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Este libro no es una fosa común I
por Diego Enrique Osorno

Este libro no es una fosa común
Introducción al libro País de muertos. Crónicas contra la impunidad. Editorial Debate.

No toleraba los textos mal escritos. Todavía recuerdo una vez que se enfadó a causa de una crónica tan mal redactada que rompió los papeles y se comió los trozos. Los masticó y se los tragó. Luego dijo: “Esto no merece salir de otro modo que como mierda”. Fue Ture Svanberg el que me enseñó el oficio de periodista. Solía decir que había dos tipos de escritores. “Uno es el tipo que cava la tierra en busca de la verdad. Está abajo en el hoyo echando la tierra hacia arriba. Pero encima de él hay otro hombre devolviendo la tierra abajo. Él también es periodista. Entre ambos siempre hay un duelo. La lucha de fuerza del tercer poder del Estado por el dominio que nunca acaba. Tienes periodistas que quieren contar y descubrir. Tienes otros que ejecutan los recados del poder y contribuyen a ocultar lo que realmente está ocurriendo.” Y así era. Lo aprendí con rapidez, a pesar de tener sólo quince años. Los hombres del poder siempre tienen empresas de limpieza y funerarias simbólicas. Hay cantidad de periodistas que no dudarían en vender sus almas por ejecutar sus recados. Volver a tapar la tierra. Enterrar los escándalos. Elevar las apariencias a verdades, garantizar la ilusión de la sociedad limpia.
Henning Mankell, La falsa pista

En un voluminoso reporte de 900 páginas, pagado con dinero público y escrito con lenguaje aburrido y encubridor, el Instituto Batelle da cuenta de su investigación sobre un siniestro ocurrido en la Sonda de Campeche donde perdieron la vida 20 trabajadores de Pemex y dos tripulantes del barco Morrison Tide. El documento, valiéndose de artilugios de la fantaciencia, le lava las manos a la empresa paraestatal diciendo que los petroleros fallecidos tomaron decisiones equivocadas mientras navegaban en los botes salvavidas, conocidos como mandarinas por su color anaranjado. La culpa fue de los muertos, se concluye en este caso, uno de los catorce presentados en las siguientes páginas. Los muertos, lo sabemos, ya no pueden dar su versión.


País de muertos es un libro que abarca apenas un puñado de tantas muertes impunes sucedidas en México. Se incluyen siniestros como el de la Sonda de Campeche, el de la mina Pasta de Conchos o el de la Guardería ABC; muertes ocurridas en operativos oficiales, como el de la policía del Distrito Federal en la discoteca News Divine o el del Ejército mexicano en Badiraguato, Sinaloa; casos individuales como el de un maestro argentino de ping pong en Toluca, el de un joven empresario secuestrado en la Ciudad de México, el de un periodista independiente caído en Oaxaca durante un ataque paramilitar, o el de un líder sindical asesinado hace casi treinta años. Masacres de indígenas como la de Acteal, Chiapas, o aquellas que giran alrede dor del narco como la de Creel, Chihuahua, o la de Guamúchil de la Noria, Sinaloa, que oficialmente nunca existió. Las hemorragias imparables de Ciudad Juárez y Tijuana completan el listado.

Pero este libro no es una fosa común ni una sala del museo de los muertos. Tampoco es sólo una denuncia más de esa notoria impunidad que mata en el país desde hace tiempo y que cada día se torna menos noticiosa en sí misma. Para tratar de narrar el dolor de los muertos se reúne en estas páginas al periodismo de investigación con el periodismo narrativo, si bien ambos adjetivos siempre salen sobrando y se debería hablar de periodismo a secas. En los textos incluidos aquí es evidente la preocupación de sus autores de no ser cómplices de esas muertes; el encabronamiento de que las autoridades, o cualquiera, los orillen a ser cómplices. Con lo que se relata no se busca hacer pornografía de los muertos ni deleitar a los lectores con los apetecibles cuerpos de la desgracia ajena, sino crear empatía: el dolor que sintieron los muertos es inexpresable, pero en estas crónicas hay un intento por representarlo. Bien dice Froy lán Enciso que los autores de estas crónicas son dolientes: dolientes que tratan de expresar el dolor que sintió el muerto. Ese dolor es una de las sustancias más difíciles de nombrar —quizá el dolor sea el origen del lenguaje— y por eso hay idiotas que en lugar de sentirlo buscan ser héroes enrolándose del lado de “los buenos” en las muchas guerras que hay en México, desde las más visibles, como la guerra por el control de las drogas, hasta otras mejor disfrazadas, como la guerra por el control de la explotación minera.

Emiliano Ruiz Parra, en la primera de las crónicas incluidas en este libro, reconstruye los sucesos ocurridos en el Golfo de México. Gracias a los testimonios recopilados directamente por el periodista, así como los recabados por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, fue posible saber que los petroleros jamás habían participado en simulacros marcados por los manuales de seguridad, que los equipos de respiración autónoma estaban encadenados y no pudieron ser usados durante la emergencia, que las alarmas nunca sonaron, que deliberadamente fueron bloqueadas las puertas de la zona habitacional y que una de las mandarinas accidentadas tenía pegotes de silicón que se botaron a la primera ola. Pemex había recibido un montón de quejas de las fallas que ponían en riesgo las vidas de los trabajadores y nunca actuó en consecuencia.
John Pilger cuestiona que en las clases de periodismo de las universidades no se diga que el Estado miente por costumbre. Si se dijera, considera el periodista australiano, el cinismo de muchos jóvenes reporteros no se dirigiría a sus lectores, sino a los que detentan una autoridad falaz. La crónica “El naufragio de las mandarinas”, de Emiliano Ruiz Parra, es periodismo que respeta la vida. Las demás historias narradas aquí también están nutridas de ese periodismo que se asume como instrumento de solidaridad con la vida, algo urgente en tiempos de tanta muerte.

En su crónica, Emiliano Ruiz Parra prueba la negligencia oficial que existe en la guerra petrolera y también transporta al lector hasta los sucesos de ese día, con una narración llena de guiños tanto a Joseph Conrad como a Gabriel García Márquez:

Una de las cientos de olas que los embistieron había alejado del bote al cocinero de noche, que nadaba a la deriva. Sujeto al malacate, un buzo bajó hasta la superficie del mar, lo abrazó por la espalda y lo sacó del agua.

Ambos empezaron a subir hacia el helicóptero tirados por el motor del cabo.

El marino, sin embargo, no soportó el peso del hombre robusto y agotado, del cocinero de noche que ya llevaba el rictus de la desesperanza. Unos metros antes de subir se le escapó de los brazos. Sus compañeros sólo alcanzaron a ver el hoyo que se formó en el agua. Los helicópteros no intentaron otro rescate de esas características.

Pero no se fueron. La noche cayó sobre el mar picado y las naves siguieron a los sobrevivientes en las largas horas de vida y muerte. Desaparecían unos minutos y regresaban. La luz de sus reflectores alumbraba las gotas de lluvia que bailaban al ritmo de las rachas de viento.

—Diosito, Señor, si tú puedes todo, haz que amainen los vientos —suplicó Pensamiento por segunda ocasión.

En el caso de la Sonda de Campeche, como en el que perdieron la vida los 65 mineros del yacimiento carbonífero de Pasta de Conchos, contado en este libro por Arturo Rodríguez; o en el de los 49 niños de la Guardería ABC, narrado por León Krauze, las responsabilidades gubernamentales existen por contundente omisión, y sin embargo ningún funcionario de alto nivel ha ido a prisión. La falta de justicia prevalece.

Entre las crónicas de este libro hay dos escritas por periodistas que no nacieron en México, pero que con su trabajo han llegado a la entraña del país. Se trata de John Gibler y Pablo Ordaz. El primero escribe para medios alternativos de los Estados Unidos y el segundo para el diario El País de España.

—¡Nos vamos! Esta noche nos acompañará un periodista español. Si hay suerte y detienen a algún delincuente, no me lo golpeen demasiado… Háganme ese favorzote, muchachos.

El oficial subraya la broma guiñando el ojo detrás del pasamonta- ñas. Los muchachos se ríen. Será el único momento de relajación en cinco horas.


La escena anterior, que parece extraída de una mala película en blanco y negro, es una de la estampas de la realidad que se narra en “La muerte imparable”, texto con el que Pablo Ordaz capta la sangría que padece el país desde que Felipe Calderón lo lanzó sin consulta ni plan a una guerra mesiánica. Al viajar al epicentro de esa sinrazón, Ordaz reflexiona:

Los muertos no tienen nombre. No desde luego en Ciudad Juárez, donde este sábado de febrero escogido al azar serán ocho los jóvenes asesinados por las oscuras mafias de la droga. Ocho. No son demasiados; tres días después morirán 21. Ni demasiado jóvenes; una semana más tarde caerán seis niños bajo los disparos de tipos que siempre tienen tiempo de huir.
Ocho muertos son sólo ocho líneas en cualquier periódico mexicano.

Atrapadas por su vecindad con un país cocainómano como Estados Unidos, y despreciadas por gobiernos nacionales que buscan legitimarse por la fuerza, en urbes fronterizas como Ciudad Juárez, el concepto de modernidad —con sus correspondientes valores como derechos humanos, progreso y libertad— significa lo contrario: una vuelta a la ley del más fuerte, al “estado natural” del que hablaba Hobbes. Esto ocurre bajo la mirada de un ejército de reporteros que batallan para encontrar un asidero lógico de dónde agarrarse a la hora de dar cuenta del transcurso de los acontecimientos. Ya lo había advertido el escritor chileno Roberto Bolaño en su monumental novela 2666: en Ciudad Juárez y sus asesinatos se esconde el secreto del mundo.

“La carnada”, otra de las crónicas de este libro, del periodista José Luis Martínez S., relata la investigación emprendida por la señora Isabel Miranda de Wallace para localizar a su hijo Hugo Alberto Wallace, secuestrado y asesinado por una banda prácticamente desmantelada gracias a las indagatorias independientes realizadas por la desesperada madre.

Ocho días estuvo en esa calle con su familia, sin dormir, pasando las noches en un automóvil, esperando encontrar alguna pista sobre el destino de Hugo. Después cambiaron de estrategia, dejaron de estar ahí todo el tiempo, pero no de acudir a la colonia y de preguntar a los vecinos, “al de la tiendita”, al cartero, a los recolectores de basura, a toda la gente que podían, sobre quién vivía en ese departamento cuyas ventanas pintadas de negro eran más que una metáfora.

Así supo que era rentado por una bailarina de Guadalajara. Un vigilante le aportó otro dato: bailaba con el conjunto que popularizó la canción que decía “Zá, zá, zá”. Con esta información, la señora Wallace se enteró del nombre del grupo y comenzó a investigar quién era su dueño o representante, enterándose que radicaba en el puerto de Veracruz y se llamaba Óskar Lobo.

Lo fue a buscar. Al verlo le dijo que trabajaba en un corporativo y quería contratar a su grupo para una fiesta de ejecutivos, pero para hacerlo había un requisito:

—Me piden —le explicó— que yo presente un cd donde aparezcan todas las bailarinas, porque a mi jefe le gusta una de ellas y quiere que participe en el evento.

Lobo le dio el disco. Al regresar a la Ciudad de México la señora Wallace imprimió las fotografías y, con ellas, volvió a Perugino. Tuvo suerte: al verlas, una señora que vendía quesadillas le señaló a la muchacha por la que andaba preguntando.

El relato de José Luis Martínez S. tiene vida propia. Puede ser leído en la soledad de una habitación o escuchado en la sobremesa de una cena. Hay seres humanos que, mientras la barbarie transcurre, actúan valientemente, como la señora Wallace. Y hay quienes se preguntan: ¿para qué sirve contar historias en medio de la barbarie? El acto de narrar es menos valiente que lo que hacen personas como la señora Wallace, sin embargo es algo eficaz. El maestro del periodismo del siglo xx, Ryszard Kapuscinski, reivindicaba que contar historias desafía a lo absurdo. Y absurdo —no lo olvidemos ni nos acostumbremos a ello— es lo que está ocurriendo en este país de muertos.

Diego Enrique Osorno - Historias de Nadie
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22 marzo 2011
Autorizado por el autor

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