Clarice Lispector: una flecha atravesando el vacío
por Galia Ospina

Lucho para conquistar más profundamente mi libertad de sensaciones y pensamientos

sin ningún sentido utilitario. Soy sola, yo y mi libertad.

Yo me pregunto sobre mis motivos. Me hundo en el casi dolor de una intensa alegría.

Mi esencial está siempre escondido. Soy implícita y cuando quiero explicarme pierdo la

húmeda intimidad. Soy limitada solamente por mi identidad. Y yo misma me asombro por

mis fantasmas, por todo lo que es mítico, fantástico y gigantesco. Y camino llevando un

paraguas sobre una cuerda tensa. Camino hasta el límite de mi sueño grande.

Clarice Lispector

La escritura de Clarice Lispector es un cuerpo sin órganos. Los vasos y las venas se revientan, los músculos se estiran hasta alcanzar la tensión máxima. Sólo en esta desarticulación es posible insistir en las regiones más oscuras y salvajes del corazón. Los libros de Clarice son líneas vivientes, líneas de carne. Líneas de escritura en donde la vida se encuentra en el silencio que separa a una frase de la otra, segmentos que estallan al encuentro de una fuga, líneas que al entrecruzarse producen toda una escala de intensidades como flechas disparadas al vacío. Clarice Lispector abre sus líneas de escritura a líneas de vida, construyendo así toda una máquina semiótica de percepción:

La autora situó seriamente el problema del estilo y de la expresión. Sobre todo de ésta. Sintió que existe una fuerte densidad afectiva e intelectual que no es posible expresar si no procuramos romper los marcos de la rutina y crear imágenes nuevas, nuevos giros expresivos, asociaciones diferentes de las comunes y más hondamente sentidas. El descubrimiento de lo cotidiano es una aventura siempre posible, y su milagro una transfiguración que abre camino hacia nuevos mundos [...]. Clarice Lispector acepta la provocación de las cosas hacia su sensibilidad, y procura crear un mundo nuevo partiendo de su propias emociones. Para ella, como para otros, la meta es, evidentemente, buscar el sentido de la vida, penetrar el misterio que rodea al hombre[1].

El movimiento de sus libros siempre opera de adentro hacia afuera. Las palabras se abren como lirios en el centro del silencio. Nacen de lo oscuro para entrar en lo oscuro. “ESTO NO ES UN LAMENTO, es un grito de ave rapaz. Irisada e intranquila. El beso en el rostro muerto”[2]. La palabra ha traspasado todas las paredes y los agujeros negros. El cuerpo de Clarice está muy lejos, ha cruzado los abismos de una sintaxis alógica y desordenada. Ya no hay formas ni contornos; sólo intensidades, fuerzas, vectores, flechas. En este umbral, Clarice Lispector sentía el miedo a la locura. Grieta en la que el “yo” pierde todas sus referencias y se enfrenta a una dimensión que ya no es física, material ni corpórea. Si la palabra nacía de las sensaciones, el cuerpo debía ser capaz de soportar sus intensidades. Nos hallamos frente a la piel de la palabra, una superficie sensible al menor cambio de temperatura, una superficie que tiene profundidades, silencios agujereando las frases:

Yo quisiera escribir un libro. ¿Pero dónde están las palabras? Se agotaron los significados. Como sordos y mudos nos comunicamos con las manos. Yo quisiera que me dieran permiso para escribir, al son arpegiado y agreste, la chatarra de la palabra. Y dejar de ser discursivo. Así: polución[3].

Es muy significativo que Un aprendizaje o El libro de los placeres comience con una coma y termine con dos puntos. Clarice decía: “\o soy el punto antes del cero y del punto final”[4]\ El mundo es algo muy complejo y para indagarlo Lispector juntaba notas, trabajaba con ruinas y fragmentos y cuando los juntaba se daba cuenta de que el libro ya estaba por la mitad. “Redondo, sin comienzo ni fin”[5].

Un aprendizaje o El libro de los placeres (1969) es un viaje iniciático, marcado por tres etapas: la búsqueda, el hallazgo y la fundación. Ulises conducirá a Lori hacia el reencuentro consigo misma. Enseñar significa poner una marca sobre algo. El gusto por perderse y desorientarse. Abandonar el sentido. Es necesario romper el “yo” para ser capaz de amar. Primero, hay que aprender a estar solo aunque todo el deseo implore desesperadamente un poco de compañía. En los ojos de ella hay algo que dice con melancolía: “Descíframe, mi amor, o me veré obligada a devorar”[6]. El mundo estaría regido por un enigma. Las esencias se hallan cautivas, prisioneras, enrolladas en sí mismas al igual que las curvas de un caracol. Cuando alguien las revela, el mundo vuelve a nacer, quien las descifra se eleva por encima de sí mismo y encuentra la realidad en lo imposible. Lori se preguntaba lo que no tenía respuesta: “¿Quién soy yo?”,” ¿Quién es Ulises?”. Las posturas del cuerpo escondían un secreto. En el propio nombre existía algo que pedía a gritos ser descifrado. Detrás de cada nombre está la región de la incertidumbre. Ulises le había dicho a Lori que en vez de pronunciar su nombre, dijera: “Mi nombre es yo”. En esta primera etapa de la búsqueda se extiende el desierto, la ausencia del agua viva, de la alegría y de la presencia. El amor es una grieta, “astilla incrustada en la parte más gruesa del pie”[7]. El dolor se ha inscrito en cada poro de la piel, en cada fibra de los músculos. “El esperaría por ella, ahora lo sabía. Hasta que ella aprendiese”[8]. El amor también se vive desde la distancia, en esa pausa prolongada, siempre necesaria en el aprendizaje. “¿Estoy enamorado? —Sí, porque espero”. Esperar es como tener la cabeza sumergida bajo el agua. Ulises parece decirle a Lori: “Seré tuyo, cuando hayas pasado cien noches esperándome, en mi jardín, bajo mi ventana”[9]. Ambos tendrán que ser pacientes, ni siquiera se permiten un roce de piel, sólo se besarán cuando puedan compartir sus soledades. Sombras cruzándose en un fondo eterno donde el tiempo ha roto con la cadena del “antes” y del “después”, del pasado y del futuro.

Escribir, para Clarice Lispector, era esperar una posible descarga eléctrica. Se sentaba con la máquina en su regazo, y esperaba, esperaba, hasta que de repente el agua viva salía en cataratas imparables, voluptuosas. Y cuando el río callaba las palabras volvían a su origen, la llaga abierta del silencio:

Cada nuevo libro es un viaje. Sólo que es un viaje con los ojos vendados por mares nunca revelados antes: la mordaza en los ojos, el terror de la oscuridad es total. Cuando siento una inspiración, me muero de miedo porque sé que de nuevo voy a viajar, y sola, en un mundo que me repele. Pero mis personajes no tienen la culpa de eso y yo los trato lo mejor posible. Ellos vienen de ninguna parte. Son la inspiración. Inspiración no es locura. Es Dios. Mi problema es el miedo a volverme loca. Tengo que controlarme [...]. \b vivo en carne viva, por eso pongo tanto empeño en dar una piel dura a mis personajes. Pero no aguanto y los hago llorar sin control[10].

Para viajar basta existir. No es necesario ir a los Mares del Sur. El gran holocausto está adentro. El pintor Turner se amarró al mástil de un barco en medio de una tormenta. Él esperaría ser atravesado por la intensidad de los truenos y por la negrura de la noche. En esa zona de bifurcación algo pasó en su interior; sus sentidos se agudizaron y su cuerpo perdió los contornos: ahora era una flecha atravesando el vacío. Las palabras de Clarice nacen en las tormentas; las frases están rotas antes de llegar a la orilla. Los signos son balbuceos, vagos intentos por configurar el doble del universo. Es la sed de otredad. El universo es lo más cercano a la escritura en sus continuas explosiones y cataclismos.

Lori empieza a percibir la otredad a través del mar. Un día decidió salir a la madrugada y sumergirse en las aguas. Por primera vez sintió la alegría: una sensación profunda y extraña. Era como saberlo todo y no saber nada a la vez. “Y era eso lo que le estaba faltando: el mar por dentro como el líquido espeso de un hombre"[11]. Lori había descubierto su cuerpo y ahora viajaba en medio de los olores marinos, de las algas enredadas en el sabor furioso de la sal. Ulises, al saber de su aventura, la previno acerca de lo que vendría:

Pero no tengas miedo de la desarticulación que vendrá. Esa desarticulación es necesaria para que se vea aquello que, si fuera articulado y armonioso, no sería considerado como obvio. En la desarticulación habrá un choque entre tú y la realidad, es preferible estar preparada para eso. Lori, la verdad es que te estoy contando parte de mi camino ya recorrido. En los peores momentos, acuérdate: quien es capaz de sufrir, también puede ser capaz de intensa alegría[12].

El aprendizaje del amor exige un cambio de percepción. En el encuentro con el otro ya no podemos seguir siendo los mismos:

—¿la vida, cuando fue de veras nuestra?,

¿Cuándo somos de Veras lo que somos?,

bien mirado, no somos, nunca somos

a solas sino vértigo y vacío,

muecas en el espejo, horror y vómito,

nunca la vida es nuestra, es de los otros,

la vida no es de nadie, todos somos

la vida —pan de sol para los otros,

los otros todos que nosotros somos—,

soy otro cuando soy, los actos míos

son más míos si son también de todos,

para que pueda ser he de ser otro,

salir de mí, buscarme entre los otros,

los otros que no son si yo no existo,

los otros que me dan plena existencia,

no soy, no hay yo, siempre somos nosotros,

la vida es otra, siempre allá, más lejos,

fuera de ti, de mí, siempre horizonte,

vida que nos desvive y enajena,

que nos inventa un rostro y lo desgasta,

hambre de ser, oh muerte, pan de todos[13].

Lori “temía esa otra ella que sin duda la esperaba afuera; quizá era él quien la esperaba, él que era su otra ella y que le daba miedo”[14]. Ulises había tirado las dos docenas de rosas porque la tenía a ella, “rosa grande y de pétalos húmedos y espesos”[15]. Habían esperado demasiado tiempo ese encuentro. Cada frase era un clímax y el efecto producido era el de una veloz avalancha de nieve. “Ella se sintió perdiendo todo el cuerpo como una figura de Chagall”[16]. El amor era algo muy vasto como la llanura infinita del silencio. Entre más se entregaban más recibían. No había pequeñez en los afectos. No existían formas contenedoras; sólo una explosión centrífuga de millones de fragmentos. Se dejaron llevar, en palabras de Paul Klee, “por ese inmenso mar, por la amplia corriente y también por los encantadores arroyuelos”:

Fue en ese estado de sueño—vislumbre cuando soñó ver que la fruta del mundo era ella. O si no lo era, que había acabado de tocarla. Era una fruta enorme, escarlata y pesada que quedaba suspendida en el espacio oscuro, brillando con una luz casi de oro. Y que en el aire mismo apoyaba la boca en la fruta y conseguía morderla, dejándola sin embargo entera, brillando en el espacio. Pues así era con Ulises: ellos habían poseído más allá de lo que parecía posible y permitido, y sin embargo él y ella estaban enteros. La fruta estaba entera, sí, aunque dentro de la boca sintiera como cosa viva la comida de la tierra. Era tierra santa porque era la única en la que un ser humano podía decir al amar: yo soy tuya y tú eres mío, y nosotros somos uno[17].

Notas

[1]  Gilda OSWALDO CRUZ, “Clarice Lispector. Cerca de su corazón salvaje”, Quimera, Nº 80, p. 11.

[2]  Clarice LISPECTOR, “Pulsaciones: preámbulo para el libro”, en: Un soplo de vida (Río de Janeiro, 1978), p. 15.

[3] Ibidem.

[4] Ibidem.

[5] Ibidem.

[6] LISPECTOR, Un aprendizaje o El libro de los placeres (Madrid: Editorial Siruela, 1989), p. 15.

[7] Ibid., p. 20.

[8] Ibid., p. 23.

[9] Roland BARTHES, Fragmentos de un discurso amoroso (Bogotá: Siglo XXI Editores, 1990), p. 126.

[10] Lispector, Un soplo de vida, op. át., p. 17.

[11] LISPECTOR, Un aprendizaje o El libro de los placeres, op. cit., p. 70.

[12] Ibid., p. 87.

[13] Octavio PAZ, “Piedra de Sol”, en: Libertad bajo palabra (México: Fondo de Cultura Económica, 1985), p. 252.

[14] Gilíes DELEUZE y Félix GUATTARI, Mil mesetas (Valencia: Pre-textos, 1988), p. 200.

[15] LISPECTOR, Un aprendizaje o El libro de los placeres, op. cit., p. 138.

[16] Ibid., p. 132.

[17] LISPECTOR, Un aprendizaje o El libro de los placeres, op. cit., p. 135.

 

Galia Ospina

Alumna de pregrado en el Departamento de Literatura de la Universidad Javeriana, en Bogotá.
Cuadernos de Literatura - Vol Nº 2 Nº 4 Julio / Diciembre de 1997

Departamento de Literatura de la Universidad Javeriana, en Bogotá, Colombia

Link del texto: http://revistas.javeriana.edu.co/index.php/cualit/article/view/6829

 

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