La cascada
Ruth Pérez Aguirre

Aunque estaba cansado debía salir con mi esposa a un compromiso; decidí bañarme mientras ella se arreglaba. Me afeité, dejando correr el agua de la regadera para templarla; con la puerta de la ducha semiabierta se mojaron ligeramente mis piernas. Se había formado una suave humedad haciéndome entrar en un delicioso momento de sopor. El agua, cayendo ahora sobre mi cuerpo, daba una sensación por demás agradable.

Me fui acercando poco a poco a la caída del agua dejándome ensordecer por su sonido manteniendo mis ojos cerrados para disfrutar su frescura. Al escuchar gritos y risas, los abrí queriendo ver qué sucedía. Una mujer había sido empujada por el hombre que la acompañaba cayendo casi en mis brazos. Desesperado, me apresté a socorrerla.

Fue toda una algarabía hallar sus zapatos y lentes de sol que traía sujetándole el cabello; nos zambullimos varias veces hasta encontrar por completo sus pertenencias. No la entendía bien porque hablaba un idioma diferente al mío. Supe que me daba las gracias al oír la única palabra conocida.

Se trataba de una chica muy joven, rubia, de grandes ojos azules. La acompañé a la orilla, en el empedrado, mientras él le tomaba fotos bajando sin prisa la escalera. Ella me sonrió cautivadora; no era una sonrisa de gratitud, sino otra muy sugestiva que hizo vibrar todas mis células.

Continué bañándome mientras veía que ellos dos caminaban rumbo a las casitas de madera situadas al pie de la cascada, tan próximas, que parecían estar casi adentro. Poco a poco se escondió el sol y los turistas también se retiraron. Cuando encendieron las luces, en el lugar ya no quedaba nadie. Yo estuve todavía un rato más, en reposo sobre unas piedras, mirando y escuchando absorto aquel torrente.

Más tarde dirigí mis pasos hacia mi cabaña donde entraba una brisa dulce y ensoñadora; me cambié para reposar ya que me había relajado mucho con la frescura del agua. La vista desde mi ventana era increíble: estaba totalmente de frente a esa maravilla líquida.

Salí a cenar al único restaurante que había en esos parajes, subiendo por un suave camino en medio de la vegetación salvaje y tropical que me hacía sentir como dueño de la selva. Ella y su pareja cenaban tranquilos y en silencio; al verme, saludó con la mano y mientras estuve ahí me obsequió con algunas sonrisas, dándome la impresión de que deseaba hablar conmigo.

Al regreso me acosté y leí hasta dejarme vencer por el sueño. Logré escuchar que tocaban con algo en mi puerta, suave, muy quedo, de manera casi imperceptible, tal vez con alguna pequeña piedra de las que se hallaban en el sendero.

Pregunté quién era, asombrándome cuando ella dijo su nombre. De un salto salí de la cama y abrí con rapidez. La invité a pasar. Lucía fascinante envuelta en un hermoso vestido de seda muy diferente al que traía en el restaurante, posiblemente era un camisón, no pude distinguirlo bien con la poca luz que entraba del alumbrado de la cascada. Tomamos un café mientras tratábamos de comunicarnos; ella sabía algunas palabras en mi idioma aunque no era necesario conocer tantas para amarnos.

La ventana permanecía abierta y la cortina de gasa flotaba con la suave brisa que la ondeaba restaurando el frescor del pequeño lugar. Su piel era tan suave y satinada como el camisón y sus inolvidables caricias; aquellos aterciopelados ojos hechizaron a los míos. Fue una noche indescriptible. Le pedí que se quedara conmigo para siempre, o al menos hasta la mañana siguiente mientras pensaba en lo que pudiéramos hacer; se negó diciéndome que debía irse y regresar con aquél con quien vivía.

No quiso que la acompañara y me quedé mirándola por la ventana hasta que entró en su cabaña. Desesperaba porque amaneciera y pudiera verla de nuevo; así, en cuanto empezó a salir el sol me dirigí a la cascada. Ya iban arribando algunos importunos turistas, pero ella aún no había llegado. No me metí al agua sino que empecé a subir la escalera para ver desde allá su cabaña. Fui despacio, disimulando, así llegué hasta lo alto, al término de los escalones, donde se abría la cueva.

Después de esperar un rato, desilusionado, bajé, metiéndome al agua; esta vez se encontraba muy fría. No obstante, me acerqué a la caída del chorro sintiendo cómo salpicaba mi cuerpo. Mis pies pisaron un objeto y me zambullí a buscarlo. Era una polvera; con seguridad sería suya.

Di la vuelta mirando hacia las cabañas; los vi venir tomados de las manos. Vestían ropas para nadar y se metieron al agua sin pensarlo mucho. Aproveché a acercarme para enseñarle mi hallazgo, ella, de manera indiferente, como si no quisiera ningún contacto conmigo o no me conociera, dijo que no le pertenecía.

Más tarde, mientras nadaban, me sonrió de vez en vez cambiando por completo de actitud, sin disimular nada; él, al darse cuenta, comenzó a mirarme con recelo. Esta situación en vez de agradarme hizo que sintiera incomodidad. Salí de ahí para ir a cenar pues el hambre me estaba matando. 

Llegué al restaurante y la encontré sola. Enseguida se fue a sentar conmigo; me dijo que él se había quedado en la cascada nadando. Optamos por irnos de inmediato a mi cabaña y, sin preámbulos, nos amamos otra vez. 

De pronto unos suaves golpes en la puerta me despertaron; miré a un lado de la cama: ella ya no estaba. Corrí a abrir esperando hallarla otra vez, pero me quedé totalmente sorprendido al encontrarme con mi esposa quien me reclamaba que tenía ya una hora con la regadera abierta. Se asombró al verme seco por completo.

¡Aún no me había bañado!

Ruth Pérez Aguirre

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