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La lección de Ibsen
Pablo Palast

 

A cincuenta años de su muerte, escuchamos decir con relativa frecuencia que Ibsen está liquidado. En nombre de nuevas formas o tendencias se le extiende un certificado de defunción, para dar paso a un teatro que excluye rigurosamente los problemas del ser y de la sociedad y se extasía con el mismo rigor en naderías formales, que no han terminado de articularse cuando llega un nuevo manifiesto que las hunde, para ser hundido a su vez. Los manifiestos pasan, pero Ibsen queda. ¿Cómo no había de quedar, si fue uno de los espíritus más importantes del siglo XIX, padre del teatro contemporáneo y poderoso poeta y pensador? Si quienes le liquidan le escuchasen, aprenderían su lección, que conjuga las antiguas sabidurías y las retransmite: el hombre es uno y perecedero en su carne, uno y eterno en su espíritu. Su lección es de fondo y de forma, y exige sinceridad con los propios mandatos, que es el único modo de ser sincero con los demás, por lo que rechaza escuelas y tendencias a priori. Hablar de modas o de compromisos no tiene sentido cuando se habla de Ibsen, pues él enseñó que el poeta sólo tiene compromisos consigo mismo y que sólo si los cumple exhaustivamente podrá decir que ha cumplido con la comunidad. Por eso el gran poeta está solo en medio del mundo, no para apartarse de él y negarlo, pues lo recibe en plenitud, sino a distancia bastante para producirse en su obra, que es síntesis. Y esa síntesis, explicación y justificación de su vida, sólo es posible cuando la vida la impregna y despierta en él los ecos antiguos y presentes de la vida del hombre, los mismos ecos que se transmiten, a través de las generaciones, para condenar la peligrosa soberbia de una época que se cree siempre la única y la

Henrik Ibsen

más importante; la época, sin embargo, sólo es un puente entre la muerte y la vida, y el hombre no tiene descanso en su tarea de expresarla, porque cuando se expresa capta las formas fugaces que le rodean, casi siempre desvanecidas apenas articuladas, pues son muy pocas las que llevan dentro de sí un destino de eternidad. La obra del poeta es una de ellas, y la obra del poeta es la obra del hombre. Todos los hombres se pueden reconocer en el poeta, a condición de que sepan verse como especie y de que reconozcan también como propio el acto del criminal. En verdad, el artista no es más que un hombre distinto, pero un hombre; vive tan sumergido en la vida como los demás, lo quiera o no lo quiera, y su privilegio soporta la desazón de no descansar hasta haber ordenado bajo una forma lúcida su propia visión del mundo. Esto explica su soledad necesaria, que no es soledad de vida, sino de creación; está solo cuando hace su síntesis, escuchando su caos, que él ordena dentro de su alma tensa hacia el Espíritu, pues ese acto de comunión con el Todo no acepta interferencias. El poeta ayuda a explicarlo, e Ibsen ha sido una de las piezas capitales de la vida de ese Todo. El habló del destino de altas cumbres de los hombres, y cantó sü fuerza creadora con tal pasión que sus ecos se prolongarán a lo largo de los siglos, como los versos de Homero; para ello postuló una ética de ardiente sinceridad entre los seres humanos como el único fundamento posible de la vida de relación, sinceridad del hombre-especie, piedad por el hombre. Lo liquidan los impacientes. los superficiales, los resentidos, los pequeños ojos de ratón, capaces de negar el mar o la montaña a causa de las pocas lianas que los cubren, pues ignoran que ese mar y esa montaña son depositarios de toda la belleza y crueldad del universo. Y cuando estallan en actos de creación o destrucción, esas pocas lianas siguen siendo las pruebas de que son tan del mundo como el hombre mismo que les da sentido, pues Dios no ha logrado aún la perfección de su obra, y ésa es su angustia mayor. losen es un padre colosal, cuyas flaquezas son las lianas que disimulan en la superficie la potente fuerza de las hondísimas raíces que le nutren. Hay que mirar muy alto, hay que alzar la frente hasta las alturas más profundas del alma para verle en toda su integridad. Claro que sus obras son antiguas, pero lo antiguo no es lo viejo; en lo antiguo el tiempo se vuelve eternidad, y en lo viejo, muere. Por eso su obra es tan única, tan todo y tan total, y por eso se desprenden de ella, como de un inmenso árbol, las grandes hojas que componen el teatro actual.

Ahora, por desgracia, nos encontramos con autores pretendidamente jóvenes, que se muestran más preocupados por el continente que por el contenido, y por los "ismos" de moda (artísticos o políticos) que por la fuerza de la verdad que son capaces de expresar. Frente a semejante aluvión formal que deslumbra a los tontos. Ibsen abre las alas inmensas de su comprensión del universo-mundo y nos entrega sus seres de carne y de alma, que hablan, discuten, viven, gozan y sufren como todo ser de carne y alma, que divide sus días entre el ansia de vivir y el temor de morir, y para quien la salvación y el pecado, el triunfo y el fracaso, el destino y las injusticias de la vida social son algo más que palabras huecas, pues forman parte de las verdaderas preocupaciones de todo ser adulto. Sus personajes, pues, no esconden sus razones tras de un decorado o de una luz; no temen explicarse francamente, hasta agotar las palabras que les nacen; no temen cansar, pues saben que quien se cansa con ellos aún no está maduro para vivir, y entonces hay que tener paciencia y esperar. El gran artista puede esperar, necesita esperar. Las verdades duras duelen duramente, y las verdades de Ibsen lo son. Por eso es mejor rechazar sus gritos de amor X horror, enterrar a Brand, desentenderse de Peer Gynt, olvidarse de Halvard Solness, no llegar nunca a la casa de Rosmer, ignorar a Nora y Hedda Gabler, y mirar por encima del hombro, fuertemente acorazados tras de los sólidos soportes de vacíos decorados sin teatro, a los héroes de los dramas más importantes que se hayan escrito desde los tiempos de Shakespeare. Es más cómodo escribir pequeñas obritas blandas que digan que los hombres son buenos y simpáticos y que sus defectos son poca cosa; y arrullarlos con la repetida letanía de que sólo la sociedad tiene la culpa de sus desgracias, y de ninguna manera cada uno de ellos, siquiera en cierta medida, como si la sociedad fuese un ente abstracto compuesto de clavos y pinos, y no de hombres; es más cómodo sentarse en la platea y escuchar las comedias que nos predicen placenteramente que los hombres buenos vencerán y que los malos serán destruidos, y que llegará un día, no tan lejano, en el que loe hombres se amarán por decreto y todos serán felices, según lo quiere la ley de su destino, que es la felicidad. Todo eso es mucho más cómodo y agradable que aceptar la responsabilidad de hallar nuestro ser profundo, ser los constructores del Dios que nos habita y esperarlo todo de cada uno como la forma más segura de no defraudar a los demás.

Y ése es el "pecado" de Ibsen: su arte no arrulla. Claro que no es actual, en cuanto "actual" quiera decir vulgar aceptación de las formas más vulgares de la traición al arte y a la vida; claro que no halaga, claro que no hace reír, claro que no hace soñar; su teatro es un martillo, no una tibia pluma en el oído, no un extenso lamento romántico. Para llegar a Ibsen hay que merecerlo, hay que hallarse disponible para recibirlo, hay que haber sentido muy hondamente la vida, hay que haber participado alguna vez de su secreto profundo, de sus angustiosas e impostergables preguntas, de la necesidad de contestarlas, de la urgencia de ser un Ser. Claro que Ibsen no es "moderno". Lo "moderno" es contingente, nace en el pasado y muere en el futuro. E Ibsen, esencial como todo poeta, sólo pertenece al tiempo. Allí donde nos espera el ser adulto cuyo rostro estamos modelando.

 

Pablo Palast
Gaceta Literaria Nº 5 - junio de 1956

Henrik Ibsen
Gentileza de Razón y Revolución - Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales
http://www.razonyrevolucion.org/ceics/GACETA1/gaceta/GL5.pdf (versión en .pdf)
Digitalizado como texto word, y procesado como htm, por el editor de Letras Uruguay

 

 

 

 

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