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Náufrago
Pedro G. Palacios
pgpalamercedino@gmail.com

 
 

Lo que les cuento, no sabremos nunca cómo sucedió realmente, solo tenemos el eco que llegó a la Argentina, en un barco a mediados del siglo XX.

Nada apasionante prometía la tarde en la que me lo contaron; estaba pasando unos días en San Clemente, alojado en el hotel Playa. Mi esposa huyó a las termas apenas insinué una tarde de pesca y solo me quedaba pasar a buscar a mi hermano, que coincidía en el descanso, en su casa de veraneo.

Fui hasta allá con caña, carnada y equipo, y en la casa solo estaba un viejo cortando el pasto. Con fastidio y cierta desconfianza pregunté qué hacía, y me dijo que mi hermano lo había dejado arreglando el jardín y se había ido a pescar. Típico del loco, no esperó.

Con cierto ánimo de venganza, le vacié la heladera, armé una picada a la sombra del pino del fondo, relevé las cervezas frías y, para completarla, invité al jardinero, así no terminaría su trabajo y el loco entendería que no se puede dejar una casa abierta a un extraño.

El viejo aceptó, pero después de terminar una poda, se acercó a la mesa y miró con cierta reserva, entendí: “¿prefiere un vinito?”, le dije. “Y…, si es posible”, contestó con una sonrisa tímida.

Me encantó descorcharle un buen tinto al dueño de casa y nos pusimos a charlar con don Licio, como le decían.

Su nombre completo era Licio Salegari, como su abuelo, y había venido a la Argentina en los cincuenta, cuando tenía trece años, desde "un pueblito de Italia". La indefinición despertó mi curiosidad y resultó que el "pueblito" era Civitanova, sobre el Adriático, cuna de mi abuelo en Macerata, región del Marche. Algo místico y ancestral nos unía. Ambos teníamos raíces en aquella aldea fundada como Cluana, ocho siglos antes de que Jesús se conociera.

Hablamos de tradiciones, costumbres, comidas y dichos. Don Licio me llevaba dos generaciones de ventaja en su cercanía con aquella tierra, y yo arrimaba con alguna lectura voluntariosa, que hablaba de visigodos, longobardos, francos, Sforzas, Borgias, Viscontis, Cesarinis y papas.

La noche caía y seguíamos hablando en la penumbra, sin prender luces ni amenazar abandono. La charla fue y vino, hasta que pregunté por qué había abandonado la tradición de su familia como pescador. Allí el relato de una vieja historia familiar hizo que Salegari monopolizara la charla. Lo que sigue es el intento de transcribir textualmente lo que escuché; mi pobre pluma nunca podría mejorar un relato que ya han pulido tres generaciones:

"Desde que recuerdo, todos en mi familia vivían del mar. Mi padre, abuelo, bisabuelo y tatarabuelo, hermanos, primos y sobrinos pescaban, tejían redes y armaban barcas.

A la noche, cuando se tallaba algún accesorio chico de la barca, se reparaba una red o se afilaban anzuelos, los grandes hablaban de mi abuelo, que nunca participaba en estas labores y permanecía solo frente al mar, con la mirada perdida.

Mi primo Tonio me dio la primera información sobre mi abuelo "se perdió una semana en el mar y quedó mezzo pazzo", me dijo escueto y pícaro. Eso fue lo que me permitió interpretar lo que hablaban a media voz entre papá y mis tíos, y yo siempre escuchaba atento. Sumaba piezas valiosas de un rompecabezas que luego mi padre, ya en la Argentina, se ocupó de completar.

El abuelo Licio salió a pescar una mañana que no se intuía buena. La pesca no mejoraba y mi padre y mis tíos necesitaban comer todos los días. A pesar del cansancio de las excursiones inútiles, el viejo calculó que tendría hasta después del mediodía para volver. Pero iniciando el ingreso, se adormeció abrazado a la caña del timón.

Cerca del mediodía, lo despertó la sacudida de la embarcación  que estaba saltando bajo un cielo ennegrecido por las nubes previas a una gran tormenta. Él le contó a mi padre que tardó en reaccionar cuando vio suelta la escota de la mayor. Fue hacia adelante para ajustarla y cazar la vela cuando una ráfaga de viento embolsó el trapo a sotavento y la botavara le partió la cara. El abuelo quedó atontado, sin saber cómo reaccionar, pero tuvo la suficiente presencia de ánimo para tomar el cuchillo y tajear la vela para que el viento la destrozara. Luego ató su muñeca a una mordaza de estribor y sucumbió al desmayo.

El bote era modesto pero fuerte; la orza respondió y, con el trapo  hecho girones, no se dio vuelta. Entre desmayos y semivigilia, el hombre veía como el viento hacía estallar los cabos sueltos. Solo invocaba el auxilio de la Santa Madre y volvía a su inconsciencia.

Despertó con el sol sobre su cara, sin saber si había pasado una noche o un día, con un amarguísimo sabor en la boca y arcadas. Se imaginó volviendo a la costa muerto, después de haber bebido agua salada por la desesperación, como había visto a dos pescadores cuando era un niño; seguramente ya había tragado bastante en la tormenta. Evaluaba la situación y con la mano izquierda se desató la derecha que estaba hinchada e insensible. La confusión lo ganó nuevamente y antes de adormecerse vio un destello dorado a babor.

Al despertar, tenía emplastos de algas frescas sobre la herida de la cara y en la mano derecha, y trozos de viejas velas lo cubrían del sol. Pensó que lo habían encontrado y se incorporó como pudo levantando la cabeza por encima de la banda, pero solo vio mar y olas. Supuso que algún pescador que no veía lo habría socorrido y se relajó dispuesto a descansar y delegar la responsabilidad de su supervivencia al anónimo benefactor.

Antes de volver a reaccionar, sintió que labios suaves y tibios lo besaban y derramaban en su boca agua dulce. Estiró su mano izquierda y sintió una espalda desnuda, recta y tensa reaccionando a su caricia. Abrió los ojos y vio a la mujer apartándose de su rostro. Una visión divina hasta que, al alejarse, el sol desdibujó sus rasgos. Estaba desnuda, era rubia, esbelta, bellísima. Cuando el abuelo pudo verla bien, notó una expresión ambigua de vergüenza y desafío. Una por dejarse ver, el otro por el orgullo de quien se sabe deseada. Cuando él quiso alcanzarla, ella saltó al agua y el hombre, recién entonces, vio las piernas blancas y perfectas que desaparecían en el mar. A su lado, había quedado pescado trozado que el náufrago devoró.

La mujer del agua comenzó a permanecer más tiempo sobre el barco cuidando a Licio. Llevándole agua dulce en la boca, que volcaba a besos; cambiándole los emplastos en las heridas y, a la noche, arropándolo con su cuerpo desnudo. El pescador deseaba, acariciaba, amaba en silencio la silueta vibrante y esquiva, que era dueña de su presente y de su futuro. Estaba en sus manos y, a la vez, la deseaba. Por las noches, Licio acariciaba su vientre plano y suave, la piel sedosa, mientras ella se contoneaba a su lado y apretaba los pechos redondos  contra el torso de él.

Cuando el hombre, aún débil, quería poseerla, ella lo dominaba y lo calmaba con caricias, hasta el sopor.

El abuelo nunca contó más. Solo dijo que, bastante recuperado, agotado y feliz, se despertó la mañana del último día y ella no estaba. Desesperado gritó y sosteniéndose del mástil pudo pararse y no la encontró. Al poniente, se acercaba la costa, empujado hacia ella por golpes de peces desde abajo del bote. Sacó las manos por la borda y quiso remar con sus palmas hacia el este, pero el horizonte se acercaba inexorable.

Avistado por los pescadores, fueron a recuperar la embarcación y encontraron a Licio acostado en el fondo, llorando, pidiendo que le dieran otro barco para ir a buscarla. Había estado perdido por seis días. Nunca les contaron a las mujeres cómo lo encontraron. Solo llevaron a la playa al pescador, flaco y débil, una vez que se calmó y dejó de reclamar a su querida ninfa. Desde entonces, el abuelo no volvió a ser el mismo: pasaba horas mirando el mar, sentado en la orilla. Su hermano mayor, mi tío abuelo Vincenzo, después de verlo en el bote, le prohibió volver a embarcarse y Licio siguió su vida como carpintero. El abuelo solo hablaba con papá, que era el menor de sus hijos, y apenas lo indispensable. Mi abuela sufrió cada día posterior a su regreso. El alma de Licio estaba buceando todos los rincones del mar, buscando su inasible quimera, a quien le debía la vida y la muerte".

En la oscuridad adiviné lágrimas en los ojos del viejo. Puse una mano sobre su hombro y solo atiné a llenar los vasos.

 

Pedro G. Palacios
pgpalamercedino@gmail.com

 

http://Mercedino.blogspot.com

 

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