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Este libro no es una fosa común II
por Diego Enrique Osorno

Este libro no es una fosa común
Introducción al libro País de muertos. Crónicas contra la impunidad. Editorial Debate.

El término “periodismo narrativo” suele ser visto con escepticismo y hasta con sorna en algunas redacciones, donde, como dice Juan Villoro, los periodistas cada vez se hacen más gordos y los periódicos más flacos. En esos lugares, “informar” puede consistir en sentarse a revisar el correo electrónico, descargar el boletín oficial (ya sea del gobierno, la ong, el partido opositor o la empresa trasnacional), reescribirlo —preservando el mismo tono de rueda de prensa—, producir una nota que hable con voz institucional y mantener así al periodismo dentro de la escenografía de la impunidad. “Narrar”, por el contrario, requiere una presencia en el sitio donde suceden las cosas, aprender a escuchar, desarrollar la capacidad de observación de los pequeños detalles y una enorme concentración a la hora de redactar la experiencia vivida. Hay un momento de la crónica “Los niños de junio” en que su autor, el periodista León Krauze, al escribir acerca del incendio de la Guardería ABC, ocurrido el 5 de junio de 2009 en Hermosillo, Sonora, se centra en Adriana, madre de una de las niñas que murieron en la tragedia, junto con otros 48 pequeños de seis meses a cuatro años de edad.

Lleva un libro y un pequeño bolso. Viste una camisa roja con un logotipo a la altura del pecho. Apenas ha salido de trabajar, supongo, y ha venido a respirar antes de tomar un camión rumbo al descanso. Le pregunto por el altar, por los zapatos. “Sí —me dice—, lo pusieron los padres. De hecho, una de ellas era mía.” Adriana es la madre de Yoselín Valentina, una niña de dos años y ojos grandes fallecida pocas horas después del incendio.

Adriana es madre soltera. “El padre de la niña la conoció hasta que fue a verla ahí”, dice Adriana. Le pregunto por el libro que lleva consigo mientras espera a que llegue el resto de los padres para la reunión diaria en la plaza. Se llama Una luz que se apaga, de Elisabeth Kübler-Ross, un best seller en cuya portada se lee: “Una obra que nos ayuda a encontrar la paz que viene de enfrentar, comprender y aceptar la muerte de un niño”; una especie de abecé para los padres de la Guardería ABC. Adriana confiesa que al principio no quería leerlo pero ahora lo hace cuando puede.

Quiero saber dónde lo consiguió. “Nos lo mandó de regalo la esposa del gobernador”, responde mirando las sombras minúsculas que, al atardecer, caen desde la punta de los zapatos sobre la plaza.

La plaza donde León Krauze y Adriana platican es Emiliana de Zubeldía, convertida espontáneamente en centro de reunión de los padres de los niños fallecidos y lesionados, la mayoría obreros que nunca habían tenido el ánimo para involucrarse en cuestiones políticas, hasta que el Estado les falló trágicamente. Sobre el movimiento que nacería alrededor de la plaza, León Krauze cuenta con una desolada certidumbre que algunos de los familiares querían, también, hablar de la justicia, que tarda tanto en asomar la cabeza. ¿Cómo presionar al gobierno local? ¿Cómo pedirle explicaciones al Seguro Social? ¿Sería conveniente acudir a la Suprema Corte para pedir una atracción que no por ser jurídicamente fútil dejaría de tener peso simbólico? Pero más allá del consuelo mutuo y la batalla jurídica contra el abrumador sistema de compadrazgos locales y federales, la mayoría de los padres se reunía en la Zubeldía para atender con esmero su altar.

Otra tragedia que asalta a la razón es la de los 65 mineros de Pasta de Conchos, Coahuila. El periodista Arturo Rodríguez García recurre de igual forma a la descripción de las relaciones sociales que acontecen en un espacio físico concreto para su historia titulada “Los negocios de la muerte”. Este lugar es un campamento improvisado en las afueras de la mina de carbón, en el cual se realizaron durante apenas unos pocos días los trabajos de rescate que fueron recordados con tristeza en octubre de 2010, cuando Chile salvó a 33 mineros que se encontraban a una profundidad mucho mayor que en la que se hallaban los mineros coahuilenses, cuyos restos ni siquiera han sido recuperados, quizá porque hacerlo podría revelar si era factible o no que el gobierno y la empresa Grupo México pudieron rescatarlos con vida en su momento. A diferencia de la esperanza que irradió desde las afueras de la mina San José en Copiapó —rayana incluso en el reality show—, en Pasta de Conchos ocurrió todo lo contrario.

Fue el escenario del contraste: la pobreza minera y la ostentación de políticos y líderes sindicales. Era el sitio de encuentro entre mujeres asiduas a la paca de segunda mano con la alta costura de maniquís humanos. Familias transportadas en la caja de la pick up e invisibles tripulantes de camionetas todoterreno blindadas. De los poderosos con escolta y de Gilberto Rico, Gil, el niño que fue a esperar noticias de su padre y le robaron la bicicleta. Del obispo Alonso Garza que exhortaba a la resignación, al perdón y a la reconciliación, frente al obispo Raúl Vera que denunciaba la cultura laboral de la muerte. En el campamento, pues, convergían las familias descorazonadas y el copioso turismo de la tragedia.

Escuché decir al general Roberto Miranda, comandante de la Decimoprimera Región Militar: “Esto parece una pinche kermés; que los saquen a todos”.

El periodista español Miguel Ángel Bastenier, en su libro Cómo se escribe un periódico, critica a quienes escriben “desde arriba” para “los de abajo”, en un lenguaje esotérico, administrativo y colonial, pues era el lenguaje del gobernante ante sus súbditos, no los ciudadanos Ese chip se ve reflejado en quien escribe en los periódicos y se siente imbuido de una categoría distinta y superior a la de los demás ciudadanos, o, como lo dice la periodista colombiana María Teresa Ronderos, es el chip de aquellos reporteros que se ponen la corbata de la autoimportancia a la hora de redactar y forman parte así de un enorme aparato propagandístico sin apenas saberlo.

Alejandro Almazán es todo lo contrario. En su crónica “La tropa loca” documenta y narra el asesinato cometido por un grupo de soldados enviados a la guerra contra el narco, decretada desde Los Pinos, allá en la capital del país. El andar en manada de los militares por la serranía sinaloense “levantaba una polvareda con esos mamuts que llaman Hummers”. Almazán escribe:

Iban 23 soldados. Subieron, allá quién sabe qué hicieron, y luego bajaron. Pasaron por La Joya con los faros prendidos de los mastodontes. Eran como las siete de la noche. Por la recomendación 40/2007 que emitió del caso la CNDH se sabe que el convoy hizo un alto en el camino a la altura de los Alamillos, a unos tres kilómetros de La Joya. En esa parada, siete de los 23 guachos fumaron mariguana. Uno de ellos esnifó cocaína y tragó metanfetaminas con cerveza. Todos, eso sí, bebieron botes de Pacífico como si en pocas horas empezara la ley de la prohibición. Hablaron de lo que hablan los hombres: pendejadas. Se creyeron héroes y luego dioses. Agarraron cura, sintieron el aire enyerbado y solucionaron el mundo.

Entonces dieron las diez de la noche.

En la película El infierno, uno de los pocos productos culturales de interés a propósito del Bicentenario y el Centenario (pletóricos de diversión oficial bajo estado de sitio), aparece una escena protagonizada por el capo del pueblo de San Arcángel —o San Narcángel—, quien asume la presidencia municipal y encabeza la ceremonia del Grito de la Independencia, junto al jefe de la policía, empresarios y el jerarca local de la Iglesia. Todo va bien hasta que irrumpe desde el gentío un resentido integrante de la mafia, que descarga su cuerno de chivo contra el capo gobernante y los que lo acompañan en el balcón. Al terminar la balacera, el escudo nacional labrado en el atril queda teñido con la sangre derramada por el alcalde narco. Luego, los fuegos artificiales proyectan la leyenda: “Viva México 2010”. La película de Luis Estrada remite a un planteamiento oficial que cada vez cobra mayor fuerza sobre la llamada “guerra contra el narco”. Palabras más, palabras menos, para tratar de censurar una información verificada, hay funcionarios que plantean así las cosas: “Ahora estamos en una guerra y tú como periodista debes elegir de qué lado estás: del lado de México o del lado del crimen organizado. Toma en cuenta eso a la hora de escribir tu nota”. No son pocos los colegas a los que se les ha planteado este argumento tramposo, mediante el que se trata de presionar para que la prensa haga un “periodismo patriótico”, entendiendo lo patriótico, claro, como las directrices de Los Pinos, y no la realidad, esa realidad poco patriótica narrada en la crónica “La tropa loca” de Alejandro Almazán.

Diego Enrique Osorno - Historias de Nadie
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28 marzo 2011
Autorizado por el autor

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