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El ruido de la frontera
por Diego Enrique Osorno

El lunes 25 de octubre de 2010, la sede de la comandancia de la policía de Los Ramones, Nuevo León, cumplió tres días de haber sido inaugurada. Poco antes de las nueve de la noche, cinco camionetas se estacionaron enfrente. De ellas bajó una decena de hombres que tomaron suficiente distancia para que las balas no les rebotaran cuando empezaron a descargar los rifles que llevaban. Quién sabe cuántos disparos hicieron. La práctica de tiro al blanco, que incluyó el lanzamiento de cinco granadas, duró veinte minutos. El edificio nuevo quedó totalmente agujereado y la corporación entendió el mensaje: a partir de ese día la policía municipal de Los Ramones desapareció.

Gerónimo González Garza estaba a unos kilómetros de ahí, revisando el techo de una bodega de forraje para animales, algo deteriorada debido a la poca actividad del rancho que heredó de sus padres y al que se ha dedicado en los años recientes de su vida, después de haberse ido de mojado a los Estados Unidos cuando tenía 14 años, no sólo para conseguir un trabajo, sino para algo todavía más importante: poder comunicarse.

La balacera contra la comandancia municipal de Los Ramones se oyó a varios kilómetros a la distancia. Hay quienes dicen que se hicieron mil tiros, lo cual no es nada exagerado, porque exagerada es la realidad de la frontera noreste de México desde hace poco más de un año, cuando comenzó una guerra por el control del tráfico de drogas. Gerónimo no la escuchó, pues tampoco podría oír aunque estuviera a dos metros de distancia, los tronidos de un Barret M-82, el fusil más ruidoso que existe y que forma parte del arsenal proporcionado por la industria norteamericana a las bandas de la droga mexicanas para que se maten entre sí.

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Gerónimo es sordo desde que nació. A los sordos coloquialmente suele decírseles sordomudos, lo cual es correcto a medias ya que no hablan, pero esta mudez es debido a que no conocen el sonido, no a que carezcan de la capacidad natural de hablar. Además, no todos los sordos son mudos. Gerónimo, como muchos, habla moviendo las manos. En los años setenta, cuando llegó a Estados Unidos, había un movimiento de orgullo sordo que reivindicaba este tipo de oralidad y que promovió obras de teatro, libros, programas de televisión y películas sobre el tema. En Star trek, el actor sordo Howie Seago interpretaba a un embajador de otro planeta que era sordo y hablaba por señas. En Broadway se presentó con éxito Hijos de un dios menor, dirigida a un público sordo. La cúspide fue la llamada revolución de los sordos que consiguió que la Universidad Gallaudet de Washington se convirtiera en la única escuela de altos estudios exclusiva para sordos.

En comparación con otras realidades, algunas tan lejanas como la de Dinamarca y otras más a la mano como la de Venezuela, en ese país al garete llamado México no se admite la “Seña” como idioma natural de los sordos. Debido a esto, Gerónimo y todos los sordos mexicanos pueden acabar siendo doblemente mudos. Mudos porque no pueden usar su voz, y mudos porque la Seña no es reconocida como idioma.

Tras vivir unos años en Estados Unidos, Gerónimo se dio cuenta de que es posible cambiar la vida. Incluso la de un sordo pobre nacido en México. Cuando Gerónimo llegó al otro lado era un ilegal, pero eso era menos dramático que lo que le pasaba en México, donde la discriminación existente lo hacía ser considerado alguien casi antinatural.

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Gerónimo estaciona su camioneta afuera de El Rubio, comedor al que suele llegar antes de agarrar carretera. La costumbre la adquirió cuando de niño acompañaba a su papá al rancho para ayudarle a matar los cabritos que la familia traía a vender a Monterrey. Pide un vaso con agua mineral y un bistec con papas. Cuando está por terminarlo, agarra el hueso con la mano derecha y lo levanta a la altura de su boca para poder arrancarle con los dientes la carne que le queda, de un tirón. El día que su padre murió a causa de un cáncer de pulmón, le pusieron la canción “Te vas, ángel mío”, que Gerónimo nunca ha escuchado pero sabe que su padre ponía en la carretera, durante los viajes que hacían ambos al rancho y que iniciaban ahí, en El Rubio. Esa canción es la primera que toca un fara-fara norteño que llega al restaurante justo cuando Gerónimo está pagando la cuenta para irse.

Gerónimo se dirige a San Antonio, Texas, donde reside. La tarde declina. Gerónimo tiene los ojos cafés, aunque con cierta luz parecen color cerveza. Ahora está bronceado por una faena reciente. Apenas ha avanzado unos kilómetros cuando vuelve a detener la marcha de su camioneta pick-up afuera de un Oxxo. Entra a la tienda y echa un vistazo a la portada del periódico con fecha de enero de 2011. Lo más importante del día es la noticia de un policía federal de caminos decapitado en China, un municipio de Nuevo León pegado a Los Ramones, donde está su rancho. “Encuentran cabeza sin vida de Federal”, dice absurdamente el titular de la historia. Gerónimo se prepara un café, lo paga y se lo lleva a la camioneta para reanudar el viaje. La grava volcánica está caliente por el sol de invierno. Es una carretera desértica en algunos tramos, en especial en los que todo el mundo dice que están controlados por los Zetas.

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Hay quienes creen que el lenguaje de señas es universal. Esto no es así. Hay muchas diferencias entre el lenguaje de señas de un sordo estadunidense y el de un sordo mexicano. Los sordos gringos hablan el Ameslan, donde cada letra tiene una representación particular con las manos. Varios movimientos de esos forman una palabra y muchos más aún, una oración. En cambio, el de los sordos mexicanos es un lenguaje muy pictórico. Cuando Gerónimo quiere referirse a mí con alguien más junta el dedo pulgar con el índice hasta quedar arqueados, en forma de una “d”. Luego esa unión de dedos la pasa entre los labios. La “d” es por Diego y el movimiento encima de los labios es debido a que tengo éstos muy gruesos. Los sordos mexicanos usan una letra con el nombre de la persona y resaltan alguna característica física de ella para nombrarla en su idioma. Un sordo estadunidense enumeraría las cinco letras del Ameslan para decir Diego. A la diferencia entre un país y otro, también hay que añadirle la de una región y otra. Un sordo regiomontano para nada habla igual que un sordo maya.

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En unas viejas fotos que Gerónimo me enseña se le ve el aire de forastero con el que dio sus primeros pasos fuera de México. En 1974 cruzó por Nuevo Laredo con sus amigos Leobardo y Germán. Desde ese año hasta 1980, varias veces los detuvieron y deportaron, y varias veces volvieron. Eran pobres, pero jóvenes y felices. No pasó mucho tiempo para que la suerte estuviera de su lado y consiguieran papeles, dejaran de ser indocumentados, sombras fugitivas. Germán se casó con una hermana de Gerónimo llamada Graciela, una hermosa joven sorda por la cual Gerónimo regresaría a Monterrey para incluirla en su aventura americana. Graciela se dedicaba en Monterrey a coser vestidos para fiestas de quince años y bodas en la casa de sus padres. Años después, con una voluntad de hierro, Graciela adquirió la ciudadanía americana y se convirtió, junto con Gerónimo, en uno de los bastiones de su familia en México, adonde enviaba dinero con regularidad, el cual conseguía vendiendo llaveros y otras chácharas a un dólar, lo mismo en las carreras de automóviles de la NASCAR que en el carnaval de Nueva Orleáns o las calles de Los Ángeles.

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Le pregunto a Gerónimo su opinión sobre el ataque a la comandancia de la policía municipal de Los Ramones. Me contesta que algunos rancheros le han contado de desapariciones forzadas de personas, de campos de entrenamiento de sicarios, de la masacre de 72 migrantes en San Fernando, de militares arrasando rancherías y otras cosas que ocurren en los alrededores, pero que él no presta demasiado interés en ello. Su filosofía es que si algo no tiene solución, entonces ni siquiera es un problema.

Seguimos conversando sobre el tema. Gerónimo está en contra de la legalización de las drogas —como la abrumadora mayoría de los habitantes de Texas— porque cree que los niños harían suya esa adicción y todo se vendría abajo. Gerónimo es un texano en eso y en otras cosas más. Sabe disparar un rifle y supongo que no dudaría en usarlo si se viera amenazado durante uno de sus viajes en carretera entre Monterrey, Los Ramones y San Antonio, Texas. Lo interrogo sobre dicha posibilidad y me responde señalando una herradura colgada en la pared de su casa. Está algo oxidada pero veo que tiene inscritas las letras G.G.G., las iniciales de su nombre. Gerónimo cree que el calzado de los caballos es un amuleto para la buena suerte. La superstición vive un auge hoy en la frontera. Quizá es necesaria para no ser sorprendido por la barbarie, para no ser parte de ella también, para poder morir en paz en estos tiempos en los que el ruido de la frontera es tan fuerte que hasta un sordo que la conoce muy bien, puede oírlo.

Crónica publicada en el suplemento cultural Laberinto de Milenio, el 19 de marzo de 2011. La historia de Gerónimo González Garza será relatada en un proyecto editorial del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación.

Diego Enrique Osorno - Historias de Nadie
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19 marzo 2011
Autorizado por el autor

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