V.E.R.D.I.
Ruth Pérez Aguirre

Corría el año de 1871 cuando Rocco, un jovenzuelo de escasos diecisiete años, viajaba desde Nápoles a Milán a la casa de unos parientes buscando mejores oportunidades de trabajo. Su tío era tramoyista en el teatro de La Scala, le había conseguido un buen trabajo como ayudante suyo, aunque riesgoso por la altura.

En una ocasión en que se le hiciera tarde para regresar a casa se quedó en las tramoyas casi escondido, en el momento en que abrían el telón. Así fue como vio por vez primera la puesta en escena de una ópera. Era el estreno de Aída, del compositor Giuseppe Verdi. Nunca imaginó que le llegaría a gustar tanto aquello. Lloró sufriendo por la desventura de ese gran amor entre Aída y Radamés. Un sin fin de emociones entraban y salían de su enternecido corazón el cual estuvo a punto de estallarle ante los vítores del teatro exclamando: ¡Verdi! ¡Verdi!, que retumbaron al final de la representación.

La ópera ya tenía una hora de haber acabado y él todavía se encontraba allá arriba, en pleno éxtasis, conmovido por aquella obra y por una sublime admiración hacia el maestro. Al bajar, se paró en el mismo lugar donde Verdi había permanecido de pie recibiendo las ovaciones. Esa noche no pudo dormir al evocar cada una de las escenas que, atropelladas, pasaban ante sus ojos; vibrando con la exaltación que sintiera al escuchar la Marcha Triunfal y ver que en los palcos se encontraban los trompetistas con sus dorados instrumentos, relucientes, iluminados por una luz divina como si hubieran bajado del cielo ex profeso para tocar de esa manera celestial.

Cuando logró dormirse ya se había hecho un propósito: conocer a Verdi y llegar a ser como él. A partir del siguiente día recorrió las calles hasta dar con la casa. Se detuvo enfrente esperando verlo entrar o salir, pero el tiempo pasó y las únicas personas que hasta entonces había visto fueron a dos mujeres del servicio quienes, con canastas en mano, iban rumbo al mercado.

Una era mayor, la otra muy joven, madre e hija; ésta se llamaba Violeta y al escuchar Rocco ese nombre sintió marearse imaginándola un ser especial que se transformaba de noche en la soprano de La Traviata y de día tan sólo en una ayudante de cocina. Violeta era una muchacha de hermosos quince años y él, al verla, quedó prendado de ella.

Trastornado por su fresca hermosura olvidó el motivo que lo condujera hasta ahí, empeñándose ahora en cautivar su corazón. La madre no lo miraba con buenos ojos, le parecía muy joven y tan pobre como ellas; pero la hija era una chica impetuosa y enamoradiza a quien no le preocupaban esos detalles; así, se ingenió para verlo a escondidas y poder besarse con él.

Poco a poco le fueron permitiendo entrar al patio o a la cocina, y Violeta lo llevaba hasta el granero donde su madre los iba a buscar escoba en mano. En medio de tantos devaneos, un día, Rocco escuchó al maestro en la casa, mientras ensayaba, justamente la Aída, con una soprano. De nuevo el joven sucumbió al hechizo que esa música le provocara y le pidió a su novia que fueran a verlo a hurtadillas. Ella no quería pues tenía prohibido entrar a la casa cuando el maestro estuviera ejecutando al piano; sólo el mayordomo y una doncella lo atendían en esas circunstancias.

Esto se repitió muchas veces, volviéndose una obsesión para el mozuelo. Pasado un tiempo los ensayos cesaron, y así supo que el famoso músico se encontraba de viaje. Era la oportunidad de entrar y pasar los dedos por su piano, admirando semejante maravilla. Violeta, desobedeciendo, y a escondidas de su madre, lo llevó una mañana. Gruesas lágrimas brotaron de los ojos de Rocco, no podía explicarse lo que le pasaba; su admiración era tal que le parecía algo irresistible. Después, cumplido su primer capricho, aspiraba a un objetivo más: poseer algo que perteneciera al célebre compositor. Le pidió a la novia lo condujera a las estancias del maestro, y ella, impulsada por su gran cariño, lo llevó hasta la puerta, aunque sin permitirle entrar.

A la siguiente tarde, Rocco, sin decirle nada, se escondió de ella, entrando sigilosamente a ese lugar que le parecía tan atrayente. Quedó impactado: sólo en el teatro había podido admirar cosas tan hermosas como las que encontró allí.

Se acercó a un cofre forrado de fino brocado puesto sobre una mesa; quedando sorprendido al admirar aquellas piezas valiosas de joyería. Tomó al azar una que decía V.E.R.D.I., y la contempló extasiado hasta el momento de escuchar abrirse la puerta. Aguantando la respiración se escondió atrás de un biombo esperando que la cerraran de nuevo. Poco después se fue. 

Una vez, encontró a Violeta bañada en lágrimas; preocupado le preguntó el motivo. El maestro había regresado de su viaje y después de buscar sin éxito el fistol que el rey le regalara con las iniciales de Victor Emmanuel Rey de Italia, el favorito para sus bufandas, las culpó, a ella y a su madre, por permitir las visitas de Rocco a la casa. Les dijo que si la joya no aparecía, iba a llevarlas ese mismo día a la cárcel.

El joven le juró que él no lo tenía, aunque se le destrozaba el corazón de ver el sufrimiento de las dos mujeres. Mientras tanto se presentó el mayordomo en la cocina para decirles que el maestro quería hablar urgentemente con los tres. Rocco sintió morirse, su máximo anhelo era conocerlo y hablar con él, mas no de esa manera indigna. ¿Cómo presentarse en esas condiciones ante los ojos de su ídolo? Tembló tan sólo de pensarlo.

--¿Cómo te llamas, hijo? --le preguntó el maestro con voz amable.

--¡Yo no fui, señor! Se lo juro, yo no fui -le dijo por toda respuesta.

--Calma, hijo, calma, si no lo tienes en este momento ve a tu casa por él, te llevarán en mi carruaje para que vuelvas pronto. Ese fistol es muy importante para mí. Cuando regreses hablaremos con tranquilidad.

Las piernas le temblaron a Rocco al levantarse del suelo. Antes de subirse al coche pensó no regresar a esa casa; mandaría la alhaja con el cochero porque no tenía valor de pararse enfrente del maestro. No soportaba la vergüenza de que creyera que lo había robado de manera vil con interés de venderlo, cuando lo había hecho por la admiración que le tenía, por querer poseer algo suyo y sentirse más cerca de su imagen, de todo lo que representaba en una persona como él. Al ponerse en marcha el carruaje Violeta lo alcanzó llorando.

--¡Rocco, Rocco! Regresa pronto por favor, no me abandones, estoy esperando un hijo tuyo, se lo acabo de decir al maestro y quiere hablarte. Le he dicho cuánto lo admiras.

Comprendió que "La fuerza del destino", la del suyo, estaba trazado en esa casa; debía regresar y enmendar sus errores; le pediría perdón al célebre compositor y se ofrecería a servirle como esclavo con tal de estar cerca de él y de su arte.

Cuando estuvo frente al maestro, soltando toda el alma de sus pulmones, le cantó el aria de los hebreos de Nabucco, y a su amada Violeta, Bella figlia del´amore de su ópera Rigoletto.

Ruth Pérez Aguirre

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