Le square
Carlos Penelas

Para que el mundo sea soportable hay que exorcizar las obsesiones, le dice él mientras toman un café. Le habla de Margarite Duras, del Subcomante Marcos, de la Guerra Civil Española. Ella lo mira mientras pone sus manos entre sus piernas, ahuecando la falda. Ella tiene la belleza y la frescura de la fantasía. Ella le habla del objeto sexual, de Freud, de un gramófono de principios del siglo XX. Le sonríe, advierte su ternura, su intranquilidad, cómo le late el párpado izquierdo. La observa con serenidad pues ella le trasmite eso. De pronto le recrimina que sólo habla de él, de su pintura, de su próxima exposición, que es el ombligo del mundo. En un instante todo cambia. La mira desde el amor y el silencio; no seas mula, por favor, le señala. Frunce el ceño, siente cansancio. Sin embargo le acaricia la comisura de los labios. Ella hace un movimiento interior, se estimula en la silla y coloca con suavidad su pierna izquierda sobre sus rodillas. Dale amor, le sugiere. Él evoca a Mónica Vitti de La aventura. No, es El eclipse, se dice.

Él le habla de la alienación social, de las exigencias del corazón y de los caprichos del cuerpo. Ella vuelve siempre -como las olas del mar- es control y desenfreno, letanía y celebración. Cae una hoja del árbol, se palpita el otoño pero la temperatura es primaveral. Ella le comenta las noticias de un diario español, la marcha a favor del aborto en Madrid, la adopción en los matrimonios gay, el posible y deseado triunfo de Zapatero. Le cuenta un sueño, una inquietud con unos vecinos de su departamento, un problema con una sociedad filantrópica, la conducta de su nuevo jefe, el afecto que le hicieron sentir sus amigas. Una tarta que hizo para el cumpleaños de uno de sus hijos. Le habla de su pareja, de su madre, de un estudio clínico que se hará la semana próxima. La incomunicación con su padre, la incomunicación en la vejez, el olor de los geriátricos. Ahora bajó su pierna, se repliega. Él le acaricia el brazo, el cuello y enciende un cigarrillo. Le hace ver cómo una señora  intenta tomar sol en un balcón cercano, le señala un vagabundo, la mira a los ojos. Es domingo y la plazoleta está concurrida. Se sienten como si estuviesen en otro país, el mundo ha desaparecido, se elevan. Juntos leen un fragmento de un artículo de Chomsky. Se los ve compartiendo con pudor la eternidad del paraíso. ¿Tengo que creerte? le pregunta ella de improviso. ¿Por qué debo creerte? Le reitera. Él frunce el ceño y sopla.

Ella le habla de un proyecto de vida. Habla de un deseo, de transgredir el orden y la razón, de las barreras sociales. Él le comenta los sueños de su juventud, una plaza de Florencia, una conferencia que dio sobre plástica en un café de Montevideo. Luego el silencio, el intento de descifrar versiones, afectos. La comunicación, dice ella. Es una mujer desafiante y seductora que sigue buscando la verdad, la memoria, los intersticios de su historia.  Él es un hombre de unos cincuenta años que recorrió América Latina, que vivió en Europa, que se sostiene con la mirada del arte, de los museos. En el claro-oscuro de Caravaggio, afirma.

Ella abre un libro donde guarda una hoja seca. Se la muestra y guarda silencio. Ambos se sienten unidos, protegidos por la fragilidad de esa hoja. Él le habla del existencialismo, del nouveau roman, de Carla Bruni. Se acerca y le susurra palabras al oído, le recuerda la noche que estuvieron juntos. Ella cierra sus ojos y el semblante es el de Afrodita. Él le dice que es imposible que no haya visto Cautivos del amor, de Bertolucci. Ella le reprocha su individualismo, su intelectualidad. No soy un ser concreto ante vos, toda tu mirada es universal. Parecería que no existo, no soy de plástico. Él se queda pensativo, estupefacto; duda de su fervor, de su inquietud. A veces sospecha que es intolerante. Luego parece que todo pasa. Ella le comenta una inscripción en una pared, en el centro de la ciudad: Nos dicen que llueve y nos están meando.  Ambos ríen, se miran con la plenitud de aquellos que están vivos. A ella se la ve distante pero feliz, de pronto aparece el gozo  en la mirada: al recoger el cabello hacia atrás, al observa un puesto de flores, al hablar de sus plantas, de su balcón. Él cae en un mutismo que no es ausencia, contempla a unos niños jugando, a unos jóvenes hablando por celulares. La imbecilidad avanza, le dice. La industria cultural y la imbecilidad van de la mano, acota.

Diálogos, monólogos, susurros. Mutaciones y mutilaciones de una ciudad entre la grandilocuencia, la miseria y la autosatisfacción. Carencias, miradas asombradas y burguesas, obscenidades de la rutina, de lo fatigante. Se provoca la negación del deseo, dice ella. Son seres perversos, enajenados, agrega. La derecha es perversa y enajena, confiesa él. Afuera ven la dramaturgia, la fachada, el enroque de seres que pagan sus impuestos, que obedecen la ley, que solicitan mano dura contra la violencia y la corrupción.

Ahora siente un jadeo íntimo,  apelaciones, humedades en el bajo vientre. Se confiesan. Sin eludir la realidad se sienten -por un instante- libres, jubilosos. Paga el café a la camarera y se marchan desnudos. El resto desaparece.

Carlos Penelas

Buenos Aires, febrero de 2008

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