Edgar Bayley y el invencionismo literario

por Rafael Felipe Oteriño

La dedicatoria que escribió para mí en su libro Nuevos poemas (1981) me permite determinar la fecha en que lo tuve de huésped: «Mar del Plata, 29 de enero de 1988». Yo acababa de poner fin a mi primer matrimonio y me había mudado a un departamento de estrechos dos ambientes. Pero eso no fue impedimento para que, semanas antes, en una Buenos Aires ya entrada en el calor veraniego, ante su exclamación: «¡Ah, ver el mar!», lo invitara a pasar unos días en la ciudad balnearia. La visita se repitió el año siguiente, pero ya me había mudado a un piso alto y de mayores comodidades. Cuento esto porque la intimidad que produjeron esas dos visitas me permitió no solo conocer su desbordante personalidad, sino también descubrir la casi nula distancia que había entre las prácticas de su diario vivir y su ideario poético. Quiero decir: la unidad entre su vida y el trato con las palabras.

No es extraño que fuera así, puesto que Edgar Bayley —que en ese entonces rondaba los setenta años— había sido fundador de una de las primeras vanguardias que hubo en la Argentina de comienzos de la segunda mitad del siglo pasado. Me refiero a la denominada «Arte concreto-invención», cuyo principal objetivo fue el de vivir el acto creador como contenido, tema o asunto de la propia obra, y oponerse, de este modo, a toda forma de representación, ya proviniera del realismo, del expresionismo o del simbolismo. Y bien podría decir: de la plástica, en primerísimo lugar, ya que la mayor parte de sus artífices —pintores y escultores— supieron antes que nadie que el mundo hacia el que nos encaminábamos estaría gobernado por la preeminencia de los efectos audiovisuales por sobre los propiamente literarios, prosódicos y sintácticos.

Y tengo que volver a explicarme: eso ocurría porque anidaba en el movimiento «Arte concreto-invención» la certidumbre de que todo sentido —el del arte, pero también el de la vida— habría de emanar del juego libre, autónomo y plural de las formas artísticas devenidas a instituir nuevos modelos de comunicación. Propuesta que violentaba la tradicional motivación descriptiva de la obra de arte, en provecho del heideggeriano «ser ahí» de la obra y que por ello tuvo mayor aplicación en la pintura que en la literatura. Baste señalar los nombres de los pintores Raúl Lozza, Alfredo Hlito, Tomás Maldonado (este último, hermano de Bayley, ya que el poeta adoptó como seudónimo su apellido materno), Carmelo Arden Quin, Juan Melé y la lección tutelar de Joaquín Torres García y el constructivismo uruguayo de la Escuela del Sur.

Ya abierto el camino, muchos otros artistas salieron de la prisión de la tela y de los límites del salón para experimentar en la calle los desafíos de una más plena exterioridad: Nicolás García Uriburu, Federico Peralta Ramos, Alejandro Puente, Marta Minujín. Me aventuro a conjeturar que a varios de estos Bayley los hubiera calificado de frívolos, por su entrega a los peligros del mercado bajo la excusa de priorizar la idea por sobre la realización. Pero salgo en defensa de esos temerarios, apuntando que muchas de sus obras proporcionan un plus inédito de luminosidad, como el huevo gigantesco de Peralta Ramos entronizado en la bajada de Plaza San Martín hacia Retiro o la profusión de ceibos de la especie palo borracho plantados a instancias de García Uriburu a lo largo de la Avenida 9 de Julio.

Más próximo a la estética de la revista Poesía Buenos Aires, que durante la década de los cincuenta sentó las bases de la modernidad literaria en nuestras tierras, Bayley, mallarmeano en este aspecto, defendía el espacio de la página en blanco como escenario de la experiencia poética. Participaba, eso sí, junto con los otros cofrades del movimiento, de los postulados de no intervenir en concursos, mantenerse al margen de los suplementos literarios y de cualquier otra forma de poder, reemplazar el viejo vocablo «creación» por «invención» para aludir a su tarea, uso libre de las mayúsculas y signos de puntuación. A ello sumaron la elección de una tipografía de uso masivo, ahistórico, propia de la sociedad industrial y de la arquitectura, a espaldas de las consagradas letras Courier, Garamond o Bodoni.

Su prédica apuntaba a una ética del autor que salvaguardara los resortes primarios de la creación, tanto en su faz racional como irracional, frente a las tentaciones de un mundo entregado a la glorificación del éxito como único consumo. Y eso lo llevaba a mostrarse excéntrico, casi en los límites de lo asocial, pese a sus modales bien aprendidos, que podía o no poner en práctica según las circunstancias. El pelo y barbas rojizas; sus ojos claros, de mirar alucinado; y su andar teatral, como de actor de comedia, terminaban por conformar una figura que, en su aparente hosquedad, no pasaba desapercibida. También su vestimenta fue acompañando, de manera creciente, dicho confinamiento. Reducida, con el paso de los años, a pantalón y camisas de jean, y gruesos zapatones de obrero de la construcción, lejos habían quedado los trajes convencionales que alguna vez supo usar.

A propósito de esto, cedo a la tentación de contar un par de anécdotas de aquella visita de hace más de treinta años. En primer lugar, el pedido —a poco de entrar a mi vivienda— de que quitara las fotografías de Borges que me acompañaban desde la biblioteca (a un par de ellas las cubrió con un repasador, como hacen los pintores con sus obras en proceso, y a la tercera la puso del revés, como si estuviera en penitencia). En paralelo con cierto «progresismo» parricida y dogmático, que veía en la presencia de Borges un obstáculo para la creatividad de los nuevos escritores, Bayley le oponía a nuestro máximo escritor otras razones de orden vital, que el propio Borges no hubiera rechazado: la importancia de la aventura frente a las severidades de la razón, la apertura a los goces terrenales sin mengua de la ensoñación metafísica.

Al año siguiente, a poco de su arribo a Mar del Plata, me vi obligado a dejarlo solo durante unas horas para atender algunas obligaciones urgentes. A mi regreso, caminando yo por la Avda. Colón en dirección al departamento, observo que un grupo de gente, entre risueña y sorprendida, mira y gesticula hacia lo alto. Levanto la cabeza y compruebo que desde el piso noveno, sujeta de una cuerda que pende desde mi ventana, se bambolea una percha con una camisa azul hinchada por el viento. «Obra de Bayley» —me digo—, quien —según el consejo que después me dará— ha puesto a secar la prenda, luego de lavarla con un cepillito que portaba entre sus enseres. Práctica que deben aprender —me confía— los hombres que adoptan la difícil decisión de vivir solos.

A partir de este hecho comprendí que Bayley no solo unía el vivir con el pensar, el humor con la seriedad, la palabra poética con la acción liberadora, sino que también ponía en práctica la inagotable y siempre renovada actualidad de la fantasía que, como sabemos, está a un paso de la inventiva. Una camisa volando por encima de las cabezas es un hecho inusual, pero también puede resultar una experiencia lúdica. Una perfomance, una acción artística, le llamarían los curadores de arte. Las cosas sacadas de su quicio, la propia vida extrapolada de sus lugares comunes, expresan la tentativa de ponerse en contacto con el mundo en sus dimensiones antropológicas de juego, fiesta y símbolo.

Podríamos pensar en un ademán de la irreverente estética dadaísta, pero Bayley lo sostenía con el fundamento de sus reflexiones. En Realidad interna y función de la poesía (1966), el primero de sus libros de ensayos, apunta la necesidad de superponer un mundo a otro mundo. De entender que la poesía no es discurso ni confidencia ni lamento ni efusión sentimental, sino acción y, en definitiva, invención. «Lo que me pasa o pienso, lo que odio o amo, no es poesía», señala. Recién lo será cuando se lo trasmute en el proceso poético, como una isla que no será hallada en los mapas, pero que existe por la intercesión del escritor. Revalida con ello la idea de que la forma es el contenido supremo, dando cumplimiento al cometido de enriquecer la vida y hacer de la poesía el principal alimento de la realidad. «No esperes nada / sino la ruta del sol y de la pena / nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada», escribe en uno de sus poemas más citados.

En su otro libro de ensayos, Estado de alerta y estado de inocencia (1989), retoma sus reflexiones acerca de la poesía. En cinco trabajos, seguidos por un capítulo de «Notas, citas y fragmentos», analiza el proceso de la creación poética, saliendo al cruce de cierta crítica «preceptista» que identifica a la poesía con las composiciones dotadas de versificación regular. Señala que los poetas de hoy, contemporáneos de un mundo que ha adoptado nuevos hábitos y nuevas formas de expresión, otorgan particular importancia a los aspectos escriturales —sígnicos y gráficos— del poema, así como a la fonicidad de las palabras, más allá de las tradicionales formas métricas, rítmicas y de rima.

Tres afirmaciones —que son actos de fe— se reiteran a lo largo de las páginas: que el poema es el resultado sincrónico de un «estado de inocencia» y un «estado de alerta»; que el poema se forma —se «forja», parece querer decir— «desde adentro hacia fuera»: de la interioridad del poeta a la interioridad del lenguaje, hasta alcanzar formas verbales compartibles; y la tercera, acaso la más grata para el escritor: la alegación de que la poesía «es siempre alegría, dicha de palabras, por penosa que fuese su temática o su motivación. ».

¿Pero qué son estos estados de inocencia y de alerta? Se trata de dos posiciones, dos actitudes, dos tendencias complementarias —no contradictorias ni excluyentes— que impulsan el nacimiento a la obra artística. «Estado de inocencia» es el espíritu de apertura, de arrojo, de vivencia subjetiva, sensorial, centrífuga, don sin el cual no hay visión poética; mientras que «estado de alerta» expresa la organización verbal, la artesanía, la administración de esos materiales en bruto, que se traduce en una actitud de cierre, compositiva, constructiva, centrípeta. No es casual cualquier paralelismo con los conceptos griegos de lo dionisíaco y lo apolíneo, en cuanto espíritu de goce, vitalidad, éxtasis, naturaleza, para el primero, y de forma, aplomo, equilibrio, civilización, para el otro. En síntesis, un marco plural, abierto y esperanzado, no abstracto, en la medida que no se propone reflejar ilusoriamente la naturaleza, pero definido y concreto, ya que la obra tiende a la invención de una belleza objetiva alcanzada mediante elementos igualmente objetivos. En concierto con esta idea dinámica, transformadora, del hecho poético, Bayley sostiene que la imagen poética tiene la capacidad de restablecer el contacto del hombre con el mundo, en la inteligencia de que, incapaces de habitar la inocencia, buscamos amparo en la conciencia para transitar nuestra difícil temporalidad. De donde el alerta —la conciencia— viene «a preservar la inocencia».

Para quienes lo conocimos —Edgar el hermético, Edgar el no convencional, Edgar el histriónico bebedor—, fue un poeta que no buscó otra cosa que la alianza entre la gracia de vivir y el lenguaje que permitiera expresarla. Siete libros de poesía, dos de ensayos, un volumen de hilarantes cuentos: Vida y memoria del doctor Pi y otras historias, algunas obras teatrales; algún verano en playas solitarias de Uruguay; otros dos, según refiero, en Mar del Plata, en los que luchó con las sillas plegables de playa; alguno, muy recordado, en los esteros del Iberá, para pernoctar en la cabaña del poeta Francisco «Coco» Madariaga; otro, absolutamente surrealista, en el que, imaginariamente tomado de una cuerda, se dio a subir hasta el piso alto del poeta Enrique Molina, para ir observando, en cada tramo de la escalada, los variados episodios familiares como escenarios de la vida; una lengua nativa, el español; otra materna, el inglés, con la que tradujo parte de la obra del crítico Herbert Read; una lengua más: el francés, con la que nos acercó De lo espiritual en el arte, de Kandinsky; trabajos profanos de empleado público en la Caja Nacional de Ahorro Postal; algunos olvidos, muchas tardanzas; un matrimonio, una hija, variados amores; y presidiendo todo ello, con humor, lirismo y fortuna, esos estados de alerta e inocencia entre los que se balancea la obra de este escritor argentino —de camisa azul— de quien se cumplen cien años de su nacimiento.

 

por Rafael Felipe Oteriño

 

Publicado, originalmente, en: Boletín de la Academia Argentina de Letras. Tomo LXXXI    julio-diciembre de 2019 Nos 351-352

Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras

 

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