ser madre... ser madre...” (4546). Tal vez lo más interesante del asunto sea la insistencia en la complicidad de la mujer en la construcción de esa imagen sagrada de la maternidad, que es uno de los pilares que mantiene subyugada a la mujer en una sociedad dominada por hombres.

Para que no quepa duda de la continuidad de la tarea femenina en la perpetuación de la tradición, dos escenas más tarde, en “Crepusculario”, vemos a esta misma Lupita ya convertida en madre madura. En el diálogo con su hija, quien, como ella misma muchos años antes, intenta rebelarse contra tas normas establecidas, vemos hasta qué punto Lupita ha aprendido bien su papel. Ante la insistencia de su hija en estudiar en la universidad, ella se niega en nombre de lo que debe permanecer inmutable: “Porque no vas a ser distinta de lo que fui yo. Como yo no fui distinta de mi madre. Ni mi madre distinta de mi abuela” (61 )-Tanto en esta obra de teatro como en “Cabec ita blanca”, la verdadera víctima es la hija, y la victimaría la madre, quien, escudada en su abnegación como justificación absoluta, condena a la hija a desempeñar el papel social que a ella misma se le había impuesto antes. Sin embargo, se perciben algunos cambios en esta segunda escena que podrían apuntar a la posibilidad de una transformación. Por un lado, Lupita-madre parece consciente de la transacción cultural a la que se ha sometido: “¿Aburridísimo ser decente? Nunca había pensado yo en eso. Sí, creo que sí; pero tiene sus compensaciones” (58). La compensación consiste en ser llamada “señora” y no ser mirada con lástima, como le ocurre a una solterona, o con desconfianza, como le sucede a a una mujer de dudosa reputación. Por otro lado, esta Lupita-hija no sucumbe tan rápidamente a las exigencias de la madre. La escena termina con un crescendo en la discusión entre ambas, lo que podría hacemos pensar que la segunda Lupita, todavía soltera y sin hijos, va a plantear su vida de una manera distinta a la de su madre y su abuela.

Kirsten Nigro sugiere que El eterno femenino constituye un texto de transición en el panorama del teatro mexicano feminista, ya que sirve de enlace entre obras dramáticas en donde se mostraba de manera realista la situación de la mujer y otras posteriores que abren espacios desde los cuales la mujer puede convertirse en agente de cambio (138-139). Se podría decir lo mismo de esta obra respecto a la producción de Castellanos en sí misma, pues hay en ella una crítica directa y corrosiva impensable en la narrativa que la precede. Se podría considerar que, al insistirse en la parte de responsabilidad que corresponde a las mujeres en la perpetuación de la cultura patriarcal, se sugiere que la llave para el cambio no reside necesariamente en los hombres, sino en las mismas mujeres. En tal sentido, la última escena de El eterno femenino reviste particular importancia. Allí se representa la oscilación de la mujer entre la comodidad de los valores de una clase pudiente que le asigna los roles tradicionales, por un lado, y el deseo de cambio, por el otro. En el balance de la escena y en su resolución —que lo es de la obra toda—, las fuerzas renovadoras —es preciso decirlo— quedan sepultadas en una marea de pánico y silenciadas por las voces femeninas cómplices del patriarcado. No obstante, también es cierto que, si bien descartadas al final, se han hecho escuchar posibilidades de un cambio más o menos radical. Podríamos imaginar que, si acaso Rosario Castellanos no hubiera muerto tan joven en 1974, su siguiente paso habría sido escribir una obra donde la mujer desarrollara su capacidad de agente de cambio.

Otra escritora mexicana de la misma generación, Elena Garro, muestra sin duda la condición sometida de la mujer en la sociedad mexicana de su época. No obstante, su obra no llegó a dar en ningún momento el paso hacia la crítica, y menos aún hacia la construcción de un nuevo papel de la mujer. Muchos de tos personajes femeninos de Garro —casi todos son de ese género— viven en un estado perpetuo de persecución, oprimidos bajo la dominación de un hombre. La protagonista, en Testimonios sobre Mariana, intenta sin éxito zafarse de la influencia y las garras de su marido, un intelectual de moda. La de Reencuentro de personajes está en constante movimiento, en tránsito, regida por su amante, que por su crueldad parece más bien su amo. Algo similar pasa a los personajes, casi todos femeninos, de Andamos huyendo Lola, volumen de cuentos poblados por mujeres que huyen de todo tipo de conspiraciones imaginadas y reales. Por otra parte, en las concentradas líneas y acciones de la obra dramática de Garro, La señora en su balcón, se presenta a Clara, quien comenta a viva voz su situación subordinada a tres hombres consecutivos. Es posiblemente éste el único momento de la obra de Garro en que se escucha una voz crítica, la de la señora, que denuncia la opresión de que es objeto. No obstante, no hay intento de cambio, pues Clara prefiere desaparecer de un mundo que no cree poder modificar: su única salida es el suicidio, con que termina la pieza. Insisto en que no considero la obra de Elena Garro una obra feminista, ya que no se encuentra en ella el germen de la rebelión ni la voz de la denuncia condenatoria. Parece más bien un recuento doloroso, aunque resignado, del destino de la mujer que se une —o cree unirse— a un hombre que será el eje de su vida.

Por otra parte, llama la atención la presencia de parejas de madre e hija en algunos de sus textos, específicamente en Testimonios de Mariana y Andamos huyendo Lola. En la novela, Mariana y Augusto tienen una hija, Natalia, quien aparece brevemente en escena. Pero las referencias a ella bastan para indicar que hay una estrecha unión entre Mariana y su hija, y que su padre se vale de dicha unión para agredir a su esposa. Augusto amenaza con separar a Mariana de Natalia para dominar a la primera. Cuando otro personaje pregunta a Mariana por qué no se divorcia de su

marido, quien la hace sufrir cruelmente, ella responde: “Me quitaría a Natalia para siempre, ¿Cree que me gusta el infierno en el que vivo? Desde que nació la niña vivo aterrada...” (205). De hecho, la amalgama entre madre e hija es tan fuerte que Mariana la arrastra con ella al suicidio, en un solo salto al vacío. En efecto, de todos los “testimonios” o versiones sobre la suerte final de Mariana, el más convincente es el que concluye ante su tumba y la de Natalia en Liverpool. Mariana, como la señora en su balcón, encuentra la salida en el suicidio.

Esta misma alianza ocurre en las madres e hij as de Andamos huyendo Lola. Lelinca y su hija Lucía son una pareja que reaparece en muchos de los cuentos del volumen. Tienen una presencia definitiva y un desarrollo en el relato más largo de la serie, “Andamos huyendo Lola”. Ambas viven en un edificio semiabandonado de Nueva York y pronto conocerán a otra madre y otra hija: Aube y Karin, sus vecinas. Generalmente, cada pareja madre-hija funciona como bloque indisoluble, cada uno de sus miembros guarda lealtad al otro y se protegen entre sí frente a la adversidad del mundo que las rodea, inexorablemente hostil. Aunque una pareja puede estar momentáneamente distanciada de la otra, tiende a predominar una silenciosa alianza entre las cuatro mujeres, unidas por la huida constante. Me interesa citar al respecto el comentario de Delia Galván sobre la obra de Garro:

Las técnicas narrativas y la narración se funden en la metáfora mitológica de Deméter y su hija Core o Perséfone que sostienen una excelente relación madre-hija, símbolo de una sociedad mejor para las mujeres que no tienen que someterse a otras personas y no tienen que andar huyendo. En caso de peligro su madre Deméter las rescata (La ficción reciente, 131).

Por mi parte, no creo que se trate de la madre protegiendo a la hija, tal como en el mito de Perséfone y Deméter, sino más bien de roles intercambiables. En un caso como el de Mariana y su hija Natalia, o el de los personajes de Andamos fluyendo Lola, sería difícil decir quién protege a quién. La protección es mutua. En los últimos años de su vida, Mariana y Natalia —posiblemente como fantasmas de sí mismas— son vistas casi como dos adolescentes, más como hermanas que como madre e hija. El hombre enamorado de Mariana habla de "su doble” refiriéndose a Natalia y describe a ambas así: “Sus trajes ocres ondulaban sobre sus cuerpos ligeros y sus cabellos rubios flotaban en la brisa marina. Tuve la impresión de que Mariana se había desdoblado en su hija y de que eran la misma persona” (317).

En lo que concuerdo plenamente con Galván es en el hecho de que la relación madre-hija tiene un carácter positivo y redentor en la obra de Garro. Este lazo entre mujeres, que no libera pero protege, se representa en un gineceo que incluye no sólo a la madre y a la hija, sino también a otras mujeres, perseguidas, amenazadas, cercadas, pero juntas. Si algo tiene de feminista la obra de Garro, creo que reside precisamente allí, en la alianza entre mujeres y, más específicamente, entre madre e hija.

En definitiva, parecería que aquello que condena a la mujer de Castellanos ofrece una salvación a la mujer de Garro. No se me escapa el hecho de que la diferencia de perspectiva tiene que ver, hasta cierto punto, con las experiencias personales que una y otra escritoras vivieron. Es un hecho conocido que Elena Gano y su hija Helenita Paz se volvieron inseparables aliadas desde muy temprano hasta la muerte de aquélla. Del mismo modo, el rechazo como hija mujer fue algo que Rosario Castellanos vivió en carne propia y, en tal sentido, Balún Canán tiene un hondo componente autobiográfico. Pero más allá de todo intento de justificación biográfica, la obra de estas escritoras explora una y otra vez el valor de la maternidad y provoca la reflexión de los lectores, quienes sentimos que somos las posteriores generaciones de hombres y mujeres los responsables de continuar la tarea y lograr un paso más hacia la flexibilización de los roles de género impuestos por la tradición.

Obras citadas

Castellanos, Rosario, Álbum de familia, Joaquín Mortiz, México, 1996.

                         -, Balún Canán, fce, México, 1995.

                         -, El eterno femenino, FCE, México, 1996.

                        -, “La abnegación: una virtud loca", en Excélsior, 21 de febrero de 1971, pp. 5 y 14.

                       -, “La mujer y su imagen”, en Mujer que sabe latm, SEP, México, 1984.

                       - Oficio de tinieblas, Joaquín Mortii, México, 1982.

Galván, Delia, La ficción reciente de Elena Garro, Universidad Autónoma de Querétaro, México, 1988.

Nigro, Kirsten, “lnventions and Transgressions: A Fractured NarTative on Feminist Theatre in México", en Diana Taylor y Juan Villegas (coords.),

                       Negotwnng Performance: Gender, Sexuality, and Theatricality in Latinjo America, Duke University Press, Durham y Londres, 1994.

Nota:

[1] Un ejemplo déla neutralidad de la voz narrativa sería e! comentario de Isabel sobre su primer marido, transpuesto a un narrador en tercera persona: "Era un hombre débil y eso lo explicaba todo. Y mujeres como Isabel na perdonan la debilidad. Aprecian como signo de hombría el filete con que el macho doblega a la hembra y guardan el recuerdo de las humillaciones entre las reliquias de amor" (Oficio de tinieblas, 76).

 

Ensayo de María Silvina Persino


Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  593-594 / artículos / Junio de 2000

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/a13127c2-a920-4ec2-8dcc-ea92dda289f8/la-representacion-de-la-maternidad-en-la-obra-de-rosario-castellanos-y-elena-garro

 

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