Antonio Machado

por Octavio Paz

Antonio Machado retratado por Joaquín Sorolla (1918).
Hispanic Society of America (Nueva York).
Sorolla se lo regaló a Machado «como un poema personal».

Prosa v poesía, vida y obra, se funden con naturalidad en la figura de Antonio Machado. Su canto también es pensamiento; su pensamiento, reflexión del canto sobre sí mismo. Por la poesía, Machado sale de sí, aprehende el tiempo o se deja apresar por éste. Por el pensamiento, se recobra, se aprehende a sí mismo. Poesía y reflexión son operaciones vitales. Pero su vida no sustenta a su obra. Más bien es a la inversa: la vida de Machado, el opaco profesor de Segovia, el solitario distraído, se apoya en la obra de Machado, el poeta, el filósofo. Del mismo modo que sus primeros poemas sólo pueden ser comprendidos cabalmente a la luz de sus últimas meditaciones, su vida sólo es inteligible a partir de su obra. Es una creación suya. Y de su muerte. A partir de su muerte, la vida de Machado cobra significación. O más exactamente: cuando muere, dos días después de haber cruzado la frontera francesa con los restos del Ejército Popular, su vida empieza a ser realmente vida. Antes sólo había sido sueño y reflexión: soñar o soñar que soñaba, aspiración a realizarse en algo ajeno a él pero a cuyo contacto podría, al fin, llegar a ser él mismo. Decía Machado que él no había asistido al acto más importante de su vida, aunque muchas veces lo había recordado en sueños: la tarde en que sus padres se encontraron por primera vez y se enamoraron. Estoy seguro que, al morir, hizo algo más que recordar aquel encuentro: los enamorados de aquella tarde de sol, agua y velas a orillas del Guadalquivir, empezaron a existir de verdad.

No hay que confundir la naturalidad con la simplicidad. Nadie más natural que Machado; nada más reticente que esa naturalidad. Su poesía es clara como el agua. Clara como el agua corriente y, como ella, inaprensible. Las máscaras —Abel Martín, Juan de Mairena— con que el poeta Machado se cubre el rostro, para que hable con mayor libertad el filósofo Machado, son máscaras transparentes. Tras esa transparencia, Machado desaparece. Se evade, por “fidelidad a su propia máscara”. Abel Martín, metafísico de Sevilla, Juan de Mairena, profesor de gimnasia y retórica, inventor de una Máquina de Cantar, son y no son Machado: el poeta, el filósofo, el profesor de francés, el jacobino, el enamorado, el solitario. La máscara, idéntica al rostro, es reticente. Cada vez que se entrega, sonríe: hay algo que no acaba de ser expresado. Para entender la metafísica erótica de Abel Martín debemos acudir a los comentarios de Juan de Mairena. Éstos nos llevan a los poemas de Machado. Cada personaje nos envía a otro. Cada fragmento es el eco, la alusión y la cifra de una secreta totalidad. Por eso es imposible estudiar parcialmente su obra. Hay que abrazarla como un todo. O, mejor dicho, hay que abrazar cada una de sus partes como una totalidad, pues cada una es el reflejo de esa unidad escondida.

La obra de Machado es indivisible, pero posee diversos estratos. Cada estrato transparenta otro. La claridad de Machado es vertiginosa. Leerlo es ahondar, penetrar en una transparencia sin fin: en una conciencia que se refleja a sí misma. La máscara de Juan de Mairena parece decirnos que es algo más que una máscara: una de las formas en que se ha fijado un rostro perpetuamente móvil. La reticencia es una provocación. No tiene otro objeto que aguijonear nuestra sed. Machado, el ensimismado, sabe que sólo puede revelarse en otro, en un contrario que es un complemento: el poeta en el filósofo, el enamorado en la ausencia, el solitario en la muchedumbre, el prisionero del yo en el tú de la amada o en el nosotros del pueblo.

Abel Martín interroga a su creador. Quiere saber quién fue el poeta Antonio Machado y qué quiso decir con sus poemas. Acaso, insinúa, nada que sea radicalmente distinto de lo que expresa su prosa o de lo que afirman, con mayor claridad y concisión, su vida y su muerte: el yo, la conciencia de sí, es la manera de existir propia del hombre moderno. Es su condición fundamental, a ella le debe todo lo que es. Mas es una condición que lo asfixia y que acaba por mutilarlo. Para ser, para que el yo se realice y logre su plenitud, es necesaria la conversión: el yo aspira al tú, lo uno a lo otro. "El ser es avidez de ser lo que él no es.” Pero la razón se obstina en permanecer idéntica a sí misma y reduce el mundo a su imagen. Al afirmarse, niega la objetividad. Abel Martín reputa como aparenciales todas las formas en que la conciencia aprehende la objetividad, porque en todas ellas el objeto se reduce a la tiranía de la subjetividad. Sólo en el amor es posible aprehender lo radicalmente "otro” sin reducirlo a la conciencia. El objeto erótico —"que se opone al amante como un imán que atrae y repele”— no es una representación, sino una verdadera presencia: "la mujer es el anverso del ser”. Al aprehender al irreductible objeto erótico, el amante roza las fronteras de la verdadera objetividad y se trasciende, se vuelve otro. Machado es el poeta del amor, nos dice su máscara, el filósofo Abel Martín.

En los poemas de Machado el amor aparece casi siempre como nostalgia o recuerdo. El poeta sigue preso en la subjetividad. "La amada no acude a la cita; la amada es ausencia”. El erotismo metafísico de Machado no tiene nada de platónico. Su enamorado es Onán o don Juan, los dos polos del amor solitario. El poeta canta fantasmas, presencias vacías; no arquetipos. La ausencia es pura temporalidad. El diálogo erótico se transforma en un monólogo: el del amor perdido, el del amor soñado. El poeta está a solas con el tiempo, frente al tiempo. La poesía de Machado no es un canto de amor: al contar el tiempo, lo canta. Machado es el poeta del tiempo, nos dice su crítico, Juan de Mairena.

Poeta del tiempo, Machado aspira a crear un lenguaje temporal que sea palabra viva en el tiempo. Desdeña el arte barroco porque éste mata al tiempo al pretender encerrarlo en cárceles conceptuales. Él quiere tenerlo vivo, como Bécquer y Velázquez, esos "enjauladores del tiempo”. La poesía del tiempo será aquella que esté más lejos del idioma conceptual. El habla concreta, fluida, común y corriente. El habla popular. Su amor por la palabra del pueblo se funde con su amor por la poesía tradicional: Manrique, el Romancero. Machado es un poeta tradicional porque el pueblo es la única tradición viva en España. El resto —Iglesia, aristocracia, ejército, todo eso que representa el Pasado— es una estructura inerte que, por su pretensión misma de intemporalidad, oprime y mutila el presente vivo, la España popular y tradicional.

Ahora bien, el lenguaje del tiempo acaso no sea el lenguaje hablado en las viejas ciudades de Castilla. Al menos, no es el de nuestro tiempo. No son ésas nuestras palabras. Machado reacciona frente a Rubén Darío volviendo a la tradición. Pero otras aventuras —y no el regreso al Romancero— aguardaban a la poesía de lengua española. Años más tarde, Vallejo y otros poetas hispanoamericanos buscan un nuevo lenguaje: el de nuestro tiempo. Era imposible seguir a Machado y a Unamuno en su regreso a las formas tradicionales. Otro tanto debe decirse del españolismo de algunos de sus poemas —en el sentido un tanto cerrado que esa palabra tiene para nosotros, hispanoamericanos—. La reticencia aparece aquí con mayor claridad. Pues Machado es el primero que adivina la muerte de la poesía simbolista. Y más, es el único entre sus contemporáneos y sucesores inmediatos que tiene conciencia de la situación del poeta en el mundo moderno. Al mismo tiempo —acaso por elegancia, acaso por ironía— cierra los ojos ante la aventura del arte moderno. Exactamente lo contrario de lo que, una generación antes, había hecho Rubén Darío. Lo contrario de lo que, en los mismos años, hacía Apollinaire.

El tiempo se le escapa. Para recobrarlo, para revivirlo, tendrá que pensarlo. Machado, poeta del tiempo, es sobre todo el filósofo del tiempo. Abel Martín y Juan de Mairena harán la metafísica de su poesía. La reflexión sobre el tiempo lo conduce a pensar en la muerte. El hombre se proyecta en el tiempo. Toda vida es proyección en un tiempo que no tiene mas perspectiva que la muerte. Machado se enfrenta a la muerte, pero rehúsa pensarla a la estoica —como algo radicalmente distinto a la vida— o a la cristiana —como tránsito—. La muerte es una parte de la vida. Vida y muerte son dos mitades de una misma esfera. El hombre se realiza en la muerte. A diferencia de Rilke, para el poeta español la muerte no es la realización del yo. El yo es irrealizable. Preso en la subjetividad, preso en el tiempo, el hombre se realiza cuando se trasciende; cuando se hace otro. La muerte nos realiza cuando, lejos de morir nuestra muerte, morimos con otros, por otros y para otros. En el último texto que poseemos de Machado, escrito poco antes de la caída de Barcelona, el poeta nos dice que el héroe, el soldado popular, los milicianos españoles, "son los únicos que realizan esa libertad para la muerte de que habla Heidegger”. Y agrega: "La súbita desaparición del señorito y la no menos súbita aparición del señorío en los rostros de nuestros milicianos son dos fenómenos concomitantes. Porque la muerte es cosa de hombres y sólo el hombre, nunca el señorito, puede mirarla cara a cara”. Para morir por otros, hay que vivir por otros, afirmar hasta la muerte la vida de los otros. Machado, al final de su vida, niega a los enemigos del pueblo español la posibilidad de trascenderse, de dar con su muerte vida a los otros. Esas gentes están condenadas a mal morir, a morir solas. Su muerte es estéril.

La meditación sobre la muerte se convierte así en una nueva reflexión sobre lo que él mismo llamaba "la esencial heterogeneidad del ser”. El ser es erotismo puro, sed de "otredad”. El hombre se realiza en la mujer, el yo en la comunidad. La poesía más personal será aquella que exprese una visión universal. Y justifica así su lírica personal; el poeta moderno se canta a sí mismo porque no encuentra temas de comunión. Vivimos el fin de un mundo y de un estilo de pensar: el fin del lirismo burgués, el fin del yo cartesiano. En las fronteras del amor y de la muerte, encerrado en su soledad, Machado canta el canto del tiempo; cuenta las horas que faltan para que caigan todas las máscaras y el hombre, libre al fin de sí mismo, se reconcilie con el hombre. Sólo el pueblo, "el hijo tardío de la agotada burguesía”, gracias a la transformación revolucionaria que operará sobre la condición humana, podrá romper la cáscara de la subjetividad, la cárcel de cristal de roca del yo cartesiano. La metafísica erótica de Abel Martín, la angustia del tiempo de Juan de Mairena, la soledad de Antonio Machado, desembocan en la Historia.

Machado ha intuido los temas esenciales de la poesía y la filosofía de nuestro tiempo. Nadie como él ha vivido el conflicto del | poeta moderno, desterrado de la sociedad y, al fin, desterrado de sí mismo, perdido en el laberinto de su propia conciencia. El poeta no se encuentra a sí mismo porque ha perdido a los demás. Todos hemos perdido la voz común, la objetividad humana y concreta de nuestros semejantes. Nuestro poeta vivió valerosamente esta contradicción. Siempre se rehusó a la trascendencia que le ofrecía el creer en un Dios creador —para Machado la divinidad es una criatura del hombre; Dios es el autor del "Gran Cero” y su única creación es la nada—. Blasfemo y reticente, apasionado y escéptico, su "Escuela de Sabiduría Popular” se propone una investigación de nuestras creencias. Machado se rehúsa a todo, excepto al hombre. Mas su punto de partida no es la conciencia de sí, sino la ausencia, la nostalgia del tú. Ese tú no es la objetividad genérica del fiel de un Partido o de una Iglesia. El tú del poeta es un ser individual, irreductible.

Por una operación de dialéctica amorosa, el hombre concreto de Machado sólo se encuentra cuando se entrega. El tú se convierte en nosotros. En 1935, a la luz del incendio de las iglesias, el poeta pudo contemplar por primera vez la aparición de ese nosotros en el cual todas las contradicciones se resuelven. Bajo las llamas purificadoras, el rostro del pueblo español no era diverso del rostro del amor y del rostro de la muerte. La libertad había encarnado. Abel Martín, Juan de Mairena, Antonio Machado no estaban solos. Habían dejado de ser máscaras: empezaban a ser. Podían morir. Habían vivido.

 

por Octavio Paz


Publicado, originalmente, en:
Revista "Sur" Nº 211 / 212 mayo / Junio de 1952

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/F/?func=direct&doc_number=001218322

 

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