Para rendir homenaje a José Saramago, todas la cuartillas serán insuficientes, y las palabras siempre pocas. Su legado para la cultura y para la literatura universal es enorme, su aporte a la humanidad trascendente, inagotable, por ello, extendemos el hilo del comentario que hiciéramos la semana anterior desde el estupendo tomo “José Saramago un retrato apasionado” que lleva la firma de Armando Baptista Bastos, escritor portugués, a una pequeño gran tomo del Premio Nobel de Literatura 1998, que ha de ser leído con los apremios que obligan los plazos vitales si se trata de aprehender y disfrutar de la obra de un palabrista genial.
Nos quedamos atados al biográfico volumen antes mencionado y comentado ocho días atrás, para indagar, desde las intimidades que la citada obra trae, sobre textos de Saramago que tengamos pendientes de consumir, y en tal labor, dimos con una joya,: ” El cuento de la isla desconocida”, publicada por Punto de Lectura, que por diminuta, que es, tiene setenta y tres páginas, favor no le pide, a otras de gran calado, del mismo autor, tales como: “El Evangelio Según Jesucristo”, el Quinto, como lo denominamos en esta misma página, hace algunos, años, y que guardamos firmada, por el escritor, o cualquiera de sus maravillosos Ensayos “Sobre la Ceguera “ o Sobre la Lucidez”, en los que la literatura es abundante, y el pensamiento gigante, magistral.
“El cuento de la isla desconocida”, se nos había quedado rezagado, algo así como un sueño incumplido, como una tarea pendiente, hemos reparado la falta, venial, y cumplido desde la persistencia,- que es uno de los ejes de la trama- de buscar nuevas lecturas que podamos y debamos compartir.
Un hombre es el personaje del cuento. Uno de la especie, que no cualquiera. Uno que anónimo se apunta a la historia. Uno que libre, piensa, y cuestiona valientemente y le muestra la cara al vanidoso que manda, no para complacerle en sus venenosos egos, sino, para cantarle las frescas, y rotundas verdades, esas, que los sumisos y lacayos callan convenientemente, sobre: la temporalidad del abuso del poder, en la que los déspotas no reparan en el ejercicio afrentoso de su cargo. Sobre la fatuidad de los protocolos, los títulos, las reverencias y las liturgias diplomáticas.
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