En nombre de Bolívar: García Márquez y la proyección de la utopía latinoamericana
por Mauricio Parra
(The University of Illinois)

 

llamóla Utopia, voz griega cuyo significado es: no hay tal lugar.

Vivió en tiempo y reino que le fue forzoso, para reprehender el

gobierno que padecía, fingir el conveniente, ... quien dice que se ha

de hacer lo que nadie hace, a todos reprehende.

Francisco de Quevedo. Prólogo a la traducción de la Utopía,

de Tomás Moro (1637)

 

Con mi nombre se quiere hacer en Colombia el bien y el mal

y muchos lo invocan como el texto de sus disparates.

Simón Bolívar

En 1516 vio la luz la Utopía de Tomás Moro[1], obra que habría de adquirir una resonancia trascendental en el pensamiento europeo y que a su vez ocuparía un lugar crucial como punto de partida de una larguísima serie de proyecciones europeas sobre la realidad americana. Aunque la obra no alude en concreto a ningún lugar, desde su recepción inicial se contextualizaron sus referentes, identificándose a América con la posibilidad planteada por el autor inglés y anteriormente desarrollada en el imaginario europeo en los mitos de la Edad de Oro y el Paraíso perdido[2]. Así, como nos recuerda Carlos Fuentes, América se convirtió en la utopía de Europa: la misión americana era convertirse en la “otra” versión de una historia europea condenada por corrupta e hipócrita por los humanistas del momento (Invention 4). Desde el principio, sin embargo, esta proyección se presenta marcada bajo el signo de la contradicción, al alternar con la realidad de una conquista violenta que destruía la alteridad que inicialmente la había impulsado. En efecto, incluso los mejores esfuerzos por adecuar la realidad de la conquista a la de las comunidades indígenas partieron de la base de la implantación de la epistemología occidental-cristiana cuyo enraizamiento era crucial para definir el éxito de la proyección utópica: me refiero naturalmente a los proyectos de religiosos como Fray Tomás de San Martín, Fray Bernardino de Sahagún a la propuesta de Vasco de Quiroga en México[3]. Mas aun, el hecho de que en todas estas reelaboraciones bien intencionadas del proyecto colonizador América se presenta como lo opuesto de Europa, implica un status derivativo y secundario del “nuevo” continente que en ningún momento cuestiona la centralidad ontológica del antiguo[4]. Incluso en su configuración etimológica la expresión “utopía” es incompatible con una especificidad geográfica e histórica y sitúa a los habitantes de América en el papel de “objetos y no sujetos de la historia” (Puccini 88). Así, no es que la posibilidad de la utopía fuera meramente proyectada sobre el nuevo continente sino que —como Carlos Fuentes arguye— quedamos condenados a ella, a la imposibilidad de medirnos con tal promesa y tal contradicción: la de ser utopía en el mismo lugar donde ésta era destruida, marcada y aniquilada por los mismos que la habían proclamado (Invention 4). La tierra de Promisión construida a la medida de la imaginación europea muy pronto habría de demostrarse incapaz de sostener la pesada carga de las proyecciones hechas sobre ella.

En el siglo XVIII el discurso de la utopía entra en América de nuevo a través de las teorías de Rousseau en el Contrato Social y la praxis de la revolución francesa y norteamericana. La Utopía de los otros comienza a concretarse, aparentemente, en una utopía propia, alimentada con ideas que sostienen la igualdad intrínseca de los hombres. Las ideas de la Ilustración se extendieron rápidamente por un continente receptivo[5], conformando los hechos y los escritos de los teóricos y ejecutores de la liberación, Francisco de Miranda y Simón Bolívar, entre otros. El proyecto utópico resurge, pues en América a través de un pensamiento europeo expresado en el lenguaje de una abstracción entendida como única posibilidad de libertad. Palabras como razón, ciencia, progreso, igualdad se convirtieron en un albatros latinoamericano lastrando a Europa. Sin embargo el signo de la contradicción sigue marcando este proyecto de liberación, ya que las declaraciones sobre la igualdad de todos los hombres coinciden con el apogeo de la expansión colonizadora europea y la subsistencia de las diferencias conceptualizadoras y epistemológicas con que se marca a los territorios conquistados desde el siglo XVI. El “buen salvaje” alabado por Rousseau es igual a sus semejantes por su razón, pero no por el uso que hace de ella. De ahí que cuando en la primera mitad del siglo XIX Hegel escribe su Filosofía de la Historia Universal considere innecesario hablar de América y África debido a que sus pueblos no habían influido, a través de la razón, en el avance del espíritu (186)[6] El análisis de Hegel, lejos de ser una peculiaridad, es de hecho representativo de una manera de categorización de la realidad en dicotomías jerárquicas y mutuamente excluyentes: civilización/barbarie; orden/caos; margen/periferia. Y en esta configuración dual del mundo Europa siempre se situaba en el polo positivo, el lugar donde se concretizan los términos abstractos del racionalismo: razón, orden, progreso, igualdad, democracia. Este tipo de discurso se diferencia de los explícitamente colonialistas en que sin siquiera mencionar o tematizar el término “colonialismo” da por sentadas y normaliza jerarquías operativas de poder generadas por éste.

Debe señalarse por otro lado que las clasificaciones binarias y exclusivistas de la realidad no son exclusivas al pensamiento europeo. Como señala García Márquez, los chinos también organizaban su espacio alrededor de la oposición civilización barbarie, donde “estar del otro lado” implicaba carecer de cualidades humanas (Nahuel 159). Al mismo punto alude Walter Mignolo cuando relata el momento en que el jesuita Ricci sorprende a los mandarines en 1584 mostrándoles un mapa en el que su imperio no ocupaba, tal y como ellos creían, el centro de la tierra (219). Pensando en lo inoportuno de contradecir a sus anfitriones Ricci decidió producir un nuevo mapa, con Europa y África localizadas a la izquierda del observador, las dos Américas a la derecha y Asia en el centro. Esta significativa anécdota prueba que la existencia de un centro de autoridad en torno al cual se organiza el espacio está más relacionado con la distribución del poder económico y social que con una mera subjetividad étnica (Mignolo 223). Ello explica también el hecho de que la conceptualización europea del mundo permee la historia, literatura y filosofía latinoamericana mucho después de nuestra independencia de España y que nuestra entrada en la modernidad esté marcada por una ideología dominante que excluye todos los modelos de existencia indígenas del concepto de civilización.

La naturaleza contradictoria de la búsqueda latinoamericana por su identidad e independencia cultural está bien representada por una de las figuras más ilustres del siglo XIX, Domingo F. Sarmiento, cuyo proyecto de civilización y modernización es inseparable de su identificación paradigmática entre lo indígena y la barbarie. La búsqueda de lo propio se lleva a cabo en base al modelo del enciclopedismo francés y el establecimiento de un centro —Buenos Aires— sobre el cual edificar una ciudad a imagen y semejanza de su contrapartida europea. De este modo las nociones de centralidad y marginalidad, origen y derivación, siguen manteniéndose operativas en los nuevos estados independientes. Y en efecto, en el caso concreto argentino, la combinación de ocupación militar y una política migratoria destinada a atraer al país a europeos blancos consiguieron que para finales de siglo la presencia nativa fuera relegada a una figura épica y nostálgica celebrada en la literatura pero virtualmente borrada del mapa. Estas pretensiones modernizadoras y europeizantes compartidas por todas las élites latinoamericanas, habrían de resultar en última instancia autodestructivas, ya que como asegura Carlos Fuentes dividieron artificialmente los componentes de nuestra cultura, sacrificando una de las partes cruciales de ésta en favor de una identificación acrítica entre civilización y Europa (Mirror 319). La razón histórica que había prometido la liberación de la humanidad de los fantasmas del pasado falló precisamente a causa de la inextricable conexión entre las doctrinas del racionalismo ilustrado y las relaciones de dominación establecidas entre Europa y el resto del mundo (Quijano 207-209).

La incapacidad de la razón instrumental para proveer una matriz cognitiva capaz de definir nuestra identidad histórica es un tópico recurrente en las letras latinoamericanas y se encuentra en la raíz del movimiento que muchos consideran más característicamente autóctono de nuestro continente: el realismo mágico. En particular, este tópico es una constante en la obra del más conocido de sus practicantes, Gabriel García Márquez, cuya obra explora una racionalidad alternativa que dé cuenta de la “relación tensil entre pasado y presente, de la simultaneidad y secuencia del tiempo histórico y de la nota de dualidad en nuestra historia” (Quijano 212). No es coincidencia que gran parte de la crítica dedicada al autor colombiano identifique la visión histórica proyectada en sus libros con la reconstrucción del proyecto utópico, esta vez definido dentro de las circunstancias concretas de Latinoamérica[7]. En este sentido, resulta sumamente significativa la elección de García Márquez de recrear los últimos días de Simón Bolívar en El general en su laberinto no en el cenit de su gloria militar sino en su jornada final hacia el exilio y la muerte. Mediante su particular reapropiación de la figura clave de la Independencia, del nombre más frecuentemente asociado con la construcción de una utopía latinoamericana, el novelista supera la personalización de la historia exponiendo algunos de los dualismos que caracterizan el imaginario latinoamericano, así como las múltiples dicotomías que caracterizan la percepción histórica. Asimismo, a través de los ojos del Libertador marquesiano asistimos al desmantelamiento de la construcción ideológica de Europa como paradigma de estabilidad, orden y progreso. Sin embargo, este texto va mucho más allá de la mera Inversión de paradigmas, cuestionando el propio sistema de pensamiento que produce tales oposiciones bipolares y enfocando en el propio Libertador como construcción retórica y utópica.

Empezando por el propio título, el texto presenta una versión de Bolívar notablemente diferente de la tradicional visión monológica, unificada, tanto de las iniciales versiones que “demonizaban” al militar como las posteriores mitificaciones de los llamados “estudios bolivarianos”. Antes al contrario, Márquez presenta la imagen conflictiva y contradictoria de un hombre perdido en verdad en un laberinto ideológico, personal e histórico que marca la distancia entre el sueño y la realidad. Una de las áreas donde este laberinto se percibe como más intrincado es la relación del protagonista con Europa y el pensamiento de la Ilustración, y las contribuciones de ambos a los territorios independientes. Significativamente, la representación literaria del prócer hace hincapié en los rasgos caribeños y mulatos de este, contradiciendo así la iconografía tradicional que adapta los rasgos bolivarianos a la imagen estereotipada del héroe occidental (Vergara 206). Aunque admirador de la Ilustración y en particular de Rousseau, cuyo Contrato Social lleva en su equipaje hasta la muerte, el Libertador novelesco se presenta como consciente de y opuesto al absolutismo y arrogancia de los europeos, que creen que “todo lo que inventa Europa es bueno para el universo mundo y que todo lo demás es execrable” (130). Este comentario se presenta dentro de uno de los pasajes más significativos del libro, como respuesta a una discusión con un francés que insiste en ofrecer su peculiar versión de numerosos descubrimientos y productos (entre ellos el maíz) mientras lamenta las deficiencias de la comida americana. Frente a la insistencia del francés en alabar las teorías de Benjamín Constant, el Bolívar ficcional plantea que la política debe adecuarse a las circunstancias del país en que se aplica (131) y que sus acciones deben ser enmarcadas en la realidad concreta en la que se aplican[8]. Como corolario a su posición, Bolívar termina arguyendo contra la posición que presenta la evolución de Europa como una línea constante hacia el progreso y la democracia. Recordando las peores matanzas de la historia europea —la noche de San Bartolomé, el saqueo de Roma, la noche de San Bartolomé—concluye diciendo: “No traten de enseñarnos cómo debemos ser, no traten de que seamos iguales a ustedes, no pretendan que hagamos bien en veinte años lo que ustedes han hecho tan mal en dos mil”. El personaje termina con una imprecación, pidiendo el derecho a tener una “Edad Media” (132).

A pesar del aparente ataque contra el eurocentrismo que dicta a América las reglas del juego, la argumentación del general no consigue eludir del todo los escollos ideológicos que se le presentan. En primer lugar, su petición de no ser comparado con Europa es contradicha por su propia exposición, en la que se justifica la violencia de la guerra de Independencia con similares tipos de violencia en el Viejo Continente. En segundo lugar, su identificación del momento inicial de construcción de las nuevas naciones latinoamericanas con la Edad Media europea presupone la misma visión positivista y monológica de la historia que previamente había desestimado: una visión que relativiza no sólo a América, sino también a Europa, excluyendo los numerosos ejemplos de tolerancia y convivencia ideológica que tienen lugar antes del Renacimiento, así como la riqueza y profundidad de las culturas europeas no cristianas —árabe y judía—. Más aún, el argumento fomenta lo que Enrique Dussell denomina la “falacia del desarrollo” según la cual la historia universal pasa necesariamente por una serie de etapas hasta su culminación y maduración. Este argumento, que presupone la “inmadurez” de América Latina es el mismo con el que Hegel la eliminó de su consideración en sus análisis históricos y filosóficos, situándola en la periferia de la experiencia (Dussell 69-70). Podría contraponerse, naturalmente, que al plantear sus argumentos en estos términos Bolívar habla en el único lenguaje con el que puede ser entendido. Más probable es, sin embargo, que su postura sea un ejemplo de la dificultad de esquivar la epistemología dominante y de conceptualizar fuera de las categorías en que hemos sido enseñados. Esto es particularmente evidente en la novela cuando se quiere subrayar el lado “culto” de Bolívar, como en la ocasión en que el narrador tiene cuidado en señalar que el general conocía la buena cocina “como un europeo refinado” (53) o como cuando se alude a que trata a un diplomático “con la cortesía extremada que le merecían los ingleses” (40).

El Bolívar de García Márquez se presenta, así, como inextricablemente enredado en la madeja ideológica que lo configura: la de un criollo, perteneciente por nacimiento a la oligarquía, por formación a la ilustración europea y a la vez rotunda e indiscutiblemente comprometido con la causa de la liberación latinoamericana. Los fracasos de su visión política revelan las limitaciones de su persona, su tiempo y sus circunstancias, pero al mismo tiempo la imposibilidad de basar un proyecto de liberación en el racionalismo y un nacionalismo a-crítico.

Irónicamente, fue en nombre de Bolívar, del progreso y del orden nacional que las oligarquías latinoamericanas han perpetuado el laberinto de la dependencia económica e ideológica de nuestros países: su figura y sus teorías han sido apropiadas desde todos los campos ideológicos en muchas instancias para justificar el mantenimiento de las jerarquías socioeconómicas que perpetuando un discurso nacionalista y racionalista que elude el diálogo certero sobre los males presentes que afligen a nuestros países. Es pues significativo que El Libertador recreado por Márquez exprese su desacuerdo con los nacionalismos y que, refiriéndose a las oligarquías criollas, reconozca que el enemigo está dentro de la propia casa. En lo referente al racionalismo sin embargo, la novela lo presenta como adepto hasta el final, cuestionando esto el modelo histórico, ya que como han demostrado recientes investigaciones, desde 1811 en el Manifiesto de Cartagena el Libertador manifiesta una actitud crítica, incluso antagónica, respecto al ideal etnocentrista de racionalidad europea[9]. En cualquier caso, la novela subraya lo que la historia oficial tantas veces ha omitido en sus panegíricos del héroe: su falibilidad, su complejidad, la cualidad dual (euro-americana) de su formación y su pensamiento, su pesimismo y mesianismos finales. Así, el texto de García Márquez lleva a cabo con Bolívar el mismo proyecto de desmitificación y desacralización que su personaje con la historia de Europa y el pensamiento dominante en su época. La dificultad del proyecto de reconceptualización y reescritura de la historia oficial llevado a cabo por El general en su laberinto queda comprobada con la recepción hostil que por parte de los bolivarianos más convencidos recibió esta obra, acusada de partidismo, falta de rigor y documentación. Sin embargo es precisamente esa visión sacralizadora y monopolizadora del pasado lo que cuestiona el texto, que no en vano se ocupa de la figura por excelencia en él proceso de Independencia y construcción nacional latinoamericano. El general en su laberinto plantea que la única manera de entender la “totalidad de nuestro pasado y nuestras circunstancias no es a través del cultivo de una visión monológica y sin fisuras de la historia que favorézcalas dicotomías simplificadoras sino yendo más allá de las demonizaciones e idealizaciones, y en lugar de adscribir un valor jerárquico a los elementos de una cierta cultura, tomar en consideración las distintas actividades de ella y la manera en que éstas se canalizan en procesos cognitivos y en última instancia en instrumentos de poder, control y dominación” (Mignolo 333-334).

Lejos tanto de la demonización inicial de la figura del Libertador, como de su posterior elevación a status mítico, el texto marquesiano enfatiza la pluralidad de facetas de un hombre visionario, pero falible; una figura subsiguiente re-escrita en multiplicidad de discursos, laudatorios, apologéticos, exultantes. Al final, como apunta González Echevarría, el laberinto del general, como el del lector, consiste en la imposibilidad de separar lo “histórico” de la escritura y los tropos que lo transmiten (González Echevarría 200-201): al fin y al cabo, como aclara el personaje, “no hay nada más peligroso que la memoria escrita” (162). Y sin embargo, al mismo tiempo, la palabra es lo único que queda al general, es palabra que por necesidad de su deterioro físico debe confiar a sus escribanos (Correa 332). Podría deducirse pues que mediante esta recreación García Márquez traslada el énfasis de lo histórico a lo metaficcional, de la espada a la pluma, de lo colectivo a lo personal: El hecho de que al final de la obra, el Libertador recreado por García Márquez se compare a sí mismo con otros dos grandes utópicos fracasados de la historia, Cristo y Don Quijote, parece apoyar dicha tesis. Y sin embargo la propia elección de cuestionamiento y reflexión de la figura bolivariana sitúa a esta obra inequívocamente en el eje de la historia y la modernidad: presentando una posible alternativa a los análisis históricos basados en la falacia de una racionalidad esencial humana y planteando la necesidad de una reflexión crítica permanente sobre la relación entre las personas, las instituciones sociales y políticas, y la tradición etnográfica de que forman parte.

Matei Calinescu ha subrayado que la furia por la utopía recorre todo el espectro intelectual de la modernidad; podría añadirse que la furia por hacer realidad lo más positivo de la visión del Libertador recorre toda la historia moderna latinoamericana. La proyección de la utopía que presenta su El general en su laberinto es una en la que la circunstancia histórica, individual y social, se concretiza sin elusiones ni vaguedades y donde la retórica del poder aparece a la vez reconocida, cuestionada y diseminada en miles de documentos de incierta veracidad. El viaje del Bolívar marquesiano no es un viaje al centro, ni al origen: es el viaje de la búsqueda y de la interrogación, del planteamiento de la incertidumbre. Quizá la única constatación rotunda que hace el Libertador en su periplo por el Magdalena es que nada hay más peligroso que un héroe que ha dejado de creer en la certeza; más allá de sus arranques de cólera, de la falta de paga o la traición, las tropas bolivarianas le echan en cara “...la incertidumbre que él les había ido infundiendo... y que se hacía más y más insoportable a medida que seguía y se empantanaba aquel viaje sin fin a ninguna parte” (171). Esta misma nostalgia del centro, de racionalización, de unidad, de coherencia que caracteriza a los partidarios del general es también lo que ha caracterizado la exégesis de la obra y la persona de Bolívar-símbolo nacional, convertido en visionario y héroe épico de una pieza. Y sin embargo, como indica Leopoldo Zea, para poder recuperar la propia historia, para asumirla como expresión de identidad, hay que ir más allá de la lógica del racionalismo que no acepta la multiplicidad y la contradicción (Latinoamérica 47). La insistencia con que García Márquez presenta esta figura supranacional en toda su dimensión, con todas sus contradicciones y flaquezas, apunta al hecho de que sólo a través de la dialéctica y la desacralización del pasado es posible encontrar la expresión de nuestra identidad[10] —una identidad que en cualquier caso nunca puede ser unívoca ni construida en base a abstracciones filosóficas —.

En la famosa carta de Jamaica de 1865, Bolívar aventuró sus conjeturas sobre el futuro del continente, dictadas por lo que él mismo denominaba sus “deseos racionales”. Y quizá es en ese oxímoron donde debe buscarse el sentido de la verdadera y posible utopía latinoamericana, una que incluya finalmente la razón del otro y donde por fin puedan cumplirse las promesas liberadoras de la racionalidad moderna.

BIBLIOGRAFÍA

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Notas:

[1] La obra fue reeditada en 1517 y 1518.

[2] En el prólogo a la traducción española de 1637 Quevedo también sitúa la utopía en América y la tiranía en Inglaterra. Véase el estudio de López Estrada.

[3] Estos proyectos son discutidos en relación a la visión utópica por el propio Márquez (Nahuel 45)

[4] El tópico de la universalización de lo occidental es demasiado amplio para ser explorado aquí, pero me gustaría señalar algunos trabajos que considero cruciales en la exploración de una nueva visión del proceso de conquista y colonización de Latinoamérica: la Invención de América, de Edmundo OGorman, los trabajos de Leopoldo Zea, el estudio magistral de Walter Mignolo The Darker Side of the Renaissance. Este último autor señala acertadamente que la posibilidad de una forma de conocimiento “universal* ha sido también cuestionada desde dentro mismo de la tradición europea por figuras como Nietzsche, Heidegger y Derrida.

[5] Como nos recuerda Aníbal Quijano, el movimiento de ideas fue también desde América a Europa: un peruano, Pablo de Olavide, forzado a emigrar del Perú por parte de las autoridades coloniales, hizo amistad con Voltaire y se unió a los enciclopedistas franceses, jugando una activa parte en las reformas políticas de España.

[6] La falta de interés que Hegel expresa por las naciones no europeas (y más específicamente, no norte-europeas) todavía se manifiesta en juicios muy posteriores, como los del historiador Hugh Trevor-Roper quien califica a la historia de otros continentes como the unrewarding gyrations of barbarous tribes in picturesque but irrelevant corners of the world” (citado en Stam y Shohat 296).

[7] Entre dichos estudios cabe destacar el de Nahuel Elogio de la utopía, en realidad una larga entrevista con el autor colombiano sobre la importancia del tópico en general y en su obra; El artículo sobre modernidad, identidad y utopía de Aníbal Quijano, quien da crédito a García Márquez y Alejo Carpentier por hacer específica e inteligible la utopía europea y el libro de Carlos Fuentes sobre la invención de América en el autor colombiano.

[8] Esto refleja la posición crítica conservadora del Bolívar histórico la cual niega la conveniencia de reflexionar sobre lo histórico sobre la base de conceptos y nociones originados fuera de la realidad concreta (Laserna 17).

[9] Véase, entre otros, el exhaustivo estudio de Mario Laserna Bolívar. Un euro-americano frente a la Ilustración así como los de Alberto Miramón Bolívar en el pensamiento europeo de su época y Hernando Valencia Villa La Constitución de la Quimera. Rousseau y la República Jacobina en el pensamiento constitucional de Bolívar.

[10] Este punto ha sido desarrollado por Leopoldo Zea en “Historia de las ideas e identidad latinoamericana”.

por Mauricio Parra - (The University of Illinois)

PARRA Mauricio: En nombre de Bolívar : García Márquez y la proyección de la utopía latinoamericana Orbis Tertius, 1996 1(2-3). ISSN 1851-7811. http://www.orbistertius.unlp.edu.ar/

Link del texto: http://www.orbistertius.unlp.edu.ar/article/view/OTv01n02-03a02

 

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