Pláticas junto a la estufa

narrativa de Federico Patán

Marriage: a souvenir of love.

Helen Rowland.

En un tono de verde poco apetitoso: recuerda la piel de algunos ancianos indiferentes y a las tentaciones. Jamás lo habría elegido para el cielo raso de mi casa. Luisa pudiera, pero yo no. Vivir a la sombra de un color así me descompondría el espíritu. Me pregunto qué le vieron. ¿La capacidad de provocar malos sueños? “Ángel, divagas.” Pero la voz no tiene bordes agrios. “Pensaba lo que me dijiste, imagínate mi sorpresa al escucharte.” Porque alguna memoria caprichosa me había pescado y me entretuve en su persecución. Nada mejor que hacer tenía en ese momento. De pronto el “ya estoy aquí” fue un recordatorio eficaz. Volví, presuroso. “¿En serio no me esperabas?” Nada ha cambiado en ella y mirarla es un solaz. “¿Dices que yo te llamé?” pregunto y sonríe con un asomo de burla, de burla amable. Pone en duda que yo no lo sepa. Retrocedo años, a un día de oficina: Ah, se llama Laura informó Pepe en uno de los pasillos, vino por Emilio. “¿Acaba de ocurrir y ya lo olvidaste”? reprocha, la burla un tanto menos amable. Me defiendo: “Es que mira todo lo que está pasando.” Mira y no parece demasiado impresionada: “Eso sí, tienes ocupada a mucha gente” y el comentario me lleva a la media tarde de ese mismo día, cuando Luisa preguntó sin mucha preocupación. Ángel ¿pasó algo? Ese recuerdo no me interesa y vuelvo a la habitación de techo verde: “Pues me alegro de haberte llamado, aunque no te sentí llegar.”

En parte porque los rostros eran un entretenimiento considerable. Iba yo de uno a otro, divertido con los gestos que sorprendía, de preocupados a tensos. Excepto uno. De mujer. En él descubrí una burla amable y lo examiné un momento. Pero si es Laura, comprendí de pronto. No te quedes allí, acercate, le dije. Y Laura se acercó, sin prisas. Laura nunca tuvo prisa. Me gustaba por muchas razones, esa una de ellas. Con Luisa era siempre lo mismo: Pero deja ese plumero y vente a la sala conmigo. Ahorita, si ya estoy terminando. En casa de Laura todo estaba hecho sin que nunca la viera hacer nada. Emilio mostró gran sorpresa ante mi comentario: ¿Laura? No suelta el plumero ni para bañarse. No le creí. Mentía. Necesariamente mentía. ¿No hablaban los rumores de desavenencias?

“Estabas ocupado mirando a tanta gente, los aparatos” y examinamos el entorno, “Parecen demasiados” y ella se encogió de hombros: “¿Qué sabemos tú y yo de eso?” En efecto ¿qué sabemos? Pero el tiempo no debo gastarlo en banalidades y digo a la visitante: “Hace ya tiempo; me encontrarás muy cambiado” y la dejo observarme sin prisas. “Cambiado pero reconocible.” “Bueno, algo reconocible queda siempre bajo el amontonamiento de días. “¿Pese a los veinte años?”y veo que la pregunta le place: “Ah llevas bien la cuenta” y yo “diciembre.” Llovía, sabes. Emilio habló a medianoche, avisándome. “Ella confirmó el recuerdo con un gesto de cabeza: “viniste enseguida.” Entré sin tardanza en cualquier ropa y fui. Ahora le informo: “Luisa se molestó mucho. ¿Por qué apurarse si podemos ir muy temprano en la mañana? se quejó.” Me impiden un movimiento del brazo y éste queda paralelo al costado, mi mano cerca de Laura, que me da en ella unos golpecitos de ánimo: “Tal vez sospechaba algo. Las mujeres tenemos un gran instinto para eso” y le doy un repaso a la idea: “No, imposible, a nadie lo dije nunca.”

Laura sonríe una vez más y evoco mi expresión de gusto en la oficina: Mira que sonrisa, Pepe; esa mujer debe ser maravillosa. Pepe: ¡Qué va! Es de una pedantería insoportable. Pobre Emilio. Ahora Laura sonríe una vez más: “¿No estoy aquí acaso?” Lo insinuado en la pregunta me sacude, pero alguien vuelve a impedirme mover el brazo: “¿Quiere decir que lo adivinaste?” y adelantando la respuesta agrego “pero ¿cuándo?” Aquel día de la primera visión regresé del trabajo pensativo y Luisa buscó razones, equivocándose: ¿Problemas otra vez con el jefe? Problemas, sí, pero sin importancia y la dejó tranquila con esa mentira. Entonces todavía era fácil hacerlo.

“¿Recuerdas aquella primera tarde en la oficina?” “Fui por Emilio porque teníamos una cena.” Recuerdo: no era el vestido ni el maquillaje, sino la actitud y Pepe mismo estuvo de acuerdo: No lo niego, sabe moverse y atraer la vista. Hasta cachonda puede que sea debajo de tanto modal, y quiso presentármela. Me negué rotundo. No habría sabido qué decirle a una mujer así. Con Luisa era distinto: me preguntó aquella vez entonces qué ¿nos casamos? y acepté enseguida. Me estaba claro que todos lo esperaban. Hubo un asomo de cortesía social en esa boda. “Claro que recuerdo. Emilio nos presentó.” Así fue: el marido dijo éste es Ángel, un compañero de trabajo; y aquel mi escritorio y ésta mi papelera pudo agregar. Yo quería irme enseguida al rincón asignado. “Porque se lo pedí. Me atrajo el modo en que me mirabas. Me encantaban los alabos mudos, vinieran de quien vinieran y no importa porque vinieran. Sobre todo que para Emilio era yo parte de los muebles. Tanto matrimonio ya entre nosotros. Hasta eso, un mueble fino, pero mueble al fin.”

Algo de eso había en los rumores: la quiere presumir y nada más. Actitud para mí incomprensible, desde luego. “¿Comenzó allí algo?” y por tercera vez alguien me oprime el brazo contra la cama. “Desde luego que no. Allí me divertiste con tu apocamiento, aunque tu obvia admiración me agradó. ¿A que mujer, no? Tal vez un granito de interés haya quedado en mí. Nos vimos ocasionalmente en la oficina, cuando pasaba por el marido. Hola; hola. “Un día entraste en mi cubículo ¿recuerdas?” Mira pasar a una de las enfermeras. “Sí. Emilio estaba en junta y yo me aburría. T e pedí café.” Pepe se acercó a la cafetera para susurrarme ah, pillín. Se le notaba la envidia. “Traías una falda y un saco impecables, pero tu prendedor no iba con esa ropa.” Vuelve la misma enfermera, presurosa. La miramos trabajar, curiosos. “Un regalo de Emilio, el cumpleaños anterior.” Le cuento entonces una anécdota: voy por la calle de regreso y un prendedor me llama desde un escaparate. Ese es me digo y lo compro sin más. “Nunca me lo diste.” Explicó: “No tenía derecho.”

Han vuelto a picarme. Ya no presto mucha atención a eso. “¿Y qué pasó con él?” Luisa, en una de sus escaramuzas periódicas contra el polvo, vino a descubrirlo escondido. Llena de sospechas, preguntó de inmediato de qué se trataba. Mentí: Hubo barata en una joyeríay lo compré, para tu siguiente cumpleaños. Necesitamos sábanas nuevas ¿para qué gastas en eso? “Pero lo uso. Apuesto que lo uso.” En un baile de beneficencia al que nos invitaron y “no iba con el tipo de moda que le gustaba.” Permitimos a otra enfermera interrumpimos y entonces Laura: “Eso resume bien las cochinadas de la vida. Estos veinte años ¿cambió algo en tu casa?” Niego con un gesto: “Luisa y yo tenemos un buen acuerdo. Lo hemos cumplido lealmente. No ha sido demasiado insoportable.” Hay un nuevo golpecillo de dolor, no excesivo al lado de otros anteriores. “¿Recuerdas la cocina, Ángel?”

Ah, sí, cómo no recordarla. Para entonces ya nos tuteábamos, aunque todavía guardando la distancia. Hubo fiesta en la casa de alguien a pretextos de un aniversario, de una venta excepcional, del mero gusto para reunirse. Fuimos todos y lo mejor era arrinconarse para no andar de empujón en empujón. Pero tuve urgencia de ir a la cocina y “apareciste de pronto, radiante. Llevabas un vestido azul” y ella: “Tú, el traje pardo de siempre. Estabas más casado con él que con tu esposa.” Cuando se gastó, lo cambié por otro parecido. “¿Sabes por qué fui a la cocina?” Una enfermera se empeña en aprisionarme el brazo y termino cediéndolo, pues atiendo a la respuesta de Laura: “Porque te regañaron.” Ah, entonces ella también se dio cuenta. “Tu vestido fue el culpable de ese regaño”, revelación que la divierte. “A ver cuéntame eso.” La vi entrar y nos saludamos de lejos, con un gesto. Se unió a un corrillo, dándome la espalda. Y la espalda era, porque estaba descubierta hasta la cintura casi. No fui el único en estarla admirando, pero en mi caso Luisa dijo en voz alta: No creo que esté en venta. Consternado, fui a la cocina en busca de un trago reforzador. Apareció Laura y “me dijiste algo así como la cochinada es el sabor universal de la vida. En ese momento era fácil creerlo. Pero me sorprendió escucharlo de ti.” Su rostro pierde un gramo de compostura: “Claro, los témpanos no dan sino frío ¿verdad? Es que Emilio y yo veníamos de una pelea por debajo del agua. Ya sabes, cero gritos, pocos aspavientos y muchas acusaciones en voz sorda. Son las peores. Necesitaba un compañero de aflicciones y tú parecías adecuado. ¿Recuerdas lo que contestaste?” Busco en la memoria: “¿Lo bueno viene revuelto con lo malo?” Asiente: “Algo muy parecido. Me reí.” No me ofendí, pues vivía con el hábito de encogerme de hombros. “Me fui curando de la ingenuidad poco a poco” y la noticia no parece sorprenderla: “Ya lo sé. Aquella noche me arrepentí de mi burla.” De eso no me di cuenta. Aunque, pensándolo bien, “te pusiste seria y me miraste a fondo, como buscando algo” y antes de que responda los médicos dan una orden seca y las enfermeras se aturrullan un tanto queriendo cumplirla con urgencia.

Aguardamos, puesto que en nosotros no hay prisa. Luego, mi visitante continúa: “Tenía sospechas de que en ti había otra persona, más valiosa, oculta en un repliegue interior. Pero no la encontré.” Nueva orden y nuevas urgencias. “¿Recuerdas que me diste unas palmaditas en la mano?” Lo recuerda. “Con eso lograste casi extraer a ese camarada oculto.” Porque me vino el impulso de abrazarla, seguro de que Laura esperaba un beso. “¿Algo lo impidió?” y cuando asiento pregunta “¿Luisa?” Y asiento una segunda vez, para aclarar enseguida “Apareció próxima a la entrada de la cocina y nos estuvo mirando. Con odio. Nunca le vi tanto odio con en ese momento”. El doctor joven me manipula, observando de vez en cuando la joroba de la línea verde en la pantalla. “Por eso, al salir, no se quitó de mi paso y nos trompicamos” recuerda ahora mi acompañante. Luisa hizo un gesto de burla al sentir que Laura perdía el equilibrio. Acercándose entonces, me tendió su vaso: Otra de lo mismo y sin patochadas. Aquella noche, mientras se desnudaba, me informó cuidadosamente por qué tenía que conformarme con ella. Eran todas las razones sobre mi carácter. Humillantes todas.

La joroba preocupa obviamente al médico de edad, que lanza una tercera orden. “¿Sabes lo que más me decepcionó?”, pregunta Laura, “¿Que no te ayudará?” Su gesto dice que sí y Laura me está mirando con un despego que incomoda. “Era apocado”. Otra orden casi ladrada y una jeringa aparece de pronto en manos del doctor joven. “Demasiado... demasiado.” Quiero defenderme y pregunto: “¿Podía hacer otra cosa?” “¿Dónde estaban tus señales?” La aguja entra en mi carne, desesperada por lograr algo. “Entre tú y yo no había señales posibles.” Ya está el líquido en mi interior y los médicos observando la pantalla del monitor. “Entonces no comprendo nada. “¿Qué haces aquí?” La línea verde cae sin remedio en la horizontal. “¿Olvidas que me llamaste?” Es una horizontal. “No hubieras obedecido.” El médico de edad comienza a quitarse los guantes. “Obedeció una de mis imágenes. La que tú inventaste.” Pregunta si mis familiares aguardan afuera. “¿Y entonces?” Una enfermera asiente. “A esa imagen le toca cumplirte los caprichos. Ordena.” El médico joven pregunta si se encarga él. “Entonces, vámonos juntos” propongo con alguna desconfianza. “Vámonos” acepta y el médico de edad hace un gesto: “No, yo me encargo de darles la noticia.”

 

narrativa de Federico Patán
Universidad Nacional Autónoma de México

 

Publicado, originalmente, en La Experiencia Literaria. Núm. 2 año 1993-1994  

México: Facultad de Filosofía y Letras, Colegio de Letras, Universidad Nacional Autónoma de México.

Link del texto: http://ru.ffyl.unam.mx/handle/10391/2216

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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