La muñeca de papel.
Ruth Pérez Aguirre

Me gusta que Natalia juegue conmigo porque me cambia de ropa constantemente. Hoy jugamos tranquilas un buen rato; me puso un traje de baño, un enorme sombrero de paja, lindas sandalias y en la mano una gran bolsa con todo lo necesario para ir al mar. Desde que llegué no hice otra cosa más que disfrutarlo; siempre había querido conocerlo y tenderme al sol protegiendo mi cara y mi cabello con un sombrero o corretear por la orilla de la playa recogiendo conchitas y caracoles.

Sentí cómo la cálida arena se metía juguetona entre los dedos de mis pies; era inútil continuar caminando con las sandalias puestas, me las quité para guardarlas en la bolsa después de sacudirlas. La arena brillaba majestuosa con los rayos del sol formando estrellitas por todos lados como si tuviera escarcha esparcida. Me deleité imaginando que las tenía rendidas a mis pies y que se abrían para dejarme pasar.

Había muchos niños sentados, pero inquietos, sobre la arena recibiendo las suaves olas que de rato en rato se aproximaban a ellos mojando sus piernas. Entre risas y algarabía contagiosa construían castillos enormes de arena; las mamás los cuidaban desde la sombra de sus sombrillas a rayas, mirándolos a distancia. ¡Ah, la brisa marina! Qué olor tan agradable aspiré mientras mi piel se sonrojaba un poco con los reflejos del sol. Llevaba en mi bolsa una crema protectora y la unté por todo mi cuerpo para no padecer más tarde las quemaduras.

Después, Natalia decidió quitarme mi ropa llena de arena y me puso un vestido hermosísimo en color crema adornado con rosas de pálido azul. ¡Qué lindo lucía! Con una peluca de intricado peinado, más una diadema de brillantes, me coronó la cabeza. Mi atuendo estuvo rematado con un par de zapatillas de cristal que yo jamás había visto. ¡Eran muy lindas!, al chocarlas emitían un sonido característico y echaban destellos de colores. Estaba lista para asistir a un baile en un gran salón o tal vez de un castillo.

Me veía ya iniciando una contradanza encabezando la larga fila de bailadores; enfrente de mí, momentos antes de comenzar, me tendía la mano un apuesto caballero. La música era dulce y acompasada. El salón se encontraba ricamente decorado con...

--¡Nataliaaaa, ven a bañarte!

Era la mamá de mi amiguita quien de pronto la llamaba para que fuera a tomar un baño. Me dejó sobre la mesa rodeada de mis otras ropas cuando de pronto una suave brisa veraniega se metió al cuarto levantado las hojas de la mesa y, con ellas, yo fui sacada de mis sueños y transportada al exterior de la casa cayendo cerca de la ventana del cuarto.

Me quedé ahí olvidada un rato hasta que pasó lentamente Mailo, el cocker color miel de la casa. Se acercó a mí olfateándome, mientras me levantaba con los dientes... ¡Oh Dios! ¡Estropeándome mi hermoso vestido! Este perrito no tenía miramientos de ningún tipo, mira que confundirme con un hueso o con quién sabe qué cosa. ¡No se daba cuenta de nada, siendo yo una princesa! Sufrí lo indecible cuando me llevaba colgando del hocico. Cuidé cuanto pude mis lindas zapatillas para no perderlas o quebrarlas, hasta que por fin llegó a la fuente donde se encontraba Beto, el hermano de Natalia, jugando con sus barquitos de papel.

--¡Mailo, qué traes ahí! ¡Dámela, es una muñeca de mi hermana, vas a romperla y se molestará! ¡Anda, sé bueno y suéltala! –Le dijo Beto tratando de convencerlo.

Mailo se acercó y sin hacer caso del niño me puso sobre el brocal de la fuente. Yo no dejaba de pensar en mi peluca y la diadema tan frágil que me había puesto Natalia, con seguridad se pondría a llorar al darse cuenta que la hubiese perdido. Quería que pronto apareciera ella y me quitara de ahí pues con certeza habría tierra que mancharía mi vestido.

Yo sabía que a Beto le gustaba jugar con lodo y siempre lo regañaban por eso. ¡Era lo que temía! ¡Horror, cómo iba a quedar mi vestido si seguía ahí acostada! Deseaba volver al cuarto lo antes posible y sentirme en completo resguardo de las manos de ese niño tan sucio.

--Ahora te vas de paseo, muñeca de papel --dijo Beto metiéndome en uno de sus barquitos sin poner atención de que me despeinaba y arrugaba mi vestido.

¡Qué haría ahora! Debía emprender un viaje sin poderle avisar a Natalia de mi partida, tampoco tenía tiempo de cambiarme de ropa, tendría que irme vestida así aunque fuese muy incómodo. Hubiera preferido en esos momentos estar cerca de mi ropero, lleno con mi vestuario, y escoger lo más práctico para hacer una larga travesía. No estaba vestida para viajar sino para asistir a un gran baile y eso era lo que deseaba hacer. Pero era imposible que ese niño lo comprendiera.

Me retiré enseguida de la cubierta, no quería que nadie me viera con ese vestido de noche puesto y la enorme peluca que no tenían nada qué hacer en ese lugar y en esos momentos. Corrí a meterme en mi camarote; ahí esperaría a que oscureciera para poder salir y no sentirme tan mal frente a las miradas de los otros pasajeros. Pasadas unas horas arreglé un poco mi traje y puse la diadema en su lugar; salí a cubierta sintiéndome más tranquila.

La noche estaba encantadora, el cielo iluminado con miles de estrellas, y la luna feliz le daba luz al mar haciéndolo brillar en los piquitos de sus olas. Empecé a escuchar una música cadenciosa que provenía de algún lugar, era un vals, y hacia allá me dirigí. En un enorme salón, bellamente decorado con candiles y flores, la gente, ataviada con elegancia, bailaba en el centro de la pista.

Al instante en que entré, un guapo joven me invitó a bailar. ¡Oh! ¡Todo era tan hermoso, como siempre lo había imaginado! Del techo del salón comenzaron a caer cientos de globos blancos y dorados que suavemente golpeaban nuestras cabezas y hombros. Bailábamos... bailábamos sin cesar. La falda de mi vestido se movía al compás de la música flotando sobre el piso y luciendo sus encantadores adornos de cintas de raso y cuentas brillantes. Mis zapatillas de cristal se veían hermosas siguiendo el compás de las notas y mis pies, agradecidos, se dejaban llevar a mi antojo.

El príncipe, envolviéndome con una mirada muy dulce, me pidió que nos casáramos. Al terminar de hacer ese viaje iría a pedir mi mano y me llevaría a vivir a su castillo situado en lo alto de una montaña desde donde se puede ver todo el principado. La gente del lugar me amaría y seríamos muy felices. Le dije que sí aceptaba, mirándolo tiernamente y con una sonrisa en mis labios.

--¡Beto! ¿Qué estás haciendo con mi muñeca? ¡Dámela ahora mismo o le digo a mamá!

Era la voz de Natalia la que ahora me despertaba de mi ensoñación pidiéndome volver a otra realidad muy distinta de la que estaba disfrutando en ese baile. Recogí un poco la falda de mi vestido, vi que aún tenía mis dos zapatillas, enseguida toqué mi diadema y mi peluca, y satisfecha de no haber perdido nada me despedí con rapidez de mi amado príncipe jurando volvernos a ver muy pronto.

Natalia me llevó de nuevo a su cuarto y poniendo a un lado mis ropas inolvidables con las que bailé toda la noche, me colocó ahora un uniforme de enfermera: una cofia blanca con azul y unos zapatos silenciosos de color blanco, nada parecidos a mi calzado anterior tan fino. Como complemento, colocó en mi mano un maletín negro el cual pesaba mucho; al sacudirlo escuché que adentro había muchas cosas de material metálico que me serían de utilidad.

Amanecía. Ya eran las seis, hora en que debía ir al hospital y comenzar mi trabajo atendiendo a los enfermos que me necesitaran. ¡Era indispensable darme prisa!

Ruth Pérez Aguirre

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