Fernando Pessoa:

el desconocido de sí mismo[1]

por Octavio Paz

Estas páginas sobre un poeta portugués que fue nuestro contemporáneo deben comenzar con una confesión: la primera vez que oí hablar de Fernando Pessoa fue en París, una noche del otoño de 1958. Había cenado con unos amigos, en una casa del Marais; uno de los presentes, Nora Mitrani, me preguntó mi opinión sobre el “caso” de Pessoa; no sin confusión, tuve que decirle que apenas si sabía algo de la literatura moderna portuguesa. Unos días después Nora me envió un número de Le surrealisme, mente, en el que aparecían algunos poemas de Pessoa-Caeiro, traducidos por ella. Esos textos despertaron mi curiosidad. Me procuré las traducciones y estudios de Armand Guibert. Su lectura me reveló a un gran poeta, casi desconocido entre nosotros[2]. Poco a poco descubrí que existía un reducido círculo de lectores de Pessoa, disperso en todo el mundo; Viera da Silva me prestó la Obra poética, en la edición de Río de Janeiro; conseguí el tomo de ensayos de Adolfo Casais Monteiro; más tarde, no sin dificultades, adquirí los volúmenes de la edición portuguesa. Casi sin darme cuenta empecé a traducir algunos poemas de Alvaro de Campos. Insensiblemente pasé a los otros heterónimos. Mientras traducía, cambiaban mis preferencias; iba de Campos a Reis, de Reis a Caeiro; y siempre regresaba a Pessoa. Advertí que Caeiro, Reis y Campos no podrían vivir sin Pessoa, es decir, descubrí la unidad poética de la obra. Los heterónimos no son criaturas independientes; o lo son a la manera ... Me explicaré más tarde. Antes de proseguir, quisiera decir algo: hace unos meses murió Nora Mitrani; creo que le habría alegrado saber que aquella conversación de 1958 despertó una pasión. Esa pasión es el origen de este pequeño libro. Mis traducciones no son un trabajo de erudición sino el fruto espontáneo, tal vez un poco agrio, del fervor.

Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía. Pessoa, que dudó siempre de la realidad de este mundo, aprobaría sin vacilar que fuese directamente a sus poemas, olvidando los incidentes y los accidentes de su existencia terrestre. Nada en su vida es sorprendente — nada, excepto sus poemas. No creo que su “caso” —hay que resignarse a emplear esta antinática palabra los explique; creo que, a la luz de sus poemas, su “caso” deja de serlo. Su secreto, por lo demás, está escrito en su nombre: Pessoa quiere decir persona en portugués y viene de persona, máscara de los actores romanos. Máscara, personaje de ficción, ninguno: Pessoa. Su historia podría reducirse al tránsito entre la irrealidad de su vida cotidiana y la realidad de sus ficciones. Estas ficciones son los poetas Alberto Caeiro, Alvaro de Campos, Ricardo Reis y, sobre todo, el mismo Fernando Pessoa. Así, no es inútil recordar los hechos más salientes de su vida, a condición de saber que se trata de las huellas de una sombra. El verdadero Pessoa es otro.

Nace en Lisboa, en 1888. Niño, queda huérfano de padre. Su madre vuelve a casarse; en 1896 se traslada, con sus hijos, Durban, África del Sur, adonde su segundo esposo había sido enviado como cónsul de Portugal. Educación inglesa. En 1905 Fernando Pessoa regresa a Lisboa, terminados sus estudios secundarios y cuando está a punto de ingresar en la Universidad del Cabo. Poeta bilingüe, la influencia sajona será constante en su pensamiento y en su obra. En 1907 abandona la Facultad de Letras de Lisboa e instala una tipografía. Fracaso, palabra que se repetirá con frecuencia en su vida. Trabaja después como correspondente estrangeiro”, es decir, como redactor ambulante de cartas comerciales en inglés y francés, empleo modesto que le dará de comer durante casi toda su vida. Cierto en alguna ocasión se le entreabren, con discreción, las puertas de a carrera universitaria; con el orgullo de los tímidos, rehúsa la oferta. Escribí discreción y orgullo; quizá debía haber dicho desgano y realismo: en 1932 aspira al puesto de archivista en una biblioteca y lo rechazan. Pero no hay rebelión en su vida: apenas una modestia parecida al desdén.

Desde su regreso de África no vuelve a salir de Lisboa. Primero vive en una vieja casa, con una tía solterona y una abuela loca; después con otra tía; una temporada con su madre, viuda de nuevo; el resto, en domicilios inciertos. Ve a los amigos en la calle y en el café. Bebedor solitario en tabernas y fondas del barrio viejo. ¿Otros detalles? En 1916 proyecta establecerse como astrólogo. En 1920 se enamora, o cree que se enamora, de una empleada de comercio; la relación no dura mucho: “mi destino —dice en la carta de ruptura— pertenece a otra Ley, cuya existencia no sospecha usted siquiera..No se sabe de otros amores. Hay una corriente de homosexualismo doloroso en la Oda marítima y en la Salutación a Whitman, grandes composiciones que hacen pensar en las que, quince años más tarde, escribiría el García Lorca de Poeta en Nueva York. Pero Alvaro de Campos, profesional de la provocación, no es todo Pessoa. Hay otros poetas en Pessoa. Casto, todas sus pasiones son imaginarias; mejor dicho, su gran vicio es la imaginación. Por eso no se mueve de su silla. Y hay otro Pessoa, que no pertenece ni a la vida de todos los días ni a la literatura: el discípulo, el iniciado. Sobre este Pessoa nada puede ni debe decirse. ¿Revelación, engaño, autoengaño? Todo junto, tal vez. Como el maestro de uno de sus sonetos herméticos, Pessoa conhece e cala.

Anglómano, miope, cortés, huidizo, vestido de oscuro, reticente y familiar, cosmopolita que predica el nacionalismo, investigador solemne de cosas fútiles, humorista que nunca sonríe y nos hiela la sangre, inventor de otros poetas y destructor de sí mismo, autor de paradojas claras como el agua y, como ella, vertiginosas: fingir es conocerse, misterioso que no cultiva el misterio, misterioso como la luna del mediodía, taciturno fantasma del mediodía portugués, ¿quién es Pessoa? Pierre Hurcade, que lo conoció al final de su vida, escribe: “Nunca, al despedirme, me atrevía a volver la cara; tenía miedo de verlo desvanecerse, disuelto en el aire.” ¿Olvido algo? Murió en 1935, en Lisboa, de un cólico hepático. Dejó dos plaquettes de poemas en inglés, un delgado libro de versos portugueses y un baúl lleno de manuscritos. Todavía no se publican todas sus obras.

Su vida pública, de alguna manera hay que llamarla, transcurre en la penumbra. Literatura de las afueras, zona mal alumbrada en la que se mueven —¿conspiradores o lunáticos?— las sombras indecisas de Alvaro de Campos, Ricardo Reis y Fernando Pessoa. Durante un instante, los bruscos reflectores del escándalo y la polémica los iluminan. Después, la oscuridad de nuevo. El casi-anonimato y la casi-celebridad. Nadie ignora el nombre de Fernando Pessoa pero pocos saben quién es y qué hace. Reputaciones portuguesas, españolas e hispanoamericanas: “Su nombre me suena, ¿es usted periodista o director de cine?” Me imagino que a Pessoa no le desagradaba el equívoco. Más bien lo cultivaba. Temporadas de agitación literaria seguidas por períodos de abulia. Si sus apariciones son aisladas y espasmódicas, golpes de mano para aterrorizar a los cuatro gatos de la literatura oficial, su trabajo solitario es constante. Como todos los grandes perezosos se pasa la vida haciendo catálogos de obras que nunca escribirá; y según les ocurre también a los abúlicos, cuando son apasionados e imaginativos, para no estallar, para no volverse loco, casi a hurtadillas, al margen de sus grandes proyectos, todos los días escribe un poema, un artículo, una reflexión. Dispersión y tensión. Todo marcado por una misma señal: esos textos fueron escritos por necesidad. Y esto, la fatalidad, es lo que distingue a un escritor auténtico de uno que simplemente tiene talento.

Escribe en inglés sus primeros poemas, entre 1905 y 1908. En aquella época leía a Milton, Shelley, Keats, Poe. Más tarde descubre a Baudelaire y frecuenta a varios “subpoetas portugueses”. Insensiblemente vuelve a su lengua natal, aunque nunca dejará de escribir en inglés. Hasta 1912 la influencia de la poesía simbolista y del “saudosismo” es preponderante. En este año publica sus primeras cosas, en la revista A Aguia, órgano del “renacimiento portugués”. Su colaboración consistió en una serie de artículos sobre la poesía portuguesa. Es muy de Pessoa esto de iniciar su vida de escritor como crítico literario. No menos significativo es el título de uno de sus textos: Na Floresta do Alheamento. El tema de la enajenación y de la búsqueda de sí. en el bosque encantado o en la ciudad abstracta, es algo más que un tema: es la sustancia de su obra. En esos años se busca; no tardará en inventarse.

En 1913 conoce a dos jóvenes que serán sus compañeros más seguros en la breve aventura futurista: el pintor Almada Negreira y el poeta Mario de Sá-Carneiro. Otras amistades: Armando Córtes-Rodriguez. Luis de Montalvor, José Pacheco. Presos aún en el encanto de la poesía “decadente”, aquellos muchachos intentan vanamente renovar la corriente simbolista. Pessoa inventa el “paulismo”. Y de pronto, a través de Sá-Carneiro, que vive en París y con el que sostienen una correspondencia febril, la revelación de la gran insurrección moderna: Marinetti. La fecundidad del futurismo es innegable, aunque su resplandor se haya oscurecido después por las abdicaciones de su fundador. La repercusión del movimiento fue instantánea acaso porque, más que una revolución, era un motín. Fue la primera chispa, la chispa que hace volar la pólvora. El fuego corrió de un extremo a otro, de Moscú a Lisboa. Tres grandes poetas: Apollinaire, Mayakovski y Pessoa. El año siguiente, 1914, sería para el portugués el año del descubrimiento o, más exactamente, del nacimiento: aparecen Alberto Caeiro y sus discípulos, el futurista Alvaro de Campos y el neoclásico Ricardo Reis.

La irrupción de los heterónimos, acontecimiento interior, prepara el acto público: la explosión de Orpheu. En abril de 1915 sale el primer número de la revista; en julio, el segundo y último. ¿ Poco ? Más bien demasiado. El grupo no era homogéneo. El mismo nombre, Orpheu (con ph), ostenta la huella simbolista. Aun en Sá-Carneiro, a pesar de su violencia, los críticos portugueses advierten la persistencia del “decadentismo”. En Pessoa la división es neta: Alvaro de Campos es un futurista integral, pero Fernando Pessoa sigue siendo un poeta “pau-lista”. El público recibió la revista con indignación. Los textos de Sá-Carneiro y de Campos provocaron la furia habitual de los periodistas. A los insultos sucedieron las burlas; a las burlas, el silencio. Se cumplió el ciclo ¿ quedó algo ? En el primer número apareció la Oda triunfal; en el segundo la Oda marítima. El primero es un poema que, a despecho de sus tics y afectaciones, posee ya el tono directo de Tabaquería, la visión del poco peso del hombre frente al peso bruto de la vida social. El segundo es algo más que los fuegos de artificio de la poesía futurista: un gran espíritu delira en voz alta y su grito nunca es animal ni sobrehumano. El poeta no es un “pequeño Dios” sino un ser caído. Los dos poemas recuerdan más a Whitman que a Marinetti, aun Whitman ensimismado y negador. No es esto todo. La contradicción es el sistema, la forma de su coherencia vital: al mismo tiempo que las dos odas escribe O guardador de re-banhos, libro póstumo de Alberto Caeiro, los poemas latinizantes de Reis y Epithalamium y Antinous, “dois poemas ingleses meus, muito indecentes, e portanto impublicáveis em Inglaterra”.

La aventura de Orpheu se interrumpe bruscamente. Algunos, ante los ataques de los periodistas y asustados quizá por las intemperancias de Alvaro de Campos, escurren el bulto. Sá-Carneiro, siempre inestable, regresa a París. Un año después se suicida. Nueva tentativa en 1917: el único número de Portugal Futurista, dirigida por Almada Negreira, en el que aparece el Ultimátum de Alvaro de Campos. Hoy es difícil leer con interés ese chorro de diatribas, aunque algunas guardan aún su saludable virulencia: “D’Annunzio, don Juan en Patmos; Shaw, tumor frío del ibsenismo; Kiplin, imperialista de la chatarra ...” El episodio de Orpheu termina en la dispersión del grupo y en la muerte de uno de sus guías. Habrá que esperar quince años y una nueva generación. Nada de esto es insólito. Lo asombroso es la aparición del grupo, adelante de su tiempo y de su sociedad. ¿ Qué se escribía en España y en Hispanoamérica por esos años ?

El siguiente período és de relativa oscuridad. Pessoa publica dos cuadernos de poesía inglesa: 35 Sonnets y Antinous, que comentan el Times de Londres y el Glasgow Herald con mucha cortesía y poco entusiasmo. En 1922 aparece la primera colaboración de Pessoa en Contemporánea, una nueva revista literaria: O Banqueiro Anarquista. También son de esos años sus veleidades políticas: elogios del nacionalismo y del régimen autoritario. La realidad lo desengaña y lo obliga a desmentirse: en dos ocasiones se enfrenta al poder público, a la Iglesia y a la moral social. La primera para defender a Antonio Botto, autor de Cangoes, poemas de amor uranista. La segunda contra la “Liga de acción de los estudiantes”, que perseguía al pensamiento libre con el pretexto de acabar con la llamada “literatura de Sodoma”. César es siempre moralista. Alvaro de Campos distribuye una hoja: Aviso por causa da moral; Pessoa publica un manifiesto; y el agredido, Raúl Leal, escribe el folleto: Urna ligáo de moral aos estudantes de Lisboa e o descaramento da Igreja Católica. El centro de gravedad se ha desplazado del arte libre a la libertad del arte. La índole de nuestra sociedad es tal que el creador está condenado a la heterodoxia y a la oposición. El artista lúcido no esquiva ese riesgo moral.

En 1924, una nueva revista: Atena. Dura sólo cinco números. Nunca segundas partes fueron buenas. En realidad, Atena es un puente entre Orpheu y los jóvenes de Presenga (1927).

Cada generación escoge, al aparecer, su tradición. El nuevo grupo descubre a Pessoa: al fin ha encontrado interlocutores. Demasiado tarde, como siempre. Poco tiempo después, un año antes de su muerte, ocurre el grotesco incidente del certamen poético de la Secretaría de Propaganda Nacional. El tema, claro está, era un canto a las glorias de la nación y del imperio. Pessoa envía Mensagem, poemas que son una interpretación “ocultista” y simbólica de la historia portuguesa. El libro debe haber dejado perplejos a los funcionarios encargados del concurso. Le dieron un premio de “segunda categoría”. Fue su última experiencia literaria.

Todo empieza el 8 de marzo de 1914. Pero es mejor transcribir un fragmento de una carta de Pessoa a uno de los muchachos de Presenga, Adolfo Casais Monteiro: “Por ahí de 1912 me vino la idea de escribir unos poemas de índole pagana. Pergeñé unas cosas en verso irregular (no en el estilo de Alvaro de Campos) y luego abandoné el intento. Con todo, en la penumbra confusa, entreví un vago retrato de la persona que estaba haciendo aquello. (Había nacido, sin que yo lo supiera, Ricardo Reis.) Año y medio, o dos años después, se me ocurrió tomarle el pelo a Sá-Carneiro — inventar un poeta bucólico, un tanto complicado, y presentarlo, no me acuerdo ya en qué forma, como si fuese un ente real. Pasé unos días en esto sin conseguir nada. Un día, cuando finalmente había desistido —fue el 8 de marzo de 1914—, me acerqué a una cómoda alta y, 'ornando un manojo de papeles, comencé a escribir de pie, como escribo siempre que puedo. Y escribí treinta y tantos poemas seguidos, en una suerte de éxtasis cuya naturaleza no podría definir. Fue el día triunfal de mi vida y nunca tendré otro así. Empecé con un título, El guardián de rebaños. Y lo que siguió fue la aparición de alguien en mí, al que inmediatamente llamé Alberto Caeiro. Perdóneme lo absurdo de la frase: en mí apareció mi maestro. Ésa fue la sensación inmediata que tuve. Y tanto fue así que, apenas escritos los treinta poemas, en otro papel escribí, también sin parar, Lluvia oblicua de Fernando Pessoa. Inmediata y enteramente ... Fue el regreso de Fernando Pessoa-Alberto Caeiro a Fernando Pessoa a secas. O mejor: fue la reacción de Fernando Pessoa contra su inexistencia como Alberto Caeiro ... Aparecido Caeiro, traté luego de descubrirle, inconsciente e instintivamente, unos discípulos. Arranqué de su falso paganismo al Ricardo Reis latente, le descubrí un nombre y lo ajusté a sí mismo, porque a esas alturas ya lo veía. Y de pronto, derivación opuesta de Reis, surgió impetuosamente otro individuo. De un trazo, sin interrupción ni enmienda, brotó la Oda triunfal de Alvaro de Campos. La oda con ese nombre y el hombre con el nombre que tiene. No sé qué podría agregarse a esta confesión.”

La psicología nos ofrece varias explicaciones. El mismo Pessoa, que se interesó en su caso, propone dos o tres. Una crudamente patológica: “probablemente soy un histérico-neurasténico... y esto explica, bien o mal, el origen orgánico de los heterónimos.” Yo no diría “bien o mal” sino poco. El defecto de estas hipótesis no consiste en que sean falsas: son incompletas. Un neurótico es un poseído; el que domina sus trastornos: ¿es un enfermo? El neurótico padece sus obsesiones; el creador es su dueño y las transforma. Pessoa cuenta que desde niño vivía entre personajes imaginarios. (“No sé, por supuesto, si ellos son los que no existen o si soy yo el inexistente: en estos casos no debemos ser dogmáticos.” Los heterónimos están rodeados de una masa fluida de semiseres: el barón de Teive; Jean Seúl, periodista satírico francés; Bernardo Soares, fantasma del fantasmal Vicente Guedes; Pacheco, mala copia de Campos ... No todos son escritores: hay un Mr. Cross, infatigable participante en los concursos de charadas y crucigramas de las revistas inglesas (medio infalible —creía Pessoa— para salir de pobre), Alexander Search y otros. Todo esto —como su soledad, su alcoholismo discreto y tantas otras cosas— nos da luces sobre su carácter, pero no nos explica sus poemas, que es lo único que en verdad nos importa.

Lo mismo sucede con la hipótesis “ocultista” a la que Pessoa, demasiado analítico, no acude abiertamente pero que no deja de evocar. Sabido es que los espíritus que guían la pluma de los médiums, inclusive si son los de Eurípides o Víctor Hugo, revelan una desconcertante torpeza literaria. Otros aventuran que se trata de una “mistificación”. El error es doblemente grosero: ni Pessoa es un mentiroso ni su obra es una superchería. Hay algo terriblemente soez en la mente moderna; la gente, que tolera toda suerte de mentiras indignas en la vida real, v toda suerte de realidades indignas, no soporta la existencia de la fábula. Y eso es lo que es la obra de Pessoa: una fábula, una ficción. Olvidar que Caeiro, Reis y Campos son creaciones poéticas, es olvidar demasiado. Como toda creación, esos poetas nacieron de un juego. El arte es un juego — y otras cosas. Pero sin juego no hay arte.

La autenticidad de los heterónimos depende de su coherencia poética, de su verosimilitud. Fueron creaciones necesarias, pues de otro modo Pessoa no habría consagrado su vida a vivirlos y crearlos; lo que cuenta ahora no es que hayan sido necesarios para su autor, sino si lo son también para nosotros. Pessoa, su primer lector, no dudó de su realidad. Reis y Campos dijeron lo que quizá él nunca habría dicho. Al contradecirlo, lo expresaron; al expresarlo, lo obligaron a inventarse. Escribimos para ser lo que somos o para ser aquello que no somos. En uno o en otro caso, nos buscamos a nosotros mismos. Y si tenemos la suerte de encontramos —señal de creación— descubriremos que somos un desconocido. Siempre el otro, siempre él, inseparable, ajeno, con tu cara y la mía, tú siempre conmigo y siempre solo.

Los heterónimos no son antifaces literarios: “Lo que escribe Fernando Pessoa pertenece a dos categorías de obras, que podríamos llamar ortónimas y heterónimas. No se puede decir que son anónimas o pseudónimas porque de veras no lo son. La obra pseudónima es del autor en su persona, salvo que firma con otro nombre; la heterónima es del autor fuera de su persona..Gérard de Nerval es el pseudónimo de Gérard Labrunie: la misma persona y la misma obra; Caeiro es un heterónimo de Pessoa: imposible confundirlos. Más próximo, el caso de Antonio Machado es también diferente. Abel Martín y Juan de Mairena no son enteramente el poeta Antonio Machado. Son máscaras pero máscaras transparentes: un texto de Machado no es distinto a uno de Mairena. Además, Machado no está poseído por sus ficciones, no son criaturas que lo habitan, lo contradicen o lo niegan. En cambio, Caeiro, Reis y Campos son los héroes de una novela que nunca escribió Pessoa. “Soy un poeta dramático ’, confía en una carta a J. G. Simóes. Sin embargo, la relación entre Pessoa y sus heterónimos no es idéntica a la del dramaturgo o el novelista con sus personajes. No es un inventor de personajes-poetas sino un creador de obras-de-poetas. La diferencia es capital. Como dice Casais Monteiro: “inventó las biografías para las obras y no las obras para las biografías”. Esas obras —y los poemas de Pessoa, escritos frente, por y contra ellas— son su obra poética. Él mismo se convierte en una de las obras de su obra. Y ni siquiera tiene el privilegio de ser el crítico de esa coterie: Reis y Campos lo tratan con cierta condescendencia; el barón de Teive no siempre lo saluda; Vicente Guedes, el archivista, se le asemeja tanto que cuando lo encuentra, en una fonda de barrio, siente un poco de piedad por sí mismo. Es el encantador hechizado, tan totalmente poseído por sus fantasmagorías que se siente mirado por ellas, acaso despreciado, acaso compadecido. Nuestras creaciones nos juzgan.

Notas:

[1] La Imprenta Universitaria publicará próximamente un tomo dedicado a la obra de Pessoa, traducido y prologado por Octavio Paz. Este artículo corresponde a la primera parte del prólogo.

 

[2] En España han publicado estudios y traducciones los señores Joaquín de Entrambasaguas, Ángel Crespo y Manuel Ildefonso Gil.

 

por Octavio Paz

 

Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  3 / artículos / Noviembre de 1961

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/c50fd97d-d7ce-4573-86f2-6ae0943caea1/fernando-pessoa-el-desconocido-de-si-mismo

 

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