La dama de la neblina 
Fabián Irineo Pelaez

Fue una noche de invierno, cuando después de cenar con un amigo nos sentamos en el banco de una plaza para hacer la digestión y seguir practicando el deporte favorito de muchos: arreglar un poco al mundo que nos rodea desde las ideas y las palabras.

Habrían pasado diez minutos cuando el humo de la neblina penetró entre las plantas. 
Todavía el reloj no marcaba la medianoche cuando vimos aparecer en medio de ese paisaje blancuzco a una misteriosa dama.

La mujer caminaba sola, con pasos extraños. Al pasar frente a nosotros se acercó parándose frente a mi amigo. Tendría unos cuarenta y tantos años; su pelo era negro y largo; y su piel tenía impresa los signos de la noche.

Al instante que nos señaló comenzó un discurso inentendible. Sin ponernos de pié, con mi amigo intercambiamos miradas desorientadas.

De repente ella sacó la mano derecha del bolsillo, estiró su brazo y violentamente bajó la mano hacia la mejilla de mi amigo. 

Justo antes del Plaff!!! la mano se detuvo. Y como quien acerca sus dedos al fuego la regresó a su bolsillo.

En su balbuceo dijo que deseaba tocarnos la cara sin que nosotros la rocemos.

Jamás la habíamos visto.

Cargado de dudas, mi amigo la miró asintiendo.

Sin pestañar, ella volvió a sacar la misma mano del bolsillo. Cerró el puño y lo acercó despacio hasta el rostro de él. Como pidiendo permiso al viento de su barba, con la cara superior de la mano le acarició la mejilla resbalando desde el pómulo hasta la pera. Después la retiró, cerró los ojos y los abrió mirándolo en silencio. Torciendo la quijada me miró, y esbozando un tenue sollozo acercó su brazo rozando los nudillos de sus dedos por mi cara. 

Su mano contagió de escalofrío a mi mejilla.

Ella sonrió. Nosotros quedamos impávidos.

Llevándose la mano a la boca balbuceó sus ganas de vomitar y con pasos confusos salió corriendo hasta perderse entre los arbustos. 

Con mi amigo nos miramos en silencio, nos pusimos de pié y salimos de la plaza.

Habríamos caminado cinco cuadras cuando mis pies comenzaron a sudar. 

Todo mi cuerpo había entrado en calor. Todo, menos mi mejilla.

Fabián Irineo Pelaez 
Buenos Aires- Argentina

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