Érase una vez una camisa

Tania Pagés Palma

Hay ruidos de perros como otras noches, un panorama del que espera, del que no le importa demorar esta forma obscura del sol. Casi parece que los entiendo, ellos comprenden la decisión de mis manos, el punto muerto de la flecha que ha caído como un cuenta-gotas irreversible. No tengo una pizca de noche sobre los ojos, han palidecido en rayitas blancas y grises, ráfagas infantiles sucediéndose una tras otra. Es hilo y olor blindado. Aquí esta la camisa con su vergüenza irrespirable, alejándose tranquilamente de la desnudez agudísima de mi piel. Y yo la veo, la miro otra vez con el miedo de lágrimas sombras.

Brillaba aún aquella velita de los recuerdos, humildemente se borraba la imagen de él, su invariable camisa blanca y gris...  a rayas. Ya había oído hablar del alma de los objetos, aquella idea emocionante de que al usar una prenda le regalamos algo de nosotros, espíritu, una especie de magia que nos une irremediablemente a su propietario. Aquella camisa tenía la aprobación del espejo y pedirla fue obedecer mi vanidad, declararle la guerra a la inhibición que creaba silencios en mi alma de ruidos. Su punto especial era el olor, un olor que yo podía recitar de memoria y hasta al revés. El olor mantenía recuerdos y algún que otro roce en mi cuerpo viciado de sosiego nocturno, y me gustaba. Muchas veces dormí con ella yo era su prisión viviente en cada espacio de sentidos, algo así como el silbido mental aromático que podía unirme a su dueño que insistía siempre en no amarme sin gafas azules o rubias o el pretexto clasista de una alfombra.  

Pero una vez volvió por ella. De nada sirvió mi súplica, ni la geografía amenazante de nuevos delirios, decidió llevarse la camisa sin su olor, con el olor a mí que ya era parte de ella. Su espalda fue el portazo indiferente a todo mi revuelo angustioso y me quedé entre rejas hasta ver palidecer la noche. Era un sábado desierto y sin películas o con malas películas que es lo mismo. Recordé cómo tocaba en la ventana, cómo le abría, cómo convertíamos en trono el sofá y además de la de turno hacíamos nuestra propia película. Una excusa cada fin de semana para poner un ladrillo más en nuestro edificio, a sabiendas que nunca llegaría al cielo, que nunca él lo vería muy hermoso...   Lo odié tanto aquella vez... ¡Tanto!... que apenas oí chillar los perros.

Tiempo después supe que había empezado a tener ideas de muerte. Una intranquilidad terrible comenzó a hacer estragos en sus sueños e incluso en la mente despierta. La muerte ejercía la misma fascinación que a los poetas locos enamorados; como diría alguien: “un capricho insoportable por el que no podemos decidir y por el que hay que esperar”.  Yo sé que relacionó la muerte con aquella camisa. Varias veces lo vi con ella, exhibiendo alguna M ostentosa pero seguía oliendo a mí a todo mi cuerpo mas desnudo que real profundamente disperso en su destierro. Todos lo miraron como a un loco, yo sólo vi que crecía aquella angustia sonriente y alcanzaba demasiada fuerza restituyendo inquietud por olvido. La muerte era la tentación de la paz y él necesitaba la paz para vivir, justamente para eso. Y entonces regresó. La voz pequeña de la soledad se calló en el umbral de mi puerta. Tenía los ojos gachos la sombra apenas visible, el aire revolvía la camisa en un desasosiego celestial despeñado en la leyenda antagónica de siempre.

- Pareces que me esperabas...

- Sí, quería verte porque casi estas muerto.

Desvestí su cuerpo o quizás lo dejé vestido con el olor y empecé a aspirarlo en el cuello, la espalda, el vientre, el pecho, en todo rincón poseído de su miedo en sus ojos perdidos que seguían mis gestos. La lucha inútil en cada línea y en cada curva, en cada trozo de humedad que atestiguó la camisa hasta acabar con sus tímidos rumores de vida. Apenas se movió, se había rendido a las caricias dictadas por la piedad gélida del ensueño y sólo quedó el dibujo de mi cabello arrullado en sus manos pacientes, unas manos que no pensé que tuvieran fin.

Esta noche parecen gritar los perros. Hay eco de paz, equilibrio brillante de estrellas, la paranoia de un sofá espantado que simula no verme cada vez que paso. La camisa ya no lo cubre de mis miradas, ha vuelto a ser mía, mágicamente a regresado a su olor, al de él. Finalmente lo estoy oliendo, llenándome un poco de algo que no existe y hasta por primera vez eterno. Sin embargo, este placer es un collar extraño, no hago una ronda de jazmines, ni escribo besos en las paredes para incendiar mi alegría, no lleno de dulces mi cabeza, ni discuto con estas rayitas que cosquillean mis lugares prohibidos.  Parece que tengo miedo. Esta camisa trae miedo en cada raya. Pensé en devolverla, cubrirla otra vez, pero lo sabía inútil y de hacerlo además no hubiera logrado desencarnar la sensación creciente de humedad de ultratumba que ya enmarañaba su cuerpo nocturno. Es miedo como si tarareara el fondo de un cuento infantil: “Érase una vez una camisa blanca con rayitas grises que habitaba en un par de ecos-mariposas como polvo de sus alitas. Un día decidió que su horizonte sería la gran semilla fecundada y las puso a prueba, debían llevar su himno a las cuerdas del arcoiris, pero no era fácil, pesaban mucho. Se dispersaron y su sacrificio fue una victoria agonizante, murieron a los pocos vuelos”. Y la pregunta quedó en el aire, fustigándome poco a poco el comienzo del alba: ¿No sería mejor si los ecos-mariposas soplaran un poco el polvo de sus alitas?

Una camisa y yo estamos juntas, ensayamos la paz, nos separamos para seguir viviendo, para complacer esta beata tendencia a la prórroga luctuosa y dejar de una vez estos perros que no callan preguntando por el cuello amordazado que va a colgar de la luna. 

Tania Pagés Palma

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