Cuando el día es demasiado largo
Ruth Pérez Aguirre

Cualquier mañana, al levantarme, padecía del hastío que muchas personas llevan consigo al tener cuarenta y siete años y soportar una vida monótona, sin sentido. Era tal mi aburrimiento que la flojera me retenía en la cama. Desayunaba en mi cuarto; después de tomar el baño y vestirme me dirigía a la cocina a dar instrucciones y de ahí me quedaban largas horas por demás inútiles sin saber qué hacer. Revisaba las flores frescas de los búcaros y cortaba algunas del jardín, si era necesario reponerlas. Con esto, mis actividades domésticas concluían; limpiar la casa o arreglar los armarios era tarea de nuestra fiel señora Luisita. Para matar la espera de concluir el día a veces salía a hacerle alguna visita a cualquier amiga, o de compras. Fuera de ello no tenía absolutamente ningún otro pendiente por hacer.

Un mañana, antes de ponerme en pie, tuve una magnífica idea: fabricarme una historia distinta para sacudirme ese tedio que se estaba convirtiendo en una oculta depresión. Tracé los puntos importantes que debía desarrollar para agregarle interés. Un hombre me seguiría todos los días, pero jamás iba a dejarle que me diera alcance. ¡Era sencillo!

Por vez primera desayuné apresurada, me vestí rápido, pero me cambié de indumentaria al darme cuenta que hasta eso debía modificar desde ahora; ya no más vestidos vaporosos ni zapatos estilizados. Necesitaba un vestuario práctico para salir corriendo si fuera necesario. Pantalones y zapatos cómodos era lo apropiado para vivir esa clase de aventuras. Una mujer vestida así denota siempre dinamismo, una vida activa llena de entusiasmo porque algo o alguien la espera con impaciencia.

Al llegar a una plaza comercial situada cerca de mi casa entré a un café que queda en medio de los comercios, tomé asiento y pedí un capuchino. Enseguida lo vi. Era un hombre como de mi edad; leía distraídamente un periódico. Yo también llevaba una revista y cada vez que daba vuelta a la página lo sorprendía mirándome o fisgoneando a otras personas desde la parte superior de la hoja. Sus miradas me provocaron una corriente nerviosa que invadió mi cuerpo. Pasado algún tiempo ya no pude sostener semejante peso y decidí pagar mi cuenta para salir en cualquier momento que él tuviera alguna distracción. 

No quería que me siguiera. Aprovechando que una atractiva mujer entraba, me apresuré a salir en esa confusión. Acelerando mis pasos y sin mirar hacia atrás fui a refugiarme enseguida en un negocio de productos naturistas. Desde ahí podría observar su salida y ver el rumbo que tomaría. No estaba dispuesta a caminar adelante suyo y así me diera alcance con facilidad. Esperé un momento más viendo unas sales y escuchando a la empleada darme información acerca de un nuevo producto para la piel. 

No bien compraba algo para disimular mi nerviosismo, cuando de pronto lo vi salir. Se detuvo en el umbral del café como tratando de encontrar mi figura por algún lado. Al parecer se dio por vencido; tomó la misma ruta que yo y, temblando de miedo, lo miré pasar por el negocio a unos cuantos pasos de mi escondite.

Observó hacia el interior mientras yo me ocultaba atrás de una empleada que me enseñaba un shampoo a base de alguna fruta. Esperé a que avanzara un poco para asomarme con sigilo. Iba caminando lentamente como buscando a su víctima. Salí, hice lo mismo, caminé vacilante pero siempre atrás de él. Habíamos andado gran parte de la plaza cuando de pronto… ¡Santo cielo! Giró de inmediato sobre sus pasos quedando de frente a mí; como pude hice lo mismo dirigiéndome casi desfallecida hacia las vitrinas de una zapatería. ¡No me había visto!

Sudaba frío, las piernas se me atoraban chocando mis zapatos uno con otro, haciéndome más penoso el andar. Al verme recargada a un cristal, una empleada se acercó a preguntarme si tenía interés por algún estilo, pero al verme tan pálida y sudorosa se aprestó a auxiliarme. Le pedí permiso para entrar y sentarme un rato; me ofrecieron un conito con agua mientras trataba de recuperar mi aliento.

Por un instante olvidé por completo lo que me había llevado ahí viendo tantos zapatos al alcance de la mano; miré hacia fuera. ¡El terror de nuevo me invadió al descubrir a ese hombre mirándome a través de un exhibidor de cristal! ¡Estaba perdida, a su total merced! Mi angustia era tal que sentí taquicardia. Poco después, mientras tomaba más agua, el hombre desapareció inquietándome aún más. Lo había perdido de vista y eso era muy grave; ahora ya no sabía cómo salir sin tener la seguridad de que no iba a seguirme.

Recobré el valor y fui a asomarme de inmediato. Él estaba mirando otro aparador casi enfrente de la zapatería. Di gracias a la empleada y salí corriendo hasta llegar a la salida. Miré hacia atrás y lo descubrí avanzando a paso lento. El golpe de la humedad del exterior hizo cambiar la temperatura de mi cuerpo; llevaba el corazón acelerado pero logré mezclarme con la gente mientras caminaba hacia el estacionamiento; por fin subí a mi automóvil, puse seguro a la puerta y salí de ahí enseguida. Llegué a mi casa a tomar un baño y quitarme ese miedo que calaba mis huesos. ¡Estaba feliz!

Este tipo de aventuras llenó mi vida de una alegría que nunca imaginé; ahora tenía algo interesante que contar a mis amigas, pero eso sí, no exageraba, nunca les dije que a diario me veía involucrada en esa clase de riesgos, de lo contrario hubieran pensado que estaba loca, no lo comprenderían. Nunca les platiqué de mi desgano porque de eso no se habla en reuniones ni visitas de cortesía.

El tiempo transcurrió para cederle el paso a la primavera. El sol brillaba al unísono de mi corazón. Esa mañana me levanté con un entusiasmo que rozaba la demencia. Decidí entonces cambiar algo de mi aventura. Me puse esta vez un hermoso vestido estampado en alegres colores y unos zapatos incómodos, pero muy lindos, de tacones altos y finos. Salí feliz con este nuevo aspecto. También cambié de café donde me sentaría a observar a los parroquianos. 

¡Lo descubrí de inmediato! Un joven, terminando sus treintas, atractivo, bien vestido y al parecer extranjero. Tenía un perfil bellísimo, no podía dejar de mirarlo. Me sonrió. Cohibida decidí contestarle de la misma manera. Todo estaba listo. Salí apresurada hacia un negocio para esconderme y esperar a que saliera. Caminé atrás de él por un rato, giró quedando de frente a mí, me volteé tranquila dejándolo caminar a mis espaldas permitiéndole conducirme a la salida... Al llegar a la puerta de la plaza no tuve otra opción más que dirigir mis pasos hacia mi carro e irme. Había concluido mi aventura -pensé.

El día rechinaba con un verdadero grito de color. De pronto comprendí que el tipo realmente estaba siguiéndome. Al llegar a mi carro, mientras buscaba las llaves, se apareció a mi lado. Amablemente me las pidió y yo se las entregué mientras entraba. Atolondrada, pero muy divertida, acepté que él condujera. ¡Creo que había enloquecido...!

Ahora me he despertado en un cuarto de hospital sin poder moverme del dolor, tengo algunos huesos rotos y la cara muy golpeada; lo demás ustedes lo imaginarán…

Ruth Pérez Aguirre

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