Predestinada a la luna
Ruth Pérez Aguirre

En una ciudad dinámica, pujante, llena de actividad laboral y cultural, con todo completamente organizado imperando la armonía, la gente vivía feliz. Era Chichén Itzá, en ella vivía una hermosa princesa cuyo nombre era Luna de Turquesa. Su piel castaña y uniforme armonizaba con un par de ojos de acerinas; las pestañas largas y espesas le daban candor al momento de parpadear; su nariz, fina y bella. Una boca de labios bien trazados, de un rojo oscuro, complementaban su rostro con distinción y dulzura. El cabello, negrísimo como el aletear de un cuervo, lacio y brillante, en cuya sedosidad se reflejaba la luna, le servían de majestuosa corona. ¡Qué bella era! Aunque esa belleza también le venía desde dentro, de su límpida espiritualidad.

Acostumbraba bañarse en el cenote de una gruta cuyo único orificio de entrada de luz estaba en el centro mismo convirtiéndolo en una maravilla digna de disfrutarse. Las aguas cristalinas azul turquesa se volvían verde esmeralda en las orillas dejando al centro la plata del resplandor del sol.

Iba cada mes acompañada de un séquito de doncellas; el cenote quedaba un poco lejos de Chichén Itzá y era todo un largo paseo llegar hasta allá. Su padre, quien la amaba tanto, le concedía ese capricho sintiéndose protegido por los dioses

En una ocasión, al bañarse, descubrió a un joven mirándola desde arriba de la gruta, por el sitio donde la luz penetraba, escondido entre las ramas de los arbustos sin temor de caerse. Se inquietó un poco, pero su alma pura, sin malos pensamientos, la hizo tranquilizarse. Él permaneció observándola todo el tiempo que ella estuvo ahí, pero cuando Luna de Turquesa salió, pudo verlo sentado junto a un árbol llevando en la mano una flauta con la cual empezó a ejecutar una lánguida melodía que hacía a los pájaros acompañarlo con sus trinos, cautivados por la dulzura con la que tocaba. 

Luna de Turquesa le pidió a sus doncellas aguardar un momento mientras terminaban de oírla. Se sentaron sobre unas piedras, embelesadas al ver que de un instrumento muy sencillo pudieran sacar tan emotivas notas. Cuando terminó, los pájaros callaron también, y él, tímidamente, se fue corriendo. Todas se rieron de su actitud, pero ella sonreía complacida. Preguntó si alguien conocía su nombre, pero nadie le supo decir, y el incidente pronto fue olvidado. 

Al siguiente mes llegaron de nuevo; el joven ya estaba ahí, junto al árbol, y al verla tan hermosa, comenzó a tocar con mucho sentimiento. Ellas entraron a la gruta y mientras se bañaban no dejó de interpretar sus melodías que hablaban de un amor sublime, puro, pero inalcanzable.

Luna de Turquesa, agradecida, lo escuchaba con claridad, porque el sonido hacía eco dentro de la cueva. Al salir, preguntó de nuevo por su nombre, nadie pudo responderle. Cada mes se repitió la escena llegando la joven a sentirse muy conmovida con la fidelidad del músico. En una ocasión, no aguantó más, mandó a una de sus doncellas a preguntarle quién era y qué quería. Él le respondió que su nombre no importaba, había sido cautivado por su belleza y dulzura y desde el primer momento en verla su corazón se lo había ofrecido a la luna azul.

La princesa, al escuchar la respuesta se puso triste; ella no podía corresponderle; era noble y estaba predestinada a la luna, su nombre bien lo decía. Un par de lágrimas brotaron de sus ojos y las envió con unas doncellas al joven enamorado. Al recibirlas se convirtieron en dos turquesas azules en forma de lágrimas.

El próximo mes, el joven fue invitado a tocar adentro mientras ellas se bañaban. Así nació su amor, límpido como esas aguas de cristal. Su nombre era Rayo de Sol y la princesa abandonó su costumbre de tomar el baño en ese lugar por platicar con él y escuchar sus melodías, las cuales poco a poco se fueron convirtiendo en cantos, causando envidia a los pájaros que revoloteaban arriba del cenote o que se posaban en la entrada de la oquedad.

Se enamoró del joven envuelta en los reflejos iridiscentes emitidos por las aguas azules que los rodeaban de un círculo mágico aislándolos de los demás, como algo celestial y puro que no debiera verse ni tocarse. Su sentimiento creció y se angustiaron, él no podía aspirar a casarse con Luna de Turquesa, no era nadie; además el soberano jamás lo permitiría. Ella estaba temerosa de los dioses y de su padre también, podría ser castigada por esa desobediencia que había aceptado cayendo en la impureza de hablarle y aún más, de amarlo.

Cuando el rey se enterara, sería implacable. Rayo de Sol le ofreció a su amada todo su valor diciéndole que le pidiera una prueba de amor imponiéndole una hazaña difícil de alcanzar. Luna de Turquesa lloraba desconsolada cada noche viviendo la zozobra de ese mes que los separaba, hasta llegado el día del encuentro.

El joven le seguía insistiendo que hablara con su padre, pero a ella le temblaban los labios al imaginarse ese momento frente a él, por el temor de su castigo y de que jamás le permitiera regresar al cenote. Un día, Rayo de Sol se molestó por la demora y le dijo que la seguiría hasta Chichén Itzá. La princesa aceptó cautivada por la fuerza de sus sentimientos y valentía; aquellas palabras la esperanzaron pensando encontrar alguna solución a su dilema. Él se presentaría ante el soberano llevándole de regalo un majestuoso quetzal. 

Los dioses podrían estar con ellos a favor si se lo pidieran y les daban grandes ofrendas. Ilusionados, llegaron a la hermosa ciudad. Pidió hablar con el rey, pero estaba ocupado orando con los sacerdotes para que la furia de Chac se doblegara a sus ruegos y les enviara días de lluvia. Las siembras se secaban, la gente moría o huían desesperados clamando ayuda. No pudiendo controlar a los dioses les ofreció la ofrenda que le solicitaban, la más valiosa que poseía: su hija.

A la mañana siguiente era lunes, día dedicado a la luna. Luna de Turquesa fue ataviada como la princesa real maya que era; una túnica blanquísima le cubría bellamente el cuerpo junto con un espectacular pectoral de enormes turquesas. Los brazaletes de piedras preciosas abundaban en sus brazos y tobillos; dedos y orejas lucían llenos de aros de oro y en la cabeza una diadema de belleza sin igual complementaba su atuendo. En sus manos temblaban las sonajas.

Fue ofrecida a la Luna y a Chac que la esperaba allá abajo para regresar el bienestar a su pueblo. Fue lanzada al cenote sagrado mientras lloraba gemas azules. Rayo de Sol al ver esta escena irrumpió a llorar como si estuviera herido. Sacó un trozo filoso de obsidiana y se lo enterró con furia en el corazón. De inmediato las dos almas se unieron elevándose hasta el cielo, convertidas en dioses… 

En ese momento el sol se eclipsó totalmente.

Ruth Pérez Aguirre

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