Equivalencias musicales en la obra de Felisberto Hernández Ensayo de Juan Pablo Patiño Karam Investigador independiente Guadalajara, México
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Resumen / Abstract Este artículo analiza la inmersión de la escritura Felisberto Hernández en una serie de equivalencias entre lo nocturno, la ceguera, lo táctil, el no-saber y la memoria. Equivalencias que se despliegan dentro de una dialéctica entre el día y la noche, la que plantea dos formas de afrontar la realidad, la primera regida por luz del saber, la segunda por el misterio. Estas equivalencias tienen a lo musical como elemento de conexión. El acceso de su obra a un desarrollo de lo musical y el misterio opera como un extrañamiento de las cosas y los personajes. Se analizan fundamentalmente dos relatos, Por los tiempos de Clemente Colling y “Menos Julia”, en los que la expresión de esta red de figuras acontece de manera más radical. Palabras clave: misterio, ceguera, noche música, tacto, imagen dialéctica, memoria. Musical equivalences in the literature of Felisberto Hernández This article analyzes the immersion of Felisberto Hernández’s writing in a series of equivalences between the nocturnal, blindness, touch, non-knowledge and memory. Equivalences that unfold within a dialectic between day and night which poses two ways of facing reality, the first governed by the light of knowledge, the second by mystery. These equivalences have music as a connecting element. The access of his work to the development of music and mystery creates an estrangement of things and characters. Two stories are fundamentally analyzed, Por los tiempos de Clemente Colling and “Menos Julia”, in which the expression of this network of figures occurs in a more radical way. Keywords: mystery, blindness, night, music, tactile, dialectical image, memory. 1. La música en lo nocturno La imagen dialéctica, planteada por Walter Benjamin, es una noción que pone en juego la coexistencia de elementos distintos (incluso contradictorios) inmersos en una misma expresión. Está constituida por “una constelación saturada de tensiones” (478) entre diversas fuerzas y manifestaciones que no se resuelven en un estado final o una síntesis que refleje un saber superior. En la imagen dialéctica la preeminencia de lo heterogéneo permanece y el enfrentamiento entre fuerzas no se zanja en una reconciliación. El lugar de este drama es aquel “donde la tensión entre las oposiciones dialécticas es máxima” (478). Esta conceptualización implica reabsorber en la negatividad (entendida con Hegel) el pasado en la expresión presente, pero sin ninguna síntesis. La imagen dialéctica, escribe Didi-Huberman, es capaz de volver a poner en juego los elementos que la conforman y experimentar con ellos (Lo que vemos 74-5). Es por tanto una negatividad no resuelta. Didi-Huberman utiliza esta noción para el análisis del arte con consideraciones más amplias a las de Benjamin, tomando en cuenta, además de la dimensión temporal, los componentes dramáticos de la obra de arte como una condensación inconclusa de fuerzas dentro de una “imagen a la vez autónoma e irresuelta” (Ante el tiempo 288). En la literatura de Felisberto Hernández la imagen dialéctica acontece a través de una serie de elementos heterogéneos agrupados alrededor de la oscilación entre la luz y la oscuridad. En un perenne movimiento, donde alternativamente se presenta lo blanco y lo negro (como si fuera el teclado de un piano), se expresan dos formas de percibir la realidad. La primera, conformada por la luz y la visión, está determinada por el saber. La segunda corresponde a la del arte, la poesía y, sobre todo, la música. Esta segunda forma está inmersa en las sombras y en la penumbra -dominante en Felisberto-, en la que acaece una fusión deliberada de los sentidos, lo que a su vez permite la creación de una realidad imaginaria donde diversos elementos se entrelazan y se confunden entre ellos. En esta dimensión, dentro de la penumbra, Felisberto crea un juego de equivalencias único entre lo nocturno, la poesía, el misterio, el tocar, la recreación de la memoria y la música, a los que se suman otras figuras en otros sus relatos. De esta manera, de la primera tensión de la imagen dialéctica en Felisberto (entre la luz y la oscuridad) se deriva un segundo campo heterogéneo, donde coexisten dramáticamente una red de equivalencias entre diversos elementos que son distintos entre sí y que, sin embargo, se presentan conectados por una serie de vasos comunicantes. Dentro de la oscuridad, la música, lo nocturno, el tocar, el misterio y la memoria -a lo que habría que sumarle el agua en algunos relatos- se despliegan de manera diversa y a la vez están interconectados entre sí. Entonces la imagen dialéctica se expresa doblemente: entre la luz y la oscuridad, por un lado, y, dentro de esta última, la red de equivalencias señaladas. Ello no quiere decir que esas figuras sean idénticas, ni que se relacionen de modo unívoco, ni que sus vínculos sean iguales en distintos relatos. En su despliegue, sus diferencias y la forma en que se relacionan se mantienen. Esas equivalencias, además, no responden a una estructura y a una serie de reglas racionales, sino a una dinámica imaginaria y literaria que varía y se transforma. Ahora bien, en esta red la música ocupa, como se verá, un lugar privilegiado ya que representa el material sobre el cual se crean las conexiones de los diferentes elementos. Diversos críticos han estudiado cada uno de los elementos de esta matriz, sin embargo, nadie ha observado sus relaciones y consonancias. El presente artículo tiene por objeto analizar, en el marco de la imagen dialéctica, esas simetrías y consonancias cuyo hilo conductor es lo musical. No existe en el corpus crítico de Felisberto Hernández ningún estudio que dé cuenta de esta constelación de imágenes literarias, por lo que a partir del presente artículo nuevas vías de interpretación resultarán posibles. En este análisis me centraré en dos narraciones donde el juego de equivalencias, en el contraste entre la luz y la oscuridad, resulta claro y extenso (Por los tiempos de Clemente Colling y “Menos Julia”). Empero se señalarán sucintamente otros relatos para mostrar cómo este juego de imágenes se extiende a lo largo de su obra de manera abierta y multiforme. El vaivén entre lo diurno y lo nocturno que crea Felisberto no puede ser representado de modo sintético, pues existe una incesante aparición de figuras y escenas que mantienen la tensión entre los dos mundos. Ahora bien, el desarrollo de la imaginación de sus relatos dentro de la segunda forma de percibir el mundo (en la oscuridad) se exacerba si se considera como rompimiento de su contrario, es decir, de la luz, del día, del saber y de la cotidianidad. Como señalé en otro texto (Patiño 1120-24), la literatura del autor uruguayo es una inmersión en el no-saber y el misterio que transgrede el conocimiento y rompe con los límites de las formas establecidas en pos de una experiencia poética y musical. A través de la perspectiva del drama -que la imagen dialéctica proporciona- es posible ir un paso más allá y afirmar que su creación es fundamentalmente nocturna, abisal, que confunde la percepción y los sentidos en busca de la exuberancia de la vida. Felisberto, al recursar la percepción diurna (la del saber), hunde su literatura en un universo misterioso, inestable e indescifrable. Por ello, es fundamental, para expresar de forma adecuada la relación entre dichas figuras y el rompimiento con el saber, describir con más profundidad los dos símbolos rectores de esta imagen: la luz y la oscuridad. Primero, es esencial explicar lo que se entiende por percepción anclada en una preeminencia de lo visual en tanto metáfora de la razón y el saber. La visión ha sido considerada metáfora del conocimiento en Occidente a lo largo de la historia, aunque claro está, con variaciones. Expondré aquí brevemente las características de esta metáfora a partir del profundo trabajo que Martin Jay ha desarrollado al respecto. Esta imagen del conocimiento se conforma por “la simultaneidad, capaz de examinar un amplio campo visual en un momento” (Jay, 28). Ello quiere decir una pretendida capacidad totalizadora del conocimiento que sería sincrónica y de gran alcance. Conocimiento que se sustrae del tiempo, ilumina los objetos y capta los límites y las esencias fijas de las cosas. La visual además crea una distinción entre sujeto y objeto permitiendo una aprehensión neutral e independiente por parte del primero y la inteligibilidad autónoma del mundo. El ojo entonces es considerado como un punto abstracto y autónomo capaz de leer el mundo y transformarlo. Esta tradición de la imagen del pensamiento, que tiene por objeto la claridad de las representaciones del mundo y del sujeto, se extiende al universo artístico. Eugenio Trías afirma la existencia de una concepción de la belleza definida como idea luminosa regida por “estéticas de la luz” (Lo bello párr. 4). Lectura del mundo totalizante, acceso neutral a las esencias, límites precisos de las cosas, separación entre sujeto y objeto y la claridad de la mirada conforman una perspectiva solar de la percepción del mundo. Empero, el saber siempre ha estado también ligado a una sombra, a una otredad esencial, a la que ha pretendido conquistar y que se le opone a modo de frontera. Y, en ese sentido, desde el romanticismo y, sobre todo, desde las vanguardias, tuvo lugar en el arte una reacción contra esta imagen diurna. En el siglo XX, y especialmente en el pensamiento francés, según Martin Jay, se desarrolló un cuestionamiento de la imagen ocularcentrista del mundo. Contra el día y el conocimiento solar se elevó la sombra y la noche de la expresión artística. Entonces la oscuridad no solo es la ausencia de luz, sino su rompimiento y rechazo. La elisión de la mirada y la claridad apuntan al no-saber, a la confusión de los objetos, a la renuncia de un afán de conocimiento totalizador y estable. Ello tiene por resultado la voluntad de adentrarse en el misterio. Esta negación crea las condiciones de posibilidad de una realidad imaginaria nueva, autónoma y soberana anclada en el sinsentido del arte. Y también representa la recusación de la primacía de la mirada como el sentido clave de la percepción. Recusación que exalta otros sentidos. En Felisberto esta exaltación culmina en un movimiento que confunde esos sentidos. La escritura de Felisberto Hernández, expresión de su tiempo, está inmersa en dicha dimensión de forma singular y personal. Son muchos los críticos que señalan las características nocturnas de su obra, pero de manera limitada. Existen estudiosos, por otro lado, que proponen lo visual como un elemento esencial en Felisberto, a pesar de que señalen que esta es una mirada trastocada (Alma Bolón; Frank Graziano; Antonio Pau ). Sin duda existen en Felisberto numerosos componentes visuales, sin embargo, están casi siempre enunciados como fuerzas dialécticas que apuntalan las sombras y la noche. Existen en su obra cientos de contrastes entre lo blanco y negro (en los objetos, entre el día y noche, la sombra y la luz, etc.). No se tiene por objeto realizar aquí un inventario de términos, pero cabe señalar que, por ejemplo, la noche y el día aparecen centenares de veces en sus relatos. Si se le suman los contrastes entre los colores blanco y negro, o figuras similares, el número se eleva considerablemente. No en todas las oposiciones el funcionamiento es el mismo por supuesto, pero la insistencia de esa tensión es perenne. En abundantes narraciones se pueden mostrar estas oposiciones. Por ejemplo, en “La casa de Irene” se conciben dos misterios: uno blanco y otro negro. En “La casa inundada” expresamente se describen dos perspectivas opuestas de la casa: una nocturna y una diurna. La noche en Felisberto posee elementos singulares, porque en ella se genera un mundo imaginario habitado por el misterio y se desarrolla una red de equivalencias única que permite transitar a través de diversas imágenes. Felisberto juega con esos paralelismos para plantear una serie de misterios irresolubles, porque estos se expresan de manera musical, siempre abierta, sin resolución ni develamiento de ningún secreto. En esa dinámica la música sirve, como mencioné, de vínculo entre los diversos elementos, o al menos ocupa un lugar privilegiado. Para entender de modo más cabal en qué consiste este juego de equivalencias es necesario también ligar la obliteración de la mirada y del saber (con el objeto de hundirse en el misterio) con la música de manera más precisa. La ceguera, observa Borges, está relacionada con esas dos artes desde la antigüedad. Borges ve en la ceguera (incluida la propia) un don que abre las puertas a la sensibilidad auditiva: “Podemos pensar que Homero no existió pero que a los griegos les gustaba imaginarlo ciego para insistir en el hecho de que la poesía es ante todo música, que la poesía es ante todo la lira” (153). Homero le permite a Oscar Wilde un trato análogo del tema. Uno de sus personajes afirma: “the story of Homer’s blindness might be really an artistic myth, created [...] to remind us, not merely that the great poet is always a seer, seeing less with the eyes of the body than he does with the eyes of the soul, but that he is a true singer also, building his song out of music” (párr. 34). La poesía y la música son cómplices, están íntimamente ligadas: “La poesía occidental nació aliada a la música” (Paz 86). En ellas el artista ostenta una forma distinta de habitar y percibir el mundo que solo por analogía es posible calificar como visionaria. No ve ni conoce nada desde el punto de vista discursivo porque en la música acontece una “desconceptualización de la realidad [.] escuchando, no aprehendemos un ‘algo’, sino que quedamos sin conceptos” (Lévinas 49-50). Entonces la música es así asemántica y ella no apela a ningún “metalenguaje” (Barthes 278), porque la música no expresa nada más que a sí misma: “Lo que nos dice la música pasa con la música y debe ser encontrado en su propio decir, no fuera de él [.] La música nunca dice más que lo que dice” (Rosset 19). Es posible afirmar con más exactitud que la música es solo un puro acontecer que no dice nada más que su propio no-decir y que sus efectos no son del orden del discurso y del conocimiento: “las ideas y los sentimientos que cada uno puede adosarle pero que no se vinculan con ella sino de manera circunstancial y accidental, es preferible hablar de inexpresividad musical antes que de expresividad” (Rosset 20). Incluso la música se puede relacionar con otro elemento de esa manera nocturna de percibir el mundo. Pascal Quignard vincula la expresión musical con el éxtasis pánico (del dios Pan), con el terror de reconocer que algo está fuera de sí (éxtasis), porque con la música se entra en un reino que cuestiona la identidad (Odio 9-13). Los objetos y el sujeto pierden así sus límites. E incluso, por momentos, la música conduce a la sinrazón. Esta entrega al éxtasis es también una entrega a la locura divina. Abandono que tiene lugar desde la antigüedad tal como afirma Eugenio Trías. “En el contexto del Fedro, la música que se asume como forma de locura divina es la música dionisiaca que desencadena la danza de las ménades: la que facilita formas de posesión divina, de entusiasmo, de rapto y trance” (El canto 817). El éxtasis musical debe entenderse en términos de límites del lenguaje y del discurso, porque la música es expresión inverbalizable y apertura del mundo más allá del discurso y la visión, rompiendo con los límites y con el saber: El sonido ignora la piel, no sabe de límites: no es interno ni externo [...] La audición no es como la visión. Lo contemplado puede ser abolido por los párpados, puede ser detenido por el tabique o la tapicería, puede ser vuelto inaccesible de inmediato por la muralla. Lo que es oído no conoce párpados ni tabiques ni tapicerías ni murallas. [...] No hay un punto de vista sonoro [y] es aliado de la noche. (Quignard, Odio 67) Por tanto, existe una profunda relación entre la música y la noche del no-saber. Lo musical huye de la visión, se filtra a través de las fronteras, inunda el lenguaje transformándolo. La música entendida así posee las mismas características que la oscuridad, no solo por la negación de las particularidades de la mirada descritas por Jay, sino también por la apertura a otro mundo, un mundo de misterio, de sinsentido y de imaginación, donde los seres se confunden. Y por último, la música también está estrechamente relacionada con las aguas de la memoria: “ya en Pitágoras, y sobre todo en Platón, se vinculaba con la reminiscencia” (Trías, El canto 809). En la música es posible la evocación, memoria y representación actualizada del pasado sin que ello necesariamente refiera a un sentido, sino solo a la presentación de esa rememoración. La música, expresión del no-saber, entonces rompe con los límites y se opone al conocimiento y al saber, a la visión clara y distinta. La música es nocturna, ciega, extática y refiere a cierto tipo de memoria. Y Felisberto se regocija en poner en juego esos paralelismos en la multiplicación de imágenes que se conectan a través de ella. Sus características sirven como vínculo entre los diversos elementos de las equivalencias. Por supuesto, el autor uruguayo lo hace de manera muy particular. Su invitación al misterio y la forma de desarrollarlo hacen que, como afirma Italo Calvino, Felisberto no se parezca a nadie (197). Suscribo esta afirmación porque el despliegue de las figuras que conforman su obra y las equivalencias inmersas en la música y los ambientes creados no poseen paragón en la literatura. 2. El músico ciego En Por los tiempos de Clemente Colling la imagen dialéctica luz/oscuridad es fundamental y dentro de la oscuridad se despliega la trama de vínculos mencionada. Este relato utiliza la técnica del claroscuro donde existe, por un lado, “una mirada diurna que recorre y mensura, que compara y valora, buscando el sentido de los recuerdos bajo una luz racional que baña objetos e ideas” (Lespada 71), y por otro, el despliegue de la sombra como otra forma de percibir el mundo, donde se accede al misterio que se expresa por medio de la música, la ceguera, la noche y una memoria otra. Al principio del relato el narrador afirma “tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas” (Hernández, vol. I 138). Los personajes y narradores de Felisberto refieren a su desconocimiento de las cosas constantemente, y en este relato es a través de la ceguera, las noches de conciertos y los nocturnos donde lo otro aparece. En la narración existen dos ciegos: El nene que da acceso al personaje central, Clemente Colling, de quien el narrador afirma: “me seducía su ciencia, su inmensa sabiduría de músico” (161). Este claroscuro es en realidad un oxímoron: la ciencia del músico no es la de la luz y la razón, el ciego es un ser extraño y misterioso cuyo comportamiento se escapa a la razón: “en última instancia no podríamos saber cómo serían sus sensaciones y su sentimiento de las cosas con una cualidad mental en la que no entrara la vista” (162). Existe una descripción sobre los ciegos donde es evidente la apertura de un espacio distinto al de saber: Y a medida que se acercaba la noche -ellos no necesitaban luz- yo seguía los movimientos de ellos que iban siendo manchas movibles junto a la otra grande, la del piano. [.] por algún instante, sintiéndolos a ellos, me iba un poco hacia su religión -su falta de vista y su entendimiento mutuo me sugería algo así como una religión-, y pensaba que tal vez, en lo más hondo de lo humano, la vista era superflua. (164) Este territorio, más íntimo y distinto, contrapuesto a “la lujuria de ver” (165), crea una tensión irresoluble, donde las tinieblas son inaccesibles a la mirada: “En la noche, antes de dormirse, suponía la tragedia de los ciegos; pero -y me resultaba muy curioso- esa tragedia de ellos no me la podía suponer sin imágenes visuales” (166). El drama entre los dos mundos no se resuelve, y en ello el narrador penetra poco a poco en las penumbras donde otra forma de percibir es posible: “objetos, hechos, sentimientos, ideas, todos eran elementos del misterio; y en cada instante de vivir, el misterio acomodaba todo de la más extraña manera” (197). El mundo de las sombras es extraño y no responde más que al capricho de la noche y la imaginación, cuyo misterio y azar se extienden a todas las dimensiones: De pronto no solo los objetos tenían detrás una sombra, sino que también los hechos, los sentimientos y las ideas tenían una sombra. Y nunca se sabía bien cuando aparecía ni dónde se colocaba. Pero si pensaba que la sombra era una seña del misterio, después me encontraba con que el misterio y su sombra andaban perdidos, distraídos, indiferentes, sin intenciones que los unieran. Y así el misterio de Colling llegó a ser un misterio abandonado. Pero desde aquellos tiempos hasta ahora, el misterio ha vivido y ha crecido en los recuerdos. Y vuelve a venir en muchos instantes y en formas inesperadas. (198) Sebastián Miras realiza un estudio muy interesante de Felisberto bajo la perspectiva de “el régimen nocturno” de las imágenes elaborado por Gilbert Durand, que implica una inversión de los valores de la imaginación y un adentrarse al sueño y a la intimidad (Miras 163-79 y Durand 197-382). Miras señala y describe esas características, empero no las relaciona con la red de equivalencias mencionadas. En Felisberto la presencia del artista ciego (Clemente Colling), incluso en términos biográficos, como afirma José Pedro Díaz, fue fundamental. Significó su primer acercamiento a la música. Y la presencia de la música en su escritura no es menos decisiva. En ella las palabras son tratadas como instrumentos haciendo que su literatura se expanda musicalmente (Díaz 28 y 56). El músico ciego se convierte en profesor de armonía del narrador, cuya influencia no se limita a la ejecución expresa de la música, sino que se extiende al mundo entero: las cosas, los objetos, las personas y las ideas son presentadas como si tuvieran una especie de relación armónica entre ellas. La música posee el poder de eros en el sentido griego, a saber, la potencia de unión y confusión que permite crear entre las cosas una relación, una armonía (Trías, El canto 839-41). En Felisberto el mundo entero es armónico, incluidas las formas de expresión artística. La literatura y la música se confunden: La primera lección de armonía fue corta; pero para mí locamente interesante. Él daba la clase de armonía, tocaba una pieza de piano y hacía un cuento [.] Tocaba todas las partes como si mostrara una casa para alquilar: aquí la sala, aquí el comedor, la cocina, etc. No la hacía vulgar -por más cursi que la obra fuera- sino rítmica y tomando en cuenta, en la secuencia de la ejecución, la presentación y desarrollo de una idea desde el punto de vista de la composición. (167)[1], Ahora bien, la red de figuras inmersa en la penumbra (entendida dentro de la bifurcación entre claridad y oscuridad) también elide los límites de los sujetos en un movimiento que apunta a un sentir distinto, donde la vida se manifiesta misteriosamente. Se dice en el relato que una noche lo sentimos tocar el piano. Para mí fue una impresión extraordinaria [.] Sentí por primera vez lo serio de la música. Y el placer -tal vez con bastante vanidad de mi parte- de pensar que me vinculaba con algo de valor legítimo. Además sentía el orgullo de estar en una cosa de la vida que era de estética superior [.] después tocó una composición de él, un Nocturno, la sentí verdaderamente como un placer mío, me llenaba ampliamente de placer; descubría la coincidencia de que otro hubiera hecho algo que tuviera una rareza o una ocurrencia que sentía como mía, o que yo la hubiera querido tener. (148-9) Intérprete y oyente así se funden de alguna manera en el relato, en esa noche, por ese “Nocturno”. Dentro de este mundo la música no se limita a la ejecución, a la simple repetición, sino que implica la puesta en escena de algo distinto y desconocido cada vez. Ante la interpretación del ciego el narrador afirma: Algunas cosas las tocaba muy ligero. No sé quién decía que las tocaba ligero para demostrar que las podía tocar, tanto o más ligero que los videntes [.] posibilidad de placer que se siente cuando se toca una cosa nueva o distinta a las que se poseen. (175) La música del ciego arroja a la diferencia y a la percepción que toca lo desconocido. La música es fuente de una forma de sentir que hace que los objetos sean percibidos dentro de la novedad: Así como el sentido de lo nuevo -cuando yo llegaba a un país que no conocía- de pronto se me presentaba en ciertos objetos -las formas de las cajas de cigarrillos y fósforos, el color de los tranvías (y no siempre el espíritu muy diferenciado de las gentes)- Colling me dio un sentido nuevo de la vida con muchas clases de objetos. Yo observaba sus hechos, sus sentimientos, el ritmo de sus instantes, como otros objetos, o con sorpresa. (195) Los objetos, los sentimientos, las personas, se expresan de modo distinto y desconocido cada vez. Y para Felisberto la memoria posee esos mismos atributos. Los recuerdos están atravesados por lo desconocido, no son solo la representación del pasado, sino la interpretación en sentido musical de un pretérito que acontece de manera nueva y diferente. El sentido de lo nuevo es sustancial también para el recuerdo, para su contenido, para la manera de vivirlos: En este tiempo presente en que ahora vivo aquellos recuerdos, todas las mañanas son imprevisibles en su manera de ser distintas. Sin embargo, lo que es más distinto, el ánimo con que las vivo, la especial manera de sentir la vida de cada mañana, la luz diferente con que el sol da sobre las cosas, las formas diferentes de las nubes que pasan o se quedan, todo eso se me olvida. Unicamente quedan los objetos que me rodean y que sé que son los mismos. Todas las noches, antes de dormirme tengo no solo curiosidad por saber cómo será la mañana siguiente, sino cómo veré o cómo serán los recuerdos de aquellos tiempos. (172) La memoria no es una mera repetición, sino la puesta en escena de nuevos elementos y nuevas relaciones. En la evocación la identidad de los objetos y las personas se diluyen, el reconocimiento del saber se abisma y los rostros se extrañan. Quignard escribe “Etre sans visage, c’est renoncer a la reconnaissance” (Les paradisiaques 110), y en ese sentido la realidad adquiere para Felisberto nuevos rostros múltiples y huidizos. Andrea Simonovicsc otorga una imagen muy singular de la escritura hernandiana al afirmar que es una caja de resonancia de los recuerdos. La resonancia amplifica la memoria a través de la imaginación haciendo de los recuerdos nuevas vivencias. El recuerdo absorbe el pasado renovándolo y experimentando con él de manera musical. Para Felisberto “no siempre se trata de trabajar sobre lo recordado, sino también analizar los modos de evocación” (Díaz 166). La evocación varía y transforma la memoria. Es esta la repetición de la diferencia en el sentido deleuziano. La tensión entre el pasado y la recreación en la memoria, dentro de la imaginación, fractura así el tiempo lineal que “se bifurca o polifurca en una intrincada madeja” (Díaz 167), precisamente como acontece con la música que responde a diversas dimensiones temporales. Los ejemplos donde este sentido de lo nuevo -que revela el desconocimiento y el misterio (expresados por medio de la ceguera, la noche, la memoria, la música)- son abundantes no solo en este relato sino en la obra entera de Felisberto. Su literatura es expresión musical que se arroja más allá del lenguaje. Su literatura musical, no enuncia nada más que a sí misma, no posee ninguna dimensión teleológica ni es una revelación de algo oculto. Si el arte es como afirma Lévinas, “el acontecer del oscurecimiento” (46) y si “la visión artística [...] significa, ante todo, una ceguera ante los conceptos” (47), Felisberto manifiesta precisamente esa belleza que recusa el saber. La ceguera, la noche, la memoria, el misterio y la percepción otra en Felisberto están habitados y son vinculados por la música. Expresión donde el sujeto y los objetos se confunden, donde la creación seduce y ciega al creador: “Poseído, inspirado, el artista, se dice, escucha una musa. La imagen es musical” (Lévinas 47). La escritura es seducida bajo esta perspectiva por imágenes que la arrojan a un mundo de sombras, de misterios, de enigmas, que no pueden ser desentrañads. En ellas no hay ni un misterio ni un secreto por descubrir, expresan solo la belleza exhibiéndose musicalmente, porque como afirma Junichiro Tanizaki “lo bello no es una sustancia en sí sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros” (62). La imagen dialéctica luz/oscuridad y la red de equivalencias dentro de la noche en Por los tiempos de Clemente Colling se expande a todo el relato -incluido al narrador quien se expresa libremente y no posee un secreto por descubrir ni ninguna finalidad-, porque la música como la poesía son soberanas y solo tienen fin en sí mismas. En Por los tiempos de Clemente Colling la dinámica de escritura acaece: como si se desplazara desde la actividad musical a la escritura, también en el descubrimiento de la sombra y el misterio, en la infracción de los límites y las convenciones sociales, en el desplazamiento del sentido, en la desacralización de la risa, en la percepción de la familiaridad de las cosas que nos rodean, que en muchos casos deviene animación del objeto o prosopopeya, en esa dulce forma del saber que implica el no sé, en el dinamismo que se imprime a la figura, es decir, en todos esos rasgos que la conforman como manifestación nueva y original a contrapelo de las estéticas vigentes, podemos ver también la huella de Colling, la huella de otredad. (Lespada 71) La oscuridad entonces es símbolo de un trastrocamiento del saber, de un hundimiento en el misterio que se exhibe en la irracionalidad y la ambigüedad, que se revela como silencio del lenguaje, que transforma el mundo, las cosas y la memoria. Los relatos de Felisberto dan la sensación (y no solo en los casos donde efectivamente ello se describe) de que todo aconteciera durante un recital en la penumbra de una sala de conciertos. Estas dimensiones hay que entenderlas como trasgresión del saber, dentro del drama entre el día y la noche que permite que su despliegue se potencialice al máximo. 3. El tocar y la ausencia de sentido “Menos Julia” es uno de los cuentos más enigmáticos de Felisberto. En este la imagen dialéctica entre la luz y la oscuridad también se desarrolla y, a pesar de que es más breve que el relato analizado anteriormente, sus equivalencias son más sofisticadas y las metáforas relacionadas más prolijas. Además a la red de figuras-la noche, la elisión de la mirada, la música y el misterio- en “Menos Julia” se aborda la dimensión del tacto. Esta consonancia adicional es causada de igual modo por la inmersión en la oscuridad y la música también sirve de hilo conductor de las analogías. Cortázar escribe que este cuento lo deslumbró (curioso término que remite a que la luz excesiva provoca ceguera momentánea) y califica a Felisberto entre “los eleatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica” (268). Este cuento ha tenido múltiples interpretaciones en clave freudianas, incluso patológicas (Graziano; San Román), que resultan simplistas como afirma Mario Benedetti (128-9). En “Menos Julia” acaece un juego mucho más profundo, misterioso y complejo, porque este cuento se asemeja mucho más a una interpretación musical y a un concierto donde los sentidos se funden. Para mostrar esa confusión de los sentidos es importante repasar brevemente otros relatos, ya que ello permitirá afirmar que lo que pasa en “Menos Julia” posee una coherencia artística propia. En “La piedra filosofal” Felisberto plantea que entre los sentidos existe una diferenciación que es solo de grado y que permite la transición entre ellos: los sentidos están hechos para gozar de la diferencia de grados de la naturaleza. Por ejemplo: el oído percibe el sonido. El sonido siguiendo una graduación hacia una gran cantidad de vibraciones llegaría a lo que los hombres llamarían calor en vez de sonido. Entonces esto lo percibirían con otro sentido que sería el tacto en vez del oído. (Vol. I 28) El sonido así deviene calor y la escucha equivale al tacto. Ello es provocado por la omnipresencia de lo musical, fuente de misterio que es para Felisberto acicate de la vida: “Los hombres necesitan mucho de este condimento de duda y de misterio para la vida. Pero todo es graduación: cuanto más blando más vida, cuanto más duro menos vida. Esta sería otra ley de la Teoría de la Graduación” (vol. I 30). Dicha teoría posibilita percibir las cosas de otra manera, por sensación. Esto se confirma en “La cara de Ana” donde se dice: “todas las cosas me venían simultáneamente a los sentidos y estos formaban entre ellos un ritmo” (vol. I 55-6). La percepción simultánea de los sentidos y su armonía confirma la forma de sentir musical. En “El convento” Felisberto escribe: “Me senté en el salón ante la mirada de todos y sin atreverme a pensar en nada. Empecé a tantear todo con los ojos y con los oídos como cuando era niño, pero más que yo tantear las cosas, ellas pasaban por mi tacto” (vol. I 62). La mirada funciona como el tacto y las cosas, como la música, penetran al sujeto invadiendo todos sus sentidos. Otra muestra de esa confusión está en “El cocodrilo” donde se escribe: “robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad” (vol. III 75). En “Tierras de la memoria” aparece lo siguiente: “los ojos habían tocado el busto del maniquí” (vol. III 73). En estos últimos ejemplos se muestra cómo el sujeto ya no percibe el mundo de modo autónomo y separado. La naturaleza de la mirada es cuestionada y se asemeja al tacto, que a su vez es equivalente a la escucha. Entonces la mirada, por un lado, y la escucha, por otro, tocan y agarran como si fueran manos o dedos frente a un piano y los elementos del mundo se presentan de manera misteriosa. Y es que el tacto, bajo está dinámica, es capaz de penetrar dimensiones realmente inusuales donde los objetos adquieren características diferentes: “La primera vez que la vi caminar parecía que los muros estrecharan las calles para tocar su cuerpo. Otra vez pasaba un carro y un techo de dos aguas rozó una cadera de Úrsula con el filo de un ala” (vol. III 122). Las cosas tienen entonces una relación táctil con los personajes. Por otro lado, la cantidad de referencias a las manos y a los dedos aparecen cientos de veces en la obra del autor uruguayo. Muchas de ellas en relación con algún piano claro, pero en Felisberto la confusión de las dos acepciones del tocar es constante. Los sentidos son entonces cómplices entre sí y están hundidos en esa otra forma de sentir musical: Felisberto Hernández hace poesía de esa confusión. Esta confusión está igualmente aliada con la oscuridad en “Menos Julia”, donde la escucha y el tacto son fuerzas que comparten aguas con la noche, la poesía, el no-saber y la memoria. En este cuento la armonía musical funde al mundo y las consonancias alcanzan su más completa expresión dentro de la obra de Felisberto. Pero el tacto, a modo de imagen de una percepción distinta y un pensamiento otro, puede tener algunas características adicionales tal como lo entiende Jean-Luc Nancy, con lo cual se puede llevar el análisis a un puerto más lejano. Nancy plantea el tocar como una imagen del pensamiento enfrentando al mundo de manera distinta a la perspectiva totalizante de la metáfora visual. Porque el tacto solicita un encuentro local, se aproxima a las cosas para tocarlas en un punto singular en el espacio y el tiempo. Las cosas del mundo son percibidas en su singularidad. Ahora bien, si el arte demanda que se señalen, no sus regularidades ni su susceptibilidad de ingresar en categorías definidas del conocimiento, sino sus elementos concretos y singulares, la imagen del pensamiento como tacto abre entonces infinitas posibilidades de acceso a una expresión artística que mantiene la manifestación estética de la diferencia. A través del hundimiento en las sombras, del avanzar a tientas, se puede penetrar en lo desconocido manteniendo al mundo abierto y misterioso. Si el arte toma en Felisberto la forma de un resto salvaje, ignoto, extraño y rebelde, resistiéndose a ser aprisionado, es porque está inmerso en ese misterio más allá del sentido. Y precisamente el tacto para Nancy aborda la posibilidad de acercarse de manera distinta a la realidad. Al no plantear una perspectiva totalizante del pensamiento, el tocar singular aproxima a los objetos sin un sentido absoluto que los prescriba. Según Nancy la tradición filosófica mantiene (con diversas variaciones) una perspectiva platónica del ser que traza siempre en el discurso un sentido que lo fundamenta: Platón pretende que un discurso tenga el cuerpo bien formado de un gran animal, con cabeza, vientre y cola. Por ello nosotros, buenos y viejos platónicos, sabemos y no sabemos lo que es un discurso sin cola ni cabeza [.] Sabemos: es el sin-sentido. Pero no sabemos: no sabemos qué hacer con el «sin-sentido», no conseguimos ver más allá del extremo del sentido. (Corpus 15) El sentido es para Nancy producto de lo discursivo que ciñe un saber inscrito en una finalidad y en ciertas categorías lógicas. En cambio, el límite del sentido, rebelde al saber, tiene como único sentido la presentación de ese límite. Aquello que no tiene una forma definida y fija es capaz de superar el discurso y el logos solar ya que solo tiene lugar en el “borde externo, fractura e intersección del extraño en el continuo del sentido, en el continuo de la materia” (Corpus 17-8). Además, del acceso a la singularidad de las cosas que renuncia al sentido, el tacto puede interpelar también al sujeto. A diferencia de la visión alejada de las cosas, el sujeto al tocar a oscuras se dirige y penetra en los objetos que también penetran en ese mismo sujeto, porque al tocar a la vez se es tocado, se es afectado. Escribir bajo esa figura de pensamiento “quiere decir: no la mostración, ni la demostración, de una significación, sino un gesto para tocar el sentido [que es] algo que se hurta” (Corpus 13). Escritura que no se apropia del cuerpo, no lo encierra ni limita: “Escribir es el pensamiento dirigido, enviado al cuerpo, es decir, a lo que lo separa, a lo que lo hace extraño” (Corpus 18). Quizás está es la única forma de aproximarse a lo desconocido manteniéndolo como tal. La escritura así entendida es transgresión del pensamiento discursivo que se abisma a sí mismo, es decir, es escritura que rechaza el reinado de las categorías del saber. El misterio de esa escritura consiste en la incapacidad de descubrir nada más allá del contacto. No es una develación de ningún secreto trascendente, sino la mera exposición de ese contacto. Una escritura así implica el derramamiento del sentido, una escritura desbordándose a sí misma partiendo de la idea de que el discurso busca inexorablemente el sentido. Por tanto, es un simulacro y comedia de lo discursivo porque apunta a su propia disolución. No está claro que a ello se le pueda llamar conocimiento, ni siquiera propiamente pensamiento, sino un mero y soberano imaginar: “Imaginar no es pensar. Imaginar no es conocer, ciertamente, pero no se trata para nada de una nada de pensamiento o de conocimiento” (Derrida 37). Entonces el tocar es también percepción hundida en las sombras y en Felisberto tiene una función análoga a las otras figuras de la red de equivalencias. El tocar se despliega del lado de la noche y de las tinieblas, y en “Menos Julia” posee características musicales muy concretas. De hecho, el mismo Nancy desarrolla paralelismos entre el tacto y la escucha. Para él lo musical despoja a la forma: “No la disuelve; más bien la ensancha, le da una amplitud, un espesor y una vibración o una ondulación” (A la escucha 12). Extensión y rarefacción análogas al tocar que apuntan al límite del sentido, a la apertura de los espacios y a la penetración en los cuerpos. Escuchar es estar tendido hacia algo tal que se roza lo desconocido. Asimismo, la música afecta y perturba a quien escucha. La música toca y también trastoca la linealidad del tiempo (fundamental para el discurso) arrojándolo a otro ritmo, el de la resonancia, el de reverberación: “La música no es el origen del lenguaje, como a menudo se quiso pensar, sino lo que se retira y se abisma en él” (45). El tocar y el escuchar poseen diferencias esenciales sin duda, pero es significativo que Nancy bosqueje esas coincidencias. Estas también las encontramos en Felisberto Hernández y particularmente en “Menos Julia”. 4. Tocar los objetos como se toca una pieza Si como afirma Francis Loug “Menos Julia” es una metáfora del acto de creación (263), esta se despliega con leyes misteriosas que permiten una forma de imaginación ciega, donde se desarrolla lo musical, el misterio, el recuerdo trastocado y el tacto como formas de acceder a la realidad fuera de cualquier corsé discursivo. Este cuento narra un espectáculo táctil que es a la vez un ritual nocturno, donde los personajes buscan adivinar ciertos objetos acomodados a lo largo del túnel. Dos son los protagonistas del relato: el narrador y un amigo de la infancia quien dirige el ritual. Además, en el túnel, el amigo de la infancia palpa los rostros de algunas mujeres participantes con el objeto de hendir en un proceso de extrañamiento. Ello conlleva una elisión de la identidad de los objetos y los personajes, reforzada por el hecho de que ninguno de los nombres de los dos protagonistas es mencionado. Estos son solo presentados como agentes actuantes y, en última instancia, como puras fuerzas de sensibilidad y de imaginación. La dialéctica entre la luz y la oscuridad aparece desde el primer párrafo, que sirve para mostrar rápidamente el recuerdo de esa amistad de la infancia. El narrador describe al amigo señalando el contraste entre su cabello negro y su frente muy blanca. Esa oposición recorre todo el cuento. Por ejemplo, se describen las penumbras del comedor en contraste con el mantel blanco que lo cubre. En otro parte, el amigo de la infancia afirma “Esta luz fuerte me daña la idea del túnel. Es como la luz que entra en las cámaras de los fotógrafos cuando las imágenes no están fijadas” (vol. II 96). En esta afirmación el drama entre luz y oscuridad es evidente y señala que en esta última las cosas no están fijadas y son misteriosas. Así, la oposición abre la oportunidad de hendir en la noche donde la trama de equivalencias se desdobla. Ese espectáculo, que es una pasión vital para el amigo de la infancia “Yo quiero a mi. enfermedad más que a la vida” (93), es nocturno. En este la negritud de la noche se alía con la lobreguez del túnel, lo que profundiza en esa dimensión y se refuerza aún más cuando dentro del túnel la serie de mujeres tienen “en la cabeza un paño oscuro” (94). Esta insistencia no es gratuita, tensar cada vez más el drama hace más profundo el alejamiento respecto de la luz. Ahora bien, dentro del túnel los objetos se acomodan “sobre un largo y viejo mostrador” (94). No hace falta mucho para ver la apertura a una doble perspectiva para el tocar. Primero la exploración de la realidad desconocida por medio del tacto, accediendo a las superficies donde los objetos no están prescritos por el saber y sin visión alguna, avanza poco a poco a lo largo del túnel y las diversas cosas. También, esos objetos, como los rostros más adelante, son tocados sobre un plano como si se tratara de un teclado. A los objetos se les toca a manera de instrumentos a la vez que se crean contactos singulares de los límites de los cuerpos. En ello la imaginación, y no el conocimiento, se despierta y se desarrolla. Incluso lo conocido previamente, los rostros de las mujeres, caen en un extrañamiento que permite una emancipación de la imaginación. Porque en “Menos Julia” los seres evocan cosas distintas a ellas mismas. Imaginación que liga la noche, las sombras, la música y la poesía, el tacto y la memoria. Incluso, por momentos, la figura del agua se suma a esta red de equivalencias (aunque esta imagen es menos frecuente en sus cuentos). Por ejemplo, se dice que la boca del túnel “corre en la misma dirección del arroyo” (96). Igual que en “La casa inundada” hay una profunda relación entre la dirección del movimiento del agua y un ritual extraño. He analizado en otro texto que la literatura de Felisberto posee los atributos simbólicos del agua que en el caso de su obra apela al no-saber y al misterio (Patiño 1015-20). Relacionar el agua con el ritual refuerza la red de equivalencias, aunque es verdad que en “Menos Julia” son más importantes las otras figuras que tienen a la música como hilo conductor. Lo musical como elemento central se hace evidente cuando el amigo de la infancia, refiriéndose a su empleado, dice: “Este es mi hombre; compone el túnel como una sinfonía” (97). Y más adelante: Este es un gran romántico; es el Schubert del túnel. Y además tiene más timidez y más patillas que Schubert. Fíjate que anda en amores con una muchacha a quien nunca vio ni sabe cómo se llama. Él lleva los libros en una barraca después de las diez de la noche. Le encanta la soledad y el silencio entre olores de maderas. Una noche dio un salto sobre los libros porque sonó el teléfono; la que se equivocó de llamado, siguió equivocándose todas las noches; y él, apenas la toca con los oídos y las intenciones. (98) Este párrafo resulta esencial al ratificar las dimensiones apuntadas. Primero, el empleado compone el ritual a manera de concierto, es una especie de compositor. Y si, como afirma Quignard “Las salas de concierto son grutas inveteradas cuyo dios es el tiempo” (Odio 79), el túnel puede ser considerado metáfora de una sala de conciertos donde el tiempo musical reina. Segundo, la mujer referida no es ni vista ni conocida. La música, la oscuridad y el no-saber tiene por efecto la pasión. Además, la confusión deliberada (las cursivas son del autor) de los sentidos resulta evidente en el paralelismo entre el tocar y el escuchar. El desconocimiento, la imposibilidad de ver y la noche proyectan una forma de percibir otra donde apenas se rozan los límites y las superficies: la muchacha apenas es tocada por los oídos y las intenciones. Y por supuesto la referencia a Schubert, y más adelante a Debussy, traza un marco musical indudable. Pero también en este párrafo acontece otra variable no menos importante. El encuentro con la muchacha es casual, la equivocación de la llamada telefónica señala el universo de misterio del autor. La realidad no se comporta según las leyes, ni del mundo ni de la voluntad. Lo fortuito reina. Esto mismo se puede decir de la imaginación de los personajes que se vínculan azarosamente con los objetos, los rostros, las escenas y los recuerdos. Ahora bien, se podría cuestionar si el término ritual utilizado es adecuado. Marcel Detienne escribe lo siguiente: “Apolo ama la crueldad [...] En el concurso musical, cuando Apolo vence a Marsias, lo despelleja sensualmente con el afilado cuchillo cuyo elogio hace en Delfos frente a sus sacerdotes” (11). Apolo, uno de los muchos símbolos de lo musical, toca de lejos, con su arco, de la misma manera que la música. Y ella produce sacrificios. En Felisberto la música, que toca de lejos, y a la que se accede sin poseerla, también implica una serie de sacrificios. El saber y la identidad en principio se inmolan en pos del misterio, sacrificio que mantiene la tensión entre los dos mundos. Al ritual se accede a través del umbral entre el universo diurno y el del espectáculo (análogo al paso entre lo cotidiano y lo hierático en el sacrificio). Umbral que hace evidente que entre ellos existe una diferencia de naturaleza. Conforme la noche se acerca y el momento del espectáculo se aproxima (en contraste con la percepción solar) el lenguaje se retira, la realidad se ralentiza y se extraña, y el tacto comienza a acontecer: A medida que iba oscureciendo mi amigo hablaba menos y hacía movimientos más lentos. Ahora la luz era débil y los objetos luchaban con ella. La noche iba a ser muy oscura; mi amigo ya tanteaba los árboles y las plantas y pronto entraríamos al túnel. (“Menos Julia” 98) Además, en esta lobreguez a punto de entrar al túnel el narrador afirma que escucha el arroyo, lo que robustece, en el contexto del relato, la semejanza entre el correr del agua y el recital del túnel. La escucha, el tocar, el agua, la noche y la penumbra se mezclan en ese paso hacía el mundo otro de la música. Dentro del túnel, antes de comenzar, el amigo da instrucciones al narrador de aquello que debe tocar y aquello que no, y aclara que de ninguna manera puede perder su colocación, como si fuera un director dirigiéndose a algún miembro de una orquesta. Incluso llama literalmente pieza a un objeto. Todos estos elementos confirman la equivalencia del espectáculo con la interpretación musical, lo que es reforzado por el comportamiento de los dedos: “yo pensé que él iba sembrando sus dedos en la oscuridad; después los recogería de nuevo y todos se reunirían en la cara de la muchacha” (100). Concierto nocturno donde los objetos, los rostros y, por supuesto, las palabras son instrumentos misteriosos que se tocan. Porque los objetos permanecen en la incertidumbre y la ambigüedad, siempre son mostrados como extraños. En una segunda inmersión en el túnel días después una extrañeza adicional acontece, ya que el cuerpo del narrador se escinde al otorgarle cierta independencia a sus manos que comienzan a tomar vida: “mis manos seguían distraídas en la masa” (105). Y más adelante ante unos guantes afirma “Me quedé pensando en el significado que eso tenía para las manos y en que se trataba de una sorpresa para ellas y no para mí. Mientras tocaba un vidrio se me ocurrió que las manos querían probarse los guantes” (105). Se crea así un “mundo de las manos” (105), que es el mundo de los pianos y que rompe con el sujeto. Percepción despersonificada que se escurre de toda posesión. Independencia y autonomía que confunde la percepción: “Me encontraba con la imaginación engañada y con cierta burla de la oscuridad” (105). El sujeto es engañado, afectado e incluso trastocado. La ceguera se ríe de su pretendida unidad. Trampa ejercida en pos de una vivencia azarosa y libre. El amigo de la infancia por otro lado relata algo similar: Hoy tuve mucho placer. Confundía los objetos, pensaba en otros distintos y tenía recuerdos inesperados. Apenas empecé a mover el cuerpo en la oscuridad me pareció que iba a tropezar con algo raro, que mi cuerpo empezaría a vivir de otra manera y que mi cabeza estaba a punto de comprender algo importante. (106) También aquí los objetos se extrañan y el sujeto se abisma perdiendo su identidad ahí donde el ser roza el misterio. La evocación y los recuerdos, por otro lado, es descrita como fortuita y emparentada con la imaginación porque: “con la música no se puede otra cosa más que hacerla jugar, incluso en el caso de los que sólo la escuchan. Todo el cuerpo está comprendido en este juego” (Nancy, El sentido 134) En la tercera y última inmersión en el túnel -que podría definirse como un movimiento musical más dentro de una sinfonía- arroja más lejos la imaginación. En esta ocasión, ante las risas de los participantes, provocadas por unos ruidos extraños, el amigo de la infancia enojado les pide a todos que dejen el túnel, con una excepción: todos deben irse “Menos Julia” (108). El narrador, aprovechando la oscuridad, decide quedarse a escuchar las palabras del amigo sin que este lo sepa. El narrador descubre que al tocar los rostros el amigo evoca recuerdos distintos que pertenecen a otros seres. El rostro de Julia evoca a “una vienesa que estaba en París” (109). El recuerdo, no idéntico a sí mismos, confunde la identidad. A partir de ahí acaece una especie de fuga musical donde se rememora una historia que en principio está poco relacionada con lo que está pasando en el túnel. La historia que narra el amigo podría considerarse un cuento independiente o, al menos, una variación en sentido musical. Fuga que está conformada por los mecanismos habituales de sus relatos: la oscuridad, la armonía y la animación misteriosa de las cosas. En Felisberto estas aperturas a otras historias son numerosas. Esta en particular está inconclusa y abandonada al suspenso porque en realidad ningún secreto se resuelve. La fuga en “Menos Julia” se interrumpe al ser descubierto el narrador, tras lo cual es expulsado del ritual. El relato así deja flotando el misterio y al lector inmerso en la duda. Y al no resolverse ese secreto, el enigma sobre la naturaleza del ritual se extiende a todo el cuento y el esfuerzo por develar el misterio no hace más que ampliarlo. Ahora bien, el misterio y sus efectos no acaban en el túnel. El amigo de la infancia afirma al comienzo del cuento que “después [del ritual] yo me tiro en un diván y empiezo a evocar lo que he recordado o lo que ha ocurrido allí. Ahora me cuesta hablar de eso” (96). Evocación que se cuestiona sobre a dónde conduce el recuerdo. Después de la primera inmersión los protagonistas se entregan a sus consecuencias: “En su pieza empezó a acomodar los divanes de manera que cada uno mirara en sentido contrario [...] Me entregué a mis pensamientos y me juré internarme, todo lo posible, en aquel asunto” (101). La experiencia y el recuerdo así implican el extravío del pensamiento: “Cuando estoy allí, siento que me rozan ideas que van a otra parte [...] Yo he vivido cerca de otras personas y me he guardado en la memoria recuerdos que no me pertenecen” (102). La realidad y el sujeto mismo se transforman y permanecen en la otredad. No solo las cosas son tocadas manteniendo su secreto, el pensamiento mismo es afectado: el recuerdo en tanto expresión musical toca a distancia y convoca lo otro, porque la música es “la puerta de aquello que no es de este mundo” (Quignard, Odio 79). Y en una coda del cuento la metamorfosis del sujeto es definitiva. El amigo visita al narrador a los pocos días de haberlo expulsado para contarle la coyuntura ante la que se encuentra. El padre de Julia le pide que deje de tocar el rostro de la hija a menos que se comprometa con ella. Julia misma comparte ese deseo. Tiene que decidir entre dejar el ritual o abandonar a Julia, a quien ha descubierto que quiere. Y ante ello el último párrafo del cuento es muy significativo: Mi amigo estaba sentado con los codos apoyados en las rodillas y de pronto escondió la cara; en ese instante me pareció tan pequeña como la de un cordero. Yo le fui a poner mi mano en un hombro y sin querer toqué su cabeza crespa. Entonces pensé que había rozado un objeto del túnel. (109) El amigo deviene en algo desconocido, como objeto del túnel, y se asemeja a un cordero, confirmando así la ritualidad sacrificial de la experiencia. Y el narrador también se transfigura, su pensamiento y percepción se ha transformado definitivamente. Percibe ahora las cosas como si estuviera en el túnel, como si el mundo entero estuviera envuelto en una gran bruma musical. En “Menos Julia” entonces permanece en el enigma. La imagen dialéctica luz-oscuridad crea la tensión necesaria para su despliegue y, en la oscuridad, la malla de equivalencias entre la noche, las tinieblas del túnel, lo musical del ritual, el tocar, el fluir del agua, la memoria y el no-saber coexisten heterogéneamente. Red de vínculos que hace explotar el misterio y el drama sin que se resuelvan. He mostrado cómo la imagen dialéctica entre la luz y la oscuridad en Felisberto Hernández crea las condiciones de posibilidad de una red de equivalencias entre la música, lo nocturno, el tocar, el misterio y la memoria; figuras que expresan una forma distinta de percibir la realidad. Forma hundida en el no-saber, en el arte y la imaginación. También señalé cómo en esa trama la música ocupa un espacio privilegiado. Si -como afirma Quignard- “Ni interno ni externo, nadie puede distinguir con claridad, en lo que la música despliega, lo que es subjetivo y lo que es objetivo, lo que pertenece a la audición y lo que pertenece a la producción del sonido” (Odio a la música 76), la obra de Felisberto es sin duda una expresión musical y nocturna. Es interpretación que transforma a los personajes y al mundo imaginado en una narración donde se tocan las palabras como si fueran instrumentos. El misterio permanece en sus narraciones y hace partícipe al lector. Al igual que el narrador de “Menos Julia” si el lector accede con cierta disposición a sus relatos, si escucha con atención, su sensibilidad accede a una metamorfosis: “Felisberto busca, lo otro, la parte oscura, es precisamente lo que nos presenta y esconde en sus textos, exigiéndonos la participación activa en sus relatos” (Martínez 134). Porque la lectura de Hernández es una escucha, donde “cada relato es una sucesión de acordes” (Pau 18), donde las palabras, la cosas, los sentimientos y todos los elementos escriturales se conjugan armónicamente en un mundo que se transforma en poesía si es captado, no por la visión, sino por una forma de percibir distinta. En su obra, la red de relaciones y equivalencias entre diversas figuras creada bajo un fondo musical hace que su literatura sea susceptible de leerse y escucharse, no por el saber, sino por la imaginación. Bajo la dialéctica noche/día se pone en escena la musicalidad y el misterio de una obra que se mantiene en el sinsentido, en la imaginación y en la singularidad. El análisis de estas dimensiones de la obra de Felisberto permitiría que sea viable sumergirse de una manera más amplia en otros enigmas que el autor bosqueja en su literatura, donde el misterio del agua en “La casa inundada”, la serie de espectáculos de “Las Hortensias” o la fractura del sujeto narrador en “El caballo perdido” adquieran otros matices y tonos. Literatura que, al ser percibida a oscuras, más que leída con los ojos del conocimiento debe ser sentida y escuchada. BIBLIOGRAFÍA Barthes, Roland. Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Trad. C. Fernández Medrano. Barcelona: Paidós, 1986. Benedetti, Mario. “Felisberto Hernández o la creíble fantasía”. El ejercicio del criterio. Crítica literaria 1950-1970. México: Nueva imagen, 1981, 127-30. Benjamín, walter. Libro de los pasajes. Trad. Luis Fernández Castañeda. Madrid: Akal, 2005. Bolón, Alma. “De un balcón a otro: una pintura de Manet, un cuento de Felisberto Hernández”. 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Esta imagen es insistente en Felisberto, no solo como lugar de intimidad, sino, de acuerdo con esta cita, como metáfora de la música. Bajo esta perspectiva se pueda tener una comprensión otra de algunos de sus relatos como “La casa inundada”, “La casa nueva”, “La casa de Irene”, “El balcón” y El caballo perdido. |
Ensayo de Juan Pablo Patiño Karam
Investigador independiente
Guadalajara, México
Ver, además:
Felisberto Hernández, en Letras Uruguay
Se aclara que los cuentos no están en Letras Uruguay porque, en su momento, los herederos pidieron que los retira de la misma,
pese a encontrase en innumerables sitios.
Publicado, originalmente, en: Revista Chilena de Literatura Núm. 54 Abril 1999
La Revista Chilena de Literatura, fundada en 1970, depende de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Departamento de Literatura, de la Universidad de Chile
Link del texto: https://revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/68782
Editado por el editor de Letras Uruguay
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