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Colonia del Sacramento
Gloria Pampillo
gps08@yahoo.com.ar

 
 
 

Colonia del Sacramento es una minúscula Ilión. Se alza sobre sus propias murallas. En el verano de 1680 la fundó el portugués Manuel Lobo, pero ya una noche de ese invierno, cuando salió la luna, los españoles y el ejército comandado por los caciques guaraníes de las misiones jesuíticas treparon por encima de las empalizadas. Durante los días siguientes, derrumbaron los primeros paños de piedra levantados por los presidiarios que había traído en los barcos Manuel Wolff, que es lo mismo que decir Lobo, cuyos antepasados con prudencia tradujeron el nombre cuando quedaron con el Océano delante y la Inquisición pisándoles los talones.

 

El que sitió a la Colonia Portuguesa por quinta y última vez fue Pedro de Cevallos. Para entonces ya detrás de los portugueses venía Inglaterra vendiendo chatarra. Tan pobre la dejó Cevallos que cuando un siglo después llegaron sin tapujos los ingleses no quedaba por aquí casi nada más que mirar como no fuera la isla San Gabriel. Ahí juntó sus tropas Liniers antes de cruzar el río a la reconquista de Buenos Aires. Gracias a él, la historia argentina por lo menos menciona una sudestada. Desde entonces, el sudeste siguió soplando y soplando sin una gesta heroica que lo inscribiera en los anales.

 

Acá estuvo Liniers, aquí estuvo William Pack, Sobremonte y Elío. Todos miraron al llegar o al irse esas islas que se enfilan hacia el puerto o se estiran sobre la línea del horizonte y hasta cambian de lugar, porque a pesar de estar tan cercanas a la costa, cuando el viajero cree haberlas dejado atrás, reaparecen.

 

¿Hace falta decir que la geografía de Colonia es bellísima?

 

Limitada por las rocas, Colonia se concentra. Enfrente, Buenos Aires se reproduce como las plantas acuáticas sobre una laguna que hubieran desdeñado dragar. Con la crisis, la ciudad empezó a pudrirse como se pude pudre lo extenso. Por ahora, los cartoneros ocultan la amenaza acarreando el excedente. Son predadores urbanos que operan el cáncer de las orillas y así mantienen el equilibrio. Pero cada día las olas de basura llegan un poco más allá  y, cuando ya no den abasto, la gangrena va a avanzar y de las pústulas se escapará el pus, y de las  burbujas, gas. Desde Colonia, nadie se va a dar cuenta cuando Buenos Aires se incendie. Creerán, como siempre, que la cresta roja que se ve de noche sobre el horizonte son luces.

 

En cambio Colonia, que nunca fue entrada en carnes, con la crisis adelgaza todavía más y se consume. En el barrio histórico, las piedras de las primeras construcciones vuelven a tener cortes y aristas. En Pueblo Nuevo, Tres Pinos, el Real de San Carlos, los materiales sólidos de la época en que el Uruguay fue próspero o, por lo menos, más contundente, se destacan como el pilar, la columna o el horcón que cuando llega el derrumbe siguen sosteniendo el arco románico, el edificio de departamentos o el rancho del Chacho Peñaloza en Olta.

 

Belleza de lo escueto

 

Siempre lo escueto en Colonia potenció su belleza. Basta una casa diseñada por Odriozola para que el racionalismo extienda sus vectores por la ciudad. En las casas modernistas los porches de la entrada diseñan una curva que abraza el ingreso. El limpio metal, la limpia tabla de madera de la puerta, el limpio revoque en el que brilla la conchilla de la arena, el límpido granito de esa casa se repiten sin aglomerarse, distanciados, en casas de la avenida Artigas. Nadie se detiene a contemplar ecos, es claro.

 

Las despensas.

 

Cerca de mi casa hay despensas de barrio en las casas de los pobladores. Las arman en el garage con unos pocos tablones. Siempre hay alguien conversando con el dueño o la mujer que está en la caja. Se apuran a terminar con la charla cuando llego para no distraer a la dueña. Son tan pocas las mercaderías, que cuando tomo los comestibles tengo la impresión de que se los estoy sacando a los dueños. En el estante, se nota el vacío. Después, en casa, convierto la moneda en dólares y de ahí la traduzco a pesos argentinos y descubro que la compra me salió muy cara, más todavía que en el supermercado de Colonia. Eso no me impide volver a la misma despensa o a otra similar. Y así, de a poco, atribuyo el precio tan alto a lo que cada compra tuvo de despojo. Cinco dólaress cuesta el aceite de oliva; dos más es el impuesto al despojo.

 

Metafísica del contrabando.

 

Colonia fue y sigue siendo la ciudad del contrabando, pero durante los siglos del monopolio español, también llegó a ser una ciudad tan o más rica que Buenos Aires, si se juzga por el inventario de muebles, vajillas, cubiertos, porcelanas y materiales que hicieron cuando la tomaron después del último sitio de Cevallos. A partir de ahí, repartidos los muebles y las familias a los cuatro textuales vientos, Colonia ya no se repuso más, pero siguió siendo la capital del contrabando. Entonces, se acostumbró a ver pasar riquezas siempre fugaces. A veces ni llegaba a verlas: tan solo sabía que estaban en algún lugar de la ciudad. Tantas apariciones y evanescencias fueron las que le dieron el hábito y el aprecio de lo fugaz.

 

Pasarelas, vidrieras, estrellas fugaces 

 

Del 20 al 29 de enero de 2001, eligieron reina de la belleza. En la Plaza da Armas, las candidatas desfilaban por la pasarela y en los intervalos los negocios que financiaban la elección hacían publicidad. Como decían qué era lo que vendía el negocio: zapatos, ropa o cosméticos, las mujeres mirábamos las sandalias o las bikinis de las chicas y nos parecía que habían llegado al 2001. Porque en las tiendas y en las mercerías de Colonia se siguen vendiendo pasamanería, ribetes y cintas que ya no se fabrican más en el mundo. Hay cintas de picot, en zig-zag, cintas de hilera, canutillos para bordar y sobre todo lanas, agujas de madera para tejer ropa de bebé. El material mismo: lana perlada o esas cintas que antes enumeré, le dicen a cualquier mujer cuál es el modelo y hasta el punto, si se trata de tejer, que resulta de esas materiales.

 

Esos materiales están exhibidos en las vidrieras. Hay por lo tanto mujeres que los compran y cosen esa ropa que exige mucho tiempo y no luce al lado de la ropa de confección. Es la que deben haber llevado estas chicas de la pasarela, arropadas en mantillas cuando eran bebés y luego, después de pasar por los delantales de escuela que aquí se llaman túnicas, delantales con un gran moño azul, bohemio, anarquista como el de Un retrato para Dickens de Armonía Sommers al cuello, han llegado a la velocidad de la luz hasta este bikini y estos cosméticos del 2001. Dentro de un par de años- esto se percibió cuando la reina de 2000 entregó la corona y el cetro a su sucesora- volverán a hundirse en el cielo del tiempo como las estrellas fugaces de enero o, a lo mejor, como los satélites, más demoradas, hasta llegar a los sesenta o a los cuarenta y cinco, después de la guerra, cuando el Uruguay y nosotros nos enriquecimos.

 

Alguna, más transgresiva, quizás se estacione en los 70, con las murgas, las canciones de protesta y la esperanza de la Revolución.

 

La culpa argentina.

 

Al atardecer, en cualquier época del año, pero sobre todo en verano, desemboca en la avenida Flores el candombe. El negro que va delante lleva un sombrero de copa, un chaleco a rayas bajo la levita y un bastón. Camina flexionando las rodillas y cuando da  un paso le tiemblan las piernas. La expresión es lúbrica y burlona. Más atrás vienen las mujeres con unas tetas y un culo enorme. También se sacuden. Nunca veo de dónde salen ni dónde se visten. Oí el retumbar del tambor y estaban ahí, de pronto, bajando por la calle de la iglesia. Los guías de turismo se apuraron a meter bocado. Explicaban que en el casco histórico vivían los negros hasta que las casas centenarias empezaron a tener valor inmobiliario y los echaron a todos. Algunos, dicen, punzantes, “hasta que los argentinos compraron las casas.”

 

Acá, los argentinos tienen la culpa de todo. Lo mismo a 50 kilómetros, al oeste, en Conchillas. Fuimos a comprar pescado y el hombre dijo que no había podido sacar nada porque los argentinos habían vaciado el río. Es tanta la rapiña de los argentinos, que lógicamente se vuelven riquísimos. Entonces dicen que han comprado barrancas sobre el río que ya no tienen precio. Van a construir hoteles cinco estrellas en cualquier lugar de la costa. De tanto decirlo, por desgracia, al fin acontece.

 

Colonia es letal.

 

Colonia dispara fantasías arcaicas y melancólicas con una intensidad y una riqueza letales. La artillería del pasado es nutrida y venenosa. No son tanto los tramos de calle empedrados con bloques de aristas agudas que construyeron los portugueses. No es la calle de los suspiros.

 

A través de las ventanas de rejas los turistas espían interiores amoblados con mecedoras, aparadores, sillas bajas tapizadas con baqueta, palanganas y jarras de porcelana, espejos inmensos de marcos dorados. El tiro de gracia lo dan los patios que tienen aljibes con azulejos y galerías sostenidas por columnas de hierro forjado bordeadas por cenefas.

 

Hasta las mismas plantas en Colonia están conjuradas. Los troncos de la Santa Rita son gruesos como el de un árbol robusto. La fronda de la enredadera, no sólo en el barrio histórico, sino también en la esquina de alguna despensa abandonada sobre la Torre está formada por volúmenes macizos de flores color cardenal. Ahí es cuando se empieza a descubrir el peligro de Colonia: se podría comprar un aparador o una cómoda de jacarandá, pero no los años que le llevó a la Santa Rita volverse el último sostén de la casa que ya se derrumba.

 

Colonia, en apariencia un recuerdo del pasado, para los turistas es insidiosa y letal. De pronto, el tiempo que las postales aplanan se recupera a sí mismo y recobra su dimensión. El tiempo que se extendió hacia el pasado vira de pronto y se proyecta hacia el futuro. Recién entonces descubrimos que el trecho que nos queda a nosotros por vivir es implacablemente breve.

Gloria Pampillo
gps08@yahoo.com.ar
www.gloriapampillo.com.ar

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