Marcos Ana
Carlos Penelas

Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.
Ata duro a ese hombre; no le atarás el alma.

Miguel Hernández

Si salgo un día a la vida / mi casa no tendrá llaves: / siempre abierta, como el mar, / el sol y el aire. Esta estrofa es el comienzo del poema Mi casa y mi corazón de Marcos Ana. El poema estuvo años enmarcado en la puerta de mi casa. Hasta 1974, fecha en que comenzó en este desolado país el terrorismo de Estado. Sabíamos de memoria sus versos. A los dieciséis años deseaba escribir: Mi vida, / os la puedo contar en dos palabras: / Un patio. / Y un trocito de cielo/ por donde a veces pasan / una nube perdida / y algún pájaro huyendo de sus alas.

Con los años conocí, admiré y vibré la amistad de Luis Alberto Quesada, compañero de prisión de Marcos Ana. Y leí sus poemas. Juntos recorrimos la gran poesía española del siglo XX, los actos de solidaridad y recuerdo por la República, las manifestaciones en favor de la libertad. Quesada, uno de los hombres más generosos y espléndidos que he conocido. Un poeta sencillo, vital, auténtico. Junto a él una vez más Marcos Ana, las tertulias, las evocaciones, las voces de Raúl González Tuñón o Luis Franco. Los libros, los años de prisión, el infortunio y el oprobio.

Ahora tengo sobre mi escritorio sus memorias: Decidme cómo es un árbol. Lo he terminado de leer con emoción, con dolor. Pasaron cuarenta años. Llegó Marcos Ana a Buenos Aires a presentarlo, a estar con algunos de los viejos republicanos que aun viven. A contar las cosas de su vida. Historizar, siempre, quiere decir politizar.
Decidme cómo es un árbol es un libro conmovedor. La vida de un hombre que sin resentimientos ni cálculos personales nos muestra su universo, su sueño, su pasión. Un símbolo descarnado de un preso político, de un condenado a muerte, de un poeta. Un hombre sometido a las estratagemas canónicas y fraudulentas del régimen de Franco. Un régimen de demoras, injusticias y miserias. Una siniestra realidad, una historia alucinante de terror. La sordidez oficial en torno a Marcos Ana, ese chivo emisario del fascismo, de la burocracia y las beatas. Pero al mismo tiempo la ternura, el sentir de “un romántico casi enfermizo”, el despertar una y mil veces a la reflexión. “Todo en mi vida es una enseñanza. Yo conocí, como tantos compañeros, la pérdida de la libertad, sufrí la tortura, viví al borde la muerte, cometieron conmigo las más humillantes vejaciones. Podía haberme convertido en una bestia llena de odio. Pero, al contrario, mi experiencia personal me llevó a la conclusión de que nunca sería capaz de ejercer la violencia contra nadie. Precisamente porque la he sufrido.” Estremecedor.

Un testimonio, donde además siente y comprueba los crímenes del stalinismo, vejaciones de un sistema que el soñó en su adolescencia y en los terribles veintitrés años de prisión franquista como impoluto. Entiende que un socialismo dictatorial es una aberración y un escándalo inadmisible. Comprende que la razón y la experiencia enseñó a una generación que cualquier doctrina apelando al paredón para realizar su programa, para traducir sus hechos en propósitos, más que una revolución, encarna el germen de la contrarrevolución. Y eso importa poco si los dictadores son de derecha o de izquierda. Lo sugiere, lo intuye. Entiende que la libertad a la que aspira, a la que ha dado lo mejor de sí mismo, es hija y madre de la libertad. Lo empieza a vislumbrar junto a Ilya Ehrenburg; lo comprueba el 20 de agosto de 1968 cuando las tropas del Pacto de Varsovia invaden Checoslovaquia. Ve las deformaciones profundas de la Unión Soviética, el significado del aparato del Estado, la burocracia del Partido, la mentira oficializada. La desnaturalización de un ideal, del acontecimiento mundial más trascendente del siglo XX.

Es conmovedora su relación con Isabel, su primer amor, la primera mujer con la que dormirá en su vida. Lo hace a los cuarenta y dos años, al salir de prisión. Es bellísima —disculpen el adjetivo— su sensación, su mundo, su enaltecida vivencia. Llega tarde a su juventud pero al decir de Picasso “hace falta tiempo, mucho tiempo para ser joven”.

Podemos leer sobre el final: “Sentir la libertad, pisar la hierba, mirar el azul del cielo o las estrellas, amar a una mujer, poner mi mano sobre la cabeza de un niño, estrechar a mi hijo entre mis brazos, todas esas sensaciones que para los demás son como bienes naturales, a mí me arrebataron de placer y sorpresa y me estremecía de felicidad al descubrirlas y poseerlas.”

Nos evoca un mundo mágico y solidario, un mundo donde la utopía era posible y donde el ser humano giraba en el altruismo, en la desobediencia, en la peregrinación de una bandera eterna. La solidaridad internacional, el apoyo de intelectuales, actores, pintores, cantantes, escritores —hombres de todas las tendencias, de distintos credos— que reivindican la libertad, la lucha contra el oprobio y el oscurantismo. La dignidad habla en sus páginas, en su calidez humana, en su dimensión y búsqueda. Sentimos ternura, ingenuidad, pureza. Sentimos que la vida es superior a las doctrinas. Sentimos decoro y humildad.

En un momento afirma: “…no soy un poeta cultivado, sólo un hombre que escribió versos, un poeta necesario, cuyos poemas se extendieron por el mundo y se tradujeron hasta el japonés, no por su valor literario sino porque mi voz era la voz de muchos, una voz encarcelada, un testimonio vivo que contribuyó a la defensa y la libertad de mis hermanos.” Parcialmente cierto. Su poesía tiene un tono único, emocional. Hondura ética, entonces. Algunos alcanzan, desde lo literario, una intensidad que pocos poetas llegan a poseer. Como la poesía de Nazim Hikmet, la de José Luis Gallego o la del mismo Luis Alberto Quesada. No solamente ejemplos de vida ante el horror y el remedo grotesco de la intolerancia. La poesía de Marcos Ana es un estado de ánimo espontáneo que lo obliga a registrar sus vivencias. Su tonalidad nos recuerda por momentos la mejor poesía tradicional española, la del romancero, y también la voz de Rafael Alberti pero con un temperamento apasionado que lo circunscribe a una atmósfera opresiva. Sus versos están cargados de sinceridad, de dolor, de esperanza. De transparencia, sin duda, de bondad pagana y libertaria.

Analizar sus recuerdos genera una realidad social y política de nuestro tiempo, esboza su prolongación hasta nuestro presente. En su palabra vibra una intención social que se expande aquí y allá; la pasión por la libertad, la lucha contra la injusticia. Sin plegarias ni defraudación. Sin desaliento, sin humillaciones. Y una melancólica sabiduría del vivir y del contemplar, virtudes que pueblan su voz con acentos profundos, humanos. Una vez más sentimos, al leer estas páginas, que la experiencia de ser es superior a las santificaciones ideológicas, que su palabra tiene la posibilidad de recoger la fuerza emanada de los astros, la memoria de una poética que renueva y se renueva.

Carlos Penelas

Buenos Aires, mayo de 2008

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