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El espejo
Pedro G. Palacios
pgpalamercedino@gmail.com

 
 

Cuando entró en la casa de sus padres, recordó la última vez que había estado, ocho años atrás; y aunque aquella noche los había visto un poco achacados, no imaginó que volvería cuando ellos ya no estuviesen. Los hijos se niegan a reconocer esas cosas.

El martillero la recorría aumentando virtudes y defectos, en una especie de especulación cordial mezclada con rutina.

Su hermana, Marcela, le había encomendado vender la casa como un hecho natural, como si solo él pudiera hacerlo. Estas son las tareas que se le encargan al varón, no se sabe bien por qué. ¿No tenía derecho a negarse? ¿Acaso no lo afectaría por la testosterona? No, no podía negarse; era lo mínimo que debía hacer.

“… y, el barrio no ayuda, pero realmente puede ser muy cómoda arreglando los problemitas de humedad…”.

Deseaba que el martillero terminara su trabajo. Cualquier cosa que dijera estaría  bien para él, “… veamos los dormitorios…”.

Qué chico le  pareció su viejo cuarto: la puerta baja, la cama corta, el ropero oscuro, diminuto. Recordó cuando su padre pintó las paredes de ese celeste, ya descascarado, mientras él corría llevándole mate y tapaba la pinotea con papel.  Sintió la necesidad de abrir la ventana, como cuando saludaba a Patricia cada noche antes de dormirse; “no se preocupe que se ve”, dijo el de la inmobiliaria, creyendo que enrollaba la cortina por él. La casa de Pato estaba igual, mejor mantenida y pintada que la de sus padres, como cuando eran chicos. Vio una sombra en la otra ventana y su corazón se aceleró, solo quería cruzar la calle.

“… bueno, yo vendí una casa acá a la vuelta, más chica que esta, pero sobre la avenida…” —el tipo que tenía adelante se había convertido en una molestia—, “... podríamos pedir ochenta, para largarla en setenta y cinco, setenta y seis…”.

Le dijo que estaba bien y le dio una tarjeta para que lo llamara. Prometió pasar algún día para dejarle una copia de las llaves y firmar la autorización de venta y se lo sacó de encima inmediatamente.

Cerró la puerta y apoyó la espalda sobre ella; debía calmarse. Pato. Pelo lacio, frente amplia, pollera de tablas hasta la rodilla y piel. Suave, pálida y tibia piel. Abrió la puerta y comenzó a cruzar la calle. Para ir a jugar, para simular ruidos mientras acariciaba sus piernas en la siesta desprevenida; cuando ella autorizaba con silencios y sus manos temblaban entre el miedo y el deseo. Pato, fantasía, desesperación. El misterio de sus pantalones. ¿En qué quedó? Qué importaba en qué había quedado. Solo sabía que nunca había vuelto a sentir esa emoción. Acariciar su cuerpo, descubrir el color de su ropa interior, consentimientos tácitos, besos sin saber. Por única vez desde su madurez vivió nuevamente. Comprendió que las tardes con Patricia fueron lo único que realmente deseó en toda su vida. Escuchó a unos chicos riendo y reconoció el chirrido de la puertita del porche, como antes. Tocó timbre, seguramente la puerta ya no estaría sin llave, tragó saliva y esperó.

Una cara redonda, de pelo lacio y frente alta abrió la ventana de la puerta y preguntó qué deseaba.

—¿Patricia? —dijo él.

—No, mi tía no vive más acá —dijo “Patricia”.

Sintió cómo los años, el hoy, el cinismo habían terminado de cruzar la calle y se instalaban nuevamente en sus hombros. El hermano mayor de Pato, renació en su memoria.

—Entonces, vos sos la hija de Víctor.

—Sí, ¿lo conoce?

—Yo vivía enfrente.

—Ah, ¿no me diga que usted es Héctor? —sonrió abriendo la puerta—. Mi tía siempre me habla de usted.

—Sí, sí. Vine por la casa, mis padres…

—La tía se va a poner muy contenta cuando le cuente, ¿quiere pasar?

—No, gracias, gracias. Sí me gustaría… —dijo llevando la mano al interior de su saco, para dejar una tarjeta, pero aflojó la mano—…me gustaría dejarle muchos saludos a Patricia y a Víctor de mi parte.

—No se vaya… ¿No quiere dejarme un teléfono o pasar? La tía se va a enojar conmigo.

—Lamentablemente no puedo; tengo que ir a la inmobiliaria, porque me esperan. Pero dígale a su tía que voy a volver con más tiempo.

—Bueno, perfecto. 

La joven cerró la puerta y dijo en voz baja:

—¿Escuchaste?

—Sí, no va a volver.

—¿Por qué?

—Porque la gente no cambia.

 

Pedro G. Palacios
pgpalamercedino@gmail.com

 

http://Mercedino.blogspot.com

 

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