La familia
Ruth Pérez Aguirre

Don Sebastián tenía un año de haber enviudado y sus hijos estaban muy a disgusto de que siguiera viviendo tan solo en ese poblado donde no podían visitarlo; le propusieron vender cuanto antes sus pertenencias para trasladarlo a la capital. Se resistió en lo posible, pero en otra ocasión, después de que pasara por un problema de salud, su familia se alarmó y fueron enseguida por él haciéndole rematar su casa con todo y muebles, más sus dos autos. A sus sesenta y siete años no lo consideraban apto para seguir conduciendo. Viviría tres meses en cada una de las cuatro casas; así lo dispusieron ellos. Su hija mayor fue la primera en recibirlo.

Era de carácter alegre, de esas personas que al parecer todo se les resbala. Al siguiente día comprendió don Sebastián que esa característica no era cierta, sino sólo una actitud que trataba de aparentar con extraños llevando en la realidad una vida amargada por completo en medio de un matrimonio que se estaba yendo a pique. Tras varios años de estarla engañado su esposo y de hacerla sufrir lo indecible, le dio el tiro de gracia: había procreado un hijo con la otra mujer y se paseaba en la ciudad tranquilamente con ella sin importarle ni familia ni amistades. Todo esto había redundado en su carácter, manteniéndola al borde de una explosión de nervios, por lo que estallaba ante cualquier insinuación. La atmósfera prevaleciente en ese hogar era irrespirable.

Sufría mucho y su padre la veía llorar a menudo. Para colmo de males el dinero faltaba en casa; el esposo lo gastaba en sostener los lujos que la otra mujer le exigía. Desde el primer momento en que llegó don Sebastián fue recluido en un cuarto de donde sacaron a una de las nietas, por lo tanto tuvo que conformarse con aquella decoración femenina llena de muñecos de peluche, cintas y lazos por todas partes y las paredes color rosa pastel tapizadas de posters de cantantes juveniles.

El espacio era muy limitado para él, acostumbrado a moverse en su casa con libertad, entrando y saliendo a su antojo por cada una de las piezas. El baño era complemento del cuarto, ¡todo en rosa! Se sentía asfixiado entre esas cuatro paredes consolándose al pensar que sólo sería por tres meses. Tuvo que acompañar a la hija en incontables ocasiones a sus citas con el abogado y absorber muchos gastos de la casa donde escaseaba todo, incluso la comida. El yerno, sabiendo ahora que contaba con su bolsillo, se hacía de la vista gorda a la hora del pago de la luz y el teléfono. Don Sebastián ya no soportaba un día más permanecer en esa casa donde los gritos y las lágrimas eran el pan de todos los días. 

Por fin llegó el momento en que su segunda hija fue por él; sintió un alivio enorme cuando la vio llegar con sus hijos. La casa era pequeña, primer inconveniente; con seguridad sería otra vez un estorbo en el cuarto que le asignaran. Así fue. Sacaron a uno de los nietos para ubicarlo en el cuarto del otro y diariamente escuchaba una frase dicha en voz baja por ella: ten paciencia, cariño, sólo será por tres meses.

Sin embargo pensó que ahí sí encontraría paz, pero enseguida se convenció de lo contrario. En esa casa halló igualmente un drama eterno haciéndolo a él partícipe también. Su yerno, un hombre desobligado y parrandero, se gastaba gran parte del salario en juergas con los amigos con el pretexto de estar decepcionado porque al no haber podido pagar las mensualidades de su casa al banco, se vieron en la necesidad de hipotecarla. Hacer ahora esos pagos era un drama en tres actos en ese hogar pues vivían bajo la amenaza perenne de que los fueran a echar, manteniendo a todos los habitantes en un clima de terror. 

Aunado a esto, cargaban a sus espaldas otro problema: el nieto mayor había embarazado a la novia y su hija no quería hacerse cargo del asunto; no estaba dispuesta a que esa muchacha viviera con ellos y tuvieran otra boca más que mantener. De por sí ella tenía que salir a vender bolsas y zapatos con las amistades para ayudar al holgazán del marido a pagar las temidas mensualidades.

Don Sebastián colaboraba ampliamente también en esos pagos y no pocas veces tuvo que acompañar a su hija a los bares a sacar al yerno para exigirle el dinero de las colegiaturas pendientes, luz o lo que fuera. Esto lo mantenía contagiado con los nervios de su hija; no dormía tranquilo con el temor de que recibieran alguna llamada del abogado anunciándoles el desalojo. Los hijos tenían prohibido abrir la puerta a nadie si no se identificaba de manera satisfactoria.

Consiguió un calendario de hojas desprendibles para ir contando cuántos días de tortura le faltaban por soportar en ese infierno. ¡Por fin llegó la menor de las hijas por él! Finalizaba sus cuarentas y tenía una casa muy bonita y grande. Vivían muy bien… aunque en apariencia.

Ella sí contaba con un cuarto disponible, aunque a medio llenar con las cunas desechadas por los tres nietos, los moisés, carriolas y todo cuanto aparato utilizaron en la crianza, los cuales permanecían envueltos en plástico conservándolos como recuerdo o para que cuando los nietos se casaran los utilizaran sus hijos. Esta vez descansó del decorado estridente del cuarto anterior ya que este último, convertido en bodega, no tenía ningún adorno.

Siendo esposa de un político, su casa se hallaba rodeada de viviendas muy humildes, lo que era un padecimiento nada pequeño; aquella gente, recelosa de una familia de buena posición, de continuo lanzaban a la alberca y jardines frutas podridas y animales en descomposición.

Una vez, cuando don Sebastián leía en el jardín, cayó a sus pies un pollo putrefacto, asustándolo mucho. Además, en esa casa había dos guardias cuidando día y noche, uno la parte de atrás y otro el frente. Los cuartos daban al patio y por lo tanto dormían con el rondín del vigilante pasando de continuo por las ventanas. No podía conciliar el sueño bajo esas circunstancias sino hasta muy entrada la noche cuando caía exhausto después de permanecer con los ojos abiertos hasta el amanecer, nervioso con los pasos de ese hombre cuya sombra se proyectaba sobre las elegantes cortinas. 

Esta hija vivía también muy afligida al recibir de continuo amenazas de muerte, no sólo por su marido, sino también del hijo mayor quien fuera expulsado de dos preparatorias al haberlo encontrado vendiendo droga. La camioneta que usaba para llevar a los chicos a la escuela estaba blindada, pero en una ocasión en que iba don Sebastián sentado junto a una de las ventanillas, alguien les aventó una bolsa de plástico llena de arena, provocándole un desmayo del susto al pensar que se trataba de una bomba. Aun así no dejó de salir con su hija, temía por la vida de ella, además de fastidiarle quedarse solo con los guardias de seguridad pues le imponía su estatura y apariencia.

A ninguna hora estuvo tranquilo en ese hogar; la hija salía mucho llevando a los niños a clases o a sus actividades de tarde; los acompañaba siempre por el temor de que algo les pasara y en especial porque ella no permitía a sus hijas viajar solas con los chóferes. Ahora sólo le quedaba a don Sebastián ir a la casa del hijo; no sabía por qué imaginaba que allá sí iba a poder ser feliz y vivir tranquilo; por lo tanto esperaba ansioso la llegada del día en que fuera por él.

El hijo no tenía casa propia, habitaba en un departamento pequeño propiedad de la segunda esposa, ya que él, al divorciarse, dejó la suya a la primera junto con los niños. Más tarde se encontró sin trabajo, pasándose un buen tiempo sin poder ubicarse en ninguno, ni rehacer su vida, hasta que conoció a esta nueva mujer quien le había dado ya dos hijas. Era el menor de los cuatro, cercano ya a los cuarenta. La llegada de don Sebastián lo hizo sentirse un tanto frustrado de no poder vivir en un lugar mejor y de su propiedad para ofrecerle a su padre otras comodidades. 

Formaban un matrimonio un poco extraño; don Sebastián creía que tal vez con su presencia ahí provocaba que ellos permanecieran siempre en silencio. Una paz enorme llenaba ese lugar que lo hacía parecer como si nadie lo habitara. Las nietas salían temprano al colegio, él no las acompañaba pues su nuera al dejarlas se perdía después entre sus amistades diciendo que les vendía alhajas para ayudarse con los gastos, y más tarde, en el laberinto de sus actividades, regresaba a comer junto con las hijas.

Por la tarde salía nuevamente llevando a sus nietas a diversas clases y a continuar con sus ventas y cobros, regresando por la noche para hacer las tareas y cenar; después desaparecía de inmediato. Él ocupaba una recámara pequeña llena de objetos y fotos, zapatillas de ballet, cuadros de bailarinas, cintas y tutús, y diariamente contemplaba la carita molesta de la nieta a quien pertenecía ese cuarto.

No había nadie más en ese departamento; él se mantenía en completa soledad compartiéndola sólo una vez con la cocinera que llegaba a preparar la comida para toda la semana y a asear la pequeña vivienda.

También padeció en todos esos meses con los alimentos. En la casa de la primera hija el dinero era escaso y la preparación muy sencilla; con la segunda, aunque al borde de ser lanzados, disponían de una cocinera la cual realizaba milagros. La hija menor tenía dos cocineras y ahí la comida era abundante, pero no muy buena; le faltaba el sabor que su esposa le diera a los platillos y el cual enseñara a sus hijas, aunque ya lo hubieran olvidado.

Se sentía atrapado, terriblemente mal. Ya faltaba poco tiempo para regresar a la primera casa. ¡No quería soportar otra vez el martirio de los celos de su hija! Ni las feas miradas de los nietos desplazados de sus habitaciones por su culpa. Estaba agotado de esa situación. Al menos con su hijo languidecía mirando desde las ventanas el paisaje verde de un lado, y del otro una calle con pocos vehículos, pero nadie pasaba de noche por la ventana y podría dormir tranquilo. Quizá pudiera permanecer ahí…

Entonces ocurrió algo que le hizo retomar las riendas de su vida. La cocinera le contó que su patrona era lesbiana. Esa fue la gota que a don Sebastián le rebosara el vaso. Sin comentarles a los hijos, compró una casa pequeña en un rumbo bonito, muebles y un coche. Al estar todo listo, tomó las maletas para irse conduciendo su propio auto rumbo a su verdadero hogar.

Nadie estuvo en el departamento en esos momentos, como era lo usual, por lo tanto ninguno supo que se iba; les habló por teléfono desde su casa comunicándoles su nueva dirección. Contrató también a la cocinera del hijo que llegaría diariamente a limpiar y a guisar. Se inscribió en un taller de artes para tomar diferentes actividades. ¡Hasta clases de yoga! Por las tardes iría al cine o al teatro, dos lugares que disfrutaba mucho y a los que sus hijos nunca se acordaron de llevarlo. Ahora tiene amigos de su edad. 

Cuando su familia quiere verlo tienen que llamarlo los fines de semana para ponerse de acuerdo porque él está ocupado todos los días a todas horas, disfrutando de su existencia.

Ruth Pérez Aguirre

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